Ramón J. Sender
Volaba
entre las dos rompientes y le habría gustado ganar altura y sentir el sol en
las alas, pero era más cómodo dejarse resbalar sobre la brisa.
Iba saliendo poco a poco al valle, allí
donde la montaña disminuía hasta convertirse en una serie de pequeñas colinas.
El buitre veía abajo llanos grises y laderas verdes.
–Tengo hambre –se dijo.
La noche anterior había oído tiros. Unos
aislados y otros juntos y en racimo. Cuando se oían disparos por la noche las
sombras parecían decirle: “Alégrate, que mañana encontrarás carne muerta”.
Además por la noche se trataba de caza mayor. Animales grandes: un lobo o un
oso y tal vez un hombre. Encontrar un hombre muerto era inusual y glorioso.
Hacía años que no había comido carne humana, pero no olvidaba el sabor.
Si hallaba un hombre muerto era siempre
cerca de un camino y el buitre odiaba los caminos. Además no era fácil
acercarse a un hombre muerto porque siempre había otros cerca, vigilando.
Oyó volar a un esparver sobre su cabeza.
El buitre torció el cuello para mirarlo y golpeó el aire rítmicamente con sus
alas para ganar velocidad y alejarse. Sus alas proyectaban una ancha sombra
contra la ladera del monte.
–Cuello pelado –dijo el esparver–. Estás
espantándome la caza. La sombra de tus alas pasa y repasa sobre la colina.
No contestaba el buitre porque comenzaba a
sentirse viejo y la autoridad entre las grandes aves se logra mejor con el
silencio. El buitre sentía la vejez en su estómago vacío que comenzaba a oler a
la carne muerta devorada años antes.
Voló en círculo para orientarse y por fin
se lanzó como una flecha fuera del valle donde cazaba el esparver. Voló
largamente en la misma dirección. Era la hora primera de la mañana y por el
lejano horizonte había ruido de tormenta, a pesar de estar el cielo despejado.
–El hombre hace la guerra al hombre –se
dijo.
Recelaba del animal humano que anda en dos
patas y tiene el rayo en la mano y lo dispara cuando quiere. Del hombre que
lleva a veces el fuego en la punta de los dedos y lo come. Lo que no comprendía
era que siendo tan poderoso el hombre anduviera siempre en grupo. Las fieras
suelen despreciar a los animales que van en rebaño.
Iba el buitre en la dirección del cañoneo
lejano. A veces abría el pico y el viento de la velocidad hacía vibrar su
lengua y producía extraños zumbidos en su cabeza. A pesar del hambre estaba
contento y trató de cantar:
Los duendes que vivían en
aquel cuerpo
estaban fríos, pero dormían
y no se querían marchar.
Yo los tragué
y las plumas del cuello se me cayeron.
¿Por qué los tragué si estaban fríos?
Ah, es la ley de mis mayores
Rebasó
lentamente una montaña y avanzó sobre otro valle, pero la tierra estaba tan
seca que cuando vio el pequeño arroyo en el fondo del barranco se extrañó.
Aquel valle debía estar muerto y acabado. Sin embargo, el arroyo vivía.
En un rincón del valle había algunos
cuadros que parecían verdes, pero cuando el sol los alcanzaba se veía que eran
grises también y color ceniza. Examinaba el buitre una por una las sombras de
las depresiones, de los arbustos, de los árboles. Olfateaba el aire, también,
aunque sabía que a aquella altura no percibiría los olores. Es decir, sólo
llegaba el olor del humo lejano. No quería batir sus alas y esperó que una
corriente contraria llegara y lo levantara un poco. Siguió resbalando en el
aire haciendo un ancho círculo. Vio dos pequeñas cabañas. De las chimeneas no
salía humo. Cuando en el horizonte hay cañones las chimeneas de las casas
campesinas no echan humo.
Las puertas estaban cerradas. En una de
ellas, en la del corral, había un ave de rapiña clavada por el pecho. Clavada en
la puerta con un largo clavo que le pasaba entre las costillas. El buitre
comprobó que era un esparver. Los campesinos hacen eso para escarmentar a las
aves de presa y alejarlas de sus gallineros. Aunque el buitre odiaba a los
esparveres, no se alegró de aquel espectáculo. Los esparveres cazan aves vivas
y están en su derecho.
Aquel valle estaba limpio. Nada había, ni
un triste lagarto muerto. Vio correr un chipmunk siempre apresurado y
olvidando siempre la causa de su prisa. El buitre no cazaba, no mataba. Aquel chipmunk
ridículamente excitado sería una buena presa para el esparver cuando lo viera.
Quería volar al siguiente valle, pero sin
necesidad de remontarse y buscaba en la cortina de roca alguna abertura por
donde pasar. A aquella hora del día siempre estaba cansado, pero la esperanza
de hallar comida le daba energías. Era viejo. Temía que le sucediera como a
otro buitre, que en su vejez se estrelló un día contra una barrera de rocas.
Halló por fin la brecha en la montaña y se
lanzó por ella batiendo las alas:
–Ahora, ahora…
Se dijo: “No soy tan viejo”. Para
probárselo combó el ala derecha y resbaló sobre la izquierda sin miedo a las
altas rocas cimeras. Le habría gustado que le viera el esparver. Y trató de
cantar:
La luna tiene un cuchillo
para hacer a los muertos
una cruz en la frente.
Por el día lo esconde
en el fondo de las lagunas azules.
La
brecha daba acceso a otro valle que parecía más hondo. Aunque el buitre no se
había remontado, se sentía más alto sobre la tierra. Era agradable porque podía
ir a cualquier lugar de aquel valle sin más que resbalar un poco sobre su ala.
En aquel valle se oía mejor el ruido de los cañones.
También se veía una casa y lo mismo que
las anteriores tenía el hogar apagado y la chimenea sin humo. Las nubes del
horizonte eran de color de plomo, pero en lo alto se doraban con el sol. El
buitre descendió un poco. Le gustaba la soledad y el silencio del valle. En el
cielo no había ningún otro pájaro. Todos huían cuando se oía el cañón, todos
menos los buitres. Y veía su propia sombra pasando y volviendo a pasar sobre la
ladera.
Con la brisa llegó un olor que el buitre
reconocía entre mil. Un olor dulce y acre:
–El hombre.
Allí estaba el hombre. Veía el buitre un
hombre inmóvil, caído en la tierra, con los brazos abiertos, una pierna
estirada y otra encogida. Se dejó caer verticalmente. Pero mucho antes de
llegar al suelo volvió a abrir las alas y se quedó flotando en el aire. El
buitre tenía miedo.
–Tú, el rey de los animales, que matas a
tu hermano e incendias el bosque, tú el invencible. ¿Estás de veras muerto?
Contestaba el valle con silencio. La brisa
producía un rumor metálico en las aristas del pico entreabierto. Del horizonte
llegaba el fragor de los cañones. El buitre comenzó a aletear y a subir en el
aire, esta vez sin fatiga. Se puso a volar en un ancho círculo alrededor del
cuerpo del hombre. El olor le advertía que aquel cuerpo estaba muerto, pero era
tan difícil encontrar un hombre en aquellas condiciones de vencimiento y
derrota, que no acababa de creerlo.
Subió más alto, vigilando las distancias.
Nadie. No había nadie en todo el valle. Y la tierra parecía también gris y
muerta como el hombre. Algunos árboles desmochados y sin hojas mostraban sus
ramas quebradas. El valle parecía no haber sido nunca habitado. Había un
barranco, pero en el fondo no se veía arroyo alguno,
–Nadie.
Con los ojos en el hombre caído volvió a
bajar. Mucho antes de llegar a tierra se contuvo. No había que fiarse de
aquella mano amarilla y quieta. El buitre seguía mirando al muerto:
–Hombre caído, conozco tu verdad que es
una mentira inmensa. Levántate, dime si estás vivo o no. Muévete y yo me iré de
aquí y buscaré otro valle.
El buitre pensaba: “No hay un animal que
crea en el hombre. Nadie puede decir si el palo que el hombre lleva en la mano
es para apoyarse en él o para disparar el rayo. Podría ser que aquel hombre
estuviera muerto. Podría ser que no”.
Cada vuelta alrededor se hacía un poco más
cerrada. A aquella distancia el hedor –la fragancia– era irresistible. Bajó un
poco más. El cuerpo del hombre seguía quieto, pero las sombras se movían. En
las depresiones del cuerpo en uno de los costados, debajo del cabello, había
sombras sospechosas.
–Todo lo dominas tú, si estás vivo. Pero
si estás muerto has perdido tu poder y me perteneces. Eres mío.
Descendió un poco más, en espiral. Algo en
la mano del hombre parecía moverse. Las sombras cambiaban de posición cerca de
los brazos, de las botas. También las de la boca y la nariz, que eran sombras
muy pequeñas. Volaba el animal cuidadosamente:
–Cuando muere un ave –dijo– las plumas se
le erizan.
Y miraba los dedos de las manos, el cabello,
sin encontrar traza alguna que le convenciera.
–Vamos, mueve tu mano. ¿De veras no puedes
mover una mano?
El fragor de los cañones llegaba de la
lejanía en olas broncas y tembladoras. El buitre las sentía antes en el
estómago que en los oídos. El viento movió algo en la cabeza del hombre: el
pelo. Volvió a subir el buitre, alarmado. Cuando se dio cuenta de que había
sido el viento decidió posarse en algún lugar próximo para hacer sus
observaciones desde un punto fijo. Fue a una pequeña agrupación de rocas que
parecían un barco anclado y se dejó caer despacio. Cuando se sintió en la
tierra plegó las alas. Sabiéndose seguro alzó la pata izquierda para
calentársela contra las plumas del vientre y respiró hondo. Luego ladeó la
cabeza y miró al hombre con un ojo mientras cerraba el otro con voluptuosidad.
–Ahora veré si las sombras te protegen o
no.
El viento que llegaba lento y mugidor
traía ceniza fría y hacía doblarse sobre sí misma la hierba seca. El pelo del
hombre era del mismo color del polvo que cubría los arbustos. La brisa entraba
en el cuerpo del buitre como en un viejo fuelle.
Si es que comes del hombre ten cuidado
que sea en tierra firme y descubierta.
Recordaba que la última vez que comió
carne humana había tenido miedo también. Se avergonzaba de su propio miedo él,
un viejo buitre. Pero la vida es así. En aquel momento comprendía que el hombre
que yacía en medio de un claro de arbustos debía estar acabado. Sus sombras no
se movían en absoluto.
–Hola, hola, grita, di algo.
Hizo descansar su pata izquierda en la
roca y alzó la derecha para calentarla también en las plumas.
–¿Viste anoche la luna? Era redonda y
amarilla.
Ladeaba la cabeza y miraba al muerto con
un solo ojo inyectado en sangre. La brisa recogía el polvo que había en las
rocas y hacía con él un lindo remolino. El ruido de los cañones se alejaba, “La
guerra se va al valle próximo”.
Miró las rocas de encima y vio que la más
alta estaba bañada en sol amarillo. Fue trepando despacio hasta alcanzarla y se
instaló en ella. Entreabrió las alas, se rascó con el pico en un hombro, apartó
las plumas del pecho para que el sol le llegara a la piel y alzando la cabeza
otra vez, se quedó mirando con un solo ojo. Alrededor del hombre la tierra era
firme –sin barro ni arena– y estaba descubierta.
Escuchaba. En aquella soledad cualquier
ruido –un ruido de agua entre las rocas, una piedrecita desprendida bajo la
pata de un lagarto– tenía una resonancia mayor. Pero había un ruido que lo
dominaba todo. No llegaba por el aire sino por la tierra y a veces parecía el
redoble de un tambor lejano. Apareció un caballo corriendo.
Un caballo blanco y joven. Estaba herido y
corría hacia ninguna parte tratando sólo de dar la medida de su juventud antes
de morir, como una protesta. Veía el buitre su melena blanca ondulando en el
aire y la grupa estremecida. Pasó el caballo, se asustó al ver al hombre caído
y desapareció por el otro extremo de la llanura.
El valle parecía olvidado. “Sólo ese
caballo y yo hemos visto al hombre”. El buitre se dejó caer con las alas
abiertas y fue hacia el muerto en un vuelo pausado. Antes de llegar frenó con
la cola, alzó su pecho y se dejó caer en la tierra. Sin atreverse a mirar al
hombre retrocedió, porque estaba seguro de que se había acercado demasiado. La
prisa unida a cierta solemnidad le daban una apariencia grotesca. El buitre era
ridículo en la tierra. Subió a una pequeña roca y se volvió a mirar al hombre:
–Tu caballo se ha escapado. ¿Por qué no
vas a buscarlo?
Bajó de la roca, se acercó al muerto y
cuando creía que estaba más seguro de sí un impulso extraño le obligó a tomar
otra dirección y subir sobre otra piedra. Más cerca que la anterior, eso sí.
–¿Muerto?
Volvían a oírse explosiones lejanas. Eran
tan fuertes que los insectos volando cerca del buitre eran sacudidos en el
aire. Volvió a bajar de la piedra y a caminar alrededor del cuerpo inmóvil que
parecía esperarle. Tenía el hombre las vestiduras desgarradas, una rodilla y
parte del pecho estaban descubiertos, y el cuello y los brazos desnudos. La
descomposición había inflamado la cara y el vientre. Se acercó dos pasos con la
cabeza de medio lado, vigilante. El cabello era del color de las hierbas
quemadas. Quería acercarse más, pero no podía.
Miraba las manos. La derecha se clavaba en
la tierra como una garra. La otra se escondía bajo la espalda. Buscaba en vano
el buitre la expresión de los ojos.
–Si estuvieras vivo habrías ido a buscar
tu caballo y no me esperarías a mí. Un caballo es más útil que un buitre, digo
yo.
El hombre caído entre las piedras era una
roca más. Su pelo bajo la nuca parecía muy largo, pero en realidad no era pelo,
sino una mancha de sangre en la tierra. El buitre iba y venía en cortos pasos
de danza mientras sus ojos y su cabeza pelada avanzaban hacia el muerto. El
viento levantó el pico de la chaqueta del hombre y el buitre saltó al aire
sacudiendo sus alas con un ruido de lonas desplegadas. Se quedó describiendo círculos
alrededor. El hedor parecía sostenerlo en el aire.
Entonces vio el buitre que la sombra de la
boca estaba orlada por dos hileras de dientes. La cara era ancha y la parte
inferior estaba cubierta por una sombra azul.
El sol iba subiendo, lento y amarillo,
sobre una cortina lejana de montes.
Bajó otra vez con un movimiento que había
aprendido de las águilas, pero se quedó todavía en el aire encima del cuerpo y
fuera del alcance de sus manos. Y miraba. Algo en el rostro se movía. No eran
sombras ni era el viento. Eran larvas vivas. Salían del párpado inferior y
bajaban por la mejilla.
–¿Lloras, hijo del hombre? ¿Cómo es que tu
boca se ríe y tus ojos lloran y tus lágrimas están vivas?
Al calor del sol se animaba la
podredumbre. El buitre se dijo: “Tal vez si lo toco despertará”. Se dejó caer
hasta rozarlo con un ala y volvió a remontarse. Viendo que el hombre seguía
inmóvil bajó y fue a posarse a una distancia muy corta. Quería acercarse más,
subir encima de su vientre, pero no se atrevía. Ni siquiera se atrevía a pisar
la sombra de sus botas.
El sol cubría ya todo el valle. Había
trepado por los pantalones del muerto, se detuvo un momento en la hebilla de
metal del cinturón y ahora iluminaba de lleno la cara del hombre. Entraba
incluso en las narices cuya sombra interior se retiraba más adentro.
Completamente abiertos, los ojos del
hombre estaban llenos de luz. El sol iluminaba las retinas vidriosas. Cuando el
buitre lo vio saltó sobre su pecho diciendo:
–Ahora, ahora.
El peso del animal en el pecho hizo salir
el aire de los pulmones y el muerto produjo un ronquido. El buitre dijo:
–Inútil, hijo del hombre. Ronca, grita,
llora. Todo es inútil.
Y ladeando la cabeza y mirándolo a los
ojos añadió:
–El hombre no puede mirar al sol de
frente.
En las retinas del muerto había paisajes
en miniatura llenos de reposo y de sabiduría. Encima lucía el sol.
–¿Ya la miras? ¿Ya te atreves a mirar la
luz de frente?
A lo lejos se oían los cañones.
–Demasiado tarde, hijo del hombre,
Y comenzó a devorarlo.
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