Bruno Aceves
Al otro lado del vagón estaba
una niña con ojos grandes; con toda el alma y el dedo meñique intentaba sacarse
un moco: ahí estaba posada, negra, la mirada de él. Ahora sí se había metido, junto
con su bocota, en una de locos.
Un frenón los obligó a juntarse, pero las miradas
hicieron lo posible por no moverse ni un milímetro; por lo menos, el triunfo de
la niña fue de utilidad para él. Verde –dijo–, la pobre está medio enferma.
–¿Cómo? ¿Qué? –preguntó ella, dispuesta a decir “azul”
si fuese necesario.
No, nada –dijo él sin voltear
a mirarla. Se hizo un rumor, consecuencia del frenazo seguido del acelerón. Pensó
que había fallado a la regla número once, la del fuera de lugar, donde claramente
se expone que una mamá, como pertenece al mundo, siempre está en casa y que el lugar
que habite se convierte siempre en suyo. Disculpe, disculpe. No hay cuidado.
El hecho de que no fuese la propia madre, además, la hacía más perfecta que la divina
trinidad: su casa, entonces, era de ella, y su esposa había pasado a ser hija más
bien y más más que bien, hija propiedad con una vida propiedad. Disculpe, disculpe.
No hay cuidado. Otra regla de oro, y aprendida desde la primaria: con las
mamás no te metas. Y lo hizo, pero hasta dentro: no sólo había insinuado que su
madre era algo parecido a una carga, sino que no era bien recibida y que no era
ni amable ni bonita. Se abrieron las puertas y el vagón duplicó su población en
treinta segundos. Ella pensó que estaban más cerca, pero a la vez taaaan
distantes, y que si pudiera haría una película con la historia de su vida. No se
le ocurrió ningún título, pero tampoco le importó. Recordó a mamá, a quien ese que
casi la estaba pisando había insultado agarrándose para ridiculizarla de unos cuantos
e inofensivos kilitos de más.
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