Edmond Hamilton
Salió del desierto, en
medio de las tinieblas de la noche, viniendo hacia nosotros, tambaleándose
dentro del círculo alumbrado por la fogata, donde cayó exánime al instante.
Mitchel y yo nos pusimos rápidamente de pie y lanzamos sendas exclamaciones, ya
que los individuos que viajan solos y a pie no son cosa corriente en los
desiertos de África del Norte. Durante los primeros minutos en que nos ocupamos
de él, pensé que no tardaría en fallecer, pero gradualmente conseguimos hacerle
recobrar el conocimiento. Mientras Mitchel le ponía entre los labios un vaso
lleno de agua, yo lo examiné y comprendí que se hallaba demasiado agotado para
vivir mucho. Sus ropas colgaban hechas jirones, y tenía las manos y rodillas
literalmente destrozadas, según juzgué, por haberse arrastrado largo tiempo
sobre la arena. Por tanto, cuando pidió más agua con un ademán, se la di,
sabiendo que de todos modos poco le quedaba de vida. No tardó en poder hablar
con una voz cascada y débil.
–Estoy
solo –nos dijo en respuesta a nuestra primera pregunta–, no tienen que ir a
buscar a nadie más. ¿Qué son ustedes, comerciantes? Así me lo pareció. No, soy
arqueólogo. Un buceador del pasado –su voz se quebró un momento–. No siempre es
bueno desenterrar secretos ya muertos. Hay ciertas cosas que el pasado debe
mantener ocultas.
Captó
la mirada que se cruzó entre Mitchel y yo.
–No,
no estoy loco –prosiguió–. Óiganme, porque voy a contarles la historia. Háganme
caso –añadió, incorporándose hasta lograr sentarse en su avidez por hablar–, y
manténganse lejos del desierto Igidi. Recuerden mis palabras y la advertencia.
También a mí me advirtieron, pero no hice caso. Y bajé al infierno… ¡ay, sí, al
infierno! Bien, será mejor que empiece por el principio.
“Mi
nombre es… bueno, mi nombre no importa ahora. Salí de Mogador hace más de un
año, y atravesé la falda escarpada del Atlas, saliendo al desierto con la
esperanza de descubrir algunas de las ruinas cartaginesas de los desiertos del
norte de África. Pasé varios meses en su búsqueda, viajando entre los miserables
poblados árabes, ya junto a un oasis, ya en medio del solitario y tenebroso
desierto. A medida que me internaba en el país, mayor cantidad de ruinas
encontraba, templos derribados y fortalezas destruidas, reliquias mal
conservadas, de la época en que Cartago regía todo el norte de África desde su
amurallada ciudad. Y luego, al lado de un macizo bloque pétreo, hallé lo que me
encaminó a Igidi.
“Era
una inscripción, trazada en el lenguaje fenicio de los traficantes de Cartago,
bastante corta; por eso puedo recordarla palabra por palabra. Literalmente
decía: “Mercaderes, no vayan a la ciudad de Mamurth, que se extiende más allá
del paso de las montañas. Porque yo, San-Drabat de Cartago, al quedarme en la
ciudad con otros cuatro camaradas, en el mes de Eschmoun, para comerciar, a la
tercera noche de nuestra estancia allí nos vimos asaltados por unos sacerdotes,
y yo pude huir, ocultándome. Mis compañeros fueron sacrificados al malvado dios
de la ciudad, que mora allí desde el alba de los tiempos, y para el cual los
sabios de Mamurth han erigido el templo más colosal de la tierra, donde la
gente de la ciudad adora a su dios. Yo hui de la ciudad y dejo aquí este aviso
para que otros no dirijan sus pasos a Mamurth y a la muerte.
“Pueden
ustedes imaginarse el efecto que me produjo tal inscripción. Era el último
rastro de una ciudad ignorada, la última brizna de una civilización hundida en
el mar del tiempo. Me pareció probable la existencia de tal ciudad. ¿Qué
sabemos de Cartago, en realidad, aparte de unos cuantos nombres? Ninguna
ciudad, ninguna civilización fue jamás tan completamente borrada de la faz de
la tierra como Cartago, cuando el romano Escipión redujo los templos y palacios
a polvo, y aró la tierra con sal, y las águilas de la vencedora Roma volaron a
través del desierto donde una metrópolis se había alzado. Fue en los arrabales
de uno de esos poblados árabes donde hallé el bloque con la inscripción, y
traté de encontrar a alguien del pueblo que quisiera acompañarme, pero todos se
negaron.
“Yo
podía ver claramente el paso de la montaña, una mera hendidura entre dos
altísimos acantilados azules. En realidad, se hallaba a bastantes kilómetros de
distancia, pero las engañosas cualidades ópticas del desierto lo acercaban a
mí. Mis mapas situaban aquella sierra como una rama inferior del Atlas, y la
extensión existente más allá era llamada “Desierto Igidi”, pero esto era todo
lo que sabía de la región. De lo único que podía estar seguro era de la
existencia del desierto al otro lado del paso y de que debía llevar suficientes
provisiones si deseaba cruzar por allí.
“¡Pero
los árabes sabían mucho más! Aunque les ofrecí lo que para aquellos pobres
diablos era una verdadera fortuna, ninguno quiso acompañarme cuando supieron
adónde me encaminaba. Ninguno había estado jamás allí, ni siquiera habían
cabalgado en aquella dirección, pero todos poseían unas ideas muy definidas del
lugar que se extendía al otro lado de los montes, motejándolo de nido de
diablos y coto de los malvados Jinns. Sabiendo con cuánta firmeza se hallan
plantadas en sus mentes tales supersticiones, no intenté persuadirlos y me puse
en marcha solo, con dos pellejudos camellos que transportaban el agua y las
provisiones. Durante tres días me hundí en la arena del desierto bajo un
tórrido sol, y a la mañana del cuarto llegué al paso.
“Era
solamente una estrecha grieta, y estaba sembrado de grandes peñascos por lo que
su travesía resultaba sumamente azarosa y complicada. Los riscos que se alzaban
a cada lado tenían tal altura que el espacio intermedio era un lugar de
sombras, susurros y penumbra. Aquella misma tarde llegué al otro extremo y por
un momento me quedé como paralizado, ya que a partir de aquel punto el desierto
descendía hacia una vasta hondonada y en el centro de la misma, tal vez a tres kilómetros
de donde me hallaba, resplandecían las blancas ruinas de Mamurth.
“Recuerdo
que me mostré muy tranquilo mientras cubrí la distancia hasta las ruinas. Yo
había dado por segura la existencia de la ciudad, por lo que, de no haber
estado allí las ruinas, me habría sentido mucho más sorprendido que al verlas.
Desde el paso solo acerté a divisar una enmarañada confusión de fragmentos
blancos, pero al aproximarme, algunos de estos fueron adoptando la forma de
bloques derribados, muros y columnas. La arena movediza del desierto había
enterrado por completo sectores enteros y el resto se hallaba medio cubierto.
Fue entonces cuando efectué un curioso descubrimiento. Me detuve a examinar el
material de las ruinas, una piedra lisa y sin vetas, muy parecida al mármol
artificial o al concreto superfino.
“Y
mientras miraba a mi alrededor, absorto en mi contemplación, observé que en
casi cada pozo o bloque, en las destruidas cornisas y columnas, había grabado
el mismo símbolo… si se trataba de un símbolo. Era el esbozo de un extraño ser
irreal, una especie de pulpo, con un cuerpo deforme, redondeado, y varios
largos tentáculos o brazos que salían del cuerpo, el cual no era tenue y sin
huesos como los de un pulpo, sino más bien tieso y duro, como las patas de una araña.
En realidad, tal vez aquello representase a una araña, aunque tenía algunos
fallos. Medité por un momento en la profusión de tales pinturas grabadas en las
ruinas en torno mío y al final abandoné el problema por insoluble.
“También
me pareció insoluble el enigma de la ciudad. ¿Qué podía encontrar en aquella
semienterrada masa de fragmentos de piedra que me ayudase a arrojar cierta luz
sobre su pasado? No podía siquiera explorar el lugar superficialmente, ya que
la parquedad de provisiones y agua no me permitían una larga estancia. Con el
corazón oprimido tuve que regresar a los camellos y, llevándolos a un claro
entre las ruinas, me dispuse a acampar allí para la noche. Cuando esta hubo
caído, y me hallaba ya sentado junto a la hoguera, el vasto y ominoso silencio
de aquel siniestro lugar de muerte me resultó espantoso. No había risas
humanas, ni gritos de animales, ni siquiera el zumbido de algún insecto o el
canto de un solo pájaro.
“No
había más que tinieblas y silencio en torno mío, oprimiéndome, casi azotándome
físicamente frente al resplandor de la luz que arrojaba mi pequeña fogata.
Mientras me hallaba allí sentado, cavilando, me sobresaltó un leve sonido a mis
espaldas. Me volví para acertar con la causa, y de nuevo me quedé paralizado.
Como ya he mencionado, el espacio que rodeaba mi campamento estaba formado por
un claro arenoso, allanado por los vientos. Bien, mientras contemplaba aquella
vasta extensión de arena, apareció de repente en la superficie un agujero de
varios centímetros de diámetro, claramente visible a la luz del fuego.
“No
había nada que ver, ni siquiera una sombra, y de repente se produjo aquel
agujero, acompañado de un suave crujido. Mientras lo estaba mirando asombrado,
el sonido se repitió y simultáneamente apareció otro agujero a cinco o seis
metros más cerca de mí que el primero. Al verlo, unas heladas flechas de terror
parecieron atravesar mi cuerpo y cediendo a un loco impulso, agarré un leño
ardiendo de la hoguera y lo arrojé, como un cometa rojo, al sitio donde
acababan de formarse los agujeros. Se produjo un rumor como de un cuerpo al
escurrirse y pensé que fuese lo que fuese lo que había dejado aquellas señales,
acababa de retirarse, si en realidad se trataba de un ser vivo. No podía
imaginarme qué podía ser, ya que no había absolutamente nada a la vista, aparte
de los agujeros aparecidos como por ensalmo.
“Aquel
misterio me soliviantó. Ni aun en el sueño pude hallar descanso, ya que
extrañas pesadillas atormentaron mi cerebro, surgiendo de la ciudad muerta que
me rodeaba. Todos los polvorientos pecados de pasadas edades, de aquel remoto y
olvidado lugar, parecían estar enfocados sobre mí durante el sueño. Formas
extrañas se movían entre los mismos, tan irreales como los habitantes de una
estrella distante, entrevistos solo para desvanecerse instantáneamente. Poco
conseguí dormir aquella noche, pero cuando por fin amaneció, el sol, con sus
primeros rayos dorados, alejó de mí mis temores y opresiones con el manto de
las tinieblas. ¡No es extraño que los pueblos primitivos fuesen adoradores del
sol!
“Cuando
volví a sentirme dueño de mí mismo y de mi valor, me asaltó una nueva idea. En
la inscripción citada, aquel aventurero muerto tanto tiempo ha, había
mencionado el gran templo de la ciudad y la majestad de su aspecto. ¿Dónde estarían
tales ruinas? Decidí que el poco tiempo de que disponía sería mejor pasarlo
investigando las ruinas del templo, que debía ser muy prominente, si el antiguo
cartaginés se hallaba en lo cierto. Ascendí a un próximo altozano y escruté el
lugar en todas direcciones, y aunque no pude distinguir ningún amontonamiento
ruinoso que hubiese podido ser un templo, por primera vez divisé, muy lejos,
dos grandes figuras de piedra que destacaban en negro contra las rojas
llamaradas del sol.
“Fue
un descubrimiento que me llenó de excitación y, después de levantar el
campamento, eché a andar en aquella dirección. Se alzaban al borde del extremo
más alejado de la ciudad, y no fue hasta el mediodía que llegué allí. Entonces
pude percibir con toda claridad su naturaleza: dos grandes figuras sentadas,
talladas en piedra negra, de unos quince metros de altura, y casi otros tantos
de separación entre ambas, las dos de cara a la ciudad… y a mí. Tenían forma
humana y vestían una rara armadura escamada, pero me resulta imposible
describir sus rostros, porque no eran humanos. Las facciones sí lo eran, y bien
proporcionadas, pero la cara, la expresión, no sugerían ninguna de las
cualidades inherentes a la Humanidad. Me pregunté sí habrían sido talladas de
la misma vida. En tal caso, debió de ser un pueblo sumamente extraño el que
habitó en aquella ciudad y labró ambas estatuas.
“Bien,
desvié mí vista y miré alrededor. A cada lado de las estatuas se veía lo que
debían de ser los restos de una muralla con diversas ramificaciones, formando
un enorme montón de ruinas. Pero no había muro entre las estatuas, que debían
constituir evidentemente la portalada de la barrera. ¿Por qué habrían
sobrevivido aquellos dos celosos guardianes, aparentemente completamente
ilesos, mientras la muralla y toda la ciudad se hallaba en ruinas? Eran de
diferente material, eso pude conjeturarlo fácilmente, pero ¿qué clase de
material? Por primera vez, también, reparé en la larga avenida que se iniciaba
al otro lado de las estatuas y se extendía por el desierto durante más de un
kilómetro. Los extremos laterales de la misma estaban constituidos por dos
filas de figuras de piedra más pequeñas que corrían en líneas paralelas,
alejándose de los dos colosos. Eché a andar por la avenida, pasando entre las
dos estatuas que la encabezaban.
“Al
hacerlo observé por primera vez la inscripción grabada en la parte interior de
cada una. En el pedestal de las estatuas, a diez o doce centímetros del suelo,
había una tablilla del mismo material, de un metro cuadrado, cubierta de
extraños símbolos, sin duda los caracteres de un lenguaje ignorado,
indescifrable, al menos para mí. Un símbolo, sin embargo, muy destacado, lo
había visto antes. Se trataba del mismo extraño ser parecido a una araña o un
pulpo, que ya he mencionado haber hallado generosamente esparcido por doquier
en la ciudad. En las tablillas figuraba varias veces entre los demás símbolos
que componían la inscripción. Ambas tablillas eran idénticas y nada pude
deducir de ellas. Empecé a recorrer la avenida, dándole vueltas en mi cerebro
al enigma de aquel omnipresente símbolo, pero al cabo lo olvidé al ir fijándome
en cuanto me rodeaba.
“Aquella
larga calle era como la avenida de las esfinges de Karnak, que el faraón
recorría en su litera para asistir al templo. Pero las estatuas que flanqueaban
la avenida no tenían la forma de esfinges. Poseían, por el contrario, formas
muy raras, de animales desconocidos para nosotros, como si se tratase en
realidad de animales de otros mundos. No puedo describirlos, como sería imposible
describirle un dragón a un hombre que hubiera estado ciego toda su vida. Sin
embargo, tenían formas de reptil, aproximadamente, y al contemplarlas su vista
me destrozaba los nervios. Continué avanzando entre las dos filas de estatuas,
hasta llegar al final de la avenida. De pie entre las dos últimas figuras, no
divisé ante mí más que la amarillenta arena del desierto, hasta el horizonte.
Me sentí intrigado. ¿Cuál fue el objetivo de tantos trabajos –la muralla, las
dos enormes estatuas y la larga avenida– para acabar desembocando en pleno
desierto?
“Gradualmente,
comencé a ver que había algo muy especial en aquella parte de desierto que se
extendía ante mí. Era completamente llano, ya que una área, al parecer de forma
redondeada, que debía abarcar varios acres, parecía absolutamente llana. Era
como si la arena dentro de aquel gran círculo hubiese sido aplanada con
tremenda fuerza, sin dejar ni la menor ondulación, ni siquiera la apariencia de
una duna. Más allá de aquella zona, y a su alrededor, el desierto estaba
erizado de lomas y valles, y atravesado por nubes de arena que se arremolinaban
constantemente, pero sobre la lisa superficie de la zona circular nada se
movía, nada se agitaba. Sintiéndome interesado al instante, avancé hasta el
borde del círculo, a solo unos metros de distancia. Acababa de llegar allí
cuando una mano invisible pareció abofetearme con singular brío en la cara y el
pecho, obligándome a retroceder.
“Transcurrieron
unos minutos antes de que volviera a avanzar, ya que mi curiosidad se hallaba
completamente excitada. Me acerqué de nuevo, pues, a los límites del circulo,
empuñando mi revólver, pero esta vez arrastrándome sobre el suelo. Cuando la
automática que tenía en mi extendida mano llegó a la línea del círculo, chocó
contra algo duro, y no pude hacerla avanzar. Era exactamente como si hubiese
tropezado contra un muro, aunque no había a la vista cosa semejante.
Extendiendo más el brazo, toqué la misma dura barrera y en el instante
siguiente me puse de pie. Ahora sabía que se trataba de algo duro y no una
fuerza lo que me impedía el paso. Cuando extendía las manos, el borde del
círculo se hallaba en el límite de la longitud de mis brazos, como una pared
lisa, totalmente invisible, pero al mismo tiempo sumamente material. Pude
comprender en parte aquel fenómeno.
“En
el pasado, los científicos de la ciudad que se hallaba en ruinas a mi espalda,
los sabios mencionados en la inscripción, habían descubierto una materia sólida
pero transparente, aplicándola a la obra que ahora estaba yo examinando. Tal
cosa está muy lejos de ser imposible. Incluso nuestros científicos pueden
formar una materia en parte invisible, con los rayos X. Evidentemente, aquellos
sabios conocían todo el proceso, un secreto que se había perdido en la
oscuridad de los tiempos, como el secreto del oro duro, el cristal maleable, y
otros mencionados en escrituras antiguas. Sin embargo, me pregunté, intrigado,
de qué manera podían haberlo conseguido, puesto que muchos siglos después de
haber desaparecido sus inventores, la materia continuaba completamente
invisible.
“Retrocedí
y arrojé guijarros hacia el círculo. Por muy altos que los tirase, al llegar al
borde rebotaban con un sonido retumbante, por lo que deduje que el muro debía
tener una gran altura. Ardía en deseos de trasponer el muro y examinar el
interior del círculo, pero ¿cómo conseguirlo? De repente, recordé las dos
colosales estatuas a la entrada de la gran avenida, con sus tablillas grabadas,
y me pregunté qué relación debían tener con el circulo. De pronto, la
singularidad de todo aquello me asaltó como una fiera al acecho. La muralla que
se alzaba ante mí, el círculo de arena, llano e inmutable, y yo mismo, de pie
en medio del desierto… todo resultaba muy extraño. En mi corazón parecía
retumbar una voz procedente de la ciudad muerta, aconsejándome huir de allí
para siempre. Recordé la advertencia contenida en la inscripción: “No vayan a
Mamurth”. Y al recordarla, no dudé que aquel círculo era el gran templo
descrito por San-Drabat.
“Seguramente
estuvo en lo cierto: era diferente a todos los demás de la Tierra. Pero no
debía irme, no podía irme hasta que hubiese examinado el muro por el interior.
Medité tranquilamente el asunto, y decidí que el lugar más lógico para hallar
la entrada a través de la muralla sería el extremo de la avenida, puesto que
era dable suponer que aquellos que descendieron por la misma en tiempos remotos
debieron poder franquear por tal lugar las puertas del templo. Mi razonamiento
fue acertado, puesto que en aquel preciso punto hallé la entrada: una abertura
en la muralla, de varios metros de anchura y mucho más alta de lo que cabía
esperar; en realidad, no tengo idea de su altura.
“Crucé
la abertura y me hallé sobre un suelo de material duro, no tan suave como la
superficie del muro, pero igualmente invisible. Al frente se extendía un corredor
de la misma amplitud, que conducía al centro del círculo y por el que fui
avanzando. Debí resultar un tipo estrafalario, avanzando por un lugar donde no
había nada que observar. Ya que aunque sabía perfectamente bien que me hallaba
rodeado por una pared invisible, yo no podía ver nada más que el gran círculo
de lisa arena bajo mis pies, dorado por el sol de la tarde. Sin embargo, me
pareció que estaba andando a treinta centímetros por encima del terreno, en el
aire. Era este el grosor del suelo, y precisamente era el peso de este suelo el
que mantenía tan plano al terreno dentro del círculo. Anduve lentamente por el
corredor, con las manos extendidas al frente, y apenas había recorrido una
corta distancia cuando tropecé con otra pared que parecía cerrar el corredor,
como un callejón sin salida.
“Pero
no me sentí descorazonado, ya que intuí que habría otra puerta no muy lejos,
puerta que empecé a buscar. La encontré. Tanteando con mis manos el invisible
muro del corredor, a ambos lados, tropecé con una especie de picaporte redondo
y cuando puse mi mano en él, la puerta se abrió. Se oyó como un chirrido, como
una leve brisa, y cuando volví a avanzar, el muro que me cerraba el paso había
desaparecido, y fui libre de ir adelante. Pero no me atreví a traspasar aquel
nuevo umbral, por lo que regresé al picaporte, descubriendo que ninguna fuerza
ni presión podía cerrar la puerta abierta. Seguramente se trataba de un sutil
mecanismo dentro del picaporte, que solo necesitaba una presión de la mano para
abrirse, apártándose todo el final del corredor, quizá deslizándose hacia
arriba, como un rastrillo, aunque de esto no estoy muy seguro.
“Pero
la puerta estaba abierta y entonces pasé. Moviéndome como un ciego en un sitio
desconocido, comprendí que me encontraba en un vasto patio interior, cuyas
paredes describían una gran curva. Cuando lo descubrí, volví al lugar donde el
corredor se abría al patio y comencé a caminar en línea recta por el mismo.
Encontré unos peldaños; el primero de los cuales pertenecía indudablemente a
una escalinata de inmensas proporciones. Ascendí lenta, trabajosamente,
tanteando ante mí con el pie a cada paso. Era la sensación de sentir los
peldaños bajo mis pies lo que prestaba realidad al asunto, ya que a simple
vista yo estaba subiendo por el espacio. Sé que ha de resultar más fantástico
visto que contado. Seguí ascendiendo hasta llegar a unos treinta metros de
altura, donde la escalinata empezó a estrecharse, juntándose los costados. Unos
cuantos peldaños más, y volví a hallarme en terreno llano que, después de
algunos tanteos, descubrí era un ancho descansillo con barandillas bastante
altas.
“Me
arrastré a gatas por aquella altura hasta que tropecé con otra pared, donde
había una puerta. La atravesé, siempre arrastrándome, y aunque cuanto me
rodeaba era invisible, intuí que ya no me hallaba al aire libre, sino en una
estancia cerrada. Me detuve de pronto y entonces, mientras aún me hallaba
agazapado en el suelo, percibí súbitamente la presencia del mal, de una maligna
y amenazadora entidad, nativa de allí. No podía divisar nada, ni oír nada, pero
en mi cerebro se abrió paso la idea de que algo infinitamente malvado y antiguo
formaba parte de aquel lugar. ¿Era la conciencia del horror que había llenado
aquel lugar en una edad ya remota y fenecida? Fuese cual fuese la causa, no
podía seguir avanzando con aquel extraño terror que me poseía; por tanto,
retrocedí y volví al descansillo, donde me incliné sobre la invisible
barandilla para examinar el paisaje de abajo.
“El
sol poniente colgaba como una enorme bola de hierro al rojo vivo a Occidente, y
a sus rayos, las dos colosales estatuas arrojaban largas sombras sobre la
amarilla arena. No muy lejos, mis dos camellos pateaban moviéndose inquietos.
Según todas las apariencias yo me mantenía en el vacío, a más de treinta metros
del suelo, pero con mi mente podía imaginar los amplios patios y corredores de
abajo, por los que había pasado poco antes. Mientras reflexionaba a la rojiza
luz del moribundo sol, vi claramente que me hallaba en el templo de la antigua
ciudad. ¡Qué magnifica visión debió de ser cuando la ciudad estaba llena de
vida y agitación! Pude imaginarme la larga procesión de sacerdotes y gente del
pueblo, ataviados con ropajes sombríos y lujosos, saliendo de la ciudad por
entre las dos estatuas y descendiendo por la amplia avenida, arrastrando tal
vez en pos un desdichado prisionero condenado a ser sacrificado a sus dioses en
aquel templo.
“El
sol descendía ya sobre el horizonte, y me dispuse a salir de allí, pero cuando
quise moverme sentí una gran rigidez en todo el cuerpo y mi corazón pareció
suspender sus latidos. Y en el limite del claro de arena que había debajo del
invisible templo, acababa de aparecer un agujero en la arena, exactamente de la
misma misteriosa forma que los que había contemplado la noche anterior en mi
campamento. Seguí mirando tan fascinado como si una serpiente me estuviese
mirando. Y ante mis ojos fueron apareciendo otros agujeros, no en línea recta,
sino quebrada. De pronto se formaban dos agujeros a un lado, y luego dos más al
otro, después uno en medio, formando una especie de rastro, de unos dos metros
de anchura de lado a lado, avanzando directamente hacia el templo y, por tanto,
hacia mí. ¡Y yo no podía ver nada!
“Era
como el rastro dejado por un insecto provisto de innumerables patas, solo que
de unas descomunales proporciones. Y al asaltarme esta idea, la verdad se abrió
paso en mi cerebro, ya que recordé la araña grabada en las ruinas y las
estatuas, y comprendí lo que aquello había significado para los moradores de la
ciudad. ¿Qué decía la inscripción?
“El
malvado dios de la ciudad, que vivía allí desde el principio del tiempo.
“Y
al divisar aquel rastro avanzando hacia mí, comprendí que aquel perverso dios
seguía morando en aquel lugar y que yo me hallaba en su templo solo y
desarmado. ¿Qué extraños seres habían poblado la Tierra en el alborear de los
tiempos? ¿Y aquellos que edificaron la ciudad y descubrieron a la monstruosa
araña, no le habrían erigido el templo, en su pavor, aceptándolo como el dios de
la ciudad? ¿Y ellos, que poseían la magia secreta y el poder de construir muros
invisibles a los ojos humanos, no habrían hecho lo mismo con su dios,
convírtiéndolo en una verdadera deidad, invisible, poderosa, imperecedera?
¡Imperecedera!
“Así
tenía que ser para haber podido sobrevivir a tantos milenios. Sin embargo, yo
sé que algunas especies de loros viven varios siglos, pero ¿qué podía yo saber
de esta monstruosa reliquia de una edad pretérita? Y cuando la ciudad fue
arrasada y desapareció y ya no fue posible llevar víctimas humanas al templo
para saciar el feroz apetito del monstruo, este habría vagado por el desierto
en busca de alimentos. No era extraño que los árabes no quisieran aventurarse
por la región en aquella dirección. Significaba la muerte para cualquiera que
llegase al alcance de tal ser, el cual podía impunemente acechar y capturar,
permaneciendo completamente invisible. ¿Era la muerte para mí?
“Tales
fueron los pensamientos que como el rayo cruzaron por mi cerebro mientras veía
acercárseme la muerte con aquellos seguros pasos sobre la arena. De pronto
sentí que me abandonaba la parálisis de terror que me había inmovilizado, y
descendí apresuradamente la escalinata, hacia el patio. Ignoraba dónde podía
ocultarme en aquel inmenso templo. ¡Ocultarme en un lugar invisible! Pero tenía
que dirigirme a algún sitio, y finalmente me aventuré a abandonar la escalera y
avancé hasta tropezar con un muro situado directamente debajo del descansillo
superior, y me agazapé contra el mismo, implorando que las sombras del
crepúsculo pudieran esconderme de las ansiosas miradas de la monstruosa
criatura cuyo cubil era el templo. Supe instantáneamente cuándo el monstruo
atravesó la puerta por la que yo había también penetrado en el templo.
“Pad,
pad… era este el rumor amortiguado que resonaba en el corredor. Tal vez la
puerta se había abierto ante él de manera sorprendente puesto que yo no podía
calibrar la poca o mucha inteligencia del cerebro de aquel dios.
“Pad,
pad… el rumor fue cruzando el patio y al final oí los pasos subiendo la
escalinata. De no haber temido respirar habría exhalado un profundo suspiro de
alivio.
“No
obstante, el temor todavía hacía presa en mí, por lo que continué agazapado
contra el muro mientras el monstruoso dios seguía subiendo. ¡Figúrense la
escena! A mi alrededor no había nada visible, nada más que el gran círculo de
arena que se hallaba a treinta centímetros por debajo de mí; sin embargo, yo
veía el templo con los ojos de mi mente, y estaba enterado de los muros y el
patio, y de la bestia que ahora se hallaba arriba, por temor a la cual me
hallaba yo acurrucado en la oscuridad. El sonido de las patas cesó arriba, por
lo que juzgué que el monstruo acababa de penetrar en el gran salón, donde yo no
me atreví a entrar. Ahora era el momento de escapar en la oscuridad.
“Me
levanté con infinito cuidado y suavemente me deslicé por el patio hacia la
puerta que conducía al corredor. Pero cuando hube recorrido la mitad de la
distancia, según calculé, choqué contra otra pared invisible y caí de espaldas,
con lo cual el mango metálico de mi cuchillo de montaña golpeó con la hebilla
de mi cinturón de manera estridente. ¡Pobre de mí! Había calculado
equivocadamente la situación de la puerta, yendo directamente a chocar contra
el muro. Y me quedé tendido, inmóvil, mientras un temor helado me sobrecogía de
improviso.
“Entonces,
pad, pad… las amortiguadas pisadas del monstruo en el descansillo, y luego un
momento de silencio. ¿Podría verme desde arriba? ¿Podría? Por un instante,
alenté cierta esperanza, al no escuchar ningún rumor, pero no tardé en saber
que la muerte me tenía asida por la garganta ya que, pad, pad… el monstruo
empezó a descender al patio.
“Al
oír aquellas pisadas perdí el último vestigio de control y poniéndome
apresuradamente de pie volé de nuevo hacia la puerta. ¡Plaf! Otra pared… Me
eché a temblar. Ahora no oía ninguna pisada y con la máxima quietud de que fui
capaz volví a cruzar el patio en otra dirección, sin saber si sería la
acertada, ya que todas mis ideas estaban confundidas, lo mismo que mi sentido
de orientación. ¡Dios mío, qué juego más inverosímil el que tuvo lugar en aquel
condenado círculo de arena! Pero ningún sonido procedía ya del misterioso
monstruo y la esperanza volvió a anidar en mi corazón. Y con espantosa ironía,
fue en aquel preciso momento cuando fui a parar de bruces contra el monstruoso
ser. Mis extendidas manos tocaron y asieron lo que debía ser uno de sus
miembros, grueso, helado y peludo, que instantáneamente se zafó de mis manos,
asiéndome a su vez, mientras otro miembro y otro y otro hacían presa en mí. El
monstruo había permanecido inmóvil, esperando que fuese yo a su encuentro: ¡el
drama de la araña y la mosca!
“El
invisible ser solo pudo sujetarme un momento, ya que me sentí tan lleno de
horror que logré libertarme y huí enloquecido por el patio, tropezando con el
primer peldaño de la escalinata. Subí y mientras corría oí la persecución de la
bestia. Continué subiendo y ya en el rellano me cogí a la barandilla, ya que si
caía desde arriba ello hubiera significado la muerte. Pero bajo mis manos, el
pasamanos se movía, por lo que intuí que uno de los grandes bloques que
evidentemente lo formaban se había aflojado y podía soltarse. Lo apresé con
todas mis fuerzas y fui trastabillando por el descansillo con el bloque entre
mis brazos, hacia el comienzo de la escalera. Creo que dos hombres apenas
habrían podido levantarlo, pero yo hice más en aquel súbito acceso de loco
frenesí, ya que cuando oí los pasos del monstruo en la escalinata, levanté el
bloque, invisible como es natural, por encima de mi cabeza, y lo envié rodando
por los peldaños hacia el lugar donde calculé que se hallaba el dios en aquel
momento.
“Por
un instante después del lanzamiento reinó el silencio, pero después empezó a
sonar como un bajo canturreo, que acabó por convertirse en un clamoroso
zumbido. Y al mismo tiempo, en un lugar situado aproximadamente a mitad de la
escalinata, donde había ido a parar el bloque de piedra, un líquido purpúreo
pareció manar del aire, dando forma a unos cuantos de los invisibles peldaños a
medida que los inundaba, y delineando asimismo el bloque arrojado por mí, así
como un enorme miembro peludo que se hallaba aplastado debajo, del cual manaba
el líquido que no era otra cosa que la sangre del monstruo. No lo había matado,
pero el bloque lo mantenía prisionero.
“Hubo
como una agitación en la escalinata y el arroyuelo purpúreo corrió con más
fluidez, y gracias a la silueta de sus charcos divisé, borrosamente, el
monstruoso dios que Mamurth conoció en épocas pasadas. Era como una araña
gigante, con unas patas angulosas de varios metros de longitud, y un cuerpo
sumamente velludo y repelente. Me pregunté si el monstruo era visible por la
sangre que le daba vida, precisamente cuando esta era derramada. Si así era no
supe comprender el motivo de tal anomalía. Tan pronto como vislumbré aquella
estremecedora visión, me apresuré a descender. Cuando pasé junto a la araña, el
intolerable olor de un insecto aplastado casi me mareó, y al verme, el animal
realizó frenéticos esfuerzos para libertarse. Pero no pudo, por lo que llegué
sano y salvo abajo, temblando y sin poder apenas andar.
“Atravesé
el patio en línea recta y corrí apresuradamente por el corredor y después por
la amplia avenida, hasta pasar por entre las dos colosales estatuas. La luz de
la Luna incidía en ellas, y las tablillas de las inscripciones resplandecían en
los zócalos, con sus extraños símbolos y sus arañas. ¡Pero ahora ya comprendía
el mensaje! Afortunadamente, los camellos estaban vagando entre las ruinas, ya que
de haberse hallado en las proximidades del templo no habría tenido valor para
ir en su busca. Toda la noche cabalgué hacia el Norte y cuando amaneció no me
detuve, sino que continué la marcha en la misma dirección. Al llegar al paso de
la montaña, un camello tropezó y cayó, con lo cual se derramó toda mi provisión
de agua. No quedó ni una sola gota, pero seguí yendo hacia el Norte,
sacrificando al otro camello con mi velocidad, por lo que tuve que proseguir a
pie, tambaleándome. Me arrastré a gatas cuando mis piernas se negaron a
sostenerme, siempre hacia el Norte, alejándose de aquel templo del mal y de su
perverso dios. Y esta noche no sé cuántos kilómetros he andado arrastrándome
hasta que divisé su fogata. Y esto es todo.”
Estaba
tendido de espaldas, agotado, y Mitchel y yo nos contemplamos mutuamente a la
luz de la fogata. Después, incorporándose, Mitchel fue hasta el límite de
nuestro campamento y estuvo mirando largo tiempo el camino hacia el sur. Ignoro
cuáles eran sus pensamientos. Yo meditaba por mi parte mientras contemplaba al
hombre que yacía junto a la fogata. Falleció a la mañana siguiente, murmurando
incoherencias referentes a los muros que lo rodeaban. Envolvimos su cuerpo
cuidadosamente y llevándolo con nosotros nos abrimos paso por el desierto. En
Argel cablegrafiamos a los amigos cuya dirección habíamos encontrado en en
cinturón donde guardaba el dinero, y les enviamos el cadáver, ya que tal fue su
última petición. Más adelante, nos escribieron, contándonos que lo habían
enterrado en el pequeño cementerio del pueblo de Nueva Inglaterra de donde era
natural. No sé si su eterno descanso se verá perturbado por los sueños del
templo del mal del que huyó. Ruego para que así no sea. Muy a menudo, Mitchel y
yo hemos discutido este tema, en nuestros campamentos solitarios y en las
posadas de las ciudades costeras. ¿Mató el arqueólogo al invisible monstruo, y
este yace ahora, como un desdichado resto, bajo el bloque de piedra de la
escalinata? ¿O consiguió liberarse y sigue vagando por el desierto, morando de
noche en el amplio templo, tan invisible como él?
¿O,
verosímilmente, estaba aquel pobre hombre completamente loco por el calor y la
sed del desierto, y su relato no fue más que el producto de su exaltada
fantasía? En realidad, no sé qué pensar. Creo que nos contó la verdad, pero no
puedo saberlo. Ni lo sabré jamás, ya que Mitchel y yo hemos decidido no
aventurarnos nunca en el lugar del desierto donde el antiguo dios puede todavía
estar viviendo, en medio de los patios y torreones invisibles, al otro lado de
la invisible muralla.
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