Robert Sheckley
La
sanguijuela esperaba su alimento. Llevaba milenios flotando a través del vasto espacio.
Había pasado innumerables siglos en el vacío interestelar, desprovista de conciencia.
Cuando llegó finalmente a las proximidades de un sol, ni siquiera supo darse cuenta.
En torno a aquella espora dura y seca, la radiación fulguró, dándole vida. Las fuerzas
gravitatorias la atrajeron con violencia.
Junto
con otros despojos estelares, sucumbió al reclamo de un planeta; cayó sobre él,
sin perder su apariencia de muerte, encerrada en su vaina resistente. Como una partícula
de polvo entre tantas otras, los vientos la empujaron en torno a la Tierra, jugaron
con ella, y al fin la dejaron caer.
Ya
en el suelo, comenzó a despertar, a absorber alimentos a través de su vaina. Crecía
y se alimentaba.
Frank
Conners llegó hasta el porche y tosió un par de veces.
–Disculpe,
profesor –dijo.
El
hombre alto y pálido no se movió del diván destartalado. Roncaba suavemente, con
los anteojos de carey montados sobre la frente.
–Lamento
mucho molestarlo –dijo Conners, echando hacia atrás su raído sombrero de fieltro–.
Y sé que ésta es su semana de descanso, pero hay algo muy raro en la acequia.
La
ceja izquierda del hombre pálido se estremeció, pero no dio ninguna otra señal de
haber escuchado.
Frank
Conners volvió a toser, sosteniendo una pala con la mano cubierta de venas violáceas.
–¿Me
oyó, profesor?
–Claro
que te oí –respondió Michaels con voz apagada, sin abrir los ojos–. Encontraste
un gnomo.
–¿Qué
cosa? –preguntó Conners, mirándolo de soslayo.
–Un
hombrecito vestido de verde. Dale leche, Conners.
–No,
señor; creo que es una roca.
Michaels
abrió un ojo en dirección a Conners.
–Créame
que lo siento –dijo éste.
Diez
años antes, el profesor Michaels había establecido la costumbre de tomarse una semana
de descanso absoluto. Durante el invierno enseñaba antropología, trabajaba en cuatro
o cinco comisiones, incursionaba en la física y en la química, y todavía encontraba
tiempo para escribir un libro por año. Cuando el verano llegaba se sentía verdaderamente
cansado.
Entonces
se retiraba a su granja, ubicada en el estado de Nueva York, y ganada con duro esfuerzo.
Su norma inalterable era no hacer absolutamente nada durante una semana; Frank Conners
cocinaba y se ocupaba de diversas tareas; él, mientras tanto, dormía. A la segunda
semana empezaba a andar por los alrededores, contemplaba los árboles, pescaba. Dedicaba
la tercera semana a broncearse, a leer, a reparar el cobertizo y a escalar la montaña.
Después de cuatro semanas estaba ansioso por volver a la ciudad.
Pero
la semana de descanso era sagrada.
–De
veras, no lo molestaría por una tontería –dijo Conners, en tono de disculpa–. Lo
que pasa es que esa maldita roca carcomió unos cuantos centímetros de la pala.
Michaels
se incorporó, abriendo los ojos. La pala que sostenía Conners tenía el borde redondeado
completamente trunco. El profesor saltó del diván y metió los pies en unos mocasines
desgastados.
–Vamos
a ver esa maravilla –dijo.
Cruzaron
el césped del frente; el objeto estaba en la acequia, a unos sesenta centímetros
del camino principal. Era redondo, del tamaño aproximado de un neumático grande,
y presentaba un aspecto totalmente sólido. Su espesor era de unos dos centímetros;
era de color grisáceo, recubierto por una intrincada red de venas.
–No
lo toque –le advirtió Conners.
–No
pienso hacerlo. Dame tu pala.
Michaels
tanteó el objeto, probándolo con la pala. No cedía en ningún punto. Sostuvo la herramienta
contra la superficie un momento. Cuando la retiró, habían desaparecido otros dos
centímetros.
Michaels
frunció el ceño y se ajustó los anteojos sobre la nariz. Mientras sostenía la pala
contra la roca con una mano, arrimó la otra a su superficie. La pala siguió reduciéndose.
–No
parece producir calor –dijo a Conners–. ¿Notaste algo de eso la primera vez?
Conners
hizo un ademán de negación.
Michaels
levantó un puñado de tierra y lo arrojó contra el objeto. El polvo se disolvió instantáneamente
sin dejar ningún rastro sobre la superficie de color gris oscuro. Lo mismo sucedió
con una piedra grande que le arrojó después.
–¿Alguna
vez vio algo más extraño, profesor? –preguntó Conners.
–No
–respondió Michaels–; tenías razón.
Alzando
la pala, la bajó con precisión sobre el objeto. Ante el impacto, estuvo a punto
de soltar la herramienta. Había sujetado el mango con fuerza a fin de resistir el
rebote, pero la pala chocó sobre la superficie rígida y quedó allí. La masa no había
cedido en absoluto, y tampoco había rechazado el impacto.
–¿Qué
puede ser? –preguntó Conners.
–No
se trata de una piedra –dijo Michaels, retrocediendo–. Una sanguijuela absorbe sangre.
Esto parece absorber tierra. Y palas.
La
golpeó algunas veces más, a modo de experimento, y cambió una mirada con Conners.
Por la ruta pasaron cinco o seis camiones del ejército.
–Voy
a llamar a la universidad para consultar a un físico –dijo Michaels–. O a un biólogo.
Quisiera deshacerme de esto antes de que me arruine el césped.
Volvieron
a la casa.
Todo
le servía a la sanguijuela como alimento. El viento, al ondular sobre su superficie
gris, le agregaba su ración de energía cinética. Al caer la lluvia, la fuerza de
cada gota se incorporaba a sus reservas. La superficie sedienta absorbía toda el
agua.
También
la luz solar era absorbida y convertida en parte de su volumen. El suelo sobre el
que descansaba, la tierra, las piedras y las ramas rotas, todo era asimilado por
las complejas células. La energía, a su vez, se transformaba en masa, y la sanguijuela
seguía creciendo.
Lentamente,
los primeros destellos de conciencia regresaron a ella. Y antes que nada supo de
la inadmisible pequeñez de su cuerpo.
Y
creció.
Cuando
Michaels fue a verla, al día siguiente, la sanguijuela tenía dos metros y medio
de diámetro; ya había desbordado el límite del césped y se asomaba al camino. Al
día siguiente llegaba ya a los cinco metros y medio de diámetro; su forma se había
adaptado a la profundidad de la acequia y cubría ya casi todo el camino.
Ese
día vino el comisario, en su viejo Ford; tras él venía media ciudad.
–¿Esa
es su sanguijuela, profesor Michaels? –preguntó el comisario Flynn.
–Sí,
ésa es –respondió Michaels, quien había pasado los últimos días tratando sin éxito
de encontrar un ácido para disolverla.
–Tenemos
que sacarla del camino –observó Flynn, acercándose valerosamente–. No podemos dejar
una cosa como ésta en el camino, profesor. El ejército tiene que pasar por aquí.
–Lo
siento muchísimo –dijo Michaels, inexpresivo–. Haga lo que guste, comisario, pero
tenga cuidado. Está caliente.
Eso
no era cierto, pero dadas las circunstancias parecía la explicación más sencilla.
El
comisario trató de introducir una barra de hierro bajo el objeto. Michaels lo miró
con interés, y cuando el otro sacó su palanca reducida en quince centímetros, sonrió
secretamente.
Pero
el comisario no se descorazonaba con facilidad. Había venido dispuesto a luchar
con una roca muy tozuda. Fue hasta el asiento trasero del coche y volvió con un
soplete y un mazo. Encendió el soplete y dirigió la llama hacia la sanguijuela.
Pasados
cinco minutos no se había producido el menor cambio. El color gris no se había tornado
rojo; en realidad, ni siquiera parecía haberse calentado. El comisario insistió
durante quince minutos más y finalmente llamó a uno de sus hombres.
–Jerry,
golpee allí con la pica.
Jerry
levantó la herramienta, hizo señas al comisario para que retrocediera y alzó la
pica por sobre su cabeza. Cuando el metal golpeó, dejó escapar un grito. No hubo
el más leve rebote.
A
lo lejos se oyó el rugido de un convoy del ejército.
–Ahora
se va a armar –dijo Flynn.
Michaels
dudaba. Caminó en torno a la sanguijuela mientras se preguntaba qué clase de sustancia
podía reaccionar de esa manera. La respuesta era simple: ninguna. Ninguna sustancia
conocida.
El
chofer de la primera camioneta levantó la mano y el largo convoy se detuvo. Un oficial
curtido y eficiente descendió del vehículo. Por las estrellas que llevaba en el
hombro, Michaels comprendió que estaba frente a un teniente general.
–No
pueden obstruir el camino –dijo el general–. Por favor, saquen eso de ahí.
Era
un hombre alto y enjuto; vestía uniforme cobrizo y los ojos fríos le brillaban en
el rostro curtido.
–No
podemos moverlo –dijo Michaels.
Y
le contó al general lo que había ocurrido en los últimos días.
–Hay
que sacarlo –dijo el general–. El convoy tiene que pasar.
Se
acercó para mirar la sanguijuela, y agregó:
–¿Dice
usted que no puede levantarla con una palanca y que no se quema con soldador?
–Así
es –respondió Michaels, con una leve sonrisa.
–¡Conductor!
–ordenó el general, por sobre su hombro–. Pásele por encima.
Michaels
iba a protestar, pero se contuvo. Los militares tendrían que extraer sus propias
conclusiones.
El
conductor puso la camioneta en marcha y avanzó, pasando sobre la sanguijuela, cuyo
borde se alzaba a diez centímetros. Al llegar al centro del promontorio, el motor
se detuvo.
–¡No
le he ordenado que se detenga! –gritó el general.
–Se
detuvo solo –protestó el conductor.
La
camioneta, detenida por fuertes tirones, había acabado por pararse. El conductor
volvió a ponerla en marcha, accionó la caja de cambios y trató de sacarla hacia
adelante. El vehículo permaneció inmóvil, como si estuviera pegado con cemento.
–Perdón
–observó Michaels–. Si presta atención, podrá ver que las llantas se están disolviendo.
Automáticamente
el general se llevó las manos hacia la pistola que colgaba de su cinturón.
Luego gritó:
–¡Salte,
conductor! Y no vaya a pisar esa sustancia gris.
Pálido,
el conductor trepó al techo de la camioneta, miró a su alrededor y saltó limpiamente.
En
un silencio absoluto los presentes contemplaron la camioneta. En primer término
desaparecieron las llantas; en seguida, las cámaras. El chasís se disolvió
también, al quedar en contacto con la superficie. Lo último en desaparecer fue
la antena.
El
general empezó a maldecir entre dientes.
–¡Corra
hacia allá! –ordenó, volviéndose hacia el conductor–. Que algunos hombres
traigan granadas de mano y dinamita.
El
chofer corrió hacia el convoy.
–No
sé qué es esto –dijo el general–, pero no ha de detener a un convoy del
ejército estadunidense.
Michaels
tenía sus dudas.
La
sanguijuela estaba ya casi despierta y su cuerpo reclamaba más alimento. Disolvía
el suelo sobre el que se encontraba a una velocidad increíble, reemplazándolo
con su cuerpo, que iba expandiéndose.
Un
objeto grande cayó sobre ella, y también se convirtió en alimento.
De
pronto…
Hubo
un estallido de energía contra su superficie; después otro, y otro. Los
consumió, agradecida, convirtiéndolos en masa. Fue golpeada por pequeños
perdigones de metal; tras convertirlos en masa, absorbió su energía cinética. Nuevas
explosiones contribuyeron a calmar las células hambrientas.
Empezaba
a percibir ciertas cosas: controló la combustión a su alrededor, las
vibraciones del viento, los movimientos de su masa.
Una
explosión, mayor que las anteriores, fue un sabor de verdadera comida. La consumió
ávidamente, creciendo con rapidez. Y esperó, ansiosa, que se repitieran las
explosiones, pues sus células exigían más alimento.
Pero
no recibió nada más. Por lo tanto, siguió alimentándose del suelo y de la
energía solar. Llegó la noche, con sus menores posibilidades de energía; hubo otros
días y otras noches. Algunos objetos vibrantes continuaban moviéndose a su alrededor.
Comía,
crecía, fluía sin cesar.
Michaels,
desde una pequeña colina, contempló la desaparición de su casa. Para entonces,
la sanguijuela tenía un diámetro de varios centenares de metros y llegaba ya al
porche delantero.
“Adiós,
casa”, pensó Michaels, recordando los diez veranos que había pasado allí. El porche
se disolvió en el cuerpo de la sanguijuela. Poquito a poco, la casa se contrajo
sobre sí.
La
sanguijuela semejaba ya un campo de lava, una parcela dinamitada en el campo verde.
Un
soldado se le acercó por atrás.
–Perdone,
señor –dijo–; el general O’Donnell desearía verlo.
–Bien
–dijo Michaels, echando una mirada postrera a la casa.
Siguió
al soldado, y pasaron por el alambre de púas que había sido extendido en un círculo
extenso alrededor de la sanguijuela. Un pelotón de soldados montaba guardia allí
cerca, para mantener a distancia a los periodistas y a los cientos de curiosos que
acudían al lugar. Michaels se preguntaba por qué razón le permitían permanecer allí.
Probablemente, debido a que todo esto ocurría en su propiedad.
El
soldado lo condujo hasta la tienda. Michaels se inclinó para entrar. El general
O’Donnell, aún con su uniforme cobrizo, estaba sentado ante un pequeño
escritorio. Con un ademán, indicó a Michaels que tomara asiento.
–Me
han encomendado que me deshaga de esa sanguijuela –dijo a Michaels.
Éste
asintió, reservando su opinión sobre la conveniencia de encomendar a un soldado
la tarea de un científico.
–Usted
es profesor, ¿verdad?
–Sí,
de antropología.
–Bien.
¿Fuma?
Tras
encender el cigarrillo de Michaels, el general agregó:
–Me
gustaría que permaneciera aquí, en calidad de consejero. Usted fue uno de los
primeros en ver esa sanguijuela. Agradeceré mucho su opinión sobre el enemigo.
Lo
dijo con una sonrisa.
–Con
mucho gusto –aceptó Michaels–; sin embargo, pienso que esto cae dentro de la especialidad
de un físico o de un bioquímico.
–No
quiero que esto se llene de científicos –dijo el general O’Donnell, frunciendo
el ceño–. No me interprete mal. Tengo la más profunda admiración por la ciencia,
y puedo afirmar que soy un soldado científico. Siempre me han interesado los últimos
adelantos en armamento. Ya no se puede luchar en la guerra sin ayuda de la
ciencia.
Y
aclaró, con una expresión más severa:
–Pero
no puedo tener aquí a un grupo de melenudos que me impidan actuar. Mi tarea es
destruir la sanguijuela por cualquier medio a mi alcance, de inmediato. Y eso es
lo que voy a hacer.
–No
creo que le resulte fácil –dijo Michaels.
–Por
eso quiero que usted se quede. Dígame qué puedo hacer, y yo me encargaré de
encontrar la forma.
–Bueno,
por lo que puedo deducir, la sanguijuela es un transformador de masa-energía,
con un poder horripilante. Supongo que tiene un doble ciclo: primero convierte
la masa en energía, y vuelve a convertirla en masa para su cuerpo. En segundo
lugar, convierte la energía directamente en masa. Cómo efectúa esto, no lo sé; no
es un ser protoplasmático. Tal vez ni siquiera es celular.
–En
ese caso, hace falta algo poderoso para luchar contra él –interrumpió O’Donnell–.
Está bien, aquí tengo algo de eso.
–Me
parece que no me ha comprendido –dijo Michaels–. Tal vez no me expresé bien. La
sanguijuela se alimenta de energía. Es capaz de consumir la energía de
cualquier arma que se use contra ella.
–Pero
¿qué sucederá si continúa alimentándose? –preguntó O’Donnell.
–No
sé cuáles pueden ser sus límites de crecimiento. Quizá sólo esté limitado por
la fuente de alimento.
–En
ese caso, ¿puede continuar creciendo eternamente?
–Es
posible que crezca mientras tenga con qué alimentarse.
–Éste
es un verdadero desafío –dijo O’Donnell–. Esa sanguijuela puede ser capaz de
resistir cualquier fuerza.
–Así
parece. Le sugiero que haga venir a un físico, y también a un biólogo. Que
ellos encuentren la manera de combatirlo.
El
general apagó el cigarrillo, diciendo:
–Profesor,
no puedo esperar mientras los científicos discuten. Le diré cuál es mi axioma.
Hizo
una pausa para dar solemnidad a sus palabras.
–No
hay nada insensible a la fuerza –prosiguió el militar–. Bajo una fuerza suficiente,
cualquier cosa cede. Cualquier cosa.
Y
agregó, en tono más amistoso:
–Profesor,
usted no debería desestimar la ciencia que representa. Hemos logrado acumular,
en North Hill, la mayor cantidad de energía y de armas radiactivas que se hayan
reunido jamás. ¿Usted cree que su sanguijuela puede resistir la fuerza
combinada de todo eso?
–Supongo
que es posible sobrecargarla –dijo Michaels, vacilando.
Ahora
comprendía cuál era el interés del general por tenerlo allí: él daba a las
medidas un aspecto científico, y no tenía bastante autoridad para imponerse a O’Donnell.
El
general, levantándose, alzó una punta de la tienda.
–Acompáñeme
–dijo alegremente–. Vamos a hacer pedazos esa sanguijuela.
Después
de una larga espera el alimento empezaba a llegar otra vez, suministrado desde
un rincón. Al principio fue sólo un poquito; después, más y más: sólidos y
líquidos, radiaciones, vibraciones y estallidos; una admirable variedad de
comestibles. Todo lo aceptaba; el alimento llegaba con mucha lentitud a las
células hambrientas, puesto que las nuevas células sumaban sus exigencias a las
ya existentes.
El
cuerpo, eternamente hambriento, pedía más comida, a toda prisa.
Había
alcanzado ya un tamaño bastante aceptable y estaba totalmente despierta. Aquellas
sensaciones de energía que la rodeaban despertaron su interés y logró localizar
la nueva fuente de alimentos en un punto determinado.
Sin
el menor esfuerzo se propulsó en el aire, voló una corta distancia y cayó sobre
el alimento. Sus células, de pasmosa eficiencia, deglutieron con avidez la rica
sustancia radiactiva. Pero no despreció el menor potencial de carbohidratos
ofrecido por los trozos de metal.
–Los
muy estúpidos. ¿Por qué se dejaron ganar por el pánico? Cualquiera diría que no
han recibido entrenamiento.
Mientras
así decía, el general O’Donnell caminaba a grandes pasos frente a su tienda,
ubicada ahora tres kilómetros más atrás.
La
sanguijuela había crecido hasta alcanzar un diámetro de dos kilómetros. Tres
poblaciones de granjeros habían sido evacuadas.
De
pie junto al general, Michaels seguía anonadado por el recuerdo de lo ocurrido.
Durante un tiempo la sanguijuela había absorbido el poderío masivo de las armas;
después se había elevado en el aire sobre North Hill, oscureciendo el sol, para
caer en seguida. Hubo tiempo suficiente para efectuar una evacuación, pero los
soldados estaban paralizados por el miedo.
Tras
perder sesenta y siete hombres en el operativo Sanguijuela, el general O’Donnell
pidió autorización para utilizar bombas atómicas. Desde Washington enviaron un
grupo de científicos para evaluar la situación.
Frente
a la tienda, O’Donnell tartamudeó, encolerizado:
–Esos
expertos, ¿no se han decidido todavía?
Michaels,
que consideró que no era miembro oficial del equipo investigador, se había
marchado tras presentar su informe.
–Es
una decisión muy difícil –explicó–. Los físicos piensan que es un asunto
biológico y los biólogos parecen creer que los químicos deben dar la solución. Nadie
es experto en esto, porque hasta ahora nunca había sucedido. A decir verdad,
carecemos de datos.
–Es
un problema militar –dijo O’Donnell con aspereza–. No me interesa averiguar qué
es esa cosa, quiero destruirla. Es mejor que me autoricen a usar la bomba.
Michaels
ya había hecho sus cálculos al respecto. Era imposible afirmar nada con
seguridad, pero si se calculaban la velocidad con que la sanguijuela absorbía
masa-energía, sus dimensiones y su capacidad de crecimiento, una bomba atómica
podría sobrecargarla… siempre que la usaran a tiempo.
Según
sus cálculos, la bomba debía ser utilizada antes de que transcurrieran tres
días. La sanguijuela crecía en proporción geométrica, y en unos pocos meses
cubriría todos Estados Unidos.
–Llevo
una semana tratando de conseguir permiso para usar la bomba –gruñó O’Donnell–; y
lo conseguiré, pero tengo que esperar hasta que esos asnos terminen de hablar.
Dejó
de caminar, y agregó:
–Voy
a destruir esa sanguijuela. La aplastaré aunque sea lo último que haga. Ahora
es más que una cuestión de seguridad. Es mi orgullo el que está en juego.
Michaels
pensó que esa actitud, aunque digna de grandes generales, no era la manera de
enfrentar el problema. Al considerar a la sanguijuela como un enemigo, O’Donnell
estaba tomando una actitud antropomórfica. Incluso esa identificación de
“sanguijuela” era un factor que la humanizaba. O’Donnell la encaraba como lo
haría con un obstáculo físico cualquiera, como si aquello fuera el simple
equivalente de un gran ejército.
Pero
la sanguijuela no era humana. Tal vez no pertenecía siquiera a este planeta.
Había que encararla en sus propios términos.
–Ahí
vienen los grandes cerebros –dijo O’Donnell.
Un
grupo de hombres cansados acababa de salir de una tienda cercana; al frente iba
Allenson, biólogo del gobierno.
–Y
bien –preguntó el general–, ¿han resuelto de qué se trata?
–Un
momento –dijo Allenson con los ojos enrojecidos–. Voy a cortar una muestra.
–¿Han
encontrado algún método científico para matarla?
–Oh,
eso no fue muy difícil de descubrir –dijo Moriarty, físico atómico–. Rodéenla
de un vacío absoluto. Eso surtirá efecto. También pueden hacerla volar con antigravedad.
–Pero
si eso no da resultado –dijo Allenson–, sugerimos que usen la bomba atómica y
pronto.
–¿Todo
el grupo piensa así? –preguntó O’Donnell, con los ojos relucientes.
–Sí.
El
general se marchó de prisa y Michaels se unió a los científicos.
–Tendrían
que habernos llamado al principio –se quejó Allenson–. Ahora sólo resta emplear
la fuerza.
–¿Han
llegado a alguna conclusión en cuanto a la naturaleza de la sanguijuela?
–preguntó Michaels.
–Sólo
de una manera general –dijo Moriarty–, y es aproximadamente la misma que
extrajo usted. Probablemente la sanguijuela es de origen extraterrestre. Parece
haberse mantenido en estado de espera hasta llegar a la Tierra.
Hizo
una pausa para encender la pipa y continuó:
–Entre
paréntesis, debemos alegrarnos de que no haya caído en el océano. Nos hubiera
comido el planeta bajo los pies sin darnos tiempo de enterarnos de qué se
trataba.
Durante
unos minutos caminaron en silencio.
–Como
usted dijo, es un perfecto transformador; puede convertir la masa en energía y
viceversa.
Y
agregó, con una sonrisa:
–Naturalmente
eso es imposible y mis cálculos así lo demuestran.
–Voy
a servirme algo de beber –dijo Allenson–. ¿Alguien me acompaña?
–Es
la mejor idea de toda la semana –dijo Michaels–. Me pregunto cuánto tiempo
tardará O’Donnell en conseguir permiso para usar la bomba.
–Por
lo que yo sé de política –dijo Moriarty–, le llevará demasiado tiempo.
Las
conclusiones de los científicos del gobierno fueron revisadas por otros
científicos del gobierno. Eso llevó algunos días. Después, Washington quiso
saber si no había otra alternativa que hacer explotar una bomba atómica en
medio del estado de Nueva York. Se demoró bastante en convencerlos de que era
necesario. Después de eso comenzaron a evacuar a la población, lo que requirió
aún más tiempo.
Finalmente
se dio la orden. Sacaron de un depósito cinco bombas atómicas, se asignó un
cohete patrullero, se le dieron indicaciones y se puso bajo las órdenes del
general O’Donnell. Eso demandó un día más.
Y
por fin el robusto cohete comenzó a remontarse sobre Nueva York. Desde lo alto
era fácil identificar la mancha gris oscura. Se extendía como una herida
purulenta entre Lake Placid y Elizabethtown, cubriendo Keene y el valle Keene y
desbordando los límites de Jay.
Se
descargó la primera bomba.
Había
esperado mucho tiempo desde la primera comida sustanciosa. Muchas veces la
mayor radiación del día había sido seguida por la disminución energética de la
noche, en tanto la sanguijuela consumía la tierra que tenía debajo, absorbía el
aire de alrededor y crecía. Entonces un día…
¡Un
asombroso estallido de energía!
Todo
era alimento para la sanguijuela; naturalmente existía la posibilidad de
atragantarse. La energía se derramaba en lluvia sobre ella, la sacudía…
Y
la sanguijuela creció frenéticamente, tratando de absorber las dosis titánicas
que recibía. Pequeña aún, llegó rápidamente al límite de saturación. Las
células forzadas, colmadas hasta la saciedad, recibían más y más comida. El
cuerpo abarrotado procreó más células a una velocidad vertiginosa. Y entonces…
Resistió.
La energía, ya bajo control, estimuló más aún el crecimiento. Hubo más células
para absorber el alimento.
Las
dosis siguientes fueron muy apetitosas y las digirió con facilidad. La
sanguijuela desbordó sus propios límites; crecía, comía y continuaba creciendo.
¡Ése
era el sabor del auténtico alimento! Se encontró más próxima que nunca al
éxtasis. Esperó con ansias recibir nuevas cantidades, pero no las hubo.
Volvió
a alimentarse de la tierra. Muy pronto, la energía utilizada para producir más
células resultó un derroche. Y pronto volvió a sentirse hambrienta.
Siempre
estaría hambrienta.
O’Donnell
emprendió la retirada, junto con su desmoralizada tropa. Acamparon a diez
kilómetros del límite meridional de la sanguijuela, en el pueblo de Schroon Lake,
que había sido completamente desalojado. La sanguijuela había alcanzado más de
sesenta kilómetros de diámetro y crecía con rapidez. Yacía extendida sobre las
montañas Adirondack, cubriendo como una sábana todo lo que había entre el lago
Saranac y el fuerte Henry; por un lado, su límite se extendía hasta Westport,
en el lago Champlain.
Se
desalojó a todo mundo en un radio de trescientos kilómetros.
El
general O’Donnell obtuvo permiso para usar la bomba de hidrógeno, sujeta a la
aprobación de los científicos.
–¿Qué
han decidido los grandes cerebros? –preguntó O’Donnell.
Él
y Michaels estaban en la sala de una casa evacuada, en Schroon Lake, donde el
general había instalado su puesto de mando.
–¿Por
qué se andan con tantas vueltas? –preguntó O’Donnell, impaciente–. Hay que
hacer estallar de inmediato esa sanguijuela. ¿Por qué pierden tanto tiempo?
–Temen
que se produzca una reacción en cadena –explicó Michaels–. Eso es posible si se
concentran bombas de hidrógeno en la superficie terrestre o en la atmósfera.
Pueden ocurrir muchas cosas.
–Quizá
pretendan que usemos las bayonetas –comentó O’Donnell, despectivo.
Michaels,
con un suspiro, se sentó en un sillón. Estaba convencido de que el método era
erróneo. Los científicos del gobierno se limitaban a una sola línea de
razonamiento. Sobre ellos se ejercían presiones tan poderosas que no les
quedaba oportunidad de considerar otras soluciones aparte de la fuerza. Y la
sanguijuela crecía con ella.
Michaels
no lo ponía en duda: a veces no era lo más aconsejable combatir el fuego con el
fuego.
El
fuego. Loki, dios del fuego. Y de las triquiñuelas. No, no era ésa la
respuesta. Pero la mente de Michaels se refugiaba en la mitología, alejándose
de un presente insoportable.
Allenson
llegó, acompañado por seis hombres:
–Bueno
–dijo–, si se emplea la cantidad de bombas necesarias según nuestros cálculos,
es muy posible que la Tierra se parta en dos.
–En
la guerra es preciso correr riesgos –contestó O’Donnell, cortante–. ¿Puedo
proceder?
Y
Michaels comprendió entonces que a O’Donnell no le importaba partir la Tierra
en dos, si con eso provocaba la explosión más poderosa de la historia.
–No
se apresure –dijo Allenson–. Quiero que los demás den su opinión.
El
general se contuvo a duras penas.
–Recuerden
–dijo– que, según sus cálculos, la sanguijuela crece a razón de sesenta metros
por hora.
–Y
eso va en aumento –agregó Allenson–. Pero ésta no es una decisión que pueda
tomarse apresuradamente.
La
mente de Michaels comenzó a divagar otra vez, hacia las flechas incendiarias de
Zeus. Eso era lo que necesitaban. O la fuerza de Hércules.
O…
De
pronto se irguió.
–Caballeros,
creo poder ofrecer una alternativa, aunque muy débil.
Todos
lo miraron.
–Han
oído hablar de Anteo? –preguntó.
Cuanto
más comía la sanguijuela, más velozmente crecía, y más hambrienta se tornaba.
Aunque había olvidado su nacimiento, podía rememorar el pasado. Recordaba haber
devorado un planeta. Tras alcanzar un tamaño gigantesco, se había trasladado,
hambrienta, a una estrella cercana; la devoró también para reponer las células
convertidas en energía durante el viaje. Pero ya no quedaba alimento, y la
estrella más próxima estaba a una enorme distancia.
Emprendió
viaje, pero mucho antes de llegar se agotó su energía. Convertida su masa en
energía para hacer el viaje, fue consumida. Se redujo.
Por
último, toda su energía quedó agotada. Se redujo a una espora que deambulaba
sin rumbo en el espacio.
Aquella
fue la primera vez. ¿O no? Creía poder recordar el tiempo distante y nebuloso
en que el universo estaba completamente cubierto de estrellas. Se había abierto
camino entre ellas, devorándolas, haciendo desaparecer secciones enteras,
mientras crecía y aumentaba. Y las estrellas se habían agrupado, aterrorizadas,
formando galaxias y constelaciones.
Tal
vez todo era un sueño.
Ahora
se alimentaba metódicamente de la Tierra, preguntándose dónde estaba el
alimento más sustancioso. Y de pronto volvió a percibirlo, pero esta vez
suspendido en el aire, sobre ella. Esperó, pero la tentadora comida no se puso
a su alcance. Desde allí podía notar que se trataba de alimento puro y rico.
¿Por
qué no bajaba?
La
sanguijuela esperó mucho tiempo, pero el alimento permanecía fuera de su
alcance. Por fin se elevó en su busca.
La
comida se alejó más y más de la superficie del planeta. La sanguijuela fue tras
ella, a la máxima velocidad que le permitía su enorme tamaño.
El
sustancioso alimento huyó hacia arriba, hacia el espacio; la sanguijuela siguió
tras ella. Presentía, más allá, una fuente de alimentos aún más tentadora.
¡El
alimento maravilloso y caliente de un sol!
En
el cuarto de control, O’Donnell sirvió champaña a los científicos. Más tarde
habría cenas oficiales, pero ésta era la verdadera celebración de la victoria.
–Brindemos
–dijo el general, poniéndose en pie.
Todos
levantaron sus copas, con excepción de un teniente que, sentado frente al
tablero de control, guiaba la zumbadora masa espacial.
–A
la salud de Michaels, a quien se le ocurrió lo de… ¿cómo se llamaba, Michaels?
–Anteo.
Michaels
había estado bebiendo champaña sin cesar, pero no se sentía exaltado. Anteo,
nacido de Gea, la Tierra, y de Poseidón, el Mar. El luchador invencible. Cada
vez que Hércules lo arrojaba al suelo, se alzaba renovado.
Hasta
que Hércules lo sostuvo en el aire.
Moriarty,
con regla de cálculo, lápiz y papel, murmuraba sus resultados entre dientes.
Allenson bebía, pero su expresión no era muy feliz.
–Vengan,
pájaros de mal agüero –dijo O’Donnell, sirviendo más champaña–. Después
seguirán con sus cálculos; ahora beban.
E
inquirió, dirigiéndose al operador.
–¿Cómo
va eso?
La
analogía de Michaels había sido aplicada a una nave espacial operada a control
remoto y cargada exclusivamente de radioactividad. La mantuvieron suspendida
sobre la sanguijuela hasta que ésta la siguió, elevándose para seguir al
señuelo. Anteo había abandonado a su madre, la Tierra, y se iba debilitando en
el aire. El operador conducía la nave espacial a suficiente velocidad como para
mantenerla fuera del alcance de la sanguijuela, pero lo bastante cerca como
para inducirla a seguir.
El
curso había sido trazado para provocar una colisión con el sol.
–Va
bien señor –contestó el operador–. Ahora está en la órbita de Mercurio.
–Señores
–dijo el general–, juré que destruiría eso. No es ésta la forma en que deseaba
hacerlo. Yo había imaginado un modo más directo. Pero lo importante es
destruirla. Todos ustedes lo presenciarán. A veces la destrucción puede ser una
misión sagrada, y ésta es una de esas ocasiones. ¡Señores, esto es maravilloso
para mí!
–¡Hagan
volver la nave!
Era
Moriarty quien había hablado; estaba palidísimo.
–¡Hagan
que vuelva esa maldita nave! –insistió.
Les
mostró sus cálculos. Eran fácilmente comprensibles: la tasa de crecimiento de
la sanguijuela, la tasa estimada de consumo de energía. Una constante: su
velocidad en el espacio. Una curva exponencial: la energía que recibiría del
sol al acercarse. La proporción de absorción de energía, calculada en términos
de crecimiento, expresada en una progresión continua.
El
resultado…
–Consumirá
el sol –dijo Moriarty, en voz queda.
El
cuarto de control se transformó en un infierno. Seis científicos trataron al
mismo tiempo de explicárselo a O’Donnell. Después lo intentó Moriarty. Allenson
fue el último.
–Su
tasa de crecimiento es tan elevada, su velocidad tan reducida… y es tanta la
energía que recibirá, que la sanguijuela consumirá el sol en cuanto llegue
allí. Por lo menos, se alimentará de él hasta consumirlo.
O’Donnell
no trató siquiera de comprender aquello. Se limitó a ordenar al operador:
–Hágala
volver.
Todos
se inclinaron sobre la pantalla de radar, ansiosos.
El
alimento se desvió súbitamente del camino de la sanguijuela. Ante sí tenía una
fuente enorme, pero estaba aún demasiado lejana. La sanguijuela vaciló.
Sus
células, que gastaban energía sin medida, clamaban por una decisión. La comida
parecía tentadoramente próxima.
¿La
fuente más cercana o la más grande?
El
cuerpo de la sanguijuela quería alimento de inmediato.
Y
salió en su persecución, apartándose del sol.
Al
sol le correspondería el próximo turno.
–Póngalo
en ángulo recto con el plano del sistema solar –dijo Allenson.
El
operador manipuló los controles. En las pantallas del radar se dibujó una
burbuja que iba en persecución de un punto. Se había desviado.
El
alivio fue inmenso y general. ¡El desastre había pasado muy cerca!
–¿En
qué sector del cielo puede estar la sanguijuela? –preguntó O’Donnell,
inexpresivo el rostro.
–Salgamos;
creo poder mostrárselo –dijo un astrónomo.
Se
dirigieron hacia la puerta y el astrónomo señaló en cierta dirección.
–Hacia
allá –indicó.
–Aja.
Bueno, soldado, cumpla con sus órdenes –dijo O’Donnell al operador.
Los
científicos soltaron una exclamación unánime, El operador manipuló los
controles y la burbuja se aproximó al punto, Michaels hizo ademán de cruzar la
habitación.
–Deténgase.
Sé lo que hago –dijo el general, con tono autoritario–. Hice construir
especialmente esa nave.
En
la pantalla del radar la burbuja se apoderó del punto.
–Les
dije que ésta era una cuestión personal –dijo O’Donnell–. Juré destruir esa
sanguijuela. Jamás estaremos seguros mientras ella viva.
Y
agregó, sonriendo:
–¿Por
qué no miramos el cielo?
En
seguida se dirigió hacia la puerta, seguido por los científicos.
–Teniente,
¡oprima el botón!
El
operador lo hizo. Por un momento nada sucedió. Luego el cielo tomó un color
encendido.
Una
estrella brillante apareció en el espacio, iluminando brevemente la noche.
Aumentó de tamaño y comenzó a esfumarse.
–¿Qué
ha hecho? –jadeó Michaels.
–Ese
cohete fue construido con base en una bomba de hidrógeno –dijo O’Donnell con
expresión de triunfo–. La hice estallar en el momento de hacer contacto.
Y
volvió a preguntar al operador:
–¿Aparece
algo en el radar?
–Nada,
señor.
–Caballeros
–dijo el general–, hice contacto con el enemigo y lo vencí. Bebamos más
champaña.
Pero
de pronto Michaels se sintió mal.
Había
empezado a reducirse por el desgaste de energía cuando sobrevino la gran
explosión. No hubo forma de contenerla. Las células de la sanguijuela la
absorbieron durante una fracción de segundo y después se saturaron
espontáneamente.
La
sanguijuela fue destrozada, aniquilada. Se partió en mil partículas y esas
partículas se dividieron en millones.
Las
partículas fueron despedidas por la onda explosiva y se dividieron más,
espontáneamente.
Y
se convirtieron en esporas.
Las
esporas, a su vez, se redujeron a secas y duras partículas de polvo sin vida
aparente. Billones de ellas flotaron esparcidas, en estado de inconsciencia, en
el vacío del espacio.
Billones
de esporas en espera de alimento.
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