Nikolái Gógol
3 de octubre
Hoy
ha tenido lugar un acontecimiento extraordinario. Me levanté bastante tarde, y cuando
Marva me trajo las botas relucientes, le pregunté la hora. Al enterarme de que eran
las diez pasadas, me apresuré a vestirme. Reconozco que de buena gana no hubiera
ido a la oficina, al pensar en la cara tan larga que me iba a poner el jefe de la
sección. Ya desde hace tiempo me viene diciendo: “Pero, amigo, ¿qué barullo tienes
en la cabeza? Ya no es la primera vez que te precipitas como un loco y enredas el
asunto de tal forma que ni el mismo demonio sería capaz de ponerlo en orden. Ni
siquiera pones mayúsculas al encabezar los documentos, te olvidas de la fecha y
del número. ¡Habrase visto!…”
¡Ah!
¡Condenado jefe! Con toda seguridad que me tiene envidia por estar yo en el despacho
del director, sacando punta a las plumas de su excelencia. En una palabra, no hubiera
ido a la oficina a no ser porque esperaba sacarle a ese judío de cajero un anticipo
sobre mi sueldo. ¡También ése es un caso! ¡Antes de adelantarme algún dinero sobrevendrá
el Juicio Final! ¡Jesús, qué hombre! Ya puede uno asegurarle que se encuentra en
la miseria y rogarle y amenazarle; es lo mismo: no dará ni un solo centavo. Y, sin
embargo, en su casa, hasta la cocinera le da bofetadas. Eso todo el mundo lo sabe.
No
comprendo qué ventajas se tiene al trabajar en un departamento ministerial. Ni siquiera
dispone uno de recursos. Pero no sucede así en la Administración Provincial, ni
en el Ministerio de Hacienda, ni en el Tribunal Civil. Allí ves a un empleado cualquiera
sentado humildemente en un rincón escribiendo. Lleva un frac gastado y su aspecto
es tal que ni siquiera merece que se le escupa encima. Sin embargo, fíjate en la
villa que alquila durante el verano. No se te ocurra regalarle una taza de porcelana
dorada, pues te dirá que eso es digno de un médico. Él se conforma tan sólo con
un coche de lujo o unos drojkas o una piel de visón de 300 rublos. Y, no obstante,
por su aspecto parece tan modesto, y al hablar es tan fino. Te pide, por ejemplo,
que le prestes la navaja para sacar punta a su pluma, y si te descuidas un poco,
te despluma de tal forma, que ni siquiera te deja la camisa.
Pero
reconozco que nuestra oficina es diferente, y en toda ella reinan una limpieza de
conducta y una honradez tales, que ni por soñación puede haberlas en la Administración
Provincial. Además, todos los jefes se tratan de usted. Confieso que, a no ser por
la honradez y el buen tono de mi oficina, hace ya mucho tiempo que hubiera dejado
el departamento ministerial.
Me
puse el viejo capote y cogí el paraguas, pues llovía a cántaros. En la calle no
había nadie. Sólo tropecé con mujeres de pueblo que se arropaban con los faldones
de sus abrigos, comerciantes que caminaban resguardándose de la lluvia bajo sus
paraguas, y cocheros. Gente bien no se veía por ningún sitio, a excepción de nuestra
modesta persona, que caminaba bajo la lluvia. En cuanto la vi en un cruce, pensé
en seguida: “¡Eh, amiguito! Tú no vas a la oficina. Tú estás dispuesto a seguir
a ésa que va delante de ti y cuyas piernas estás mirando. ¡Qué locuras son ésas!
La verdad es que eres peor que un oficial. Basta con que pase cualquier modistilla
para que te dejes engatusar”.
Precisamente
en el momento en que estaba pensando esto vi cómo una carroza se detenía ante un
almacén junto al que yo me encontraba. En seguida reconocí la carroza: era la de
nuestro director. Me supuse que debería de ser de su hija, pues él no tenía por
qué ir a estas horas a un almacén. El lacayo abrió la portezuela, y la joven saltó
del coche, como un pajarito. Echó unas miradas en torno suyo, y al alzar sus ojos
sentí que mi corazón quedaba herido… ¡Dios mío, estoy perdido! ¡Estoy perdido irremediablemente!
Y
¿por qué habrá salido ella con este mal tiempo? Después de esto nadie se atrevería
a decir que las mujeres no se vuelven locas por los trapos.
Ella
no me reconoció y yo procuré ocultarme y pasar inadvertido, pues llevaba un capote
muy manchado y cuyo corte, además, estaba pasado de moda. Ahora se llevan las capas
con cuellos muy largos, y el mío era muy corto; además, el paño de mi capote distaba
mucho de ser elegante. Su perrita no tuvo tiempo de entrar y se quedó en la calle.
Yo la conozco, se llama Medji. No había transcurrido ni un minuto, cuando oí de
repente una vocecilla que decía:
–¡Hola,
Medji!
Vaya.
¿Quién será el que habla? Miré y vi a dos señoras que caminaban debajo de un paraguas.
Una de ellas era ya anciana; la otra, muy jovencita. Pero ellas ya habían pasado,
y nuevamente volví a oír la misma voz a mi lado.
–¡Debería
darte vergüenza, Medji!
¡Qué
diablos! Vi que Medji estaba olfateando al perro que iba con las dos señoras. “¡Vaya!
¿No estaré borracho? –pensé para mis adentros–. ¡Menos mal que esto no me ocurre
a menudo!”
–No,
Fidele; estás equivocado. Yo estuve… Hau, hau… Yo estuve muy enferma.
¡Vaya
con la perrita! Confieso que me quedé muy sorprendido al oírle hablar como una persona;
pero después de reflexionarlo bien, no hallé en ello nada extraño. En efecto, en
el mundo se dan muchos ejemplos de la misma índole. Cuentan que en Inglaterra emergió
un pez y dijo dos palabras en un idioma extraño, tan raro, que desde hace dos o
tres años los sabios hacen investigaciones acerca de él y aún no han logrado clasificarlo.
También leí en los periódicos que dos vacas entraron en una tienda y pidieron medio
kilo de té. Pero reconozco que me quedé aún mucho más sorprendido al oírle decir
a Medji:
–¡Es
verdad que te escribí, Fidele! Seguramente Polkan no te llevaría la carta.
Aunque
me juegue el sueldo, apostaría que nunca se ha dado el caso de un perro que escriba.
Sólo los nobles pueden escribir. Claro que también algunos comerciantes, oficinistas
y, a veces, hasta la gente del pueblo sabe escribir un poco; pero lo hace de un
modo mecánico, sin poner ni comas, ni puntos, y, claro está, sin ningún estilo.
Esto
me dejó muy sorprendido. He de confesar que desde hace algún tiempo a veces oigo
y veo unas cosas que nadie vio ni oyó jamás.
“Voy
a seguir a esta perrita, y así me enteraré de quién es y de lo que piensa”, resolví
para mí. Abrí el paraguas y me puse a seguir a las dos señoras. Cruzamos la calle
Gorojovaia y nos dirigimos a la calle Meschanskaia, y desde allí a la de Stoliar,
y, finalmente, llegamos al puente de Kokuchkin, deteniéndonos ante una casa de grandes
dimensiones. “Conozco esta casa –pensé para mí–: es la de Zverkov. ¡Un verdadero
hormiguero! Pues sí que viven allí pocos cocineros y viajantes. En cuanto a los
empleados, abundan como chinches. Allí vive un amigo mío que toca muy bien la trompeta.”
Las
señoras subieron al quinto piso. “Bueno –pensé– ahora me voy a ir, pero antes he
de fijarme bien en el sitio, para aprovecharlo en la primera ocasión que se me presente.”
4 de octubre
Hoy
es miércoles, y por eso estuve en el despacho de nuestro director. Vine a propósito
un poco antes. Me senté y me puse a sacar punta a todas las plumas. Nuestro director
debe de ser un hombre muy inteligente; tiene el despacho lleno de armarios con libros.
Leí los títulos de algunos libros, y todos son científicos; así que ni por soñación
son asequibles a nosotros, los empleados; además, todos están o en francés o en
alemán. Cuando se mira a nuestro director, sorprende a uno por su aspecto imponente
y por la seriedad que refleja toda su persona. Todavía no he oído nunca que haya
dicho una palabra de más. Sólo cuando se le entregan los documentos suele preguntar:
–¿Qué
tiempo hace fuera?
–Hace
mucha humedad, excelencia.
La
verdad es que las personas, como nosotros, no se pueden comparar con él. Es lo que
se dice un verdadero hombre de Estado. He notado, sin embargo, que me tiene especial
cariño. ¡Ah, si su hija…! ¡No, eso es una canallada!… Me entretuve leyendo La
Abeja. ¡Qué gente tan estúpida son los franceses! ¿Qué es lo que pretenden?
¡De buena gana los hubiera cogido a todos y les hubiera dado una buena paliza!
Allí
también leí la descripción de un baile hecha por un terrateniente de la provincia
de Kurck. Los terratenientes de Kurck suelen escribir muy bien. Después me di cuenta
de que eran ya las doce y media y que nuestro director aún no había salido de su
dormitorio. Pero a eso de la una y media tuvo lugar un acontecimiento que ninguna
pluma sería capaz de relatar. Se abrió la puerta, yo me levanté de un salto con
los papeles en la mano, pensando que sería el director; pero cuál fue mi sorpresa
cuando vi que era ella. ¡Jesús, cómo iba vestida! Llevaba un traje blanco y vaporoso
como un cisne. ¡Y qué vaporoso! Y al alzar los ojos creí que me alcanzaban los rayos
del sol. Me saludó y dijo con una voz semejante a la de un canario:
–¿No
ha venido papá?
“Excelencia
–quise decirle–, ¿quiere usted castigarme? Pues si tal es su deseo, que lo haga
su excelencia con su propia manita.” Pero ¡qué demonios! La lengua se me trabó;
así es que sólo pude decir:
–No,
no estuvo.
Ella
me echó una mirada y miró también los libros y… dejó caer su pañuelo. Yo me precipité
en seguida para recogerlo, pero resbalé sobre ese maldito entarimado y poco me faltó
para caerme; sin embargo, logré conservar el equilibrio y alcancé el pañuelo. ¡Señor,
qué pañuelo! Era de batista finísima.
Ella
me dio las gracias y sus labios esbozaron una sonrisa un tanto irónica; luego se
fue. Yo me quedé una hora hasta que el criado vino y me dijo:
–Márchese
a casa, Aksenti Ivanovich. El señor ya salió.
No
puedo soportar a los criados; siempre están tumbados en el vestíbulo, y ni por casualidad
saludan a uno. Y no sólo eso, sino que un día, a una de estas bestias se le ocurrió
ofrecerme un poco de tabaco sin levantarse de su sitio. ¡Como si no supiera el muy
tonto que yo soy un funcionario de familia noble! No obstante, cogí yo mismo mi
sombrero y mi capote y me los puse, pues sería inútil esperar ayuda de esa gente.
Salí a la calle. Al llegar a casa me pasé un buen rato tumbado en la cama. Después
copié unos versos muy bonitos:
¡Mi almita! En tu ausencia, una hora,
un año completo parece pasado sin ti.
¡Odiosa es la vida, ya solo, señora!
Por eso yo pienso: “Si tú no vinieses, mejor es morir”
Deben
de ser de Pushkin. Por la tarde, arropándome bien con mi capote, fui a casa de su
excelencia, en donde estuve esperando para ver si la veía salir al subir en coche;
pero ella no salió.
6 de noviembre
El
jefe de personal me ha puesto fuera de mí. Hoy, cuando llegué a la oficina, me hizo
llamar y me dijo lo siguiente:
–Pero
dime: ¿qué es lo que estás haciendo?
–¡Cómo!
Yo no hago nada –le respondí.
–Bueno.
Reflexiona un poco. Ya has pasado de los cuarenta; me parece que es hora de que
te vuelvas un poco más inteligente. ¿Crees acaso que no estoy enterado de todas
tus andanzas? ¡Sé muy bien que andas detrás de la hija del director! Pero, hombre,
¡mírate al espejo! ¡Piensa en lo que eres! ¡No eres más que un cero, que es menos
que nada! ¡Si no tienes ni un centavo! Pero ¡mírate… mírate la cara en el espejo!
¡Cómo puedes tú pensar en esas cosas!
¡Demonios!
¿Qué se habrá creído él? Si tiene cara de bola de billar con cuatro pelos en la
cabeza que se unta de pomada y lleva rizados que es una irrisión. Y se cree que
a él todo le está permitido. Ya comprendo por qué está furioso: es que me tiene
envidia. Seguramente habrá visto que soy objeto de sus marcadas preferencias. ¡Pero
ya puede decir cuanto quiera, que me tiene sin cuidado! ¡Pues tampoco tiene tanta
importancia un consejero de la Corte! ¡Por llevar una cadena de oro en su reloj
y encargarse unas botas de 30 rublos se cree alguien! ¡Que se vaya al diablo! ¿Acaso
se cree que soy hijo de un plebeyo o de un sastre o de un sargento? Soy noble. También
yo puedo llegar a obtener el mismo cargo que él. Sólo tengo cuarenta y dos años,
que en realidad es la edad cuando precisamente se empieza a trabajar. ¡Espera, amigo:
también yo llegaré a ser coronel, y con la ayuda de Dios quizás algo más! También
yo gozaré de una reputación mejor que la tuya. ¿Qué te crees, que en el mundo no
hay hombre más formal que tú? Espera un poco: cuando yo tenga un frac cortado a
la moda y una corbata como la tuya, entonces no me llegarás ni a la punta de los
zapatos. Lo malo es que no dispongo de medios.
8 de noviembre
Estuve
en el teatro. Ponían Filatka, el tonto ruso. Me reí mucho. Daban también un vaudeville
con unos cuplés muy graciosos sobre los jueces, particularmente uno que se refería
a un consejero de registro, y que era tan fuerte, que me extrañó que le hubiera
dejado pasar la censura. En cuanto a los comerciantes se decía que abiertamente
engañaban al pueblo, y que sus hijos armaban unas juergas terribles y se esforzaban
por llegar a ser nobles. También había un cuplé muy gracioso sobre los periodistas
y la pasión que tienen de criticarlo todo; de modo que los autores de hoy en día
escriben unas piezas muy entretenidas. A mí me gusta mucho ir al teatro. En cuanto
tengo algún dinero en el bolsillo no puedo contenerme y voy. Pero entre nosotros
los empleados hay muchos que no van, aunque se les regale el billete. También cantó
muy bien una artista. Me acordé de aquello…, ¡bueno, es una canallada!…; así es
que no digo nada…
9 de noviembre
A
las ocho fui a la oficina. El jefe de la sección hizo así como si no reparara en
mí y en que había llegado. Yo también hice como si entre nosotros nada hubiera ocurrido.
Me entretuve ojeando los anuncios y luego comparándolos. Salí a las cuatro y pasé
delante del piso del director, pero no vi a nadie. Después de comer estuve casi
todo el tiempo echado en la cama.
11 de noviembre
Hoy
estuve en el despacho de nuestro director y saqué punta a veinticuatro plumas de
su excelencia y a cuatro de su hija. A él le gusta y encanta que haya muchas plumas.
¡Ah, qué cerebro el suyo! Siempre está callado, pero su cabeza debe de estar siempre
reflexionando. Me hubiera gustado saber en qué suele pensar y qué es lo que encierra
aquella cabeza. Me interesaría observar de cerca la vida de estos señores, conocer
todas las intimidades y las intrigas de la Corte, saber cómo piensan y lo que suelen
hacer entre ellos. Muchas veces pensé entablar conversación con su excelencia, pero
el caso es que mi lengua se niega a obedecerme. Sólo consigue pronunciar: “Afuera
hace frío o calor”, y de allí no pasa. Me hubiera gustado echar una mirada al salón
cuya puerta a veces está abierta, y también a las otras habitaciones. ¡Qué lujo
y qué riqueza hay allí! ¡Qué espejos y qué porcelanas! ¡Cuánto me alegraría echar
una mirada a aquella parte del piso donde se encuentra la hija de su excelencia!
¡Ah, esto sí que me gustaría!… Estar allí en el tocador, donde hay todos esos tarritos
y cajitas, esas flores tan delicadas que da miedo tocarlas; ver su vestido, más
ligero que el aire, por allí tirado. Me encantaría ver su dormitorio… Debe de ser
un sueño, un verdadero paraíso de ésos que ni en el cielo existen. Si pudiera ver
el taburetito sobre el cual pone el pie al levantarse de la cama y cómo se pone
una media blanca como la nieve sobre aquella pierna… ¡Ay, Señor!… No. Mejor es que
me calle y no diga nada…
Sin
embargo, hoy parece ser que el cielo me ha iluminado, pues de repente me acordé
de la conversación que oí en el Nevski a los dos perros. “Está bien –pensé para
mis adentros– ahora lo averiguaré todo. Es preciso que intercepte la correspondencia
de estos dos perros, pues ella me procurará muchos datos.” He de confesar que una
vez llamé a Medji y le dije:
–Escúchame,
Medji: ahora estamos solos; si quieres, hasta puedo cerrar la puerta para que nadie
nos vea. Anda, cuéntame todo lo que sepas sobre tu señorita: dime cómo es, y yo
te juro que no se lo diré a nadie.
Pero
la muy tuna encogió el rabo entre las patas y se escabulló silenciosamente por la
puerta como si no hubiera oído nada. Sospeché desde hace tiempo que los perros son
mucho más inteligentes que las personas, y que incluso pueden hablar; sólo que son
bastante tercos. El perro es un verdadero político: todo lo nota, no se le escapa
ni un paso del hombre. Mañana sin falta he de ir a casa de Zverkov. Interrogaré
a Fidele, y si puedo, le cogeré todas las cartas que le escribe Medji.
12 de noviembre
Al
día siguiente salí a las dos, con la firme intención de ver a Fidele y de interrogarla.
El olor a repollo que sale de todas las tiendas de la calle Meschanskaia me pone
enfermo, y además, las alcantarillas de las casas tienen un olor tal, que no tuve
más remedio que taparme la nariz con el pañuelo y echar a correr. Aquí es imposible
pasear, pues toda esa gente que trabaja en oficios llena la calle de humo y hollín.
Al
tocar la campanilla, vino a abrirme una joven bastante mona, con la cara salpicada
de pecas; era la misma que acompañaba a la anciana. Se ruborizó un poco al verme,
y yo comprendí en seguida que ansiaba tener novio.
–¿Qué
desea? –me preguntó.
–Necesito
hablar con su perrita –le respondí. La joven era tonta y yo lo noté en seguida.
Mientras tanto, la perrita se precipitó ladrando; yo quise cogerla, pero la muy
bribona por poco me muerde la nariz. Pero yo ya había visto su nido o camita, y
era justamente lo que buscaba. Me acerqué a él y revolví la paja que había en un
cajón; con sumo placer vi un paquete con pequeños papelitos. Esa maldita, al ver
lo que hacía, me mordió primero en la pantorrilla, y después, al darse cuenta de
que yo cogía los papeles, empezó a ladrar con ademán de acariciarme; pero yo le
dije: “No, guapa; no hay nada que hacer”. Me parece que la joven debió de tomarme
por un loco, pues se asustó terriblemente. Al llegar a casa quise ponerme en seguida
a descifrar esos papeles, porque no veo muy bien a la luz de las velas. Pero a Marva
se le ocurrió fregar el suelo. Estas estúpidas finlandesas siempre son de lo más
inoportunas. Así es que no me quedó otro remedio que el de ponerme a pasear reflexionando
sobre lo ocurrido. Ahora, por fin, iba a enterarme de todo; las cartas me lo revelarían
todo. Los perros son muy inteligentes y no ignoran todas las relaciones íntimas;
por eso seguramente en ellas hallaré la descripción del marido y de sus asuntos.
De seguro que encontraré allí algo referente a ella… ¡No, más vale callarse! Al
atardecer llegué a casa y estuve la mayor parte del tiempo acostado en la cama.
13 de noviembre
Bueno;
vamos a ver. La carta parece bastante clara; sin embargo, la letra pone en evidencia
al perro.
Leamos:
“Querida
Fidele: Aún no puedo acostumbrarme a un nombre tan mezquino como el tuyo. ¡Como
si no hubieran podido ponerte otro mejor! Fidele, Rosa, todos esos nombres son de
un cursi subido. Pero dejemos esto a un lado. Estoy muy contento de que se nos haya
ocurrido entrar en correspondencia…”
La
carta estaba redactada muy correctamente en cuanto a la puntuación y ortografía.
Ni nuestro jefe de sección sería capaz de hacer otro tanto, aunque asegura haber
estado estudiando en una universidad. Veamos más adelante:
“Me
parece que uno de los mayores placeres en el mundo está en cambiar pensamientos,
impresiones y sentimientos con los demás…”
¡Bueno!
Éste es un pensamiento cogido de una obra traducida del alemán y cuyo título no
recuerdo ahora.
“Lo
digo por experiencia, aunque no haya corrido mucho mundo, pues no he pasado la verja
de nuestra casa. Pero ¿acaso mi vida no transcurre felizmente? Mi señorita Sofía,
así la llama papá, me quiere con locura…”
¡No
está mal! ¡No está mal! ¡Pero callémonos!…
“Papá
también me acaricia a menudo. Además me dan café con nata. ¡Ah, ma chère!
He de decirte que no encuentro nada en los grandes huesos, bien pelados, que come
Polkan en la cocina. Los huesos sólo son buenos cuando provienen de alguna cacería
y a condición de que no hayan chupado ya el tuétano. También está muy bien mezclar
algunas salsas, pero sin verduras ni especias. Pero no hay cosa peor que esa costumbre
que tiene la gente de dar a los perros migas de pan hechas bolitas. Siempre, durante
las comidas, algún señor empieza a triturar las migas de pan con sus manos, que
Dios sabe qué porquerías habrán tocado antes, y te llama después para meterte entre
los dientes esa dichosa bolita. Rechazarlo resultaría descortés; así es que no tienes
más remedio que comértela a pesar del asco que te infunde…”
¡Voto
a mil diablos, qué tontería! ¡Como si no hubiera nada mejor sobre qué escribir!
Veamos si en la otra carilla hay algo más interesante.
“Me
place mucho informarte de todo cuanto ocurre en nuestra casa. Creo que ya te hablé
del señor más importante de la casa, al cual Sofía llama papá. Es un hombre muy
raro…”
¡Ah,
por fin! Ya sabía yo que los perros tienen opiniones políticas sobre todas las cosas.
Veamos lo que dice sobre papá…
“…Un
hombre muy raro. Permanece la mayoría del tiempo callado. Rara vez habla; pero la
semana pasada hablaba sin cesar consigo mismo. No hacía más que preguntarse: ‘¿Lo
recibiré o no?’ Cogía un papel en una mano, mientras la otra permanecía vacía, y
volvía a repetir: ‘¿Lo recibiré o no?’ Una vez hasta se dirigió a mí con la siguiente
pregunta: ‘Tú qué crees, Medji, ¿lo recibiré o no?’ Yo no pude comprender lo que
quería decirme con eso; sólo olfateé su zapato y me fui. Una semana después, ma
chère, papá estaba loco de alegría. Toda la mañana recibió visitas de unos señores
vestidos de uniforme que lo felicitaron por algo. Durante la comida estuvo tan alegre
como nunca le viera; no paraba de contar chistes. Después de comer, me levantó en
sus brazos y me acercó a su cuello, diciéndome: ‘¡Mira, Medji, lo que llevo!’ Yo
vi sólo una cinta, la olfateé, pero no hallé en ella ni el menor aroma; finalmente,
la lamí con cuidado, estaba algo salada.”
¡Bueno!
Me parece que este perro es un poco demasiado atrevido. Haría falta darle una buena
paliza. ¡Así, pues, nuestro hombre es ambicioso! Habrá que tenerlo en cuenta.
“Adiós,
ma chère. Me marcho corriendo… Mañana acabaré la carta.
“¡Hola,
otra vez estoy contigo! Hoy, con Sofía, mi señorita…”
¡Ah,
veamos lo que pasa con Sofía! ¡Es una canallada! Bueno, no importa, no importa;
vamos a continuar…
“…Sofía,
mi señorita, estuvo todo el día sumamente agitada. Se preparaba a asistir a un baile,
y yo me alegré, pues aprovecharía su ausencia para escribirte. Mi Sofía está siempre
muy contenta cuando va a un baile, aunque mientras se arregla siempre está enfadada.
No logro comprender, ma chère, el placer que encuentra la gente yendo a un
baile. Sofía vuelve a casa a las seis de la mañana. Y siempre veo, por su aspecto
cansado y su cara pálida, que a la pobrecilla no le han dado de comer. Confieso
que jamás podría vivir de este modo. Si no me dieran perdices con salsa o alas de
pollo fritas, no sé lo que sería de mí. También es muy bueno un poco de salsa con
kacha. Pero las zanahorias, las alcachofas y los nabos nunca serán buenos…”
Tiene
un estilo irregular. En seguida se ve que esta carta no ha sido escrita por una
persona. Empieza bien, pero acaba de cualquier forma. Veamos otra carta; parece
demasiado larga; además, no lleva ni fecha.
“¡Ay,
querida mía! Cómo siente una la proximidad de la primavera. Mi corazón palpita como
si aguardara algo. Me zumban los oídos. Así es que a menudo tengo que levantar la
pata y me apoyo y acerco a una puerta para escuchar. He de decirte que tengo muchos
admiradores. A menudo los contemplo sentada en la ventana. ¡Ay, si supieras qué
feos son algunos! Uno de ellos es de lo más vulgar, es un perro callejero de lo
más estúpido y creído; camina por la calle dándose aires de importancia. Y cree
que todos han de mirarle. Pero ¡qué va, yo ni siquiera me he fijado en él! También
un dogo, de aspecto terrible, suele pararse ante mi ventana. Si se levantara sobre
las patas traseras, lo que de seguro el muy tonto no sabrá hacer, le llevaría la
cabeza al papá de Sofía, no obstante ser éste un hombre bastante alto y corpulento.
Debe de ser de lo más insolente. Yo gruñí un poco en dirección suya; pero él, como
si nada. Podría haberme hecho un guiño, pero es un bruto, no tiene modales. Se está
mirando mi ventana, con sus orejas largas y su lengua al aire. ¿Y crees acaso que
mi corazón permanece insensible a todas estas ofertas? No, te equivocas, ma chère…
¡Si hubieras visto a uno de mis admiradores, llamado Trésor, cuando salta la verja
de la casa vecina!… ¡Ay ma chère, qué carita tiene!”
¡Bah!
¡Qué asco! ¡Qué demonios! ¿Cómo es posible llenar las páginas con semejantes tonterías?
Ya no quiero saber nada de perros; quiero a una persona. Sí, eso es, una persona
para que pueda enriquecer el caudal de mi alma…, y en vez de ello, ¡qué es lo que
encuentro! ¡Tonterías, sólo tonterías! Demos la vuelta a la página, a ver si hay
algo mejor.
“Sofía
estaba sentada junto a una mesita cosiendo; yo miraba por la ventana a los paseantes,
pues me gusta mucho observarlos, cuando entró el lacayo y anunció:
“–El
señor Teplov.
“–Que
pase –exclamó Sofía, y se abalanzó sobre mí para besarme–. ¡Ay, Medji! ¡Si supieras
quién es! Es un gentilhombre de la Cámara, moreno, con ojos negros y brillantes
como el fuego.
“Sofía
se marchó corriendo a su habitación. Un minuto después entraba el joven gentilhombre
de la Cámara, que gastaba patillas. Se acercó al espejo y se atusó el cabello, luego
inspeccionó la habitación. Yo dejé oír un gruñido y me senté en mi sitio. Sofía
no tardó en venir y respondió alegremente a su saludo, y yo, como si no reparase
en nada, continuaba mirando por la ventana, no obstante haber inclinado la cabeza
en dirección a ellos para oír lo que decían. ¡Ay ma chère! ¡De qué tonterías
hablaban! Hablaban de una señora que durante el baile se equivocó e hizo una figura
en vez de otra; de un tal Bobov, que llevaba charretera y se parecía mucho a una
cigüeña, y que por poco se cae. También contaron que una tal Lidina se imaginaba
tener los ojos azules, cuando en realidad los tenía verdes, y otras tonterías por
el estilo. ‘¡Qué diferencia tan grande hay entre el gentilhombre y Trésor!’, pensé
para mí. Ante todo, el gentilhombre tiene una cara ancha y completamente plana,
con unas patillas alrededor, como si se las hubiera atado con un pañuelo negro.
Trésor, sin embargo, tiene una carita fina y en la frente una pequeña calva blanca.
¡En cuanto al talle de Trésor, ni se le puede comparar con el de Teplov! ¡Y no hablemos
ya de los ojos y de los modales! ¡Jesús, qué diferencia! ¡No sé, ma chère,
lo que ha podido encontrar en su Teplov y por qué se muestra tan entusiasmada!…”
A
mí también me parece eso un poco extraño. No puede ser que Teplov la haya seducido
hasta tal punto. Veamos más adelante.
“Me
parece que, si le gusta este gentilhombre, le ha de gustar también ese funcionario
que está en el despacho de papá. ¡Ay ma chère, si vieras qué feo es! Se parece
a una tortuga vestida con un saco…
“¿Quién
será este funcionario?… Tiene un apellido rarísimo. Siempre está sentado sacando
punta a las plumas. Su pelo es como el heno y papá lo manda siempre en lugar del
criado…”
Me
parece que esta perra maldita hace alusiones sobre mí. ¡Pero qué voy a tener yo
el pelo como el heno!
“Sofía
no puede menos que reírse cada vez que lo ve…”
¡Mientes,
perra maldita! ¡Se habrá visto qué lengua de víbora! ¡Como si yo no supiera que
todo ello es pura envidia! Acaso se figura que ignoro que son cosas del jefe de
sección. Ya sé que me tiene un odio feroz y que hace cuanto está en sus manos para
fastidiarme. Pero voy a mirar otra carta. Puede que encuentre allí la clave de todo.
“Mi
querida Fidele, perdóname por no haberte escrito en tanto tiempo, pero es que estaba
completamente hechizada. Ha dicho un escritor que el amor es una segunda vida, y
esto es muy exacto. Además, en casa han sucedido grandes cambios. El gentilhombre
viene ahora todos los días, y Sofía está perdidamente enamorada de él. Papá está
muy contento. Hasta le oí decir a Gregorio, que es el que nos barre el suelo y que
casi siempre habla consigo mismo solo, que pronto habrá boda, porque papá quiere
casar a Sofía, o con un general, o con un gentilhombre de Cámara, o con un coronel…”
¡Qué
diablos! No puedo seguir leyendo… Todo lo mejor ha de ser siempre, o para un gentilhombre
de Cámara o para un general. ¡Parece que has encontrado un pobre tesoro y crees
que podrás conseguirlo, pero te lo arrebata un general o un gentilhombre de Cámara!
¡Qué demonios! Quisiera ser general, no para obtener su mano y las demás cosas,
sino para ver con qué consideración iban a tratarme y cuántos miramientos me dedicarían.
Después podría decirles en pleno rostro que me importaban un bledo.
¡Demonios,
qué pena! Rompí en mil pedazos las cartas de la estúpida perra.
3 de noviembre
No
puede ser. Es mentira. ¡La boda no se efectuará! ¡Qué más da que sea un gentilhombre
de Cámara! Esto no es más que un cargo de dignidad, no es ninguna cosa visible que
se pueda coger con las manos. Por ser él un gentilhombre de Cámara no le va a salir
otro ojo en la frente ni va a tener una nariz de oro, sino que la tiene igual que
yo y que todos los demás mortales; pero no come ni tose con ella, sino que huele
y estornuda como todos. Ya en diversas ocasiones quise averiguar de dónde provenían
semejantes diferencias. ¿Por qué he de ser yo un consejero titular y con qué motivo?
Puede que yo sea algún conde o algún general, y que sólo así paso por un consejero
titular. Quizás ignore yo mismo quién soy. ¡Cuántos ejemplos hay en la historia!
Se ha dado el caso de que un sencillo villano, no digamos ya un noble, o un vulgar
campesino de repente descubre que es todo un personaje e incluso, a veces, un rey.
¡Y si un sencillo mujik llega a estas alturas, qué será entonces de un noble! Si,
por ejemplo, de repente entrase yo vestido con el uniforme de general, llevando
una charretera en el hombro derecho y otra en el izquierdo, y con una cinta azul
en el pecho, ¿qué pasaría entonces? ¿Qué diría mi hermosa ninfa? ¿Se opondría su
papá, nuestro director? ¡Oh! Él es muy vanidoso. Es un masón, no cabe duda de que
es masón, aunque aparente ser tan pronto una cosa como otra. Pero yo en seguida
me di cuenta de que era masón, y si le tiende la mano a uno, sólo le da los dos
dedos. ¿Acaso no puedo ser nombrado ahora mismo general, gobernador o intendente,
o recibir cualquier cargo importante? ¿Me gustaría saber por qué soy consejero titular?
¿Sí, por qué he de ser precisamente consejero titular?
5 de diciembre
Hoy
estuve toda la mañana leyendo periódicos. ¡Qué cosas tan raras suceden en España!
¡Hasta me fue imposible comprenderlo del todo! Se dice que el trono se halla vacante
y que los altos dignatarios están en una situación muy difícil respecto a la elección
del heredero, y que de allí proviene la indignación general. Esto me parece sumamente
extraño. ¿Cómo puede estar el trono vacante? Dicen también que cierta doña ha de
subir al trono. Pero una doña no puede subir al trono, eso es imposible, pues el
trono debe ser ocupado por un rey. Pero dicen que no hay rey, mas es inadmisible
que no haya un rey. Un Estado no puede estar sin un rey. Este debe de existir, pero
seguramente está de incógnito. A lo mejor, se encuentra allí mismo; pero por razones
de índole familiar o por temor a las potencias vecinas, como Francia y los demás
países, se ve obligado a esconderse. También puede ser por otros motivos.
8 de diciembre
Ya
estaba dispuesto a ir a la oficina, pero me detuvieron diferentes motivos y en particular
mis reflexiones. No puedo dejar de pensar en los asuntos de España. ¿Cómo puede
ser que una doña sea reina? No lo permitirían. Inglaterra, sobre todo, no lo permitiría,
y, además, los asuntos políticos de toda Europa. También se opondrán a ello el emperador
de Austria y nuestro zar… Confieso que estos acontecimientos obraron con tanta fuerza
sobre mí, que fui incapaz de hacer nada durante todo el día. Marva me hizo observar
que durante la comida estuve muy agitado. En efecto, al parecer, dejé caer dos platos
al suelo, que se hicieron añicos; tan distraído me hallaba. Después de comer, salí;
pero no pude sacar nada en limpio. Después, estuve la mayor parte del tiempo tumbado
en la cama, reflexionando sobre los asuntos de España.
Año 2000, 43 de abril
¡Hoy
es un gran día! ¡En España hay un rey! ¡Por fin ha sido encontrado! Y este rey soy
yo. Reconozco que al parecer me ha iluminado un rayo. No comprendo cómo pude pensar
e imaginarme que era un consejero titular. ¿Cómo pudo ocurrírseme una idea tan loca?
Menos mal que entonces no se le antojó a nadie meterme en una casa de locos. Ahora
me ha sido revelado todo, ahora lo veo todo con claridad. Antes no comprendía, antes
diríase que todo lo que veía estaba sumido en la niebla. Todo esto sucede, creo
yo, porque la gente se imagina que el cerebro de una persona está en su cabeza;
pero no es así, es el viento quien lo trae del mar Caspio. Primero declaré a Marva
quién era yo. Al enterarse de que se hallaba ante el rey de España, alzó los brazos
al cielo y por poco se muere del susto. Ella es tonta y jamás habrá visto al rey
de España. Sin embargo, procuré calmarla y le aseguré con palabras indulgentes que
estaba lleno de benevolencia para con ella y que no le guardaba rencor por haberme
limpiado mal los zapatos algunas veces. Hace falta tener en cuenta que la pobre
forma parte del pueblo y que no se le puede hablar de temas elevados. Se asustó
porque está convencida de que todos los reyes de España son como Felipe II. Pero
yo le expliqué que entre Felipe II y yo no había el menor parecido, y que yo no
tenía capuchinos. No fui a la oficina. ¡Que se vaya al diablo! ¡No, ya no me cogerán
más, amigos! ¡Se acabó, ya no copiaré más sus odiosos documentos!
86 de martubre. Entre el
día y la noche.
Hoy
vino a verme el ejecutor con el propósito de que fuera a la oficina, pues hacía
más de tres semanas que no aparecía por allí. Yo fui a la oficina por pura broma.
El jefe de sección pensaba seguramente que yo iba a saludarlo y pedirle excusas;
pero yo sólo le eché una mirada indiferente, que no era ni demasiado colérica ni
demasiado familiar o benévola. Miré a todos esos bribones que estaban en la cancillería,
y pensé: “¿Qué pasaría si supieran quién está entre ustedes?…” ¡Dios mío! ¡Qué jaleo
se armaría! El jefe de la sección en persona vendría a saludarme, haciéndome un
profundo saludo, igual que hace ahora con nuestro director. Pusieron delante de
mí unos documentos para que hiciera un resumen de ellos. Pero yo ni siquiera moví
un dedo. Unos cuantos minutos después todos se hallaban sumamente agitados; al parecer,
iba a venir el director. Muchos empleados se precipitarían a su encuentro. Pero
yo no me moví de mi sitio. Cuando el director pasó por nuestra sección, todos se
abrocharon el frac; mas yo no hice nada. ¡Venía el director! Bueno, ¿y qué? ¡Jamás
iba a levantarme delante de él! ¡Qué era un director! (¡Era un corcho y no un director!
Un corcho de lo más corriente y nada más.) Uno de esos corchos con los que se tapan
las botellas. Lo que más me hizo gracia fue cuando me trajeron un documento para
que lo firmase. Ellos se figuraban que iba a firmar humildemente en el bajo de la
página, pero yo escribí en el sitio principal, allí donde firma el director, Fernando
VIII. Hacía falta ver qué silencio tan religioso reinó en la sala. Yo sólo hice
un ademán con la mano y dije: “No son necesarios juramentos de fidelidad”. Después
de lo cual salí. Me fui directamente al piso del director, que no estaba en casa.
El criado no quería dejarme pasar; pero yo le dije unas cuantas palabras, y su efecto
fue tal, que se quedó helado con los brazos caídos. Me dirigí sin cavilar al gabinete.
La hallé sentada ante el espejo. Al entrar yo, dio un salto atrás. Yo, sin embargo,
no le dije que era el rey de España; sólo le declaré que le esperaba una felicidad
tal, que ni siquiera podía imaginársela, y que, a pesar de todas las intrigas de
nuestros enemigos, estaríamos juntos. No quise decirle más, y salí. ¡Oh, qué ser
más pérfido es la mujer! Sólo ahora he comprendido lo que son las mujeres. Hasta
ahora nadie sabía de quién estaba enamorada la mujer. Yo fui el primero en descubrirlo.
La mujer está enamorada del demonio. Sí, y esto no es ninguna broma. Los fisiólogos
escriben tonterías acerca de ella; pero ella sólo ama al demonio. Mire, desde el
palco pasea sus gemelos. ¿Cree usted que mira a ese señor gordo con una condecoración?
Nada de eso, mira al demonio que tiene detrás de su espalda. ¡Mírele, se ha escondido
en la condecoración! ¡Mire ahora cómo le hace señas con el dedo! Y ella se casará
con él.
Sí,
se casará. Y todos esos funcionarios padres de familia, todos esos que se insinúan
en todos los sitios procurando introducirse en la Corte, y dicen que son patriotas
y esto y aquello, todos esos patriotas no aspiran más que a conseguir arrendamientos.
Serían, por dinero, capaces de vender a su madre, a su padre e incluso a Dios.
Todo
esto no es más que vanidad, y eso se explica, porque debajo de la lengua hay una
pequeña ampolla, y dentro de ella, un gusanillo del tamaño de un alfiler, y todo
esto lo hace cierto barbero que vive en la calle Gorojovaia. No me acuerdo cómo
se llama; pero todo el mundo sabe que quiere predicar el mahometismo por el mundo
entero, junto con una comadrona. Por eso dicen que en Francia la mayoría de las
personas se convierten al mahometismo.
Cierta fecha. Un día sin
fecha
Me
paseé de incógnito por el Nevski. Pasó el coche del zar, y toda la gente se quitó
el sombrero; yo también lo hice y me comporté como si no fuera rey de España. Encontré
poco adecuado descubrir mi personalidad, así, delante de todos. Ante todo, he de
presentarme en la Corte. Lo único que me retiene hasta ahora es que no tengo ningún
traje de rey. Si por lo menos pudiera conseguir algún manto… Pensé encargárselo
al sastre; pero esta gente es tan burra, y, además, no cuidan de su trabajo desde
que se han dedicado a los asuntos, y se están la mayoría del tiempo en la calle.
Decidí hacer el manto de mi nuevo uniforme de gala, que sólo me puse dos veces;
pero temiendo que estos granujas fueran a estropeármelo, resolví hacerlo yo mismo.
Cerré la puerta de mi cuarto para que nadie me viera, y emprendí la labor. Lo desarmé
todo con ayuda de las tijeras, pues su corte ha de ser totalmente distinto.
No recuerdo la fecha ni
el mes. El diablo sabrá qué mes era.
El
manto ya está acabado. Marva dio un grito cuando me lo vio puesto. Sin embargo,
no me atrevo aún a presentarme en la Corte. Hasta ahora no ha llegado la diputación
de España. Y sin la diputación resultaría incorrecto. Rebajaría con ello mi dignidad.
La estoy esperando a cada momento.
Día 1º
Me
extraña que los diputados tarden tanto. ¿Qué motivos pudieron retenerlos? ¿Acaso
Francia? Sí, es el reino más desfavorable a todo. Fui a Correos para informarme
de si habían llegado los diputados españoles. Pero el empleado de allí es completamente
estúpido y no sabe nada. Sólo me dijo: “No; aquí no hay ningún diputado español;
pero si quiere mandar una carta, puede hacerlo y nosotros la certificaremos según
la tarifa indicada”. ¡Voto a mil diablos! ¡Quién habla de cartas! Eso son tonterías.
Las cartas sólo las escriben los farmacéuticos…
Madrid, 30 de febrero
Y
heme aquí en España. Esto ha sucedido con tanta rapidez, que apenas si puedo volver
de mi asombro. Esta mañana se presentaron en casa los diputados españoles, y yo
me fui con ellos en una carroza. Me extrañó la extraordinaria rapidez del viaje,
íbamos con tanta velocidad, que en menos de media hora llegamos a la frontera de
España. Claro está que ahora en toda Europa los caminos de hierro colado son muy
buenos y el servicio de barcos está muy organizado. ¡Qué país tan extraño es España!
Al entrar en la primera habitación, vi a muchas personas con el pelo cortado al
rape, y en seguida me figuré que debían de ser dominicos o capuchinos, pues tienen
el hábito de afeitarse la cabeza. El comportamiento del canciller de Estado conmigo
me pareció de lo más extraño: me llevó de la mano y me condujo a un cuarto, a cuyo
interior me empujó, diciéndome:
–Quédate
aquí. Y si persistes en pasar por el rey Fernando, ya te quitaré yo las ganas de
seguir haciéndolo.
Pero
yo sabía que esto no era más que una prueba, y protesté enérgicamente, lo que me
valió por parte del canciller dos golpes en la espalda. Fueron tan dolorosos, que
me faltó poco para gritar; pero me contuve al pensar que esto era sólo una costumbre
caballeresca que siempre tenía lugar en los grandes acontecimientos, ya que en España
se conservaban aún las tradiciones caballerescas. Al quedarme solo decidí ocuparme
de los asuntos de Estado. Descubrí que la China y España eran el mismo país, y que
sólo por ignorancia se consideran como estados diferentes. Aconsejo a todo el mundo
que escriba en un papel la palabra España, y verá como sale China.
Pero
me está disgustando sumamente un acontecimiento que tendrá lugar mañana. Mañana,
a las siete, se producirá un fenómeno terrible. La Tierra va a sentarse sobre la
Luna. Acerca de esto ha escrito el célebre químico inglés Wellington. Confieso que
sentí cómo mi corazón empezaba a latir de inquietud al pensar en la delicadeza y
falta de resistencia de la Luna. Todos sabemos que la Luna se fabrica generalmente
en Hamburgo, y, además, muy mal. Me sorprende cómo Inglaterra no presta atención
a ello. La fabrica un tonelero cojo, y es evidente que el muy tonto no tiene el
menor conocimiento de la Luna. Ha puesto una cuerda de alquitrán y el resto es de
aceite de madera, y por eso huele tan mal por toda la Tierra, de tal forma que tiene
uno que taparse las narices. Pero la Luna es un globo tan delicado, que es imposible
que la gente viva allí, y ahora sólo viven las narices. Ésta es la razón por la
cual no podemos ver nuestras narices, ya que todas están en la Luna. Al pensar que
la Tierra, materia pesada y potente, iba a sentarse sobre la Luna, y al imaginarme
el tormento que sufrirían nuestras narices, se apoderó de mí una inquietud tal,
que me puse los calcetines y me calcé en el acto para correr a la sala del Consejo
de Estado y dar órdenes, con el fin de que la policía no permitiese a la Tierra
sentarse sobre la Luna. Los numerosos capuchinos que hallé en la sala del Consejo
de Estado eran personas muy inteligentes, y cuando les dije: “Caballeros, salvemos
a la Luna, porque la Tierra quiere sentarse encima de ella”, todos en el acto se
precipitaron para cumplir mi real deseo. Algunos treparon por las paredes con el
fin de alcanzar la Luna; pero en aquel momento entró el gran canciller. Al verle,
todos echaron a correr y yo, como rey, me quedé solo. Pero, con gran sorpresa por
mi parte, me golpeó con un palo y me echó a mi cuarto. Tal es el poder de las costumbres
populares y tradicionales en España.
Enero del mismo
año, que tuvo lugar después de febrero
Hasta
ahora no puedo comprender qué país tan raro es España. Las costumbres populares
y el ceremonial de la Corte son completamente extraordinarios. No comprendo, decididamente
no comprendo nada. Hoy me han afeitado la cabeza, a pesar de que grité como un condenado,
diciendo que no quería ser un monje. Pero ya soy incapaz de recordar lo que me pasó
cuando empezaron a verterme agua fría sobre la cabeza. ¡Jamás experimenté un infierno
semejante! Estaba a punto de volverme rabioso, y apenas pudieron retenerme. No comprendo
el significado de esta extraña costumbre. ¡Es una costumbre estúpida, absurda! Me
niego a comprender la insensatez de los reyes, que hasta ahora no han sabido deshacerse
de estas costumbres. A juzgar por todo, me figuro que habré caído en manos de la
Inquisición, y seguramente aquel a quien tomé por el canciller no es más que el
gran inquisidor. Pero lo único que aún no logro comprender es cómo un rey puede
someterse a la Inquisición. Claro que de esto pueden tener la culpa Francia y Polignac.
¡Ah, este Polignac! ¡Qué bestia! ¡Juró oponerse a mí hasta la muerte! Y por eso
me persiguen todo el tiempo; pero ya sé, amigo mío, que obras bajo la presión de
Inglaterra. Los ingleses son unos grandes políticos que siempre se insinúan en todos
los sitios. Y sabe el mundo entero que cuando Inglaterra aspira rapé, Francia estornuda.
Día 25
Hoy
el gran inquisidor vino a mi habitación. Pero yo, en cuanto oí sus pasos desde lejos,
me escondí debajo de la silla. Él, al ver que no estaba empezó a llamarme. Al principio
gritó:
–¡Poprischew!
Yo
permanecí callado.
Después
dijo:
–¡Aksanti
Ivanovich, consejero titular, noble!
Pero
yo permanecía callado.
–¡Fernando
VIII, rey de España!
Yo
quise sacar la cabeza, pero pensé: “No, amigo, ya no me engañas. Otra vez me vas
a echar agua fría sobre la cabeza”. Pero debió de verme, y me hizo salir con su
palo de debajo de la silla. ¡Qué daño hace ese maldito palo! Sin embargo, fui recompensado
de todo con el hallazgo que hice hoy. Descubrí que cada gallo tiene una España y
que la lleva debajo de las plumas. Pero el gran inquisidor se fue muy enfadado,
amenazándome con terribles castigos. Yo no hice caso de su ira impotente, ya que
obra sólo como una máquina, como un instrumento en mano de los ingleses.
Día 34 de febrero de 343
¡No,
ya no tengo fuerzas para aguantar más! ¡Dios mío!, ¿qué es lo que están haciendo
conmigo? Me echan agua sobre la cabeza. No me hacen caso, no me miran ni me escuchan.
¿Qué les he hecho yo, Señor? ¿Por qué me atormentan? ¿Qué es lo que esperan de mí?
¡Ay, infeliz de mí! ¿Qué les puedo dar yo? Yo no tengo nada. No tengo fuerzas, no
puedo aguantar más todos los martirios que me hacen. Tengo la cabeza ardiendo, y
todo da vueltas en torno mío. ¡Sálvenme, llévenme de aquí! ¡Que me den una troika
con caballos veloces! ¡Siéntate, cochero, para llevarme lejos de este mundo! ¡Más
lejos, más lejos, para que no se vea nada!… ¡Cómo ondea el cielo delante de mí!
A lo lejos centelleaba una estrella, el bosque de árboles sombríos desfila ante
mis ojos, y por encima de él asoma la luna nueva. Bajo mis pies se extiende una
niebla azul oscura; oigo una cuerda que sueña en la niebla; de un lado está el mar,
y del otro, Italia; allí, a lo lejos, se ven las chozas rusas. ¿Quizá sea mi casa
la que se vislumbra allá a lo lejos? ¿Es mi madre la que está sentada a la ventana?
¡Madrecita, salva a tu pobre hijo! ¡Vierte unas cuantas lágrimas sobre su cabeza
enferma! ¡Mira cómo lo martirizan! ¡Ampara en tu pecho a tu pobre huérfano! En el
mundo no hay sitio para él. ¡Lo persiguen! ¡Madrecita, ten piedad de tu niño enfermo!…
¡Ah! ¿Sabe usted que el bey de Argel tiene una verruga debajo de la nariz?
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