Pío Baroja
Salí del teatro, disgustado,
triste, con el cerebro lleno de ideas negras. Tanta grosería, tanta bestialidad,
me molestaban. Me encontré en la calle. Era un anochecer de día de fiesta. El cielo
estaba plomizo, llovía; como el barro sucio en las aceras, se iban formando en mi
espíritu sedimentos de ideas turbias, precipitados negros, tan negros como el cielo
y como la noche.
Las
tiendas estaban cerradas; los tranvías regresaban hacia la Puerta del Sol, atestados
de gente; había esa animación repulsiva del domingo, que tanto nos molesta a los
que podemos salir durante toda la semana. Hasta en eso el hombre es egoísta: le
desagrada a uno la alegría estrepitosa de la gente de las tiendas y de los almacenes.
Huyendo
del alboroto, me interné en callejuelas estrechas andando al azar. No podía arrojar
de la imaginación el recuerdo del teatro; oía los brutales chistes de la obra, transformándose
en carcajadas al pasar por las cabezas huecas de aquella masa de imbéciles que formaba
el público, y veía a uno de los cómicos, un payaso de cara innoble con el cuerpo
rígido como un garrote, haciendo gestos y visajes y dando gritos estridentes. Y,
sin embargo, me había dicho que era un hombre honrado, padre de familia, decente
y digno; su mujer, una mujer de su casa, se ganaba la vida enseñando las piernas
en el teatro, mientras él hacía payasadas. El dinero que iban reuniendo lo guardaban
en el Monte de Piedad. Esto no sé por qué me parecía extraño.
Seguía
andando al azar, cuando me llamó la atención el escaparate de una funeraria. Desde
chico siento una gran aversión por esas tiendas, y, sin embargo, excitan mi curiosidad.
Es un tráfico curioso el que se hace con los atavíos de la muerte, ¿verdad? Es interesante
una funeraria; parece un archivo, un museo de cosas lúgubres y grotescas al mismo
tiempo. Se suelen ver en el interior ataúdes de todas clases y tamaños, como en
las tiendas de ultramarinos las latas de conservas, luego en el escaparate hay coronas
blancas para niños, coronas negras para los hombres, angelitos en una postura académica,
mirando melancólicamente un letrero que dice Souvenir, porque en España
hasta los ángeles están traducidos del francés, y hay otras muchas cosas interesantes:
cruces de mármol, adornos de azabache, y, además, un farol sobre la puerta.
Después
de mirar el escaparate, dirigí mi vista hacia el interior. En medio de la tienda,
junto a la mesa, cosía una mujer joven; dos niños correteaban por allá y jugaban
al escondite, ocultándose entre los ataúdes. Alguna zambra debieron armar entre
los dos, porque el más pequeño comenzó a llorar y se acercó a la mujer. Esta dejó
la aguja y la tela sobre la mesa, y tomó al niño en los brazos. Pude ver su cara,
una cara morena, llena de energía y de bondad. “¿Cómo no le parecerá a esta mujer
su comercio repulsivo?”, me pregunté, y, no pudiendo darme a mí mismo contestación,
seguí adelante.
Como
la acera de la calle era estrecha, tuve que dejar paso a una pareja que venía de
bracete. Al cruzar, los conocí a los dos. Era un matrimonio feliz; vivían en una
continua luna de miel; tenían una casita de préstamos que les daba pingües ganancias,
y, después de pasar la mañana él en sus negocios y ella arreglando la casa, iban
a pasear por la tarde del brazo, tan enamorados, sin acordarse de la mujer del albañil,
a la que habían dado dos reales por el empeño de unas sábanas que valían sesenta:
“¡Y éstos tendrán remordimientos! –pensé–. Seguramente que no.”
Se
me ocurrió ir a cenar al café. La casa debía estar triste. Un cura que se sentaba
en mi mesa se acercó y se puso a tomar café a mi lado. Empezó a hablarme de las
partidas de tresillo que jugaban en casa de unas amigas.
Viendo
que estaba distraído, el cura se puso a hablar con uno de otra mesa. Enfrente de
mí acababan de sentarse dos abonadas a diario; la madre era una lagarta, gruesa
y amazacotada; la hija, una rubia con los ojos azules y una carilla ojerosa y lánguida.
La madre exhibía a la hija con el piadoso objeto de venderla, y, a pesar de esto,
se veía que la quería. Seguramente si se hubiera muerto su hija hubiera llorado.
¿Pero no tendría alguna cosa como conciencia esa mujer? Deseando olvidar el tema
desagradable de mi pensamiento, abrí una Ilustración, y lo primero que me apareció
fue el retrato del general… ¡Ah!, el general. Recuerdo haberle visto pasear con
sus nietos y en seguida se presentó ante mi imaginación la siguiente pregunta: ¿Le
remorderá la conciencia a este hombre por los soldados que ha enviado a morir a
tierras lejanas? A juzgar por lo sonriente del retrato, no debía remorderle ni poco
ni mucho.
–Pero
aquí nadie se arrepiente de nada –murmuré yo indignado–. ¡Caramba! –dijo el cura,
interrumpiéndome–. ¡Caramba! Hoy viernes de Cuaresma, y he tomado café con leche.
¡Qué atrocidad! Vamos, ya había uno que se arrepentía de algo. Salí del café pensativo.
El cómico, el de la funeraria, el prestamista, el general, el cura, todos me parecían
sin conciencia, y, además de éstos, el abogado que engaña, el comerciante que roba,
el industrial que falsifica, el periodista que se vende… y, sin embargo, pensé después,
toda esa tropa que roba, que explota, que engaña y que prostituye tiene sus rasgos
buenos, sus momentos de abnegación y sus arranques caritativos. La verdad es que
semiángel o semibestia, el hombre es un animal extraño.
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