Ana Gómez Gordillo
Parada frente al escaparate me sentía perdida; me frustraba siempre lo mismo:
entrar animada y salir con las manos vacías. Zapatillas en exceso me probé; algunas
apretaban mis dedos, otras tenían un tacón tan alto que se me torcían los tobillos
al caminar. Ninguna cumplía con las exigencias. Malogradas visitas; mi fantasía
era clara: tacón delgado, sin exagerar; cerradas de enfrente, con pulsera al tobillo,
abiertas de atrás. Color miel. Debían proporcionar a mis piernas una mejor figura,
y, sobre todo, tenían que saber bailar rock and roll,
danzón, tango, en especial salsa.
Era increíble que de tantas zapaterías visitadas, vitrinas
observadas, zapatillas probadas, no existiera la ideal. Cuando me di por vencida,
las encontré. Sólo verlas, comprendí que no podría caminar
sin ellas. Me enamoré. No podía dejar de mirarlas. Cuando las tuve en mis manos
su olor excitó mis sentidos; apenas las calcé, la sedosidad de su interior cautivó
mis dedos. La pulsera sujetaba el tobillo con sutil fuerza provocadora, adornando,
estimulando la sensualidad. Un escalofrío me recorrió desde el talón a la pantorrilla,
al vivenciar el tamaño del tacón. Me atravesó una descarga de gozo.
Desde ese momento fuimos una pareja perfecta para seducir.
Me sentía poderosa, sensual a cada paso que daba; y, al bailar, en las fiestas,
nos movíamos con gran ritmo, sin tropiezos, provocando pasiones culposas entre amigos
y extraños.
Las color miel no fueron mis primeras zapatillas, pero
sí mi primer amor.
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