Enrique Anderson Imbert
Durante dos meses se asomó a la
muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no
había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer… Por suerte el enfermo,
solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana.
Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de
convalecencia se sintió sin peso.
–Oye –dijo a su
mujer– me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece… ausente. Estoy como si
mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda
–Languideces –le
respondió su mujer.
–Tal vez.
Siguió
recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de
los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se
animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón.
Según pasaban los
días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando,
socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la
ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar
limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un
brinco la manzana alta.
–Te has mejorado
tanto –observaba su mujer– que pareces un chiquillo acróbata.
Una mañana Pedro se
asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como
Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de
los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era
extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.
Muy temprano fue al
potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara
iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el
hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio
hachazo, Pedro levantó vuelo.
Prendido todavía
del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura de los
techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo.
Acudió su mujer
cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba
agarrado a un rollizo tronco.
–¡Hebe! ¡Casi me
caigo al cielo!
–Tonterías. No
puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?
Pedro explicó la
cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:
–Te sucede por
hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás
en una de tus piruetas.
–¡No, no! –insistió
Pedro–. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.
Pedro soltó el
tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados
volvieron a la casa.
–¡Hombre! –le dijo
Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal
extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir–. ¡Hombre, déjate de hacer
fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar.
–¿Has visto, has
visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la
ascensión.
Esa tarde, Pedro,
que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se
rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose
como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en
terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los
pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los
bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el
momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y
empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe
le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se
entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:
–¡Cuidado, Hebe!
Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.
–Mañana mismo
llamaremos al médico.
–Si consigo estarme
quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta.
Con mil
precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.
–¿Tienes ganas de
subir?
–No. Estoy bien.
Se dieron las
buenas noches y Hebe apagó la luz.
Al otro día cuando
Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada
al techo.
Parecía un globo
escapado de las manos de un niño.
–¡Pedro, Pedro!
–gritó aterrorizada.
Al fin Pedro
despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué
espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo.
Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.
–Tendrás que atarme
de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa.
Hebe buscó una
cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el
ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible.
Aterrizaba.
En eso se coló por
la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a
una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó
un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana,
subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta,
perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.
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