José López Portillo y Rojas
I
–¡Insoportable es ya la insolencia de estos periodistas! –exclamó el juez
don Félix Zendejas, golpeando coléricamente la mesa con el diario que acababa de
leer.
Era don Félix hombre de mediana edad, como entre los
treinta y los cuarenta años, grueso, sanguíneo, carirredondo, barbicerrado, de centelleantes
ojos, nariz larga, tupidísimas cejas y carácter tan recio como sus reacciones. Hablaba
siempre a voz herida, y cuando discutía, no discutía, dogmatizaba. No toleraba objeciones;
siempre tenía la razón o pretendía tenerla, y si alguno se la disputaba exaltábase,
degeneraba el diálogo en altercado, y el altercado remataba pronto en pendencia.
Hubiérase dicho que la materia de que estaba formado su ser era melinita o ruburita,
pues con la menor fricción, y al menor choque, inflamábase, tronaba y entraba en
combustión espantosa; peligroso fulminante disfrazado de hombre.
Pocas palabras había cruzado con su esposa Otilia durante
la comida, por haber estado absorto en la lectura del periódico, la cual le había
interesado mucho, tanto más, cuanto que le había maltratado la vesícula de la bilis;
porque era su temperamento a tal punto excitable, que buscaba adrede las ocasiones
y las causas de que se le subiese la mostaza a las narices.
De la lectura sacó el conocimiento de que los perros
emborronadores de papel, como irreverente llamaba a los periodistas, continuaban
denunciando a diario robos y más robos, cometidos en diferentes lugares de la ciudad
y de diversas maneras; y todos de carácter alarmante, porque ponían al descubierto
un estado tal de inseguridad en la metrópoli, que parecían haberla trocado en una
encrucijada de camino real. Los asaltos en casas habitadas eran el pan de cada día;
en plena vía pública y a la luz del sol, llevaban a cabo los bandidos sus hazañas;
y había llegado a tal punto su osadía, que hasta los parajes más céntricos solían
ser teatro de hechos escandalosos. Referíase que dos o tres señoras habían sido
despojadas de sus bolsitas de mano, que a otras les habían sacado las pulseras de
los brazos o los anillos de los dedos, y que a una dama principal le habían arrancado
los aretes de diamantes a tirón limpio, partiéndole en dos, o, más bien dicho, en
cuatro, los sonrosados lóbulos de sus preciosas orejas. La repetición de aquellos
escándalos y la forma en que se realizaban, denunciaban la existencia de una banda
de malhechores, o, más bien dicho, de una tribu de apaches en México, la cual tribu
prosperaba a sus anchas como en campo abierto y desamparado.
Zendejas, después de haberse impuesto de lo que el diario
decía, se había puesto tan furioso, que se le hubieran podido tostar habas en el
cuerpo y, a poco más, hubiera pateado y bramado como toro cerril adornado con alegres
banderillas.
–¡Es absolutamente preciso poner remedio a tanta barbarie!
–repitió, dando fuerte palmada sobre el impreso.
Su esposa, que estaba acostumbrada a aquellos perpetuos
furores, como lo está la salamandra a vivir en el fuego (en virtud, sin anda, de
la ley de adaptación al medio), no se acobardó en manera alguna al sentir la atmósfera
saturada de truenos y bufidos que la rodeaba, y hasta se atrevió a observar con
perfecta calma:
–Pero, Félix, ¿no te parece que la insolencia de los
bandidos es mayor que la de los escritores?
Andaba ella cerca de los veintiocho años; era morena,
agraciada, de ojos oscuros y de pelo lacio, con la particularidad de que peinábalo
a la griega, a la romana o a la buena de Dios, pero siempre en ondas flojas y caídas
sobre las orejas.
Lanzole con esto el marido una mirada tal, que un pintor
la hubiese marcado en forma de haces flamígeros salidos de sus pupilas; pero ella
no se inquietó por aquel baño cálido en que Zendejas la envolvía, y continuó tomando
tranquilamente una taza de té.
–Tú también, Otilia –vociferó el juez, con voz de bajo
profundo–. ¡Como si no fuese bastante la rabia que me hacen pasar estas plumas vendidas!
¡Todos los días la misma canción! Robos por todas partes y continuamente. A ese
paso, no habría habitante en la capital que no hubiese sido despojado… ¡Ni que se
hubiesen reconcentrado cien mil ladrones en esta plaza! Para mí que todas esas son
mentiras, que se escriben sólo en busca de sensación y venta de ejemplares.
–Dispensa, esposo, pero a mí no me parece mal que los
periodistas traten tales asuntos; lo hallo conveniente y hasta necesario.
–Es demasiada alharaca para la realidad de los hechos.
–Eso no puede saberse a punto fijo.
–Yo lo sé bien, y tú no. Si las cosas pasaran como estos
papeles lo gritan, habría muchas más consignaciones de ladrones y rateros… En mi
juzgado no hay más que muy pocas.
–Y aumentará el número cuando la policía ande más activa.
¿No te parece?
–A mí no me parece.
–El tiempo lo dirá.
El temperamento tranquilo de Otilia tenía la virtud
de neutralizar los huracanes y terremotos que agitaban el pecho de Zendejas; lo
que no debe llamar la atención, por ser un hecho perfectamente averiguado, que la
pachorra es el mejor antídoto contra la violencia, como los colchones de lana contra
las balas de cañón.
–En último caso –parlamentó el esposo–, ¿encuentras
justo que esos perros (los periodistas) hagan responsables a los jueces de todo
cuanto pasa? ¡Que desuellen vivos a los gendarmes! ¡Que se coman crudos a los comisarios!
Pero, ¡a los jueces! ¿Qué tenemos que ver nosotros con todos esos chismes? Y, sin
embargo, no nos dejan descansar.
–La justicia tardía o torcida, da muy malos resultados,
Félix.
–Yo, jamás la retardo ni la tuerzo, ¿lo dices por mí?
–Dios me libre de decirlo, ni aún siquiera de pensarlo:
te conozco recto y laborioso; pero tus compañeros… ¿Cómo son tus compañeros?
–Mis colegas son… como son. Unos buenos y otros malos.
–Por ahí verás que no andan de sobra los estímulos.
–Pues que estimulen a los otros; pero a mí, ¿por qué?
Dime, esposa, ¿qué culpa puedo tener yo de que a la payita que aquí se menciona
(señalando el periódico) le hayan arrebatado ayer, en el atrio de la catedral, a
la salida de la misa de las doce, el collarzote de perlas con que tuvo el mal gusto
de medio ahorcarse?
–Ya se ve que ninguna; pero de ti no se habla en el
diario.
–De mí personalmente no; pero me siento aludido, porque
se habla del cuerpo a que pertenezco.
–¿Qué cuerpo es ese? No perteneces a la milicia.
–El respetable cuerpo judicial.
–Sólo en ese sentido; pero esa es otra cosa.
–No, señora, no lo es, porque cuando se dice, grita
y repite: “¡Esos señores jueces tienen la culpa de lo que pasa! ¡Todos los días
absuelven a un bandido!” O bien: “¡Son unos holgazanes! ¡Las causas duermen el sueño
del justo!” Cuando se habla con esa generalidad, todo el que sea juez debe tomar
su vela. Además, basta tener un poco de sentido común para comprender que esos ataques
son absurdos. Todos los días absolvemos a un bandido; supongámoslo. Entonces, ¿cómo
duermen las causas? Si hay absoluciones diarias, es claro que las causas no duermen.
Por otra parte, si las causas duermen, es injustamente. ¿Cómo se dice, pues, que
duermen el sueño del justo? Son unos imbéciles esos periodistas, que no saben lo
que se pescan.
Don Félix descendía a lo más menudo de la dialéctica
para desahogar su cólera; pasaba de lo más a lo menos; involucraba los asuntos;
pero nada le importaba; lo preciso, para él, era cortar, hender, sajar y tronchar,
como bisonte metido en la selva.
–En eso sí tienes razón –repuso la esposa–; está muy
mal escrito el párrafo.
–¿Confiesas que tengo razón?
–De una manera indirecta; pero no te preocupes por tan
poca cosa. Cumple tu deber; no absuelvas a los culpables; trabaja sin descanso,
y deja rodar el mundo.
–Hago todo lo que quieres sin necesidad de que me lo
digas, mujer. No necesito que nadie me espolee. Pero lo que sí no haré nunca, será
dejar al mundo que ruede.
A Otilia se le ocurrió contestarle: “Pues, entonces,
detenle”; pero temiendo que Zendejas no llevase en paz la bromita, se limitó a sonreír,
y a decir en voz alta:
–¿Qué piensas hacer entonces?
–Mandar a la redacción de este diario un comunicado
muy duro, diciendo a esos escritorzuelos cuántas son cinco.
–Si estuviera en tu lugar, no lo haría, Félix.
–¿Por qué no, esposa?
–Porque me parecería ser eso lo mismo que apalear un
avispero.
–Pues yo sería capaz de apalear el avispero y las avispas.
–Ya lo creo, pero no lo serías de escapar a las picaduras.
–Me tienen sin cuidado las picaduras.
–En tal caso, no te preocupes por lo que dicen y exageran
los diarios.
La observación no tenía respuesta; Zendejas se sintió
acosado, y no halló qué replicar; por lo que, cambiando de táctica, vociferó:
–Lo que más indignación me causa de todo esto, es saber
que no sólo las mujeres, sino también los hombres barbudos se llaman víctimas de
los criminales. ¡Pues qué! ¿No tienen calzones? ¿Por qué no se defienden? Que tímidas
hembras resulten despojadas o quejosas, se comprende; pero ¡los machos, los valientes!…
Eso es simplemente grotesco.
–Pero ¡qué remedio si una mano hábil extrae del bolsillo
el reloj o la cartera!
–No hay manos hábiles para las manos fuertes. A mí nadie
me las ha metido en la faltriquera, y ¡pobre del que tuviese la osadía de hacerlo!
Bien caro le habría de costar. Tengo la ropa tan sensible como la piel, y al menor
contacto extraño, echo un manotazo y cojo, agarro y estrujo cualquier cosa que me
friccione.
–Pero, ¿si fueras sorprendido en una calle solitaria
por ladrones armados?
–A mí nadie me sorprende; ando siempre vigilante y con
ojo avizor para todo y para todos. Sé bien quién va delante, al lado o detrás de
mí; dónde lleva las manos y qué movimientos ejecuta…
–Pero al dar vuelta a una esquina…
–Nunca lo hago a la buena de Dios, como casi todos lo
hacen; sino que, antes de doblarla, bajo de la acera para dominar con la vista los
dos costados del ángulo de la calle… por otra parte, jamás olvido el revólver y
en caso de necesidad, lo llevo por el mango a descubierto o dentro del bolsillo.
–No quiera Dios que te veas obligado a ponerte a prueba.
–Todo lo contrario. Ojalá se me presente la oportunidad
de dar una buena lección a esos bellacos. ¡No les quedarían deseos de repetir la
hazaña! Si todos los hombres se defendieran e hiciesen duro escarmiento en los malhechores,
ya se hubiera acabado la plaga que, según dice la prensa, asuela hoy a la ciudad.
Otilia nada dijo, pero hizo votos internos por que su
marido no sufriese nunca un asalto, pues deseaba que nadie le hiciese daño, ni que
él a nadie lo hiciese.
Así terminó la sobremesa.
A renglón seguido, levantose Zendejas y entró en su
cuarto para dormir la acostumbrada siestecita, que le era indispensable para tener
la cabeza despejada; pues le pasaba la desgracia de comer bien y digerir mal, cosa
algo frecuente en el género humano, donde reinan por igual el apetito y la dispepsia.
Entretanto, ocupose Otilia en guardar viandas en la
refrigeradora y en dar algunas órdenes a la servidumbre.
II
Tan pronto como Zendejas se vio en la alcoba, cerró la puerta y la ventana
para evitar que la luz y el ruido le molestasen; despojose del jaquet y del chaleco,
puso el reloj sobre la mesa de noche para consultarle de tiempo en tiempo y no dormir
demasiado; y desabrochó los botones del pantalón para dar ensanche al poderoso abdomen,
cuyo volumen aumentaba exabrupto después de la ingestión de los alimentos. Y enseguida,
tendiose a la bartola, medio mareado por un sabroso sueñecillo que se le andaba
paseando por la masa encefálica.
La máquina animal del respetable funcionario estaba
bien disciplinada. ¡Cómo no, si quien la gobernaba se hallaba dotado de extraordinaria
energía! Don Félix no hacía más que lo que quería, tanto de sí mismo como de los
otros, ¡canastos! Así que hasta su sueño se hallaba sometido a su beneplácito; y
cuando decía a dormir doce horas, roncaba la mitad del día; pero cuando se proponía
descansar cinco minutos, abría los ojos rasada una doceava parte de la hora, o cuando
menos, uno o dos segundos más tarde. ¡No faltaba más! Todo está sujeto a la voluntad
del hombre; sólo que los hombres carecen de energía.
Él era uno de los pocos enérgicos, porque no se entregaba
a la corriente, ni se descuidaba y, ¡ya se las podían componer todos cuantos con
él trataban, porque con él no había historias, ni componendas, ni medias tintas,
sino puras cosas serias, fuertes y definitivas! ¡Canastos!
En prueba de todo eso, saltó del lecho media hora después
de lo que se había propuesto; cosa que nadie sospechó, y que permanecerá reservada
en el archivo de la historia hasta la consumación de los siglos. No obstante, el
saber para sí mismo que se le había pasado la mano en la siesta, le puso de un humor
de los mil demonios, por lo que se levantó de prisa, poniéndose de carrera todas
las prendas de vestir de que se había despojado, y abrochando con celeridad, aunque
con esmero, las que había dejado sueltas para facilitar la expansión de las vísceras
abdominales. Tomó en seguida el revólver y el sombrero, y salió del aposento con
la faz airada de todo hombre de carácter, que no sufre que nadie le mire feo, ni
le toque el pelo de la ropa.
Otilia, que se había instalado en el aposento inmediato
para cuidar que los niños no hiciesen ruido y poder despedirse de él cuando saliese,
no pudo menos de decirle:
–Ahora has dormido un poco más que de costumbre.
–Exactamente lo que me propuse –repuso Zendejas, ni
más ni menos.
–Celebro que hayas descansado de tus fatigas.
–¿Quién te ha dicho que me fatigo? Podría trabajar las
veinticuatro horas del día sin sentir el menor cansancio.
–Sí, eres muy fuerte.
–Me río de los sietemesinos de mi época; tan enclenques
y dejados de la mano de Dios. No, aquí hay fibra…
Y doblando el brazo derecho hasta formar un ángulo agudo,
señaló con la mano izquierda la sinuosa montaña de su bien desarrollado bíceps.
Después de eso, se pellizcó los muslos, que le parecieron de bronce, y acabó por
darse fuertes puñadas en los pectorales tan abultados como los de una nodriza. Aquella
investigación táctil de su propia persona llenole de engreimiento y calmó su mal
humor, hasta el punto de que, cuando él y la joven llegaron caminando despacio,
al portal de la casa, había olvidado ya el retardo en que había incurrido por causa
del dios Morfeo.
–Conque hasta luego, Otilia –dijo a su esposa, estrechándole
cariñosamente la mano.
–Hasta luego, Félix –repuso ella, afablemente–. No vuelvas
tarde… Ya ves que vivimos lejos y que los tiempos son malos.
–No tengas cuidado por mí –repuso el juez con suficiencia.
–Procura andar acompañado.
El juez contesta la recomendación con una especie de
bufido, porque le lastimaba que su esposa no le creyese suficientemente valeroso
para habérselas por sí solo hasta con los cueros de vino tinto, y se limitó a decir
en voz alta:
–Te recomiendo a los chicos.
Tomó en seguida su camino, mientras Otilia permanecía
en la puerta viéndole con ojos afectuosos, hasta que dobló la esquina. Entró entonces
la joven, y prosiguió las diarias y acostumbradas faenas del hogar, que absorbían
todo su tiempo, pues era por todo extremo hacendosa. La única preocupación que sentía
era la de la hora en que volvería Zendejas, pues la soledad de aquella apartada
calle donde vivían, y la frecuencia de los asaltos de los malhechores, no la dejaban
vivir tranquila.
Don Félix, entretanto, llevado del espíritu de contradicción
que de continuo le animaba, y del orgullo combativo de que estaba repleta su esponjada
persona, iba diciendo para sí: “¡Buenas recomendaciones las de Otilia! Que no vuelva
tarde y que me acompañe con otros… ¡Como si fuera un muchacho tímido y apocado!
Parece que no me conoce… No tengo miedo a bultos ni fantasmas, y por lo que hace
a los hombres, soy tan hombre como el que más… Y ahora, para que mi esposa no torne
a ofenderme de esa manera, voy a darle una lección, volviendo tarde a casa, solo
y por las calles menos frecuentadas… Y si alguien se atreve a atajarme el paso,
por vida mía que le estrangulo, o le abofeteo, o le pateo, o le mato…”
Tan ensimismado iba con la visión figurada de una posible
agresión, y de los diferentes grados y rigores de sus propias y variadas defensas
que, sin darse cuenta de ello, dibujaba en el espacio, con ademanes enérgicos e
inconscientes, las hazañas que pensaba iba a realizar; así que ora extendía la diestra
en forma de semicírculo y la sacudía con vigor, como si estuviese cogiendo un cogote
o una nuca culpables, o bien reponía puñadas en el aire, como si por él anduviesen
vagando rostros provocativos, o alzando en alto uno u otro pie, enviaba coces furibundas
a partes (que no pueden ni deben nombrarse) de formas humanas, que desfilaban por
los limbos de su enardecida fantasía.
Cualquiera que le hubiese visto accionar de tan viva
manera, sin que toque alguno de clarín hubiese anunciado enemigo al frente, habríale
tenido por loco rematado, siendo así que, por el contrario, era un juez bastante
cuerdo, sólo que con mucha cuerda. Por fortuna estaba desierta la calle y nadie
pudo darse cuenta de su mímica desenfrenada; de suerte que pudo llegar al juzgado
con la acostumbrada gravedad, y recibir de los empleados la misma respetuosa acogida
que siempre le dispensaban.
Instalado ante el bufete, púsose a la obra con resolución
y se dio al estudio de varias causas que se hallaban en estado de sentencia, con
el propósito de concluirlas y rematarlas por medio de fallos luminosos, donde brillasen
a la vez que su acierto incomparable, su nunca bien ponderada energía. Y se absorbió
de tal modo en aquella labor, que pasó el tiempo sin sentir, declinó el sol y se
hizo de noche. Y ni aún entonces siquiera dio muestras de cansancio o aburrimiento,
sino que siguió trabajando con el mismo empeño, a pesar de ser escasa y rojiza la
luz eléctrica que el supremo gobierno había puesto a su disposición; pues solamente
dos focos incandescentes había en la gran sala de despacho, los cuales, por ser
viejos, habían perdido su claridad, y parecían moribundas colillas de cigarro metidas
dentro de bombas de vidrio y pendientes del techo. Por fortuna, tenía el juez ojos
de lince.
Otro funcionario tan empeñoso como él, que se había
quedado asimismo leyendo fastidiosos expedientes y borroneando papel, vino a distraerle
de sus tareas muy cerca de las ocho de la noche:
–¡Cuán trabajador, compañero! –le dijo.
–Así es necesario, para ir al día –contestó Zendejas.
–Lo mismo hago yo, compañero.
–Necesitamos cerrar la boca a los maldicientes. Nos
acusan de perezosos, y debemos probar con hechos que no lo somos.
–En mi modo de pensar… Pero, ¿no le parece, compañero,
que hemos trabajado ya demasiado, y que bien merecemos proporcionarnos alguna distracción
como premio a nuestras fatigas?
–Tiene usted razón, compañero –repuso don Félix, desperezándose
y bostezando, es ya tiempo de dejar esto de la mano.
–Y de ir al Principal a ver la primera tanda.
–Excelente idea –asintió Zendejas.
La invitación le vino como de molde. Resuelto a volver
tarde a casa solo y por las calles menos frecuentadas (para demostrar a su cara
mitad que no tenía miedo, ni sabía lo que era eso, y apenas conocía aquella cosa
por referencias), aprovechó la oportunidad para hacer tiempo y presentarse en el
hogar después de la medianoche. Por tanto, pasados algunos minutos, que invirtió
en poner las causas y los códigos en sus lugares respectivos y en refrescarse la
vista, tomó el sombrero y salió a la calle en unión del colega, con dirección al
viejo coliseo.
Ambos jueces disputaron en la taquilla sobre quién debía
ser el pagano; pero Zendejas, que no entendía de discusiones ni de obstáculos, se
salió con la suya de ser quien hiciese el gasto, y los dos graves magistrados, orondos
y campanudos, entraron en el templo de la alegría, donde ocuparon asientos delanteros
para ver bien a las artistas. Proveyéronse, además, de buenos gemelos, que no soltaron
de la mano durante la representación; de suerte que disfrutaron el placer de mirar
tan de cerca a divetas y coristas, que hasta llegaron a figurarse que podrían pellizcarlas.
Y aquello fue diálogo, risa y retozo, jácara y donaire,
chistecillos de subido color, música jacarandosa y baile, y jaleo, y olé, y el fin
del mundo. Aquellos buenos señores, que no eran tan buenos como lo parecían, gozaron
hasta no poder más con las picardihuelas del escenario, rieron en los pasos más
escabrosos de las zarzuelas a carcajada fuerte y suelta, haciendo el estrépito de
un par de frescas y sonoras cascadas; se comunicaron con descoco sus regocijadas
impresiones, palmotearon de lo lindo, golpearon el entarimado con los pies, y pidieron
la repetición de las canciones más saladas y de los bailes más garbosos, como colegiales
en día de asueto, a quienes todo coge de nuevo, alegra y entusiasma.
Pasadas las nueve y media, salieron del teatro y fuéronse
en derechura del salón Bach, donde cenaron despacio y opíparamente, hasta que, bien
pasadas las once, dejaron el restaurante para irse a sus domicilios respectivos.
Y después de haber andado juntos algunas calles, despidiéronse cordialmente.
–¡Hasta mañana, compañero, que duerma usted bien!
–¡Buenas noches, compañero, que no le haga daño la cena!
Zendejas se apostó en una esquina de la calle 16 de
Septiembre para aguardar el tranvía que debía llevarle a su rumbo, que era el de
la colonia Roma; pero anduvo de tan mala suerte, que ante sus ojos se sucedían unos
tras otros todos los carros eléctricos que parten de la plaza de la Constitución,
menos el que necesitaba. Dijimos que tuvo esa mala suerte, pero debemos corregirnos,
porque él la estimó excelente y a pedir de boca, por cuanto retardaba su regreso
al hogar, que era lo que se tenía propuesto, por motivos de amor propio de hombre
y de negra honrilla de valiente.
Pocos minutos faltaban para la medianoche, cuando ocupó
un carro de Tacubaya, determinándose al fin volver a su domicilio, por ser ya tiempo
acomodado para ello, según sus planes y propósitos. Cuando bajó, en la parada de
los Insurgentes, habían sonado ya las doce; atravesó la calzada de Chapultepec y
entró por una de las anchas calles de la nueva barriada y muy de propósito fue escogiendo
las más solitarias e incipientes de todas, aquellas donde había pocas casas y falta
absoluta de transeúntes. Sentía verdaderamente deseo de topar con algún ladrón nocturno
para escarmentarle; pero alma viviente no aparecía por aquellas soledades. No obstante,
fiel a sus hábitos y a fin de no dejarse sorprender por quienquiera que fuese, continuó
poniendo por obra las medidas precautorias que la prudencia aconseja; y, aparte
de no soltar ni un instante de la mano la pistola, bajaba de la acera antes de llegar
a las esquinas, miraba por todas partes y prestaba oído atento a todos los ruidos.
Buen trecho llevaba andado, cuando, al cruzar por una
de las más apartadas avenidas, percibió el rumor de fuertes y descompasados pasos
que de la opuesta dirección venían, y, muy a poco, vio aparecer por la próxima bocacalle
la oscura silueta de un hombre sospechoso. Cuando el transeúnte entró en el círculo
luminoso que el foco de arco proyectaba, observó Zendejas que era persona elegante
y, además, que traía una borrachera de padre y muy señor mío… Tan bebido parecía
aquel sujeto, que no sólo equis hacía, sino todas las letras del alfabeto; pero
al verle avanzar dijo don Félix para su coleto “A mí no me la hace buena este ebrio
ostentoso. ¿Quién sabe si venga fingiendo para sorprenderme mejor? ¡Mucho ojo con
él, Zendejas!”
Y no le perdió pisada, como suele decirse, a pesar de
que, con ser tan ancha la calle, reducida y estrecha resultaba para las amplísimas
evoluciones de aquel cuerpo desnivelado. Ítem más, en su alegría como de loco, con
voz gemebunda y desentonada venía cantando:
¡Baltasara, Baltasara!
¡Ay! ¡Ay! ¡Qué cara tan cara!
O bien:
¡Ay Juanita! ¡Ay Juanita!
¡Ay qué cara tan carita!
O bien:
¡Ay, Carlota! ¡Ay, Carlota!
¡Ay qué cara tan carota!
Es de creer que aquel sacerdote de Baco hubiese acabado
de celebrar algunos misterios en compañía de una o varias sacerdotisas, y que por
esa y otras razones, viniese recordando al par de sus nombres, la carestía de sus
caras bonitas (charitas bonitas). ¡Seguramente por eso también, daba ahora tantos
pasos en falso; aparte de otros muchos que ya llevaría dados!
Don Félix tomó sus medidas desde el momento en que se
hizo cargo de la marcha irregular del sujeto… ¡Ni tan irregular!… ¡Tanto para la
geometría como para la moral y el orden público! Era preciso evitar una colisión;
si era borracho, por desprecio, y si no lo era, para no ser sorprendido. Y se decía
mentalmente, observando las desviaciones de la recta en que aquel hombre incurría:
“¿Ahora viene por la derecha? ¡Pues hay que tornar por
la derecha!… ¿Ahora camina en línea recta? ¡Pues hay que coger por cualquier lado!…
¡Demonio, demonio, cuán aprisa cambia de dirección! ¡No, lo que es conmigo no topa!…
¡Sí topa!… ¡No topa!… ¡Voto al chápiro!”
Cuando lazó esta última exclamación, el ebrio, o lo
que fuese, había chocado ya contra él, como un astro errático con un planeta decente
y de órbita fija. ¿Cómo se realizó el accidente, a pesar de las precauciones de
Zendejas? Ni el juez ni el ebrio llegaron a saberlo nunca.
El hecho fue que a la hora menos pensada se encontró
don Félix, de manos a boca, o, mejor dicho, de estómago a estómago, con aquel péndulo
viviente, que parecía ubicuo a fuerza de huir porfiadamente de la línea perpendicular.
–¡Imbécil! –gritó Zendejas lleno de ira.
–¿Cómo? ¿Cómo? –articuló el sujeto con la lengua estropajosa–.
¿Por qué no se hacen a un lado?… ¡También se atraviesan!… ¡También no dejan pasar!…
–¡Vaya con todos los diablos! –clamó de nuevo don Félix,
procurando desembarazarse del estorbo de aquel cuerpo inerte.
Con algún trabajo, echando pie atrás y apuntalando con
el codo la masa que le oprimía, pudo verse al fin libre de la presura, y dejar al
borracho a alguna distancia, entre caigo y no caigo. Entonces le cogió por las solapas
del jaquet, y por vía de castigo, le sacudió con furia varias veces, soltándolo
luego para que siguiese las leyes de su peligrosa inestabilidad. El pobrete giró
sobre el tacón de un zapato, alzó un pie por el aire, estuvo a punto de caer, levantó
luego el otro, hizo algunas extrañas contorsiones como el muñeco que se dobla y
desdobla, y logrando al fin recobrar cierta forma de equilibrio, continuó la ininterrumpida
marcha lenta, laboriosa y en línea quebrada.
Y no bien se vio libre de las garras de Zendejas, recobró
el buen humor y siguió canturreando con voz discorde e interrumpida por el hipo:
¡No me mates no me mates,
con pistola ni puñal!
Don Félix prosiguió también su camino, hecho un energúmeno
tanto por la testarada, como por la mofa que aquel miserable iba haciendo de su
desencadenado y temible enojo. Más de repente se le ocurrió una idea singular. ¿Y
si aquel aparente borracho fuese un ladrón? ¿Y si aquel tumbo hubiese sido estudiado,
y nada más que una estrategia de que se hubiese valido para robarle sin que él lo
echase de ver? Pensar esto y echar mano al bolsillo del reloj, fue todo uno… Y,
en efecto, halló… que no halló su muestra de plata, ni la leontina chapeada de oro,
que era su apéndice.
Hecho el descubrimiento, volvió atrás como un rayo,
y no digamos corrió sino voló en pos del enigmático personaje, quien iba alejándose
como le era posible, a fuerza de traspiés y de sonoras patadas con que castigaba
el asfalto de la vía pública.
Tan pronto como le tuvo al alcance de la mano, apercollole
férreamente por la nuca con la siniestra, en la misma forma concertada consigo mismo
al salir de su casa, en tanto que con la diestra sacaba y echaba a relucir el pavoneado
y pavoroso revólver.
–¡Alto, bellaco! –gritó.
–¿Otra vez…? ¡No jalen tan recio! –tartamudeó el sujeto.
–¡Eres un borracho fingido! –gritó Zendejas.
–¡Ay! ¡Ay! ¡Policía, policía! –roncó el hombre.
–Ojalá viniera –vociferó don Félix–, para que cargara
contigo a la comisaría, y luego te consignaran a un juez y te abrieran proceso.
–¿Me abrieran qué?
–Proceso.
–Por eso, pues, amigo, por eso ¿Que se le ofrece?
–Que me entregues el reloj.
–¿Qué reloj le debo?
–El que me quitaste, bandido.
–Este reloj es mío y muy… Remontoir… Repetición.
–¡Qué repetición ni qué calabazas! Eres uno de los de
la banda.
–No soy músico… soy propietario.
–De lo ajeno.
Mientras pasaba este diálogo, procuraba el borracho
defenderse, pero le faltaban las fuerzas y don Félix no podía con él, porque a cada
paso se le iba encima, o bien se le deslizaba de entre las manos hacia un lado o
hacia otro, amenazando desplomarse. Violento y exasperado, dejolo caer sin misericordia,
y cuando le tuvo en el suelo, asestole al pecho el arma, y tornó a decirle:
–¡El reloj y la leontina, o te rompo la chapa del alma!
El ebrio se limitaba a exclamar:
–¡Ah, Chihuahua!… ¡Ah, Chihuahua!… ¡Ah, qué Chihuahua!…
No quería o no podía mover pie ni mano. Zendejas adoptó
el único partido que le quedaba, y fue el de trasladar por propia mano al bolsillo
de su chaleco, el reloj y la leontina que halló en poder del ebrio. Después de lo
cual, se alzó, dio algunos puntapiés al caído, e iba ya a emprender de nuevo la
marcha, cuando oyó que este mascullaba entre dientes:
–Ah, Chihuahua!… ¡este sí que es de los de la banda!
–¿Todavía no tienes bastante?… Pues, ¡toma!… ¡toma!…
¡ladrón!… ¡bellaco!… ¡canalla!
Cada una de estas exclamaciones fue ilustrada por coces
furiosas que el juez disparaba sobre el desconocido, el cual no hacía más que repetir
a cada nuevo golpe:
–¡Ay, Chihuahua!… ¡Ay, Chihuahua!… ¡Ay, qué Chihuahua!…
Cansado, al fin, de aquel aporreo sin gloria, dejó Zendejas
al ebrio, falso o verdadero, que eso no podía saberse, y emprendió resueltamente
la marcha a su domicilio, entretanto que el desconocido se levantaba trabajosamente,
después de varios frustrados ensayos, y se alejaba a pasos largos y cortos, mezclados
de avances y retrocesos, y con inclinaciones alarmantes de Torre de Pisa, tanto
a la derecha como a la izquierda.
III
Otilia no sabía cómo interpretar la tardanza de su esposo, y estaba seriamente
acongojada. Pocas veces daban las diez a Zendejas fuera de casa; de suerte que,
al observar la joven que pasaba la medianoche y que no llegaba su marido, figurose
lo peor, como pasa siempre en casos análogos.
“De seguro, algo le ha sucedido –se decía–; no puede
explicarse de otra manera que no se halle aquí a hora tan avanzada… ¿Habrán sido
los bandidos?… Y si le han conocido y él se ha defendido, como de fijo lo habrá
hecho, pueden haberle herido, o matado tal vez… No lo permita Dios… ¡La santísima
Virgen lo acompañe!”
Pensando así, no dejaba de tejer una malla interminable,
que destinaba a sobrecama del lecho conyugal, y sólo interrumpía de tiempo en tiempo
el movimiento de sus ágiles y febriles dedos, bien para enjugar alguna lágrima que
resbalaba de sus pestañas, o bien para santiguar el espacio en dirección de la calle
por donde debía venir el ausente… ¿Qué haría si enviudaba? No había en todo el mundo
otro hombre como Félix… ¿Y sus pobres hijos? Eran tres, y estaban muy pequeños.
¿Capital? No lo tenían; el sueldo era corto, y se gastaba todo en medio vivir. Sufrían
muchas privaciones y carecían de muchas cosas necesarias. Nada, que iban a quedar
en la calle; se vería precisada a dejar aquella casa que, aunque lejana, era independiente
y cómoda; ocuparía una vivienda en alguna vecindad. ¡Qué oscuras y malsanas son
las viviendas baratas! Ahí enfermarían los niños.
Su imaginación continuaba trabajando sin cesar. Tendría
que coser ajeno para pagar su miserable sustento; los niños andarían astrosos
y descalzos; no concurrirían a colegios de paga, sino a las escuelas del gobierno,
donde hay mucha revoltura; aprenderían malas mañas; se juntarían con malas
compañías; se perderían…
Llegó tan lejos en aquel camino de suposiciones aciagas,
que se vio en la miseria, viuda y sola en este mundo. Negro ropaje cubría su garbosa
persona, y el crespón del duelo marital colgaba por sus espaldas; pero, ¡qué bien
le sentaba el luto! Hacíala aparecer por todo extremo interesante. ¿Volvería a tener
pretendientes?… Si algo valían su gracia y edad, tal vez sí; pero fijando la atención
en su pobreza, era posible que no. Aficionados no le faltarían, pero con malas intenciones.
¿Y caería? ¿O no caería?… ¡La naturaleza humana es tan frágil! ¡Es tan sentimental
la mujer! ¡Y son tan malos los hombres! Nadie diga de esta agua no beberé.
¡Oh, Dios mío!
Y Otilia se echó a llorar a lágrima viva sin saber bien
si despertaban su ternura la aciaga y prematura muerte de don Félix, o la viudez
de ella, o la orfandad de sus hijos y su mala indumentaria, o el verlos en escuelas
oficiales y perdidos, o mirarse a sí misma con tocas de viuda (joven y agraciada),
o el no tener adoradores, o el ser seducida por hombres perversos, que abusasen
de su inexperiencia, de su sensibilidad y de su desamparo… ¡y, sobre todo, de su
sensibilidad!… Porque bien se conocía a sí misma; era muy sensible, de aquel pie
era precisamente de donde cojeaba. Era aquella la coyuntura donde sentía rajada
la coraza de hierro de su virtud… Y si alguno era bastante avisado para echarlo
de ver, por ahí le asestaría la puñalada, y sería mujer perdida… ¡Oh, qué horror!
¡Cuán desdichada es la suerte de la mujer joven, hermosa, desamparada y de corazón!…
¿Por qué no tendría en vez de corazón un pedazo de piedra?… Aquella entraña era
su perdición; lo sabía, pero no podía remediarlo.
Por fortuna, sonó repetidas veces el timbre de la puerta,
en los momentos mismos en que ya la desbocada imaginación de la joven empujábala
al fondo del precipicio, y se engolfaba en un mundo inextricable de desgracias,
pasiones y aventuras, de donde no era posible, no, salir con los ojos secos… El
retintín de la campanilla eléctrica la salvó, por fortuna, sacándole muy a tiempo
de aquel báratro de sombras y sucesos trágicos en que se había despeñado. El sensible
y peligroso corazón de la joven dio varios vuelcos de júbilo al verse libre de todos
esos riesgos; viudez, toca negra, muerte de los niños, asechanzas, tropiezos y caídas.
Por otra parte, el timbre sonaba fuerte y triunfal; con la especial entonación que
tornaba cuando Zendejas volvía victorioso y alegre, por haber dicho cuántas son
cinco al lucero del alba, o por haber dado un revés a un malcriado, o por haber
regalado un puntapié a cualquier zascandil. Así lo presintió Otilia, quien corrió
a abrir la puerta, llena de gozo, para verse libre de tantos dolores, lazos y celadas
como le iba tendiendo el pavoroso porvenir.
Y, en efecto, venía don Félix radiante por el resultado
de la batalla acabada de librar con el astuto ladrón que lo había asaltado en la
vía pública, y por el recobro del reloj y de la leontina.
–¡Félix! –clamó Otilia con voz desmayada, echándose
en sus brazos–. ¿Qué hacías? ¿Por qué has tardado tanto? Me has tenido con un cuidado
horrible.
–No te preocupes, esposa –repuso Zendejas–, a mí no
me sucede nada, ni puede sucederme. Sería capaz de pasearme solo por toda la república
a puras bofetadas.
–¿Dónde has estado?
–En el trabajo, en el teatro, en el restaurante…
–¡Cómo te lo he de creer!… Y yo, entretanto, sola, desvelada
y figurándome cosas horribles… He sufrido mucho pensando en ti…
Bien se guardó la joven de referir a don Félix lo de
las tocas, la sensibilidad de su corazón y la seducción que había visto en perspectiva.
Cogidos de la mano llegaron a la sala.
–Pero, ¡tate!, si has llorado –exclamó don Félix, secando
con el pañuelo las lágrimas que corrían por el rostro de ella.
–¡Cómo no, si te quiero tanto, y temo tanto por ti!
–repuso ésta reclinando la cabeza sobre el hombro del juez.
–Eres una chiquilla –continuó Zendejas cariñosamente–,
te alarmas sin razón.
–Félix, voy a pedirte un favor.
–El que gustes.
–No vuelvas a venir tarde.
–Te lo ofrezco, esposa. No tengo ya inconveniente, pues
acabo de realizar mi propósito.
–¿Cuál, Félix?
–El de una buena entrada de patadas a un bandido… de
esos de que habla la prensa.
–¿Conque sí? ¿Cómo ha pasado eso?… Cuéntame, Félix –rogó
la joven vivamente interesada.
Zendejas, deferente a la indicación de su esposa, relató
la aventura acabada de pasar, no digamos al pie de la letra, sino exornada con incidentes
y detalles que, aunque no históricos, contribuían en alto grado a realzar la ferocidad
de la lucha, la pujanza del paladín y la brillantez de la victoria. La joven oyó
embelesada la narración y se sintió orgullosa de tener por marido a un hombre tan
fuerte y tan valeroso como Zendejas; pero, a fuer de esposa cariñosa y de afectos
exquisitos, no dejó de preocuparse por el desgaste que el robusto organismo de su
esposo hubiese podido sufrir en aquel terrible choque; así que preguntó al juez
con voz dulcísima:
–A ver la mano: ¿no te la has hinchado?… ¿No se ha dislocado
el pie?
–Fuertes y firmes conservo la una y el otro –repuso
don Félix con visible satisfacción, levantando en alto el cerrado puño y sacudiendo
por el aire el pie derecho.
–¡Bendito sea Dios! –repuso la joven, soltando un suspiro
de alivio y satisfacción.
–Aquí tienes la prueba –prosiguió don Félix– de lo que
siempre te he dicho: si los barbones a quienes asaltan los cacos se condujeran como
yo, si aporreasen a los malhechores y los despojasen de los objetos robados, se
acabaría la plaga de los bandidos…
–Tal vez tengas razón… ¿Conque el salteador te había
quitado el reloj y la leontina?
–Sí, fingiéndose borracho. Se dejó caer sobre mí como
cuerpo muerto y, entretanto que yo me le quitaba de encima, me escamoteó esos objetos
sin que yo lo sintiese.
–Son muy hábiles esos pillos…
–Sí lo son; por fortuna, reflexioné pronto lo que podía
haber pasado… A no haber sido por eso, pierdo estas prendas que tanto quiero.
Al hablar así, sacolas Zendejas del bolsillo para solazarse
con su contemplación. Otilia clavó en ellas también los ojos con curiosidad e interés,
como pasa siempre con las cosas que se recobran después de haberse perdido; más
a su vista, en vez de alegrarse, quedaron confusos los esposos. ¿Por qué?
–Pero, Félix, ¿qué has hecho? –interrogó Otilia, asustada.
–¿Por qué, mujer? –preguntó el juez, sin saber lo que
decía.
–Porque ese reloj y esa leontina no son los tuyos.
–¿Es posible? –volvió a preguntar Zendejas con voz desmayada,
al comprender que la joven tenía razón.
–Tú mismo lo estás mirando –continuó ella, tomando ambas
cosas en sus manos para examinarlas despacio–. Este reloj es de oro y el tuyo es
de plata… Parece una repetición.
–La joven oprimió un resorte lateral, y la muestra dio
la hora con cuartos y hasta minutos, con campanilla sonora y argentina.
–Y mira, en la tapa tiene iniciales: A.B.C; seguramente
las del nombre del dueño… Es muy bueno y valioso.
Zendejas quedó estupefacto y sintió la frente cubierta
de gotitas de sudor.
–Y la leontina –continuó la joven, siguiendo el análisis–
es ancha y rica, hecha de tejido de oro bueno, y rematada por este dije precioso,
que es un elefantito del mismo metal, con ojos de rubíes, y patas y orejas de fino
esmalte.
Ante aquella dolorosa evidencia, perdió Zendejas la
sangre fría y hasta la caliente que por sus venas corría, púsose color de cera y
murmuró con acento de suprema angustia:
–¡De suerte que soy un ladrón, y uno de los de la banda!
–¡Qué cosa tan extraña!… No digas eso.
–Sí, soy un cernícalo, un hipopótamo –repitió don Félix,
poseído de desesperación.
Y llevado de su carácter impetuoso, se dio a administrarse
sonoros coscorrones con los puños cerrados, hasta que su esposa detuvo la fiera
ejecución cogiéndolo por las muñecas.
–Déjame –decía él, con despecho–, esto y más me merezco.
Que me pongan en la cárcel. Soy un malhechor… un juez bribón.
–No, Félix; no ha sido más que una equivocación la tuya.
Es de noche, el hombre estaba ebrio y se te echó encima. Cualquiera hubiese creído
lo que tú.
–Y luego, que he perdido el reloj –agregó Zendejas.
–¡Es verdad! – dijo la joven–. ¿Cómo se explica?
El juez percibió un rayo de luz. A fuerza de dictar
autos y sentencias habíase acostumbrado a deducir, inferir o sutilizar.
–¡Ya caigo en la cuenta! –exclamó, jubiloso y reconfortado–.
Ese pretendido borracho había robado antes ese reloj y esta leontina a alguna otra
persona… Después, me robó a mí, y al querer recobrar lo que me pertenecía, di con
el bolsillo en que había puesto las prendas ajenas; pero se llevó las mías.
La explicación parecía inverosímil; Otilia quedó un
rato pensativa.
–Puede ser –murmuró al fin–. ¿Estás cierto de haberte
llevado tu reloj?
–Nunca lo olvido –repuso el juez con firmeza.
–Por sí o por no, vamos a tu cuarto.
–Es inútil.
–Nada se pierde…
–Como quieras.
Y los esposos se trasladaron a la alcoba de Zendejas,
donde hallaron, sobre la mesa de noche, el reloj de plata del juez con su pobre
leontina chapeada, reposando tranquilamente en el mismo lugar donde su propietario
lo había dejado al acostarse a dormir la siesta.
Don Félix se sintió aterrado, como si hubiese visto
la cabeza de Medusa.
–Aquí está –murmuró con agonía– …De suerte que ese caballero
–no le llamó ya borracho ni bandido– ha sido despojado por mi mano; no cabe la menor
duda.
Otilia, afligida, no replicó nada, y el marido continuó:
–El acontecimiento se explica; ese señor, que debe ser
algún alegre ricachón, andaba de juerga por esta colonia… Se le pasó la mano en
las copas, iba de veras borracho, le confundí con un ladrón y le quité estas prendas…
Robo de noche, en la vía pública y a mano armada… Estoy perdido… Mañana mismo me
entrego a la justicia: el buen juez por su casa empieza.
–De ninguna manera –objetó Otilia horrorizada–, sería
una quijotada que te pondría en ridículo.
–¿Por qué en ridículo? –preguntó Zendejas con exaltación.
–Porque no dejaría de decir la gente, que te las habías
habido con un hombre aletargado, incapaz de defenderse, y que ¡buenas hazañas son
las tuyas!
–Eso sí que no, porque sobran las ocasiones en que he
demostrado que son iguales para mí los fuertes que los débiles, y que no le tengo
miedo ni al mismo Lucifer.
–Pero la gente es maligna, y más los envidiosos.
–En eso tienes razón ¡los envidiosos, los envidiosos!
–repitió Zendejas. “Todos los valientes me tienen envidia –siguió pensando para
sí– y ¡con qué placer aprovecharían el quid pro quo para ponerme en berlina!”
Y prosiguió en voz alta: –Pero ¿qué hacer entonces? ¡Porque no puedo quedarme con
propiedad ajena!
–Voy a pensar un poco –repuso Otilia, preocupada–… Déjame
ver otra vez las iniciales… A.B.C. ¿Cómo era el señor? Descríbemelo, Félix.
–Voy a procurar acordarme… Más viejo que joven; grueso,
casi tanto como yo, todo rasurado.
–¿Con lentes?
–Creo que sí, pero los perdió en la refriega.
–Óyeme –prosiguió la joven pensativa–. ¿No será don
Antonio Bravo Caicedo?… A.B.C.: coinciden las iniciales.
–¿El caballero rico y famoso, cuyo nombre llena toda
la ciudad?
–El mismo.
–No puede ser, mujer.
–¿Por qué no?
–Porque es persona grave, de irreprochable conducta;
anda siempre en compañía de sus hijas, que son muy guapas; y, aguarda, si no me
equivoco es…
–¿Qué cosa, Félix?
–Miembro conspicuo de la Sociedad de Temperancia.
–Eso no importa –contestó la joven–, son los hombres
tan contradictorios y tan malos… (Pensaba, en aquellos momentos, en los peligros
de su viudez.)
–En eso tienes razón; son muy malos.
El juez se abstuvo, por instinto, de decir somos muy
malos, sin duda porque recordó los excesos de pensamiento y de vista que acababa
de cometer en el Principal.
Siguió, a continuación, una larga plática entre los
esposos, en la cual se analizaron y desmenuzaron los acontecimientos, las suposiciones,
todas las cosas posibles en fin; y mientras más ahondaron el asunto, más y más sospecharon
que reloj y leontina perteneciesen al provecto, riquísimo e hipocritón don Antonio
Bravo Caicedo; mil indicios lo comprobaban, mil pequeños detalles lo ponían en evidencia…
¡Quién lo hubiera pensado!… ¡Que aquel señor tan respetable fuese tan poco respetable!
Bien se dice que la carne es flaca… Pero Bravo Caicedo era gordo… ¡Qué cosa tan
embrollada!… En fin, que por lo visto, la carne gorda es la más flaca.
Despejada la incógnita, o más bien dicho, despejado
el incógnito, faltaba hallar el medio de hacer la devolución. ¿Mandar los objetos
a la casa del propietario?… No, eso sería comprometerle, descubrirle, abochornarle…
Y luego que, aunque lo más verosímil era que aquel grave personaje fuera el pesado
borracho de la aventura, cabía, no obstante, en lo posible, que otro sujeto fuese
el dueño verdadero de las alhajas. Don Antonio Bravo Caicedo (A.B.C.) había hecho
el monopolio del pulque, es verdad; pero no el de las tres primeras letras del abecedario.
IV
En fin, que, después de mirarlo, pensarlo y meditarlo bien, resolvió la honrada
pareja que las prendas en cuestión quedasen depositadas en el juzgado de Zendejas,
y que este publicase un aviso en los periódicos, mañosamente escrito para no delatarse
a sí mismo ni sacar a plaza las miserias del ricachón.
Elegido ese camino, don Félix, a fuer de hombre honrado,
se negó a poner la cabeza en la almohada antes de haberse quitado aquel peso de
la conciencia, dejando redactado y listo el documento para llevarlo a dos o tres
redacciones vespertinas al siguiente día, a la hora del despacho. Trabajó febrilmente,
hizo varios borradores, consultó con Otilia, tachó, cambió, agregó, raspó y garrapateó
de lo lindo algunas hojas de papel, hasta que, al fin, cerca ya de la madrugada,
terminó la ardua labor de dar forma al parrafejo, el cual quedo definitivamente
concebido en los siguientes términos:
Aviso
Esta mañana, al comenzar el despacho, ha sido depositado,
en este juzgado, un reloj de oro, Remontoir, con una leontina del mismo metal, rematada
por un pequeño elefante, cuyos ojos son de rubí, y las orejas y las patas de negro
esmalte. El reloj lleva las iniciales A.B.C., en la tapa superior, tiene el número
40180 y es de la marca Longines. Lo que se pone en conocimiento del público para
que puedan ser recogidos esos objetos por su propietario; bajo el concepto de que
el depositante ha puesto en manos del juez suscrito un pliego que contiene señas
exactas e individuales de la persona a quien, por equivocación, le fueron sustraídas
esas alhajas, con mención de la calle, la hora y otros datos del mayor interés.
Pero fue inútil la publicación repetida de aquellos
renglones. Hasta la fecha en que esto se escribe, nadie se ha presentado a reclamar
el reloj y la leontina; ya porque don Antonio Bravo Caicedo no sea el dueño de las
alhajas, o bien porque, siéndolo, desee conservar el incógnito a toda costa y a
todo costo. De suerte que si alguno de los lectores tiene en su nombre las iniciales
A.B.C., si se paseó aquella noche por la colonia Roma, si empinó bien el codo, si
tuvo algo que ver con Baltasara, Juanita o Carlota, y, por último, si perdió esas
prendas en un asalto callejero, ya sabe que puede ocurrir a recogerlas al juzgado
donde se hallan en calidad de depósito.
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