Inés Arredondo
Para Juan García Ponce
Cada vez, un poco antes de que el reloj diera los cuartos, el silencio se
profundizaba, todo se ponía tenso y en el ámbito vibrante caían al fin las campanadas.
Mientras sonaban había unos segundos de aflojamiento: el tiempo era algo vivo junto
a mí, despiadado pero existente, casi una compañía.
En la calle se oían pasos… ahora llegaría… mi carne
temblorosa se replegaba en un impulso irracional, avergonzada de sí misma. Desaparecer.
El impulso suicida que no podía controlar. Hasta el fondo, en la capa oscura donde
no hay pensamientos, en el claustro cenagoso donde la defensa criminal es posible,
yo prefería la muerte a la ignominia. La muerte que recibía y que prefería a otra
vida en que pudiera respirar sin que eso fuera una culpa, pero que estaría vacía.
Los pasos seguían en el mismo lugar… no era más que la lluvia… No, no quería morir,
lo que deseaba con todas mis fuerzas era ser, vivir en una mirada ajena, reconocerme.
Los brazos extendidos, las manos inmóviles, y toda mi
fealdad presente. La fealdad de la desdeñada.
Ella era hermosa. Él estaba a su lado porque ella era
hermosa, y toda su hermosura residía en que él estaba a su lado. Alguna vez también
yo había tenido una gran belleza.
Un ruido, un roce, algo que se movía lejos, tal vez
en casa de ella, en donde yo estaba ahora sin haberla pisado nunca, condenada a
presenciar los ritos y el sueño de los dos. Necesitaba que su dicha fuera inigualable,
para justificar el sórdido tormento mío.
El roce volvía, más cerca, bajo mi ventana, mi corazón
sobresaltado se quedaba quieto. Otra vez la muerte. Y no era más que un papel arrastrado
por el viento.
Los que duermen y los que velan están en el seno de
una noche distinta para cada uno que ignora a todos. Ni una palabra, ni una sonrisa,
nada humano para soportar el encarnizamiento de la propia destrucción. ¿Qué significa
injusticia cuando se habita en la locura? Enfermizo, anormal… palabras que no quieren
decir nada.
El recuerdo hinca en mí sus dientes venenosos; he sido
feliz y desgraciada y hoy todo tiene el mismo significado, sólo sirve para que sienta
más atrozmente mi tortura. No es el presente el que está en juego, no, toda mi vida
arde ahora en una pira inútil, quemado el recuerdo en esta realidad sin redención,
ardido va el futuro hueco. Y la imaginación los cobija a ellos, risueños y en la
plenitud de un amor que ya para siempre me es ajeno.
Sin embargo, me rebelo porque sé quién es ella Ella,
es… quien sea; el dolor no está allí, no importa quién sea ella y si merezca o no
este holocausto en que yo soy la víctima; mi dolor está en él, en el oficiante.
La soledad no es nada, un estéril o fértil estar consigo
mismo; lo monstruoso es este habitar en otro y ser lanzado hacia la nada.
Ya no llueve; mi cama, suspendida en el vacío, me aísla
del mundo.
Caen una, muchas veces las campanadas. Ya no quisiera
más que un poco de reposo, un sueño corto que rompa la continuidad inacabable de
este tiempo que ha terminado por detenerse.
Amanecía cuando llegó. Entró y se quedó como sorprendido
de verme levantada.
–Hola.
Fue todo lo que se le ocurrió decir. Lo vi fresco, radiante.
Me di cuenta de que en cambio yo estaba ajada, completamente vencida en aquella
lucha sin contrincante que había sostenido en medio de la noche. Casi quería disculparme
cuando dije:
–Tenía miedo de que te hubiera sucedido algo.
–Pues ya ves que estoy divinamente.
Era verdad. Y lo dijo con inocencia. Yo hubiera preferido
que el tono de su voz fuera desafiante o desvergonzado; eso iría conmigo, sería
un reconocimiento, un ataque, en fin, me daría un lugar y una posición; pero no,
él me veía y no me miraba, ni siquiera podía distraerse para darse cuenta de que
yo sufría. Estaba ensimismado, mirando en su fondo un punto encantado que lo centraba,
le daba sentido al menor de sus gestos y a cuyo rededor giraba armonioso el mundo,
un mundo en el que yo no existía.
El amor daba un peso particular a su cuerpo; sus movimientos
se redondeaban y caían, perfectos. Esa extraña armonía de la plenitud se manifestaba
por igual cuando caminaba y cuando se quedaba quieto. Lo estaba mirando ir y venir
por la estancia recogiendo los papeles que necesitaría y metiéndolos en el portafolio.
No se apresuró y sin embargo hizo las cosas de una manera justa y rápida. Levantó
un brazo y se estiró para recoger algo del tercer estante; entonces vi con claridad
que lo que sucedía era que para hacer el movimiento más insignificante ponía en
juego todo el cuerpo; por eso alcanzaba más volumen y su ademán parecía más fácil.
Pensé en los labriegos que aran y siembran con ese mismo ritmo que los comunica
con todo y los hace dueños de la tierra.
–Me tengo que ir rápido porque me espera Vázquez a las
nueve. ¿Habrá agua caliente para bañarme?
Cruzó frente a la puerta de la niña sin abrirla. Entró
en el baño. Un momento después se asomó con el torso desnudo y me preguntó:
–¿Cómo ha estado?
–Bien.
–Bueno.
Cerró la puerta del baño y un instante después lo oí
silbar.
Me daba vergüenza mirarlo. Sus manos, su boca: como
si estuviera sorprendiendo las caricias. Pero él hablaba y comía alegremente.
Yo hubiera podido mencionarla y desencadenar así algo,
pero no me atrevía a hacerme esa traición. Quería que sin presiones de mi parte
él se diera cuenta de mi presencia. Mientras me siguiera viendo como a un objeto
era inútil pretender siquiera una discusión, porque mis palabras, fueran las que
fueran, cambiarían de significado al llegar a sus oídos o no tendrían ninguno.
–Estás muy callada.
–No he dormido bien.
–Yo no dormí nada, como viste, y sin embargo, me siento
más animado que nunca.
Su voz onduló en una especie de sollozo henchido de
júbilo, como si se le hubiera apretado la garganta al decir aquello. Sentí más que
nunca mi cara cenicienta. Tuvo que aspirar aire hasta distender por completo los
pulmones y las aletas de su nariz vibraron; estaba emocionado, satisfecho de sus
palabras. Dentro de un momento iría a contarle a ella esta pequeña escena. Parecía
liberado. La niña, la rutina, yo, todo eso se borró; volvió a quedarse quieto y
lleno de luz, mirando hacia adentro el centro imantado de su felicidad. Pasó sobre
mí los ojos para que pudiera ver su mirada radiante. Y fue precisamente en esa mirada
donde vi que todo aquello era mentira. A él le hubiera gustado que se tratara de
una felicidad verdadera y la actuaba con fidelidad; pero seguramente, si no estuviera
yo delante siguiendo con aguda atención todos sus gestos, no hubiera sido la mitad
de dichoso. Había algo demoniaco en aquella inocencia aparente que fingía ignorar
mi existencia y mi dolor. Pero le gustaba eso sin duda, y sentí, como si la viviera,
la complicidad que había entre aquella mujer y él: la crueldad deliberada. Inteligentes
inconscientes, pecadores sin pecado, a eso jugaban, como si fuera posible. No pasaban
ni por la duda ni por el remordimiento, y por ello creían que el cielo y el infierno
eran la misma cosa.
¿De qué me servía saber todo eso?
Se levantó y fue al teléfono, marcó. Semisilbaba nervioso
o impaciente.
–Bueno… Sí… No… Ahora salgo para la oficina… Muy bien
hasta luego.
Silbó un poco más fuerte.
–No vendré a comer. Vázquez quiere que sigamos tratando
el asunto después de la junta.
No contesté. Sabía que ya no tenía que fingir que creía
ninguna disculpa. Todo estaba claro.
Bajé tambaleándome las escaleras; los ojos sin ver,
el dolor y el zumbido en la cabeza.
Cuando llegué al dintel de la calle me enfrenté de golpe
a la luz y a mi náusea. Parada en un islote que naufragaba, veía pasar a la gente,
apresurada, que iba a algo, a alguna parte; pasos que resonaban sobre el pavimento,
mentes despejadas, quizá sonrisas flotantes…
Ahora, a esta hora precisa él estará… para qué pensarlo.
Tengo que ir a la farmacia a comprar medicinas… Existe
sin embargo una injusticia… yo podría ser esa mujer, esa aventurera, o ese amor.
¿Por qué él no lo sabe? Toda mi vida deseé… Pero él no lo ha comprendido… Y después
de la conquista ¿será ella también alguna sin significado, como yo? El sueño de
realizarse, de mirarse mirado, de imponer la propia realidad, esa realidad que sin
embargo se escapa; todos somos como ciegos persiguiendo un sueño, una intención
de ser… ¿Qué piensa sobre sus relaciones con los demás, con esa misma mujer con
la que ahora yace, intentando una vez más la expresión austera, perfecta? Es posible
que ahora, en este minuto mismo la haya encontrado… ¿entonces?… Ay, no haber sido
ésa, la necesaria, la insustituible… Un gusano inmolado, no he sido otra cosa; sin
secreto ni fuerza, una niña como él me dijo el primer día, jugando al amor, ambicionando
la carne, la prostitución, como en este momento; no yo la única, sino una como todas,
menos que nadie.
Serían la cuatro de la tarde. El parque tenía un aspecto
insólito. Las nubes completamente plateadas en el cielo profundamente azul, y el
aire del invierno. No era un día nublado, pero el sol estaba oculto tras unas nubes
que resplandecían, y la luz tamizada que salía de ellas ponía en las hojas de los
plátanos un destello inclemente y helado. Había un extraño contraste entre el azul
profundo y tranquilo del cielo y esta pequeña área bañada de una luz lunar que caía
al sesgo sobre el parque dándole dos caras: una normal y la otra falsa, una especie
de sombra deslumbrante. Me senté en una banca y miré cómo las ramas, al ser movidas
por las ráfagas, presentaban intermitentemente un lado y luego otro de sus hojas
a la inquietante luz que las hacía ver como brillantes joyas fantasmales. Parecía
que todos estuviéramos fuera del tiempo, bajo el influjo de un maleficio del que
nadie, sin embargo, aparentaba percatarse. Los niños y las niñeras seguían ahí,
como de costumbre, pero moviéndose sin ruido, sin gritos, y como suspendidos en
una actitud o acción que seguiría eternamente.
Sentí que me miraban y con disimulo volví la cabeza
hacia donde me pareció que venía el llamado. Los tres pares de ojos bajaron los
párpados, pero supe que eran ellos los que me habían estado mirando y continuaban
haciéndolo a través de sus párpados entornados: tres pepenadores singulares, una
rara mezcla de abandono y refinamiento; esto se hacía más patente en el segundo,
segundo en cuanto a la edad, no a la posición que ocupaba en el grupo, porque el
grupo se hallaba colocado en diferentes planos en el prado frontero a mi banca.
El segundo estaba indolentemente recargado en un árbol
fumando con voluptuosidad explícita y evidentemente proyectada hacia mí como un
actor experimentado ante un gran público; en su mano sucia de largas uñas sostenía
el cigarrillo con una delicadeza sibarítica, y se lo llevaba a los labios a intervalos
medidos, cuidadosos; sus pantalones anchos, cafés, caían sobre los zapatos maltrechos
y raspados, y en la pierna que flexionaba hacia atrás apoyándola en el árbol, dejaba
ver una canilla rugosa y cenicienta sin calcetines; la camisa que debió ser blanca
en otro tiempo se desbordaba en los puños desabrochados dándole amplitud y gracia
a las mangas, y un chaleco de magnífico corte, aunque gastado, ponía en evidencia
un torso largo, aristocrático; pero todo esto no hacía más que dar marco y valor
a la cabeza huesuda y magra, de piel amarillenta, reseca, en la que cuadraban perfectamente
la perilla rala de mandarín y los ojos oblicuos y huidizos, sombreados por largas
pestañas. Nunca me miró abiertamente.
El mendigo más viejo estaba a unos pasos de él, sentado
en cuclillas, escarbando en un saco mugriento, con sus manos grasosas; era gordo
y llevaba una cotorina de colores chillantes; sacaba mendrugos e inmundicias del
bulto informe y se los llevaba ávidamente a la boca con el cuidado glotón de un
jefe de horda bárbara; en algún momento me pareció que tendía hacia mí sus dedos
pegajosos con un bocado especial, y me hacía un guiño, como invitándome.
El tercer pepenador, el más joven, estaba perezosamente
tirado de costado sobre el pasto, más alejado del sitio en que yo me encontraba
que los otros dos; con un codo apoyado contra el suelo, sostenía su cabeza en la
palma de la mano, mientras con la otra levantaba sin pudor su camiseta a rayas y
se rascaba las axilas igual que un mico satisfecho; cuando creyó que ya lo había
mirado bastante, levantó hacia mí los ojos y, abriendo bruscamente las piernas,
pasó su mano sobre la bragueta del pantalón en un gesto entre amenazante y prometedor,
mientras sonreía con sus dientes blancos y perfectos, de una manera desvergonzada.
Desvié la mirada y me estremecí. Me pareció oír un gorgoreo,
como una risa burlona y segura que provenía del más joven de los vagabundos. No
pude levantarme, seguí ahí, con los ojos bajos, sintiendo sobre mí la condenación
de aquellas miradas, de aquellos pensamientos que me tocaban y me contaminaban.
No podía, no debía huir; la tentación de la impureza se me revelaba en su forma
más baja, y yo la merecía. Ahora no era una víctima, formaba un cuadro completo
con los tres pepenadores; era, en todo caso, una presa, lo que se devora y se desprecia,
se come con glotonería y se escupe después. Entre ellos y yo, en ese momento eterno,
existía la comprensión contaminada y carnal que yo anhelaba. Estaba en el infierno.
Impura y con un dolor nuevo, pude levantarme al fin
cuando el sol hizo posible otra vez el movimiento, el tiempo, y ante la mirada despiadada
y sabia de los pepenadores caminé lentamente, segura de que esta experiencia del
mal, este acomodarme a él como algo propio y necesario, había cambiado algo en mí,
en mi proyección y mi actitud hacia él, pero que era inútil, porque, entre otras
cosas, él nunca lo sabría.
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