Horacio Quiroga
No vuelvo de mi sorpresa. ¿Qué diablos quieren
decir la carta de Funes, y luego la charla del médico? Confieso no entender una
palabra de todo esto.
He aquí las cosas. Hace cuatro
horas, a las 7 de la mañana, recibo una tarjeta de Funes, que dice así:
“Estimado amigo:
Si no tiene inconveniente, le
ruego que pase esta noche por casa. Si tengo tiempo iré a verlo antes. Muy suyo
Luis María Funes”.
Aquí ha comenzado mi sorpresa.
No se invita a nadie, que yo sepa, a las siete de la mañana para una presunta
conversación en la noche, sin un motivo serio. ¿Qué me puede querer Funes? Mi
amistad con él es bastante vaga, y en cuanto a su casa, he estado allí una sola
vez. Por cierto que tiene dos hermanas bastante monas.
Así, pues, he quedado intrigado.
Esto en cuanto a Funes. Y he aquí que una hora después, en el momento en que
salía de casa, llega el doctor Ayestarain, otro sujeto de quien he sido
condiscípulo en el colegio nacional, y con quien tengo en suma la misma relación
a lo lejos que con Funes.
Y el hombre me habla de a, b y
c, para concluir:
–Veamos, Durán: Vd. comprende de
sobra que no he venido a verlo a esta hora para hablarle de pavadas; ¿no es
cierto?
–Me parece que sí –no pude menos
que responderle.
–Es claro. Así, pues, me va a
permitir una pregunta, una sola. Todo lo que tenga de indiscreta, se lo
explicaré en seguida. ¿Me permite?
–Todo lo que quiera –le respondí
francamente, aunque poniéndome al mismo tiempo en guardia.
Ayestarain me miró entonces
sonriendo, como se sonríen los hombres entre ellos, y me hizo esta pregunta
disparatada:
–¿Qué clase
de inclinación siente Vd. hacia María Elvira Funes?
¡Ah, ah! ¡Por aquí andaba la
cosa, entonces! ¡María Elvira Funes, hermana de Luis María Funes, todos en
María! ¡Pero si apenas conocía a esa persona! Nada extraño, pues, que mirara al
médico como quien mira a un loco.
–¿María Elvira Funes? –repetí–.
Ningún grado ni ninguna inclinación. La conozco apenas. Y ahora…
–No, permítame –me interrumpió–.
Le aseguro que es una cosa bastante seria… ¿Me podría dar palabra de compañero
de que no hay nada entre Vds. dos?
–¡Pero está loco! –le dije al
fin–. ¡Nada, absolutamente nada! Apenas la conozco, vuelvo a repetirle, y no
creo que ella se acuerde de haberme visto jamás. He hablado un minuto con ella,
ponga dos, tres, en su propia casa, y nada más. No tengo, por lo tanto, le
repito por décima vez, inclinación particular hacia ella.
–Es raro, profundamente raro… –murmuró
el hombre, mirándome fijamente.
Comenzaba ya a serme pesado el
galeno, por eminente que fuese –y lo era– pisando un terreno con el que nada
tenían que ver sus aspirinas.
–Creo que tengo ahora el derecho…
Pero me interrumpió de nuevo:
–Sí, tiene derecho de sobra…
¿Quiere esperar hasta esta noche? Con dos palabras podrá comprender que el
asunto es de todo, menos de broma… La persona de quien hablamos está gravemente
enferma, casi a la muerte… ¿Entiende algo? –concluyó mirándome bien a los ojos.
Yo hice lo mismo con él durante
un rato.
–Ni una palabra –le contesté.
–Ni yo tampoco –apoyó
encogiéndose de hombros–. Por eso le he dicho que el asunto es bien serio… Por
fin esta noche sabremos algo. ¿Irá allá? Es indispensable.
–Iré –le dije, encogiéndome a mi
vez de hombros.
Y he aquí por qué he pasado todo
el día preguntándome como un idiota qué relación puede existir entre la
enfermedad gravísima de una hermana de Funes, que apenas me conoce, y yo, que
la conozco apenas.
***
Vengo de lo de Funes. Es la cosa más extraordinaria
que haya visto en mi vida. Metempsícosis, espiritismos, telepatías y demás
absurdos del mundo interior, no son nada en comparación de este mi propio
absurdo en que me veo envuelto. Es un pequeño asunto para volverse loco. Véase:
Fui a lo de Funes. Luis María me
llevó al escritorio. Hablamos un rato, esforzándonos como dos zonzos, puesto
que comprendiéndolo así evitábamos mirarnos, en charlar de bueyes perdidos. Por
fin entró Ayestarain, y Luis María salió, dejándome sobre la mesa el paquete de
cigarrillos, pues se me habían concluido. Mi excondiscípulo me contó entonces
lo que en resumen es esto:
Cuatro o cinco noches antes, al
concluir un recibo en su propia casa, María Elvira se había sentido mal –cuestión
de un baño demasiado frío esa tarde, según opinión de la madre. Lo cierto es
que había pasado la noche fatigada, y con buen dolor de cabeza. A la mañana
siguiente, mayor quebranto, fiebre; y a la noche, una meningitis, con todo su
cortejo. El delirio, sobre todo, franco y prolongado a más no pedir.
Concomitantemente, una ansiedad angustiosa, imposible de calmar. Las
proyecciones sicológicas del delirio, por decirlo así, se erigieron y giraron
desde la primera noche alrededor de un solo asunto, uno solo, pero que absorbe
su vida entera. Es una obsesión –prosiguió Ayestarain– una sencilla obsesión a
42°. Tiene constantemente fijos los ojos en la puerta, pero no llama a nadie.
Su estado nervioso se resiente de esa muda ansiedad que la está matando, y
desde ayer hemos pensado con mis colegas en calmar eso… No puede seguir así. ¿Y
sabe Vd. –concluyó– a quién nombra cuando el sopor la aplasta?
–No sé… –le respondí, sintiendo
que mi corazón cambiaba bruscamente de ritmo.
–A Vd. –me dijo, pidiéndome
fuego.
Quedamos, bien se comprende, un
rato mudos.
–¿No entiende todavía? –dijo al
fin.
–Ni una palabra… –murmuré
aturdido, tan aturdido, como puede estarlo un adolescente que a la salida del
teatro ve a la primera gran actriz que desde la penumbra del coche mantiene
abierta hacia él la portezuela… Pero yo tenía ya casi treinta años, y pregunté
al médico qué explicación razonable se podía dar de eso.
–¿Explicación? Ninguna. Ni la
más mínima. ¿Qué quiere Vd. que se sepa de eso? Ah, bueno… Si quiere una a toda
costa, supóngase que en una tierra hay un millón, dos millones de semillas
distintas, como en cualquier parte. Viene un terremoto, remueve como un demonio
eso, tritura el resto, y brota una semilla, una cualquiera, de arriba o del fondo,
lo mismo da. Una planta magnífica… ¿Le basta eso? No podría decirle una palabra
más. ¿Por qué Vd., precisamente, que apenas la conoce, y a quien la enferma no
conoce tampoco más, ha sido en su cerebro delirante la semilla privilegiada?
¿Qué quiere que se sepa de esto?
–Sin duda… –repuso a su mirada
siempre interrogante, sintiéndome al mismo tiempo bastante enfriado al verme
convertido en sujeto gratuito de divagación cerebral, primero, y en agente
terapéutico, después.
En ese momento entró Luis María.
–Mamá lo llama –dijo al médico.
Y volviéndose a mí, con una sonrisa forzada:
–¿Lo enteró Ayestarain de lo que
pasa?… Sería cosa de volverse loco con otra persona…
Esto de otra persona merece una
explicación. Los Funes, y en particular la familia de que comenzaba a formar
tan ridícula parte, tienen un fuerte orgullo; por motivos de abolengo, supongo,
y por su fortuna, que me parece lo más cierto. Siendo así, se daban por
pasablemente satisfechos con que las fantasías amorosas del hermoso retoño se
hubieran detenido en mí, Carlos Durán, ingeniero, en vez de mariposear sobre un
sujeto cualquiera de insuficiente posición social. Así, pues, agradecí en mi
fuero interno el distingo de que me hacía honor el joven patricio.
–Es extraordinario… –recomenzó
Luis María, haciendo correr con disgusto los fósforos sobre la mesa. Y un
momento después, con una nueva sonrisa forzada:
–¿No tendría inconveniente en
acompañarnos un rato? ¿Ya sabe, no? Creo que vuelve Ayestarain.
En efecto, este entraba.
–Empieza otra vez… –sacudió la
cabeza, mirando únicamente a Luis María. Luis María se dirigió entonces a mí
con la tercera sonrisa forzada de esa noche:
–¿Quiere que vayamos?
–Con mucho gusto –le dije. Y
fuimos.
Entró el médico sin hacer ruido,
entró Luis María, y por fin entré yo, todos con cierto intervalo. Lo que
primero me chocó, aunque debía haberlo esperado, fue la penumbra del
dormitorio. La madre y la hermana, de pie, me miraron fijamente, respondiendo con
una corta inclinación de cabeza a la mía, pues creí no deber pasar de allí.
Ambas me parecieron mucho más altas. Miré la cama, y vi, bajo la bolsa de
hielo, dos ojos abiertos vueltos a mí. Miré al médico, titubeando, pero este me
hizo una imperceptible seña con los ojos, y me acerqué a la cama.
Yo tengo alguna idea, como todo
hombre, de lo que son dos ojos que nos aman, cuando uno se va acercando mucho a
ellos. Pero la luz de aquellos ojos, la felicidad en que se iban anegando
mientras me acercaba, el mareado relampagueo de dicha, hasta el estrabismo,
cuando me incliné sobre ellos, jamás en un amor normal a 37° los volveré a
hallar.
Balbuceó algunas palabras, pero
con tanta dificultad de sus labios resecos, que nada oí. Creo que me sonreí
como un estúpido (¡qué iba a hacer, quiero que me digan!), y ella tendió
entonces su brazo hacia mí. Su intención era tan inequívoca que le tomé la
mano,
–Siéntese ahí –murmuró.
Luis María corrió el sillón
hacia la cama y me senté.
Véase ahora si ha sido dado a
persona alguna una situación más extraña y disparatada:
Yo, en primer término, puesto
que era el héroe, teniendo en la mía una mano ardida en fiebre y en un amor
totalmente equivocado. En el lado opuesto, de pie, el médico. A los pies de la
cama, sentado, Luis María. Apoyadas en el respaldo, en el fondo, la madre y la
hermana. Y todos sin hablar, mirándonos con el ceño fruncido.
¿Qué iba a hacer? ¿Qué iba a
decir? Preciso es que piensen un momento en esto. La enferma, por su parte,
arrancaba a veces sus ojos de los míos, y recorría con dura inquietud los
rostros presentes uno tras otro, sin reconocerlos, para dejar caer otra vez su
mirada sobre mí, confiada en profunda felicidad.
¿Qué tiempo estuvimos así? No
sé; acaso media hora, acaso mucho más. Un momento intenté retirar la mano, pero
la enferma la oprimió más entre la suya.
–Todavía no… –murmuró, tratando
de hallar más cómoda postura a su cabeza. Todos acudieron, se estiraron las
sábanas, se renovó el hielo, y otra vez los ojos se fijaron en inmóvil dicha.
Pero de vez en cuando tornaban a apartarse inquietos y recorrían las caras
desconocidas. Dos o tres veces miré exclusivamente al médico; pero este bajó
las pestañas, indicándome que esperara. Y tuvo razón, al fin, porque de pronto,
bruscamente, como un derrumbe de sueño, la enferma cerró los ojos y se durmió.
Salimos todos, menos la hermana,
que ocupó mi lugar en el sillón. No era fácil decir algo –yo al menos. La madre
por fin se dirigió a mí con una triste y seca sonrisa:
–Qué cosa más horrible, ¿no? ¡Da
pena!
¡Horrible, horrible! No era la
enfermedad, sino la situación lo que les parecía horrible. Estaba visto que
todas las galanterías iban a ser para mí en aquella casa. Primero el hermanito,
luego la madre. Ayestarain, que nos había dejado un instante, salió muy
satisfecho del estado de la enferma; descansaba con una placidez desconocida
aún. La madre miró a otro lado, y yo miré al médico: podía irme, claro que sí,
y me despedí.
***
He dormido mal, lleno de sueños que nada tienen que
ver con mi habitual vida. Y la culpa de ello está en la familia Funes, con Luis
María, madre, hermanas, médicos y parientes colaterales. Porque si se concreta
bien la situación, ella da lo siguiente:
Hay una joven de diez y nueve
años, muy bella sin duda alguna, que apenas me conoce y a quien le soy profunda
y totalmente indiferente. Esto en cuanto a María Elvira. Hay, por otro lado, un
sujeto joven también –ingeniero, si se quiere– que no recuerda haber pensado
dos veces seguidas en la joven en cuestión. Todo esto es razonable, inteligible
y normal.
Pero he aquí que la joven
hermosa se enferma, de meningitis o cosa por el estilo, y en el delirio de la
fiebre, única y exclusivamente en el delirio, se siente abrasada de amor. ¿Por
un primo, un hermano de sus amigos, un joven mundano que ella conoce bien? No
señor; por mí.
¿Es esto bastante idiota? Tomo,
pues, una determinación, que haré conocer al primero de esa bendita casa que
llegue a mi puerta.
***
Sí, es claro. Como lo esperaba, Ayestarain estuvo
este mediodía a verme. No pude menos que preguntarle por la enferma, y su
meningitis.
–¿Meningitis? –me dijo–. ¡Sabe
Dios lo que es! Al principio parecía, y anoche también… Hoy ya no tenemos idea
de lo que será.
–Pero, en fin –objeté– siempre
una enfermedad cerebral…
–Y medular, claro está… Con unas
lesioncillas quién sabe dónde… ¿Vd. entiende algo de medicina?
–Muy vagamente…
–Bueno; hay una fiebre
remitente, que no sabemos de dónde sale… Era un caso para marchar a todo escape
a la muerte… Ahora hay remisiones –tac-tac-tac–, justas como un reloj…
–Pero el delirio –insistí–
¿existe siempre?
–¡Ya lo creo! Hay de todo allí…
Y a propósito, esta noche lo esperamos.
Ahora me había llegado el turno
de hacer medicina a mi modo. Le dije que mi propia sustancia había cumplido ya
su papel curativo la noche anterior, y que no pensaba ir más.
Ayestarain me miró fijamente:
–¿Por qué? ¿Qué le pasa?
–Nada, sino que no creo
sinceramente ser necesario allá… Dígame: ¿Vd. tiene idea de lo que es estar en
una posición humillantemente ridícula; si o no?
–No se trata de eso…
–Sí, se trata de eso, de
desempeñar un papel estúpido… ¡Curioso que no comprenda!
–Comprendo de sobra… Pero me
parece algo así como… –no se ofenda– cuestión de amor propio.
–¡Muy lindo! –salté–. ¡Amor
propio! ¡Y no se les ocurre otra cosa! ¡Les parece cuestión de amor propio ir a
sentarse como un idiota para que me tomen la mano la noche entera ante toda la
parentela con el ceño fruncido! Si a Vds. les parece una simple cuestión de
amor propio, arréglense entre Vds. Yo tengo otras cosas que hacer.
Ayestarain comprendió al parecer
la parte de verdad que había en lo anterior, porque no insistió, y hasta que se
fue no volvimos a hablar de aquello.
Todo esto está bien. Lo que no
lo está tanto es que hace diez minutos acabo de recibir una esquela del médico,
así concebida:
“Amigo Durán:
Con todo su bagaje de rencores,
nos es indispensable esta noche. Supóngase una vez más que Vd. hace de cloral,
brional, el hipnótico que menos le irrite los nervios, y véngase”.
Dije un momento antes que lo
malo era la precedente carta. Y tengo razón, porque desde esta mañana no espero
sino esa carta…
***
Durante siete noches consecutivas –de once a una de
la mañana, momento en que remitía la fiebre, y con ella el delirio– he
permanecido al lado de María Elvira Funes, tan cerca como pueden estarlo dos
amantes. Me ha tendido a veces su mano como la primera noche, y otras se ha
preocupado de deletrear mi nombre, mirándome. Sé a ciencia cierta, pues, que me
ama profundamente en ese estado, no ignorando tampoco que en sus momentos de
lucidez no tiene la menor preocupación por mi existencia, presente o futura.
Esto crea así un caso de sicología singular de que un novelista podría sacar
algún partido. Por lo que a mí se refiere, sé decir que esta doble vida
sentimental me ha tocado fuertemente el corazón. El caso es este: María Elvira,
si es que acaso no lo he dicho, tiene los ojos más admirables del mundo. Está
bien que la primera noche yo no viera en su mirada sino el reflejo de mi propia
ridiculez de remedio inocuo. La segunda noche sentí menos mi insuficiencia
real. La tercera vez no me costó esfuerzo alguno sentirme el ente dichoso que
simulaba ser, y desde entonces vivo y sueño ese amor con que la fiebre enlaza
su cabeza a la mía.
¿Qué hacer? Bien sé que todo
esto es transitorio, que de día ella no sabe quién soy, y que yo mismo acaso no
la ame cuando la vea de pie. Pero los sueños de amor, aunque sean de dos horas
y a 40°, se pagan en el día, y mucho me temo que si hay una persona en el mundo
a la cual esté expuesto a amar a plena luz, ella no sea mi vano amor nocturno…
Amo, pues, una sombra, y pienso con angustia en el día en que Ayestarain
considere a su enferma fuera de peligro, y no precise más de mí.
Crueldad esta que apreciarán en
toda su cálida simpatía, los hombres que están enamorados –de una sombra o no.
***
Ayestarain acaba de salir. Me ha dicho que la
enferma sigue mejor, y que mucho se equivoca, o me veré uno de estos días libre
de la presencia de María Elvira.
–Sí, compañero –me dice–. Libre
de veladas ridículas, de amores cerebrales, y ceños fruncidos… ¿Se acuerda?
Mi cara no debe expresar suprema
alegría, porque el taimado galeno se echa a reír y agrega:
–Le vamos a dar en cambio una
compensación… Los Funes han vivido estos quince días con la cabeza en el aire,
y no extrañe, pues, si han olvidado muchas cosas, sobre todo en lo que a Vd. se
refiere… Por lo pronto, hoy cenamos allá. Sin su bienaventurada persona –dicho
sea de paso– y el amor de marras, no sé en qué hubiera acabado aquello… ¿Qué
dice Vd.?
–Digo –le he respondido– que
casi estoy tentado de declinar el honor que me hacen los Funes, admitiéndome a
su mesa…
Ayestarain se echó a reír.
–¡No embrome!… Le repito que no
sabían dónde tenían la cabeza…
–Pero para opio, y morfina, y
calmante de mademoiselle, sí, eh? Para eso no se olvidaban de mí!
Mi hombre se puso serio y me
miró detenidamente.
–¿Sabe lo que pienso, compañero?
–Diga.
–Que usted es el individuo más
feliz de la tierra.
–¿Yo, feliz?…
–O más suertudo. ¿Entiende
ahora?
Y quedó mirándome. ¡Hum! –me
dije a mí mismo:
O yo soy un idiota, que es lo
más posible, o este galeno merece que lo abrace hasta romperle el termómetro
dentro del bolsillo. El maligno tipo sabe más de lo que parece, y acaso, acaso…
Pero vuelvo a lo de idiota, que es lo más seguro.
–¿Feliz?… –insistí sin embargo–.
¿Por el amor estrafalario que Vd. ha inventado con su meningitis?
Ayestarain tornó a mirarme
fijamente, pero esta vez creí notar un vago, vaguísimo dejo de amargura.
–Y aunque no fuera más que eso,
grandísimo zonzo… –ha murmurado, cogiéndome del brazo para salir.
En el camino –hemos ido al
Águila, a tomar el vermut– me ha explicado bien claro tres cosas.
1°: que mi presencia, al lado de
la enferma, era absolutamente necesaria, dado el estado de profunda excitación-depresión
–todo en uno– de su delirio. 2°: que los Funes lo habían comprendido así, ni
más ni menos, a despecho de lo raro, subrepticio e inconveniente que pudiera
parecer la aventura, constándoles, está claro, lo artificial de todo aquel
amor. 3°: que los Funes han confiado sencillamente en mi educación, para que me
dé cuenta –sumamente clara– del sentido terapéutico que ha tenido mi presencia
ante la enferma, y la de la enferma ante mí.
–Sobre todo lo último, ¿eh? –he
agregado a guisa de comentario–. El objeto de toda esta charla es este: que no
vaya yo jamás a creer que María Elvira siente la menor inclinación real hacia
mí. ¿Es eso?
–¡Claro! –se ha encogido de
hombros el médico–. Póngase Vd. en su lugar…
Y tiene razón el bendito hombre.
Porque a la sola probabilidad de que ella…
Anoche cené en lo de Funes. No
era precisamente una comida alegre, si bien Luis María, por lo menos, estuvo
muy cordial conmigo. Querría decir lo mismo de la madre, pero por más esfuerzos
que hacía para hacerme grata la mesa, evidentemente no ve en mí sino a un
intruso a quien en ciertas horas su hija prefiere un millón de veces. Está
celosa, y no debemos condenarla. Por lo demás, se alternaban con su hija para
ir a ver a la enferma. Ésta había tenido un buen día, tan bueno que por primera
vez después de quince días no hubo esa noche subida seria de fiebre, y aunque
me quedé hasta la una por pedido de Ayestarain, tuve que volverme a casa sin
haberla visto un instante. ¿Se comprende esto? ¡No verla en todo el día! ¡Ah!
Si por bendición de Dios, la fiebre, fiebre de 40, 80, 120°, cualquier fiebre,
cayera esta noche sobre su cabeza…
Y aquí está: esta sola línea del
bendito Ayestarain:
“Delirio de nuevo. Venga en
seguida”.
***
Todo lo antedicho es suficiente para enloquecer
bien que mal a un hombre discreto. Véase esto ahora:
Cuando entré anoche, María
Elvira me tendió su brazo como la primera vez. Acostó su cara sobre la mejilla
izquierda, y cómoda así, fijó los ojos en mí. No sé qué me decían sus ojos;
posiblemente me daban toda su vida y toda su alma en una entrega infinitamente
dichosa. Sus labios me dijeron algo, y tuve que inclinarme para oír:
–Soy feliz –se sonrió.
Pasado un momento sus ojos me
llamaron de nuevo, y me incliné otra vez.
–Y después… –murmuró apenas,
cerrando los ojos con lentitud. Creo que tuvo una súbita fuga de ideas. Pero la
luz, la insensata luz que extravía la mirada en los relámpagos de felicidad,
inundó de nuevo sus ojos. Y esta vez oí bien claro, sentí claramente sobre mi
rostro esta pregunta:
–Y cuando sane y no tenga más
delirio… ¿me querrás todavía?
¡Locura que se ha sentado a
horcajadas sobre mi corazón! ¡Después! ¡Cuando no tenga más delirio! ¿Pero
estábamos todos locos en la casa, o había allí, proyectado fuera de mí mismo,
un eco a mi incesante angustia del después? ¿Cómo es posible que ella dijera
eso? ¿Había meningitis o no? ¿Había delirio o no? Luego mi María Elvira…
No sé qué contesté; presumo que
cualquier cosa a escandalizar a la parentela completa si me hubieran oído. Pero
apenas había murmurado yo; apenas había murmurado ella con una sonrisa… y se
durmió.
De vuelta a casa, mi cabeza era
un vértigo vivo, con locos impulsos de saltar al aire y lanzar alaridos de
felicidad. ¿Quién, de entre nosotros, puede jurar que no hubiera sentido lo
mismo? Porque las cosas, para ser claras, deben ser planteadas así: La enferma
con delirio, que por una aberración sicológica cualquiera, ama, únicamente en
su delirio, a X. Esto por un lado. Por el otro, el mismo X, que
desgraciadamente para él, no se siente con fuerzas para concretarse
exclusivamente a su papel medicamentoso. Y he aquí que la enferma, con su
meningitis y su inconsciencia –su incontestable inconsciencia– murmura a
nuestro amigo:
Y cuando no tenga más delirio… ¿me
querrás todavía?
Esto es lo que yo llamo un
pequeño caso de locura, claro y rotundo. Anoche, cuando llegaba a casa, creí un
momento haber hallado la solución, que sería esta: María Elvira, en su fiebre,
soñaba que estaba despierta. ¿A quién no ha sido dado soñar que está soñando?
Ninguna explicación más sencilla, claro está.
Pero cuando por pantalla de ese
amor mentido hay dos ojos inmensos, que empapándonos de dicha se anegan ellos
mismos en un amor que no se puede mentir: cuando se ha visto a esos ojos
recorrer con dura extrañeza los rostros familiares, para caer en extática
felicidad ante uno mismo, pese al delirio y cien mil delirios como ese, uno
tiene el derecho de soñar toda la noche con aquel amor –o seamos más
explícitos: con María Elvira Funes.
***
¡Sueño, sueño y sueño! Han pasado dos meses, y creo
a veces soñar aún. ¿Fui yo o no, por Dios bendito, aquel a quien se le tendió
la mano, y el brazo desnudo hasta el codo, cuando la fiebre tornaba hostiles
aún los rostros bien amados de la casa? ¿Fui yo o no el que apaciguó en sus
ojos, durante minutos inmensos de eternidad, la mirada mareada de amor de mi
María Elvira?
Si, fui yo. Pero eso está
acabado, concluido, finalizado, muerto, inmaterial, como si nunca hubiera sido.
Y sin embargo…
Volví a verla a los veinte días
después. Ya estaba sana, y cené con ellos. Hubo al principio una evidente
alusión a los desvaríos sentimentales de la enferma, todo con gran tacto de la
casa, en lo que cooperé cuanto me fue posible, pues en esos veinte días
transcurridos no había sido mi preocupación menor, pensar en la discreción de
que debía yo hacer gala en esa primera entrevista.
Todo fue a pedir de boca, no
obstante.
–Y Vd. –me dijo la madre
sonriendo– ¿ha descansado del todo de las fatigas que le hemos dado?
–¡Oh, era muy poca cosa!… Y aún –concluí
riendo también– estaría dispuesto a soportarlas de nuevo…
María Elvira se sonrió a su vez.
–Vd. sí; pero yo, no, ¡le
aseguro!
La madre la miró con tristeza:
–¡Pobre, mi hija! Cuando pienso
en los disparates que se te han ocurrido… En fin –se volvió a mí con agrado–.
Vd. es ahora –podríamos decir– de la casa, y le aseguro que Luis María lo
estima muchísimo.
El aludido me puso la mano en el
hombro y me ofreció cigarrillos.
–Fume, fume, y no haga caso.
–¡Pero Luis María! –le reprochó
la madre, semiseria– ¡cualquiera creería al oírte que le estamos diciendo
mentiras a Durán!
–No, mamá; lo que dices está
perfectamente bien dicho; pero Durán me entiende.
Lo que yo entendía era que Luis
María quería cortar con amabilidades más o menos sosas; pero no se lo agradecí
en lo más mínimo.
Entretanto, cuantas veces podía,
sin llamar la atención, fijaba los ojos en María Elvira. ¡Al fin! Ya la tenía
ante mí, sana, bien sana. Había esperado y temido con ansia ese instante. Había
amado una sombra, o más bien dicho, dos ojos y treinta centímetros de brazo,
pues el resto era una larga mancha blanca. Y de aquella penumbra, como de un
capullo taciturno, se había levantado aquella espléndida figura fresca,
indiferente y alegre, que no me conocía. Me miraba como se mira a un amigo de
la casa, en el que es preciso detener un segundo los ojos, cuando se cuenta
algo o se comenta una frase risueña. Pero nada más. Ni el más leve rastro de lo
pasado, ni siquiera afectación de no mirarme, con lo que había yo contado como
último triunfo de mi juego. Era un sujeto –no digamos sujeto, sino ser–
absolutamente desconocido para ella. Y piénsese ahora en la gracia que me haría
recordar, mientras la miraba, que una noche, esos mismos ojos ahora frívolos me
habían dicho, a ocho dedos de los míos:
–¿Y cuando esté sana… me querrás
todavía?
¡A qué buscar luces, fuegos
fatuos de una felicidad muerta, sellada a fuego en el cofrecillo hormigueante
de una fiebre cerebral! Olvidarla… Siendo lo que hubiera deseado, era
precisamente lo que no podía hacer.
Más tarde, en el hall, hallé
modo de aislarme con Luis María, mas colocando a este entre su hermana y yo;
podía así mirarla impunemente, so pretexto de que mi vista iba naturalmente más
allá de mi interlocutor. Y es extraordinario cómo su cuerpo, desde el más
invisible cabello de su cabeza al tacón de sus zapatos, era un vivo deseo, y
cómo al cruzar el hall para ir adentro, cada golpe de su falda contra el charol
iba arrastrando mi alma como un papel.
Volvió, se rio, cruzó rozando a
mi lado, sonriéndome forzosamente, pues estaba a su paso, mientras yo, como un
idiota, continuaba soñando con una súbita detención a mi lado, y no una, sino
dos manos, puestas sobre mis sienes:
–Y bien: ahora que me has visto
de pie: ¿me quieres todavía?
¡Bah! Muerto, bien muerto, me
despedí, y oprimí un instante aquella mano fría, amable y rápida.
***
Hay, sin embargo, una cosa absolutamente cierta, y
es esta: María Elvira puede no recordar lo que sintió en sus días de fiebre,
admito esto. Pero está perfectamente enterada de lo que pasó, por los cuentos
posteriores. Luego, es imposible que yo esté para ella desprovisto del menor
interés. De encantos –¡Dios me perdone!– todo lo que ella quiera. Pero de
interés, el hombre con quien se ha soñado veinte noches seguidas, eso no. Por
lo tanto, su perfecta indiferencia a mi respecto, no es racional. ¿Qué
ventajas, qué remota probabilidad de dicha puede reportarme constatar esto?
Ninguna, que yo vea. María Elvira se precave así contra mis posibles
pretensiones por aquello; he aquí todo.
En lo que no tiene razón. Que me
guste desesperadamente, muy bien. Pero que vaya yo a exigir el pago de un
pagaré de amor firmado sobre una carpeta de meningitis, ¡diablo! eso no.
***
Nueve de la mañana. No es hora sobremanera decente
de acostarse, pero así es. Del baile de lo de Rodríguez Peña, a Palermo. Luego
al bar. Todo perfectamente solo. Y ahora a la cama.
Pero no sin disponerme a
concluir el paquete de cigarrillos, antes de que el sueño venga. Y aquí está la
causa: bailé anoche con María Elvira. Y después de bailar, hablamos así:
–Estos puntitos de la pupila –me
dijo, frente uno de otro en la mesita– no se me han ido aún. No sé qué será…
Antes de mi enfermedad no los tenía.
Precisamente nuestra vecina de
mesa acababa de hacerle notar ese detalle. Con lo que sus ojos no quedaban sino
más luminosos.
Apenas comencé a responderle, me
di cuenta de la caída; pero ya era tarde.
–Sí –le dije, observando sus
ojos– me acuerdo de que antes no los tenía…
Y miré a otro lado. Pero María
Elvira se echó a reír:
–Es cierto; Vd. debe saberlo más
que nadie.
¡Ah! ¡qué sensación de inmensa
losa derrumbada por fin sobre mi pecho! ¡Era posible hablar de eso, por fin!
–Eso creo –repuse–. Más que
nadie, no sé… Pero sí; en el momento a que se refiere, más que nadie, con
seguridad.
Me detuve de nuevo; mi voz
comenzaba a bajar demasiado de tono.
¡Ah, sí! –se sonrió María
Elvira. Apartó los ojos, seria ya, alzándolos a las parejas que pasaban a
nuestro lado.
Corrió un momento, para ella de
perfecto olvido de lo que hablábamos, supongo, y de sombría angustia para mí.
Pero sin bajar los ojos, como si le interesaran siempre los rostros que
cruzaban en sucesión de film, agregó de costado:
–Cuando era mi amor, al parecer.
–Perfectamente bien dicho –le
dije– su amor, al parecer.
Ella me miró entonces,
devolviéndome la sonrisa.
–No…
Y se calló.
–¿No… qué? Concluya.
–¿Para qué? Es una zoncera.
–No importa; concluya.
Ella se echó a reír:
–¿Para qué? En fin… ¿no supondrá
que no era al parecer?
–Es un insulto gratuito –le
respondí–. Yo fui el primero en constatar la exactitud de la cosa, cuando yo
era su amor… al parecer.
–¡Y dale!… –murmuró. Pero a mi
vez el demonio de la locura me arrastró tras aquel ¡y dale! burlón, a una
pregunta que nunca debiera haber hecho.
–Óigame, María Elvira –me
incliné–: ¿Vd. no recuerda nada, no es cierto, nada de aquella ridícula
historia?
Me miró muy seria, con altivez,
si se quiere, pero al mismo tiempo con atención, como cuando nos disponemos a
oír cosas que a pesar de todo no nos disgustan.
–¿Qué historia? –dijo.
–La otra, cuando yo vivía a su
lado… –le hice notar con suficiente claridad.
–Nada… absolutamente nada.
–Veamos; míreme un instante…
–No, ni aunque lo mire… –me
lanzó en una carcajada.
–No, no es eso… Usted me ha
mirado demasiado antes para que yo no sepa… Quería decirle esto: ¿No se acuerda
Vd. de haberme dicho algo… dos o tres palabras nada más… la última noche que
tuvo fiebre?
María Elvira contrajo las cejas
un largo instante, y las levantó luego, más altas que lo natural. Me miró
atentamente, sacudiendo la cabeza:
–No, no recuerdo…
–¡Ah! –me callé.
Pasó un rato. Vi de reojo que me
miraba aún.
–¿Qué? –murmuró.
–¿Qué… qué? –repetí.
–¿Qué le dije?
–Tampoco me acuerdo ya…
–Sí, se acuerda… ¿Qué le dije?
–No sé, le aseguro…
–Sí, sabe… ¿Qué le dije?
–¡Veamos! –me eché de nuevo
sobre la mesa–. Si Vd. no recuerda absolutamente nada, puesto que todo era una
alucinación de fiebre, ¿qué puede importarle lo que me haya o no dicho en su
delirio?
El golpe era serio. Pero María
Elvira no pensó en contestarlo, contentándose con mirarme un instante más y
apartar la vista con una corta sacudida de hombros.
–Vamos –me dijo bruscamente–.
Quiero bailar este vals.
–Es justo –me levanté–. El sueño
de vals que bailábamos no tiene nada de divertido.
No me respondió. Mientras
avanzábamos al salón, parecía buscar con los ojos a alguno de sus habituales
compañeros de vals.
–¿Qué sueño de vals desagradable
para Vd.? –me dijo de pronto, sin dejar de recorrer el salón con la vista.
–Un vals de delirio… no tiene
nada que ver con esto –me encogí a mi vez de hombros.
Creí que no hablaríamos más esa
noche. Pero aunque María Elvira no dijo una palabra, tampoco pareció hallar al
compañero ideal que buscaba. De modo que deteniéndose, me dijo con una sonrisa
forzada –la ineludible forzada sonrisa que campeó sobre toda aquella historia:
–Si quiere, entonces, baile este
vals con su amor…
–…al parecer. No agrego una
palabra más –repuse, pasando la mano por su cintura.
***
Un mes más transcurrido. ¡Pensar que la madre,
Angélica y Luis María están para mí ahora llenos de poético misterio! La madre
es, desde luego, la persona a quien María Elvira tutea y besa más íntimamente.
Su hermana la ha visto desvestirse. Luis María, por su parte, se permite
pasarle la mano por la barbilla cuando entra y ella está sentada de espaldas.
Tres personas bien felices, como se ve, e incapaces de apreciar la dicha en que
se ven envueltos.
En cuanto a mí, me paso la vida
llevando cigarros a la boca como quien quema margaritas: ¿me quiere? ¿no me
quiere?
Después del baile en lo de Peña,
he estado con ella muchas veces –en su casa, desde luego, todos los miércoles.
Conserva su mismo círculo de
amigos, sostiene a todos con su risa, y flirtea admirablemente cuantas veces se
lo proponen. Pero siempre halla modo de no perderme de vista. Esto cuando está
con los otros. Pero cuando está conmigo, entonces no aparta los ojos de ellos.
¿Es esto razonable? No, no lo
es. Y por eso tengo desde hace un mes una buena laringitis, a fuerza de
ahumarme la garganta.
Anoche, sin embargo, he tenido
un momento de tregua. Era miércoles. Ayestarain conversaba conmigo, y una breve
mirada de María Elvira, lanzada hacia nosotros por sobre los hombros del
cuádruple flirt que la rodeaba, puso su espléndida figura en nuestra conversación.
Hablamos de ella, y fugazmente, de la vieja historia. Un rato después se
detenía ante nosotros.
–¿De qué hablan?
–De muchas cosas; de Vd. en
primer término –respondió el médico.
–Ah, ya me parecía… –Y
recogiendo hacia ella un silloncito romano, se sentó cruzada de piernas, el
busto tendido adelante, con la cara sostenida en la mano.
–Sigan; ya escucho.
–Contaba a Durán –dijo
Ayestarain– que casos como el que le ha pasado a Vd. en su enfermedad, son
raros, pero hay algunos. Un autor inglés, no recuerdo cuál, cita uno. Solamente
que es más feliz que el suyo.
–¿Más feliz? ¿Y por qué?
–Porque en aquel no hay fiebre,
y ambos se aman en sueños. En cambio, en este caso, Vd. era únicamente quien
amaba…
¿Dije ya que la actitud de
Ayestarain me había parecido siempre un tanto tortuosa respecto a mí? Si no lo
dije, tuve en aquel momento un fulminante deseo de hacérselo sentir, no
solamente con la mirada. Algo, no obstante, de ese anhelo debió percibir en mis
ojos, porque se levantó riendo:
–Los dejo para que hagan las
paces.
–¡Maldito bicho! –murmuré, ya
tranquilo, cuando se alejó.
–¿Por qué? ¿Qué le ha hecho?
–Dígame, María Elvira –exclamé–
¿le ha hecho el amor a Vd. alguna vez?
–¿Quién, Ayestarain?
–Sí, él.
Me miró titubeando al principio.
Luego, plenamente en los ojos, seria:
–Sí –me contestó.
–¡Ah, ya me lo esperaba!… Por lo
menos ese tiene suerte… –murmuré, ya amargado del todo.
–¿Por qué? –me preguntó.
Sin responderle, me encogí
violentamente de hombros y miré a otro lado. Ella siguió mi vista. Pasó un
momento.
–¿Por qué? –insistió, con esa
obstinación pesada y distraída de las mujeres, cuando comienzan a hallarse
perfectamente a gusto con un hombre. Estaba ahora, y estuvo durante los breves
momentos que siguieron, de pie, con la rodilla sobre el silloncito. Mordía un
papel –jamás supe de dónde pudo salir– y me miraba, subiendo y bajando
imperceptiblemente las cejas.
–¿Por qué? –repuse al fin–.
Porque él ha tenido por lo menos la suerte de no servir de muñeco ridículo al
lado de una cama, y puede hablar seriamente, sin ver subir y bajar las cejas
como si no se entendiera lo que digo… ¿comprende ahora?
María Elvira me miró unos
instantes pensativa, y luego movió negativamente la cabeza, con su papel en los
labios.
–¿Es cierto o no? –insistí, pero
ya con el corazón a loco escape.
Ella tornó a sacudir la cabeza:
–No, no es cierto…
–¡María Elvira! –llamó Angélica
de lejos.
Todos saben que la voz de los
hermanos suele ser de lo más inoportuna. Pero jamás una voz fraternal ha caído
en un diluvio de hielo y pez fría tan fuera de propósito como aquella vez.
María Elvira tiró el papel y
bajó la rodilla.
–Me voy –me dijo riendo, con la
risa que ya le conocía cuando afrontaba un flirt.
–¡Un solo momento! –le dije.
–¡Ni uno más! –me respondió
alejándose ya y negando con la mano.
¿Qué me quedaba por hacer? Nada,
a no ser tragar el papelito húmedo, hundir la boca en el hueco que había dejado
su rodilla, y estrellar el sillón contra la pared. Y estrellarme en seguida yo
mismo contra un espejo, por imbécil. La inmensa rabia de mí mismo me hacía
sufrir, sobre todo. ¡Intuiciones viriles! ¡Sicologías de hombre corrido! ¡Y la
primera coqueta cuya rodilla está marcada allí, se burla de todo eso con una
frescura sin par!
***
No puedo más. La quiero como un loco, y no sé, lo
que es más amargo aún, si ella me quiere realmente o no. Además, sueño, sueño
demasiado, y cosas por el estilo: Íbamos del brazo por un salón, ella toda de
blanco, y yo como un bulto negro a su lado. No había más que personas de edad
en el salón, y todas sentadas, mirándonos pasar. Era, sin embargo, un salón de
baile. Y decían de nosotros: La meningitis y su sombra. Me desperté, y volví a
soñar: el tal salón de baile estaba frecuentado por los muertos diarios de una
epidemia. El traje blanco de María Elvira era un sudario, y yo era la misma
sombra de antes, pero tenía ahora por cabeza un termómetro. Éramos siempre La
meningitis y su sombra.
¿Qué puedo hacer con sueños de
esta naturaleza? No puedo más. Me voy a Europa, a Norte América, a cualquier
parte, donde pueda olvidarla.
¿A qué quedarme? ¿A recomenzar
la historia de siempre, quemándome solo, como un payaso, o a desencontrarnos
cada vez que nos sentimos juntos? ¡Ah, no! Concluyamos con esto. No sé el bien
que le podrá hacer a mis planos esta ausencia sentimental (¡y sí, sentimental!,
aunque no quiera); pero quedarme sería ridículo, y estúpido, y no hay para qué
divertir más a las María Elvira.
***
Podría escribir aquí cosas pasablemente distintas
de las que acabo de anotar, pero prefiero contar simplemente lo que pasó el
último día que vi a María Elvira.
Por bravata, o desafío a mí
mismo, o quién sabe por qué mortuoria esperanza de suicida, fui la tarde
anterior de mi salida a despedirme de los Funes. Ya hacía diez días que tenía
mis pasajes en el bolsillo, por donde se verá cuánto desconfiaba de mí mismo.
María Elvira estaba indispuesta –asunto
de garganta o jaqueca– pero visible. Pasé un momento a la antesala a saludarla.
La hallé hojeando músicas, desganada. Al verme se sorprendió un poco, aunque
tuvo tiempo de echar una rápida ojeada al espejo. Tenía el rostro abatido, los
labios pálidos y los ojos oscuros de ojeras. Pero era ella siempre, más hermosa
aún para mí, porque la perdía.
Le dije sencillamente que me
iba, y que le deseaba mucha felicidad.
Al principio no me comprendió.
–¿Se va? ¿Y adónde?
–A Norte América… Acabo de
decírselo.
–¡Ah! –murmuró, marcando bien
claramente la contracción de los labios. Pero en seguida me miró, inquieta.
–¿Está enfermo?
–¡Pst!… no precisamente… No
estoy bien.
–¡Ah! –murmuró de nuevo. Y miró
hacia afuera a través de los vidrios, abriendo bien los ojos, como cuando uno
pierde el pensamiento.
Por lo demás, llovía en la
calle, y la antesala no estaba clara.
Se volvió a mí.
–¿Por qué se va? –me preguntó.
–¡Hum! –me sonreí–. Sería muy
largo, infinitamente largo de contar… En fin, me voy.
María Elvira fijó aún los ojos
en mí, y su expresión, preocupada y atenta, se tornó sombría.
Concluyamos, me dije. Y
adelánteme:
–Bueno, María Elvira…
Me tendió lentamente la mano,
una mano fría y húmeda, de jaqueca.
–Antes de irse –me dijo– ¿no me
quiere decir por qué se va?
Su voz había bajado un tono. El
corazón me latió locamente, pero como en un relámpago, la vi ante mí, como
aquella noche, alejándose riendo y negando con la mano: “no, ya estoy
satisfecha”… ¡Ah, no, yo también! ¡Con aquello tenía bastante!
–Me voy –le dije bien claro–
porque estoy hasta aquí de dolor, ridiculez y vergüenza de mí mismo! ¿Está
contenta ahora?
Tenía aún la mano en la mía. La
retiró, se volvió lentamente, quitó la música del atril para colocarla sobre el
piano, todo con pausa y mesura, y me miró de nuevo con esforzada y dolorosa
sonrisa:
–¿Y si yo… le pidiera que no se
fuera?…
–¡Pero por Dios bendito! –exclamé–.
¡No se da cuenta de que me está matando con estas cosas! ¡Estoy harto de sufrir
y echarme en cara mi infelicidad! ¿Qué ganamos, qué gana Vd. con estas cosas?
¡No, basta ya! ¿Sabe Vd. –agregué adelantándome– lo que Vd. me dijo aquella
última noche de su enfermedad? ¿Quiere que se lo diga? ¿Quiere?
Quedó inmóvil, toda ojos.
–Si, dígame…
–¡Bueno! Vd. me dijo, y maldita
sea la noche en que lo oí, Vd. me dijo bien claro esto: ¿y-cuan-do-no tenga-más-de-li-rio,
me que-rrás toda-ví-a? Vd. tenía delirio aún, ya lo sé… ¿Pero qué quiere que
haga yo ahora? ¿Quedarme aquí, a su lado, desangrándome vivo con su modo de
ser, porque la quiero como un idiota?… Esto es bien claro también, ¿eh? ¡Ah, le
aseguro que no es vida la que llevo! ¡No, no es vida!
Había apoyado la frente en los
vidrios, deshecho, sintiendo que después de lo que había dicho, mi amor, mi
alma, mi vida, se derrumbaban para siempre jamás.
Pero era menester concluir y me
volví: ella estaba a mi lado, y en sus ojos –como en un relámpago, de felicidad
esta vez– vi en sus ojos resplandecer, marearse, sollozar, la luz de húmeda
dicha que creía muerta ya.
–¡María Elvira! –exclamé, grité,
creo–. ¡Mi amor querido! ¡Mi alma adorada!
Y ella, en silenciosas lágrimas
de tormento concluido, vencida, entregada, dichosa, había hallado por fin sobre
mi pecho, postura cómoda a su cabeza.
***
Y nada más. ¿Habrá cosa más sencilla que todo esto?
Yo he sufrido, es bien posible, llorado, aullado de dolor, y debo creerlo
porque así lo he escrito. ¡Pero qué endiabladamente lejos está todo eso! Y
tanto más lejos porque –y aquí está lo más gracioso de esta nuestra historia–
ella está aquí, a mi lado, leyendo con la cabeza sobre la lapicera, lo que
escribo. Ha protestado, bien se ve, ante no pocas observaciones mías; pero en
honor del arte literario en que nos hemos engolfado con tanta frescura, se
resigna como buena esposa. Por lo demás, ella cree conmigo que la impresión
general de la narración, reconstruida por etapas, es un reflejo bastante
acertado de lo que pasó, sentimos y sufrimos. Lo cual, para obra de un
ingeniero, no está del todo mal.
En este momento María Elvira me
interrumpe para decirme que la última línea escrita no es verdad: Mi narración
no sólo no está del todo mal, sino que está bien, muy bien. Y como argumento
irrefutable, me echa los brazos al cuello y me mira, no sé si a mucho más de
cinco centímetros.
–¿Es verdad? –murmura o arrulla,
mejor dicho.
–¿Se puede poner arrulla? –le
pregunto.
–¡Sí, y esto, y esto! Y me da un
beso.
¿Qué más puedo añadir?
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