John Wyndham
Después de cinco días en el hospital, Janet ya se había hecho a la idea de
una criada-robot. De ellos empleó dos en descubrir que la enfermera James era
un robot, uno en recuperarse de la sorpresa, y los dos restantes en darse
cuenta de la comodidad que representaba tener como sirviente a una máquina.
Este convencimiento la alivió. De hecho, cada familia que
conocía tenía una criada de este tipo, que significaba el segundo o tercer
objeto de más valor en la casa. Las mujeres tendían a considerarlo ligeramente
más valioso que el automóvil, los hombres un poco menos.
Janet tenía plena conciencia, desde hacía algún tiempo,
que sus amigas la consideraban una mujer de poco seso, o aún peor, por cargar
con el trabajo de una casa, que un robot solucionaba en unas cuantas horas
diarias.
También sabía perfectamente lo que irritaba a George al
llegar a casa y encontrar una esposa cansada por un trabajo innecesario. Pero
se trataba de un prejuicio firmemente arraigado. No era la posición
intransigente de quienes rehusaban ser servidos por camareros-robot, conducidos
por choferes-robot, o vestidos por modistas-robot. Consistía, simplemente, en
una sensación de incomodidad hacia ellos, de temor a quedarse a solas con una
máquina, así como de una repulsa natural a experimentar este sentimiento en el propio
hogar.
Janet atribuía el motivo a que su familia, muy
conservadora, jamás usó tales objetos. Otras personas que, sin embargo,
crecieron en casas manejadas por robots, incluso de los tipos primitivos que
habían aparecido durante la generación anterior, nunca parecieron sentir esta
incomodidad. Y la enfurecía que su marido creyera infantil su miedo. Una
infinidad de veces había explicado a George que no era ésta la razón, sino el
disgusto hacia la intromisión en su vida personal y privada a que el robot
estaba destinado.
La enfermera-robot James fue el primer mecanismo con el
que mantuvo un estrecho contacto personal, lo que significó una revelación para
ella.
Al notificar al doctor su satisfacción, se sintió
tranquilizada, y lo mismo su marido, que acudió por la tarde para visitarla.
Luego, antes de salir del hospital, los dos hombres cambiaron impresiones.
–Excelente –opinó el doctor–. A decir verdad, temía encontrarme
con una verdadera neurosis, un caso muy difícil. Su esposa nunca ha sido
fuerte, y en los últimos años se ha fatigado en exceso llevando la casa.
–Ya lo sé –corroboró George–. Durante los dos primeros
años de nuestro matrimonio intenté convencerla repetidas veces, pero no
conseguía más que disgustos y lo dejé correr. Pero esto era ya el colmo. Se
quedó muy preocupada cuando descubrió que la causa de este tratamiento era la
de no tener ningún robot en casa para cuidarla.
–Bien, una cosa es cierta. No puede seguir como hasta
ahora. Si lo intenta, dentro de dos meses estará otra vez aquí –dictaminó el
doctor.
–No lo hará. Ha cambiado realmente de opinión –aseguró
George al médico–. El problema principal residía en que nunca tuvo tratos con
un robot realmente moderno. De los que poseen nuestros amigos, el más reciente
tendrá por lo menos diez años, y los otros son bastante más antiguos. Nunca
creyó que existiese algo tan moderno como la enfermera James. Ahora, la
cuestión es, ¿qué modelo escogemos?
El doctor reflexionó un momento.
–Francamente, señor Shand, me temo que su esposa va a
necesitar muchos cuidados. Yo le recomendaría un modelo que tenemos aquí. Se
trata de algo muy nuevo, un tipo especial de gran sensibilidad que dispone
además de un circuito compasivo-protector equilibrado. Un trabajo de primera
categoría… Cualquier orden directa que un robot normal obedecería al instante,
en éste es evaluada antes por dicho circuito, calculando su beneficio o daño
para el paciente. Sólo en caso que sea beneficiosa, o al menos no perjudicial,
será obedecida la orden. Se han obtenido resultados maravillosos en la crianza
y cuidado de niños. Pero existe una gran demanda, y me temo que este modelo
resulte bastante caro.
–¿Cuánto? –preguntó George.
El precio en números redondos que le dio el doctor le
hizo fruncir el ceño unos momentos. Luego dijo:
–Representa la mayor parte de las economías de Janet,
pero las comodidades se logran gracias al ahorro. ¿Dónde puedo encontrar uno?
–No se pueden adquirir así como así –le informó el doctor–.
Tendré que conseguirle prioridad, pero dadas las circunstancias, lo haré
gustoso. Ahora vaya junto a su esposa y decidan los dos acerca de la
presentación que prefieran. Luego, me hace saber lo que su esposa desea y me ocuparé
de ello inmediatamente.
–Uno apropiado –dijo Janet–. Quiero decir que quede bien en una casa. Que
no sea una de esas cajas de plástico provistas de palancas y anteojos. Si ha de
cuidar la casa, al menos que tenga apariencia de sirvienta.
–¿No prefieres un criado?
Janet sacudió la cabeza.
–No, ya que también me va a cuidar a mí, me gustaría más
una criada, con un vestido de seda negro, un delantal y un pequeño gorro blanco
almidonado. Me gustaría que fuera rubia, de cabello oscuro, que mida 1.65 y
tenga un aspecto agradable, pero que no sea demasiado guapa. No quiero ponerme
celosa…
El doctor retuvo a Janet otros diez días en el hospital,
mientras se resolvía el asunto. Tuvieron suerte, pues se canceló un encargo y
ganaron el turno, aunque tuvieron que esperar un poco debido a los requisitos
exigidos por Janet, sin contar con que fue preciso añadirle también los
circuitos normales de seudomemoria de una criada doméstica, para que llevara a
cabo el trabajo de la casa.
Se lo entregaron al día siguiente de su salida del
hospital. Dos graves mozos-robot depositaron una caja en la puerta principal,
preguntando si deseaban que fuera desembalada. La mujer dijo que no y les rogó
que la dejaran allí mismo.
Al llegar, George quiso abrirla inmediatamente, pero su
esposa meneó la cabeza.
–Primero la cena –decidió–. Al robot no le importa
esperar.
La cena fue breve. Cuando terminaron, George llevó los
platos a la cocina y los apiló en el fregadero.
–¡Se acaban de fregar los platos! –exclamó, satisfecho.
Se acercó a la casa vecina para pedir prestado un robot
que le entrara la caja, pero como ésta pesaba más de lo previsto, tuvo que
apelar también al de la casa de enfrente. Entre los dos lo metieron al fin y lo
depositaron en la cocina; luego se retiraron.
George fue a buscar un desarmador y quitó los seis
grandes tornillos que mantenían la tapa en su sitio. El interior estaba lleno
de virutas. Las quitó todas y las tiró al suelo.
Janet protestó.
–¿Qué haces? Vamos a tener que limpiarlo –exclamó
divertida.
En el interior había otra caja más ligera. Al abrir la
tapa apareció una capa de cuero blanco como la nieve. George la enrolló con
cuidado y la sacó. Debajo, con un vestido negro y un delantal blanco, yacía el
robot.
Lo miraron durante algunos segundos sin hablar.
Parecía realmente vivo. Por alguna razón, a Janet le
pareció extraño que aquel fuera su robot… notó un sentimiento nervioso y oscuro
de ligera culpabilidad…
–La bella durmiente –comentó George mientras buscaba el
manual de instrucciones.
No se podía decir que el robot fuera una belleza. Se
habían respetado los deseos de Janet. Parecía agradable, tenía buen aspecto y
todos los detalles se hallaban muy cuidados. Su pelo dorado era abundante y
casi envidiable, pese a estar compuesto posiblemente de hebras de plástico
ondulado irrompible. La piel, otra especie de plástico que recubría un cuerpo
cuidadosamente reproducido, sólo se distinguía de la verdadera por su
perfección.
Janet se arrodilló ante la caja y recorrió con un dedo
aquella impecable complexión. Estaba bastante, bastante fría.
Se sentó sobre los talones y pensó que le acababan de
regalar una muñeca grande, una maravillosa muñeca de metal, plástico y
circuitos electrónicos. Pero también algo inquietante.
En primer lugar, no esperaba considerarla como “eso”. Le
gustara o no, la consideraría en su interior como “ella”. Por otra parte,
necesitaría un nombre, lo que aumentaría su parecido con una persona.
–“Un modelo equipado con baterías –leyó George–. Requiere
normalmente una carga nueva cada cuatro días. Otros modelos, sin embargo, están
diseñados para generar su propia electricidad, en cuanto sea necesario”. Vamos
a sacarlo.
Lo tomó por las axilas e intentó levantarlo.
–¡Uf! –exclamó–. Debe pesar tres veces más que yo –probó
de nuevo–. ¡Demonios! –y buscó otra vez el libro.
Sus cejas se contrajeron.
–“Los interruptores de control se hallan situados en la
espalda, un poco más arriba de la cintura”. Muy bien, quizás podamos darle la
vuelta.
Con un esfuerzo consiguió poner el maniquí de costado y
comenzó a desabrochar los botones del vestido. A Janet le pareció una
indelicadeza y dijo:
–Yo lo haré.
Su marido le echó una rápida mirada.
–De acuerdo, es tuyo –cedió.
–No es una cosa. La voy a llamar Hester.
–Perfectamente –respondió él.
Janet desabrochó los botones y rebuscó por debajo del
vestido.
–No encuentro nada.
–Tiene que haber un pequeño panel que se abre –le informó
él.
–¡Oh, no! –exclamó ella en un tono ligeramente alterado.
Su marido la miró de nuevo.
–Querida, no es más que un robot, una máquina.
–Ya lo sé –respondió Janet con sequedad.
Se recobró de nuevo y abrió el panel.
–“Se gira el interruptor superior media vuelta a la
derecha y se cierra el panel para completar el circuito” –leyó George en el
manual.
Janet obedeció y se sentó de nuevo, rígidamente, sobre
los talones, esperando.
El robot se estremeció. Luego se volvió, se sentó para
finalmente levantarse. Permaneció ante ellos, como una perfecta doncella de
película.
–Buenos días, señora –saludó–. Buenos días, señor. Me
sentiré complacida en servirles…
–Gracias, Hester –respondió Janet, mientras buscaba apoyo
en su almohadón.
No era necesario dar las gracias a un robot, pero decidió
que si no se practica la cortesía con los robots, pronto se olvida su uso en el
trato con las demás personas.
Por otra parte, Hester no era un robot corriente. No
volvió a llevar el uniforme de doncella. En cuatro meses se convirtió en una
amiga, una incansable y atenta amiga. Ya desde el principio, a Janet le había
costado creer que fuera una máquina. Con el correr de los días se transformaba
más y más en una persona.
El hecho de que consumiera electricidad en vez de comida
no tenía la menor importancia. En una ocasión comenzó a girar sobre sí misma y
en otra se alteró su sentido de la perspectiva y dispuso todos los objetos de
la casa al revés, pero esto no eran más que indisposiciones como las tendría
cualquiera, y el mecánico-robot que venía para ajustarla cobraba lo mismo que
cualquier médico. Hester no sólo era una persona, sino una compañía preferible a
otras muchas.
–Supongo –comentó Janet, recostándose en la silla– que me
considerarás como una pobre cosa débil.
Si algo no se esperaba de Hester eran los eufemismos.
–Sí –respondió francamente; pero luego añadió–. Creo que
los humanos son pobres cosas débiles. Están hechos así. Hay que sentir lástima
por ellos.
Janet pensaba que en tales ocasiones era el circuito
compasivo el que hablaba, o intentaba imaginar la labor de computación,
selección, asociación y síntesis que Hester debía efectuar para producir una
observación semejante. Como diría un extraño, había tomado las cosas bien.
–Comparados con los robots, es natural que lo parezcamos.
Eres fuerte e incansable, Hester. ¡Si supieras cuánto te envidio! –añadió.
Hester se ajustó a la verdad.
–Nosotros fuimos diseñados. Ustedes fueron accidentales.
No es culpa suya, es una desgracia.
–¿Te consideras mejor que yo? –preguntó Janet.
–Por supuesto –respondió el robot–. Somos más fuertes, no
tenemos que dormir periódicamente para recuperarnos, ni llevar dentro una
fábrica química de funcionamiento inseguro. No hemos de crecer ni nos
deterioramos. Los seres humanos son torpes, frágiles y enferman a menudo porque
hay algo en ellos que no trabaja debidamente. Si se nos estropea algún órgano o
se rompe, podemos sustituirlo inmediatamente. Ustedes tienen una serie de
palabras tales como dolor, sufrimiento, infelicidad y fatiga, cuyo significado no
entendemos y que nos han de enseñar que son inútiles para nosotros. Lamento que
deba depender de estas cosas y sea tan débil y frágil. Se desequilibra mi
circuito compasivo.
–Débil y frágil –repitió Janet–. Así es como me siento.
–¡Los humanos tienen que vivir tan precariamente! –prosiguió
Hester–. Si perdiera una pierna o un brazo, en pocos minutos tendría otro
nuevo. Pero un ser humano no sólo sufriría largo tiempo, sino que se
consideraría afortunado con sanar, aunque le faltara un miembro. Y después de
diseñarnos, ustedes han aprendido a hacer brazos y piernas más fuertes y
mejores que los antiguos. La gente debería apresurarse a cambiar un brazo débil
por otro mejor, pero no parece desearlo si puede conservar los que ya tenía.
–¿Quieres decir que se pueden injertar? No lo sabía –se
asombró Janet–. Si mi problema se limitara a las piernas o a los brazos, quizá
dudaría, pero…
Suspiró.
–El doctor no me dio muchos ánimos esta mañana, Hester.
He perdido fuerza y debo descansar más. No espera que me fortalezca mucho;
precisamente estaba intentando animarme cuando… Tenía una curiosa expresión
después de la revisión. Pero lo único que dijo era que tenía que descansar.
¿Para qué sirve estar vivo si sólo se descansa, se descansa y se descansa?… Y
el pobre George, ¿qué clase de vida es la suya? ¡Es tan paciente y tan cariñoso!
Haría cualquier cosa por reponerme, pero… Pronto moriré…
Janet hablaba más para sí que para la paciente Hester.
Comenzó a llorar y la miró.
–¡Oh, Hester! Si fueras humana creo que no podría
soportarte. Te odiaría por ser tan fuerte y tan sana. Pero no puedo, Hester.
¡Eres tan amable y tan paciente cuando me pongo tonta como ahora…! Creo que
hasta llorarías conmigo… por acompañarme, si pudieras.
–Lo haría si pudiera –corroboró Hester–. Mi circuito
compasivo…
–¡Oh, no! –protestó Janet–. No es posible. Debes tener un
corazón en alguna parte, Hester. Debes tenerlo.
–Espero que sea más útil que un corazón –dijo Hester.
Se acercó ella, se inclinó y tomó en brazos a Janet como
si no pesara nada.
–Se ha cansado demasiado, querida Janet. La llevaré
arriba para que duerma un poco antes de que su marido regrese.
Janet sintió los brazos del robot a través del vestido,
pero su frialdad ya no le molestaba. Lo único importante era que unos brazos
fuertes la protegían.
Murmuró:
–¡Cómo me alivias, Hester! Sabes siempre lo que debo
hacer –hizo una pausa y añadió doliente–: Sé lo que piensa, el doctor quiero
decir, lo adivino. Cree que me iré debilitando, debilitando, hasta que un día
desfallezca y muera. Me moriré pronto y no quiero, Hester. No quiero morir…
El robot la meció un poco como si fuera una niña.
–Vamos, vamos, querida. No se encuentra tan mal como
parece –la animó–. No debe pensar en morir ni tampoco debe llorar. No es bueno
para usted, ya lo sabe. Además, no querrá que su marido sepa que ha estado
llorando.
–Lo intentaré –asintió Janet, obediente, mientras Hester
la sacaba de la habitación y subía las escaleras…
El recepcionista-robot del hospital levantó la cabeza del escritorio.
–Mi esposa –pidió George–. Hace una hora que llamé
preguntando por ella.
El rostro del robot asumió una impecable expresión de
simpatía profesional.
–Sí, señor Shand. Lamento la fuerte impresión que ha
sufrido usted, pero, como ya le dije, su sirvienta-robot hizo lo que debía y
nos la envió inmediatamente.
–He intentado establecer comunicación con su médico, pero
está ausente –le informó George.
–No debe preocuparse por ello, señor Shand. Ha sido
examinada y disponemos de todos los datos precisos del hospital donde estuvo
internada anteriormente. La operación ha sido fijada, en principio para mañana,
pero, desde luego, necesitamos su consentimiento.
George vaciló.
–¿Podría ver al doctor que se encarga del caso?
–En este momento no se halla en el hospital, lo siento.
–¿Es absolutamente necesario…? –preguntó tras una pausa.
El robot lo miró inmutable e hizo una señal afirmativa.
–Durante los últimos meses se ha debilitado
progresivamente.
George asintió.
–De no intervenir, seguiría debilitándose y padecería más
antes del fin –explicó el robot.
George miró confuso la pared durante algunos segundos.
–Ya veo –murmuró sombrío.
Tomó la pluma y firmó con mano temblorosa el formulario
que el robot le puso delante. Lo miró unos momentos sin verlo.
–¿Tendrá… tendrá posibilidades de éxito?
–Sí –respondió el robot–. Nunca está ausente el riesgo,
desde luego, pero existen muchas probabilidades de completo éxito.
George suspiró de nuevo.
–Me gustaría verla –rogó.
El robot oprimió un botón.
–Debe verla –respondió–. Pero le ruego que no la moleste.
Ahora está durmiendo y es mejor no despertarla.
George tuvo que conformarse, pero abandonó el hospital
tranquilizado por la plácida sonrisa que se dibujaba en los labios de su mujer
mientras dormía.
Del hospital lo llamaron a la oficina al día siguiente
por la tarde. La operación parecía haber sido un completo éxito, y todos
confiaban en ello. No había, pues, motivo de preocupación. Los médicos se
sentían muy satisfechos. No, no le convenía a la paciente recibir visitas
durante cinco días por lo menos, pero ello no significaba nada alarmante, en absoluto.
George llamó cada día con la esperanza que le permitieran
visitarla. Se mostraron amables, pero inflexibles en esta cuestión. Al quinto
día, sin embargo, le comunicaron repentinamente que su mujer había sido dada de
alta y se hallaba ya en casa. George se quedó desconcertado; esperaba que la
convalecencia durara semanas. Salió corriendo, compró un ramo de rosas y se
saltó media docena de señales de tránsito para llegar antes.
–¿Dónde está? –le preguntó a Hester al abrirse la puerta.
–En la cama. Pensé que lo mejor… –comenzó Hester, pero
George no escuchó el resto, porque se hallaba ya en la escalera.
Janet estaba acostada. Sólo la cabeza sobresalía de la
colcha, con un vendaje alrededor del cuello. George puso las flores sobre la
pequeña mesa de noche, se inclinó sobre ella y la besó gentilmente. La mujer le
miró con ansiedad.
–¡Oh, George, querido! ¿Te lo ha dicho?
–¿Quién me ha dicho el qué? –preguntó él, sentándose en
el borde de la cama.
–Hester. Me dijo que lo haría. ¡Oh, George! No quise
hacerlo. No pensaba hacerlo. Ella me envió, George. Me sentía tan débil y
desgraciada. Quería estar fuerte y no comprendía lo que significaba realmente.
Hester dijo…
–Tómalo con calma, querida. Tranquilízate –sugirió su
marido con una sonrisa–. ¿Qué quieres dar a entender?
Buscó bajo las sábanas y tomó una de sus manos.
–Pero George… –comenzó ella.
Él la interrumpió.
–Querida, tienes las manos terriblemente frías. Parece
como…
Sus dedos subieron a lo largo del brazo y la miró con
ojos desorbitados, incrédulamente. De un brinco saltó de la cama y quitó la
colcha de un tirón. Puso la mano sobre el leve camisón, a la altura del
corazón, y la retiró como si le hubieran pinchado.
Se tambaleó.
–¡Dios mío! ¡No! –exclamó, mirándola.
–Pero, George. George, querido –imploró la cabeza de
Janet desde las almohadas.
–¡NO! ¡NO! –gritó George, casi con un chillido.
Dio la vuelta y abandonó corriendo, ciegamente, la
habitación.
Pero en la oscuridad del rellano no encontró el peldaño
superior de la escalera y cayó de cabeza hasta el piso inferior, con gran
ímpetu.
Hester lo encontró, hecho un ovillo, en el vestíbulo. Se
inclinó para explorar cuidadosamente el daño que había sufrido. La extensión de
éste y la fragilidad de la estructura dañada alteraron grandemente su circuito
compasivo. No intentó moverlo. Se dirigió al teléfono y marcó un número.
–¿Urgencia? –preguntó, y dio el nombre y la dirección–.
Sí, inmediatamente –apremió–. Quizás no quede mucho tiempo. Muchas fracturas
graves. Creo que se ha roto la columna vertebral, pobre hombre… No, la cabeza
no parece haber sido afectada… Sí, mucho mejor. Quedaría tullido para el resto
de sus días, aun en el caso de salvarse… Sí, conviene que envíen el formulario
de consentimiento con la ambulancia, para que se pueda firmar en seguida… ¡Oh,
sí! No habrá ningún inconveniente. Su esposa firmará.
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