Wenceslao Fernández Flórez
Un día llegaron unos hombres
a la fraga de Cecebre, abrieron un agujero, clavaron un poste y lo aseguraron apisonando
guijarros y tierra a su alrededor. Subieron luego por él, le prendieron varios hilos
metálicos y se marcharon para continuar el tendido de la línea.
Las
plantas que había en torno del reciente huésped de la fraga permanecieron durante
varios días cohibidas con su presencia, porque su timidez es muy grande. Al fin,
la que estaba más cerca de él, que era un pino alto, alto, recio y recto, dijo:
–Han
plantado un nuevo árbol en la fraga.
Y
la noticia, propagada por las hojas del eucalipto que rozaban al pino, y por las
del castaño que rozaban al eucalipto, y por las del roble que tocaban las del castaño,
y las del abedul que se mezclaban con las del roble, se extendió por toda la espesura.
Los troncos más elevados miraban por encima de las copas de los demás, y cuando
el viento separaba la fronda, los más apartados se asomaban para mirar.
–¿Cómo
es? ¿Cómo es?
–Pues
es –dijo el pino– de una especie muy rara. Tiene el tronco negro hasta más de una
vara sobre la tierra, y después parece de un blanco grisáceo. Resulta muy elegante.
–¡Es
muy elegante, muy elegante! –transmitieron unas hojas a otras.
–Sus
frutos –continuó el pino fijándose en los aisladores– son blancos como las piedras
de cuarzo y más lisos y más brillantes que las hojas del acebo.
Dejó
que la noticia llegase a los confines de la fraga y siguió:
–Sus
ramas son delgadísimas y tan largas que no puedo ver dónde terminan. Ocho se extienden
hacia donde el sol nace y ocho hacia donde el sol muere. Ni se tuercen ni se desmayan,
y es imposible distinguir en ellas un nudo, ni una hoja ni un brote. Pienso que
quizá no sea esta su época de retoñar, pero no lo sé. Nunca vi un árbol parecido.
Todas
las plantas del bosque comentaron al nuevo vecino y convinieron en que debía de
tratarse de un ejemplar muy importante. Una zarza que se apresuró a enroscarse en
él declaró que en su interior se escuchaban vibraciones, algo así como un timbre
que sonase a gran distancia, como un temblor metálico del que no era capaz de dar
una descripción más precisa porque no había oído nada semejante en los demás troncos
a los que se había arrimado. Y esto aumentó el respeto en los otros árboles y el
orgullo de tenerlo entre ellos.
Ninguno
se atrevía a dirigirse a él, y él, tieso, rígido, no parecía haber notado las presencias
ajenas. Pero una tarde de mayo el pino alto, recio y recto se decidió… sin saber
cómo. Su tronco era magnífico y valía muy bien veinte duros, aunque él ni siquiera
lo sospechaba y acaso, de saberlo, tampoco cambiase su carácter humilde y sencillo.
El caso es que aquella tarde fue la más hermosa de la primavera; las hojas, de un
verde nuevo, eran grandes ya y cumplían sus funciones con el vigor de órganos juveniles;
la savia recogía del suelo húmedo sustancias embriagadoras; todo el campo estaba
lleno de flores silvestres y unas nubecillas se iban aproximando con lentitud al
Poniente, preparándose para organizar una fiesta de colores al marcharse el sol.
Quiso la suerte que una leve brisa acudiese a meter sus dedos suaves entre la cabellera
de la fronda, tupida y olorosa como la de una novia, y bajo aquella caricia la fraga
ronroneó un poquito, igual que un gato al que rascasen la cabeza, y luego se puso
a cantar.
Como
estaba contenta y en la plenitud de su vigor, prefirió de su repertorio una canción
burlesca: la que copia el atenuado fragor del tren cuando avanza, todavía muy lejos,
entre los pinares de Guísamo. Es la que más divierte a los árboles, porque lo imitan
tan bien que muchos aldeanos que pasan por las veredas corren al escucharla, creyendo
que el convoy está próximo y que les será difícil alcanzarlo. Con esto los árboles
gozan como niños traviesos.
El
pino, cantando en sordina entre los largos dientes de sus hojas, tenía un papel
principal en el coro del bosque y merecía la fama de dominar la onomatopeya. Su
propia felicidad, el alborozo pueril de aquella diablura, le movió a decirle al
poste:
–¿No
quiere usted cantar con nosotros?
El
poste no contestó.
–Seguramente
–insistió el pino, inclinando su copa en una cortesía– su voz es delicada y armoniosa,
y a todos nos agradará que se una a las nuestras.
El
poste silbó malhumorado.
–¿Y
a qué viene eso? ¿Qué cantan ustedes?
–Imitamos
a un tren remoto.
–¿Y
para qué? ¿Son ustedes el tren?
–No
–reconoció el pino, avergonzado.
–Entonces,
¿qué pretenden con esa mixtificación? Ya que usted me interpela, le diré que no
encuentro seria su conducta.
–¿Quizá
le agrada más la canción de la lluvia?
–No.
–¿Acaso
la canción del mar?
–Ninguna
de ellas. Este es un bosque sin formalidad. ¿Quién podría creer que árboles tan
talludos pasasen el tiempo cantando como ranas? Yo no canto nunca, susurro apenas.
Si ustedes acercasen a mí sus oídos, escucharían el murmullo de una conversación,
porque a través de mí pasan las conversaciones de los hombres. Eso sí que es maravilloso.
Sepan que vivo consagrado a la ciencia y que yo mismo soy ciencia y que todo lo
que ustedes hacen a mi alrededor lo reputo como bagatela y sensiblería, si alguna
vez me digno abandonar mis abstracciones y reparar en ello.
La
opinión del poste pronto fue conocida en toda la fraga y ya no se atrevieron a entregarse
a aquel entretenimiento que el árbol extraño y solemne, de ramas de alambre, acusaba
de frivolidad.
Llegó
el verano y los pájaros se hicieron entre la fronda tan numerosos como las mismas
hojas. El eucalipto, que era más alto que el pino y que los más viejos árboles,
daba albergue a una pareja de cuervos y estaba orgulloso de haber sido elegido,
porque esas aves buscan siempre los cúlmenes muy elevados y de acceso difícil. Un
día en que su esencia se evaporaba al fuerte sol con tanta abundancia que todo el
bosque olía a eucalipto, se decidió a conversar con el poste y le dijo:
–He
notado que no adoptó usted ningún nido, señor. Quizá porque no conoce aún a los
pájaros que aquí viven y no ha hecho su elección. Me gustaría orientarle, pues supongo
que usted sostendría un nido con agrado. Nos convierten en algo así como un regazo
maternal. Yo alojo a unos cuervos. No molestan, pero confieso que son poco decorativos.
Quisiera recomendarle a usted las oropéndolas. Ya habrá visto que hay oropéndolas
en Cecebre. Pues bien, cuelgan sus nidos con tanta belleza y originalidad que no
desmerecerían de las que a usted le ennoblecen.
El
poste crujió:
–¿Para
qué quiero yo sostener nidos de pájaros y soportar sus arrullos y aguantar su prole?
¿Me ha tomado usted por una nodriza? ¿Cree que soy capaz de alcahuetear amoríos?
Puesto que usted me habla de ello, le diré que repruebo esa debilidad que induce
a los árboles de este bosque a servir de hospederos a tantas avecillas inútiles
que no alcanzan más que a gorjear. Sepa de una vez para siempre que no se atreverán
a faltarme al respeto amasando sobre mí briznas de barro. Los pájaros que yo soporto
son de vidrio o de porcelana, y no les hace falta plumaje de colorines, ni lanzarán
un trino por nada del mundo. ¿Cómo podría yo servir a la civilización y al progreso
si perdiese el tiempo con la cría de pajaritos?
Estas
palabras circularon en seguida por la fraga, y los árboles hicieron lo posible para
desprenderse de los nidos y para ahogar entre sus hojas el charloteo de los huéspedes
alados que iban a posarse en las ramas.
Sobre
el tronco del pino resbalaron una vez diáfanas gotas de resina que quedaron allí,
inmovilizadas, como una larga sarta de brillantes. De ellas arrancaba el sol destellos
de los siete colores, y el pino estaba satisfecho de ser tan esbelto, tan oloroso
y tan enjoyado, una maravilla viviente.
–¿Se
ha fijado usted en mis collares? –se atrevió a preguntar al vecino.
–Sí
–aprobó esta vez el poste–; claro que usted llama collares a lo que no son más que
gotas de resina. Pero la resina es buena: es aisladora (el pino ignoraba de qué),
y es más digno producirla que dedicarse a dar castañas, como ese árbol gordo que
está detrás de usted. Cierto es que, por muchos esfuerzos que usted haga, no conseguirá
crear un aislador tan bueno como los míos, pero algo es algo. Le aconsejo que se
deje dar unos cortes en el tronco, a un metro del suelo, y así segregará más resina.
–¿No
será muy debilitante? –temió, estremeciéndose el pino.
–Naturalmente,
debilita mucho, pero resulta más serio. No crea usted que eso se opone a hacer una
buena carrera.
–¡Ah!
–exclamó el árbol, que seguía sin entender.
–Hasta
le favorece, si se me apura. Conocí varios pinos que fueron sangrados abundantemente,
que trabajaron desde su edad adulta para la Resinera Española. Y ahí los tiene usted
ahora con muy buenos puestos en la línea telegráfica del Norte, dedicados también
a la ciencia.
Aquel
año los vendavales de invierno fueron prolongados y duros. Durante varios días seguidos
los árboles no conocieron el reposo. Incesantemente encorvados, cabeceando y retorciéndose,
llenaban el bosque del ruido siniestro de sus crujidos y del batir de sus ramas.
Les era imposible descansar de tan violento ejercicio y sus hojas secas, arrebatadas
por el huracán, parecían llevar demandas de socorro. Temblaban desde las raíces
hasta las más débiles ramas, y el viento no se compadecía. A la tercera noche, un
cedro no pudo más y se desplomó roto. Las ramas de algunos compañeros próximos intentaron
sostenerlo, pero estaban cansadas también y se quebraron y dejaron resbalar hasta
el suelo al bello gigante, con un golpe que resonó más allá de la fraga. Todo fue
duelo. El hueco que deja en un bosque un árbol añoso es tan entristecedor y tan
visible como el que deja un muerto en su hogar. Únicamente el poste pareció alegrarse.
–Al
fin se decidió a cumplir su destino –declaró–. Ahora podrán hacerse de él muy hermosas
puertas, que es para lo que había nacido; no para esconder gorriones y para tararear
tonterías. Y ustedes aprendan de él. ¿Qué hace ahí ese nogal? Otros muchos más jóvenes
he tratado yo cuando se estaban convirtiendo en mesas de comedor y en tresillos
para gabinete. ¿Y aquel castaño gordo, tan pomposo y tan inútil? ¿A qué espera para
dar de sí varios aparadores? ¡Pues me parece a mí que ya es tiempo de que tenga
juicio y piense en trabajar gravemente! ¡Vaya una fraga esta! ¡No hay quien la resista!
Si yo no estuviese absorto en mis labores técnicas, no podría vivir aquí.
Los
pareceres de aquel vecino tan raro y solemne influyeron profundamente en los árboles.
Las mimbreras se jactaban de tener parentesco con él porque sus finas y rectas varillas
se asemejaban algo a los alambres; el castaño dejó secar sus hojas porque se avergonzaba
de ser tan frondoso; distintos árboles consintieron en morir para comenzar a ser
serios y útiles, y todo el bosque, grave y entristecido, parecía enfermo, hasta
el punto de que los pájaros no lo preferían ya como morada.
Pasado
cierto tiempo, volvieron al lugar unos hombres muy semejantes a los que habían traído
el poste; lo examinaron, lo golpearon con unas herramientas, comprobando la fofez
de la madera carcomida por larvas de insectos, y lo derribaron. Tan minado estaba,
que al caer se rompió.
El
bosque hallábase conmovido por aquel tremendo acontecimiento. La curiosidad era
tan intensa que la savia corría con mayor prisa. Quizá ahora pudieran conocer, por
los dibujos del leño, la especie a que pertenecía aquel ser respetable, austero
y caviloso.
–¡Mira
e infórmanos! –rogaron los árboles al pino.
Y
el pino miró.
–¿Qué
tenía dentro?
Y
el pino dijo:
–Polilla.
–¿Qué
más?
Y
el pino miró de nuevo:
–Polvo.
–¿Qué
más?
Y
el pino anunció, dejando de mirar:
–Muerte.
Ya estaba muerto. Siempre estuvo muerto.
Aquel
día el bosque, decepcionado, calló. Al siguiente entonó la alegre canción en que
imita a la presa del molino. Los pájaros volvieron. Ningún árbol tornó a pensar
en convertirse en sillas y en trincheros. La fraga recuperó de golpe su alma ingenua,
en la que toda la ciencia consiste en saber que de cuanto se puede ver, hacer o
pensar, sobre la tierra, lo más prodigioso, lo más profundo, lo más grave es esto:
vivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario