Rómulo Gallegos
I
Los ojos negros
rasgados, ardientes; la boca carnosa, de labios sensuales, rojos como la pulpa de
las cundeamores; el espíritu jacarandoso y apasionado. América Peña era el bocado
más apetitoso de Pueblo Abajo.
Sus
amores con Reinaldo Solares, el propietario de la hacienda situada en los aledaños
del pueblo, eran envidia de muchas y hablilla de todas. La varonil belleza de aquel
joven rico y de familia distinguida, y sobre todo, la gallardía y el aplomo con
que sabía tenerse en el brioso potro, cuyos escarceos acreditaban la pericia del
jinete, habían despertado en el alma primitiva de la muchacha una pasión tumultuosa;
luego las vehemencias de él la volvieron más loca que lo que ya era, prendiendo
en su imaginación brava y virgen llamaradas sensuales.
La
madre, que era llanera zamarra y desconfiaba de los propósitos del patiquín, como
llamaba a Reinaldo, contrarió esos amores, primero con amables razones persuasivas
y enseguida a pescozada limpia; pero no logró sino empecinarla más y apenas se descuidaba,
cuando América, acompañada de una amiga complaciente y con cualquier pretexto, corría
al sitio ya convenido donde el novio la esperaba.
La
amiga, una soltera pasada de tiempo, se volvía sorda y ciega cuando regresaban a
la casa, mientras los labios de América parecían sangrar, los suyos, descarnados
y exangües, suspiraban…
El
sitio propicio a estos abandonos vehementes era el jardín de una quinta deshabitada
que había en la calle trasera del pueblo, en la parte más oscura y solitaria de
él. Un bambual muy frondoso cobijaba bajo su sombra alcahueta los besos de los enamorados
y los suspiros de la amiga.
Una
noche Reinaldo, que empezaba a fastidiarse de aquellos amores furtivos que ya iban
siendo ridículos, espetaba a América para plantearle la determinación que había
tomado: O se escapaba con él o se acababan los amoríos. La espera lo impacientaba;
la soledad y el silencio excitaban sus nervios tensos.
–¿Pues
no me he enamorado como un mentecato? Solo me falta ponerme sentimental y quejarme
en versos.
Por
fin aparecieron en la sombra de la arboleda las siluetas conocidas. Anhelosa, vibrante
de pasión y sin reparos por la amiga, América se echó en sus brazos.
–¡Mi
rico! ¡Mi riquito! Perdóname que te haya hecho esperar.
–No
importa.
–Fue
que mi hermano…
–Te
repito que no importa.
–¡Jesús!
¡Qué desabrimiento! ¿Estás bravo?
Reinaldo
se ponía de mal humor y respondió ásperamente:
–Hasta
allá no llega mi tontería.
–Dispensa.
Y
siguieron en silencio hacia el banco donde acostumbraban sentarse. Al cabo de un
rato, Reinaldo empezó a decir:
–Ya
que has venido, hablemos formalmente.
–¿Ya
que he venido? ¿Y si no hubiera venido?
–Pues
no habríamos hablado nada. ¡Qué necedad!
América
se mordió los labios.
–¿Sabes
que te encuentro muy complaciente esta noche?
–Aprende
a serlo tú también.
–¿Cómo?
–No
hablando tonterías. Te he dicho que tenemos que hablar formalmente. Dejemos las
carantoñas para luego.
Ella
se desprendió de su brazo y le dijo con despecho que le comunicaba a su voz un tono
desagradable, vulgar, insolente: –¿Y por qué no me dices, pues, lo que tienes que
decirme?
Reinaldo
se la quedó viendo con la cólera en los ojos. Ella volvió a decir en el mismo tono:
–Ya supongo lo que será.
–Que
esto no puede continuar así. Te lo he dicho ya: no sirvo para esto. Estoy haciendo
un papel ridículo.
–Y
yo sí sirvo, ¿no es verdad?
–Tú
sabrás.
El
tono despectivo de Reinaldo acabó de indignarla y en la indignación su vulgaridad
estallaba afeándole el rostro, haciéndola insoportable.
–Pues
mira: más pierdo yo. Y sin embargo… Pero, ya lo creo, como tú eres mejor que yo,
crees que te rebajas queriéndome. De seguro en tu casa te han dicho que yo no soy
digna de ti. Allá dirán que mi familia es una gentuza.
A
su vez, Reinaldo se encolerizaba por momentos. A menudo, junto a aquella mujer que
era su obsesión de todos los instantes, había sentido impulsos locos de maltratarla,
de hacerla pagar con lágrimas aquella consagración de todo su ser, como si ella
fuera culpable del abandono que él había hecho de todo cuanto no fuera pensar en
ella; pero tales arrebatos habían terminado siempre en caricias ardorosas o en ternuras
intempestivas. Ahora sentía que la odiaba cordialmente por todo esto: Por haberle
inspirado una pasión absurda y voraz, por haberlo turbado y zarandeado como un adolescente
que amara por primera vez.
Ella
seguía hablando, ofendida por sus propias palabras: –Pero yo tengo la culpa. He
debido comprender que tú eres demasiado alto para mí. Tu gente es mantuana.
–Deja
las ironías. No te quiero oír en ese tono sarcástico.
–¿Y
en qué tono quieres que te hable?
–En
ninguno.
Y
se paró del banco donde se había sentado, dispuesto ya a concluir de una vez.
–¿Te
vas?
Su
voz se quebraba en una inminencia de llanto. Su despecho se convirtió en dolor y
luego, de pronto, en cólera.
–Razón
tenía Guaica, mi hermano. Todos ustedes son iguales.
–¿En
qué? Di…
–En
lo canallas.
No
había concluido de decirlo cuando el puño de Reinaldo, con un movimiento rápido,
cayó sobre su boca. Dio un grito y mordiéndose la mano que se había llevado a los
labios rotos, se dejó caer sobre el banco. Un violento temblor sacudía todo su cuerpo,
en su garganta se producía un ruido áspero de llanto contenido.
El
la miraba experimentando una satisfacción malsana.
¡Se
había emancipado!…
América,
con la voz desgarrada por los sollozos, decía por fin:
–Por
qué te quiero. Por qué te quiero… Yo no he debido enamorarme de ti como me he enamorado:
como una loca. Yo te he entregado mi voluntad y sería capaz de hacer por ti todos
los sacrificios y sin embargo…
Una
súbita ternura se apoderó del corazón de Reinaldo. Abandonándose a este sentimiento,
arrepentido de su violencia, desistió de su propósito. No le propondría la fuga;
comprendía que una palabra suya habría bastado para que América se le entregase
sin poder resistir y no quiso abusar de ello. A él le bastaba con saber que había
inspirado una pasión capaz de llevar al sacrificio.
Pero
América empezó a decir, con súbita decisión: –Reinaldo, desiste de mí. Te lo suplico.
–A
ver. ¿Por qué?
–Porque
yo no quiero que por mi culpa vayas a tener una desgracia. Mi hermano ha jurado
anoche que si nuestros amores no se acaban hoy mismo, él va a terminarlos por la
fuerza; ha dicho que si él te vuelve a ver en la ventana de la casa, no responde
de lo que suceda.
Reinaldo
sintió en el corazón la lanza del miedo. Guaicaipuro Peña no era hombre que se gastaba
en vanas amenazas. Con una sonrisa que procuraba disimular su turbación, exclamó:
–¡Hombre! No es tan fácil.
–¡Reinaldo,
por Dios! Desiste de mí. Tú no sabes quién es mi hermano.
–Una
fiera. Sí. sí. Ya me han contado. Pero ya que nos declara la guerra, no nos queda
más camino sino…
Ella
no lo dejó concluir. Le rodeó el cuello con sus brazos y acercando mucho su boca
a la de él, continuó suplicante:
–No
vuelvas más al pueblo… Hasta que mi hermano se vaya. Él se va en estos días para
el Llano. Sobre todo, no vengas mañana a los toros; Guaicaipuro va a colear y me
ha dicho que si te ve te va a dar unos chaparrazos.
La
dignidad ofendida volcó en el encogido corazón de Reinaldo una sangre viril y corajuda.
Se
zafó lentamente de los brazos de la mujer y dijo, calmoso:
–Mañana,
después de los toros, te vas conmigo. ¿Estas dispuesta?
–Por
Dios, mi amor.
–Es
inútil suplicar: es una determinación irrevocable. Piénsalo bien. Al anochecer te
espero aquí.
Y
se despidió de ella.
Camino
de su casa iba pensando en el probable encuentro con Guaicaipuro Peña, cuya fama
de pendenciero y matachín era bien conocida de él. Por momentos experimentaba un
vago malestar físico que era un evidente síntoma de miedo y entonces hacía reflexiones
claudicantes: ¿tenía derecho a exponer su vida en manos de aquel bárbaro por una
aventura estúpida? ¡Si fuese por un propósito elevado, vaya!… ¡Pero, por una mujer
a quien en el fondo, no lo ligaba sino el lazo vergonzoso de unos deseos espurios!
Ocupado
con estas cavilaciones estuvo a punto de desistir de su empeño; pero una súbita
reacción de su ánimo tenso le hizo exclamar: –Sofismas del miedo. Aquí no se trata
de una mujer, sino de un hombre que ha amenazado y a quien se le teme.
Y
resolvió ir al pueblo al día siguiente y tomar parte en la fiesta de toros coleados
que había organizado Guaicaipuro Peña para celebrar su santo.
II
En el pueblo,
en la única calle ancha y llana que era la de la entrada y cuyos cruceros estaban
cerrados por talanqueras, se sentía el bullicio de la fiesta típica y primitiva.
El gentío, encaramado sobre las empalizadas, agrupado en las puertas, ambulante
por el medio de la calle, excitado por el aguardiente, por el sol y por la expectativa
del rudo espectáculo, prorrumpía en griterías a cada momento, silbaba a los espectadores
de a caballo, se agitaba en un júbilo febril o enmudecía de pronto en un silencio
unánime que le comunicaba mayor intensidad al cuadro, como si hiciera resaltar más
el colorido del sol y la animación de las figuras. Desbordados los instintos, a
cada rato, en simulacros de riña al garrote los hombres se daban acometidas entre
las aclamaciones de los espectadores que celebraban los ágiles saltos, las paradas
y las puntas de aquella esgrima bárbara y fachendosa; mientras los muchachos estremecidos
de júbilo aclamaban a los coleadores que iban llegando ufanos, haciendo caracolear
los caballos en alardes de destreza gallardía. En las ventanas y sobre los pretiles
de los corredores, jarifos grupos de mujeres reían y se agitaban locamente. Ardía
la sangre en todas las venas, chispeaba el sol en el metal de los arneses, gritaba
el color en todas partes y entre el clamor unánime de una embriaguez dionisíaca,
gemía el joropo nativo o vibraba el aire español.
Cuando
Reinaldo apareció, un rumor confuso de hostilidad y admiración fue recorriendo el
coso de un extremo a otro y desde la ventana de las Peñas los ojos de América lo
saludaron con una mirada cálida que acabó de excitarlo.
Se
detuvo frente al tranquero del toril donde se agrupaban los coleadores. Una voz
le gritó:
–¿El
patiquín como que va a coleá?
–Si
se puede.
E
instintivamente miró a un jinete que lo observaba con fijeza.
Era
Guaicaipuro Peña, un indiazo membrudo de negras patillas que le bajaban hasta las
comisuras de la boca confundidas con el bigote. Un sombrero de pelo de guama de
anchas alas le cubría de sombra el rostro bien parecido en el cual Reinaldo descubrió
las mismas facciones de América y la misma expresión sensual.
Es
un bello ejemplar de la raza –pensó, mientras soportaba la mirada impertinente del
hombre temible, satisfecho de sí mismo al comprobar que en sus músculos no había
un estremecimiento de miedo.
Transcurrieron
unos minutos. Iban a soltar el primer toro y la expectativa hacía enmudecer al gentío
que llenaba el coso. Todas las miradas estaban fijas en la puerta del corralón de
donde había de salir la res y los coleadores se apercibían para el arranque de la
carrera. La emoción puso trémulo a Reinaldo; bajo sus piernas tensas sentía vibrar
los nervios fogosos del potro que paraba las orejas atentas, resoplando y piafando.
De
pronto un estremecimiento, un clamor que se propagó rápido a lo largo de la calle,
un súbito arremolinarse del gentío, un bufido del toro y el arranque simultáneo
de los coleadores pugnando por apoderarse de la cola, en cuyo extremo la mota de
cerdas era un señuelo que bien valía una vida.
Reinaldo
iba entre ellos, ciego, tendido fuera de la silla, la mano izquierda aferrada a
las crines del caballo, la derecha rozando ya el bárbaro trofeo. En pos de él iba
Guaicaipuro empeñado en atravesarle la bestia, empujándolo, y detrás, entre la polvareda,
un tumulto de cuerpos que chocaban y de brazos que se alargaban, en un vértigo de
lucha y de carrera.
Por
fin Reinaldo se apoderó de la cola del toro y con un solo movimiento se la arrolló
en el puño, se tendió sobre el caballo que saltó al sentir la espuela y cargando
la res, con un esfuerzo de locura, la derribó patas arriba en la mitad de la calle.
La
gritería se hizo ensordecedora; el potro, enardecido, se iba tascando el freno y
Reinaldo, perdida la conciencia de sí mismo, llegó sin contenerlo casi hasta el
extremo de la calle. A pocos pasos de la talanquera recobró las riendas y empinándose
sobre los estribos, con un golpe de consumado jinete, paró en seco la bestia.
En
seguida se revolvió en medio de una ovación y cuando se acercaba a la ventana de
las Peñas, Guaicaipuro, que lo esperaba, le gritó: –¡Así se tumba, compañero!
Y
luego a la hermana:
–¡América,
póngale usté misma la mejor cinta que tenga. Eso es coleá!
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