Queta Navagómez
Formadas
en dos equipos de ocho integrantes, aguardaban dieciséis delicadas damitas,
todas de noble cuna. El príncipe iba a someterlas a una competencia y se
casaría con la que él considerase ganadora.
El príncipe bajó de su palco y fue por las
dos que encabezaban las filas. Erguido y ceremonioso, les pidió que se
insultaran.
¿Insultarse dice vuestra excelencia?,
preguntaron. Sí, eso he dicho, insúltense con todo el ingenio posible, aclaró
él y regresó a su palco. ¡Insultarse es la única regla del juego!, gritó,
molesto de que no entendieran sus indicaciones.
Tras la aclaración, las dos damitas
soltaron sus mejores leperadas (…) El salón se llenó de maldiciones, mentadas
de madre, zafiedades, albures, patanerías. Se insultaron desde el cabello hasta
las zapatillas. Los más grandes improperios brotaron de sus delicadas bocas. Se
declaró ganadora a la de la fila “A”. La eliminada sollozó antes de ir a
sentarse.
Siguió la eliminatoria hasta quedar ocho,
y luego cuatro y después dos y luego una sola: campeona absoluta de la
majadería en bruto, quien ya se sentía princesa, cuando el príncipe pidió que
se enfrentaran ahora las eliminadas, en segunda ronda.
Resurgió la esperanza, la enjundia movió
la lengua de las que vieron otra posibilidad. Los insultos alcanzaron el
clímax. Nunca damas tan hermosas y refinadas habían soltado tantas
vulgaridades, pero la ocasión lo valía.
Siguieron enfrentándose las derrotadas.
Al final, el príncipe eligió como esposa a
la que había perdido en todas las ocasiones.
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