Adrián Ramos Alba
Diríase que las sillas no se llevan muy bien
entre ellas. Las más ancianas se reúnen en corrillo. Otra, aquejada de una
cojera mal disimulada, parece mirar a través de la ventana. Las cinco restantes
están desperdigadas por todo el comedor. Doce descomunales traseros, cuyos
propietarios se toman la penúltima en el jardín, llegarán en cualquier momento.
Una
luna saturnina confirma la llegada de la noche. El mayordomo, una vez
concluidos sus ejercicios gimnásticos, entra en la cocina. Un par de ancianas
camareras devoran sendos platos de gachas. Están al corriente del peculiar
gusto de los muy peculiares comensales de la casa. No hacen preguntas.
Pasadas
las nueve, el mayordomo entreabre la puerta del comedor, y observa con una
sonrisa maliciosa como los doce, obesos y beodos, se dejan caer sobre las
sillas, ahora perfectamente alineadas a uno y otro lado de la mesa.
Pese
a que las hebillas de los cinturones resultan difíciles de tragar, las doce
sillas tapizadas con piel de anaconda no tardarán más de media hora en
devorarlos a todos.
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