H. G. Wells
Está
sentado a menos de una docena de metros. Si echo una mirada por encima del
hombro puedo verlo. Y si tropiezo con sus ojos –y con frecuencia tropiezo con
sus ojos– me corresponden con una expresión…
Es ante todo una mirada suplicante y, además,
acompañada de cierto recelo.
¡Maldito sea su recelo! Si quisiera contar lo que sé
de él, hace tiempo que lo habría hecho. No digo nada y no cuento nada, y él
debería estar tranquilo. ¡Como si algo tan gordo y grasiento pudiera permanecer
tranquilo! ¿Quién me creería si me decidiera a hablar?
¡Pobre
Pyecraft! ¡Enorme y desasosegada masa de gelatina! El clubman más gordo de
Londres. Está sentado ante una de las pequeñas mesas del club, en el rincón de
la chimenea, engullendo. ¿Qué es lo que engulle? Miro con cautela y lo
sorprendo tratando de morder un redondo y caliente pastel de frutas relleno de
mantequilla, y con los ojos fijos en mí. ¡Que el diablo se lo lleve! ¡Con los
ojos fijos en mí!
¡Ya
no hay más que decir, Pyecraft! ¡Se acabaron las contemplaciones, Pyecraft!
Puesto que usted quiere ser abyecto; puesto que usted quiere proceder como si
yo no fuera un hombre de honor, aquí mismo, bajo la mirada de sus ojos
empotrados, voy a poner por escrito todo el asunto, la pura y simple verdad
sobre Pyecraft. El hombre a quien ayudé, el hombre a quien protegí, y que me ha
recompensado haciéndome insufrible mi propio club, absolutamente insufrible,
con sus húmedas súplicas, con el perpetuo “no hables” de sus miradas.
Y,
además, ¿por qué se obstina en comer eternamente?
¡Pues
bien, allá va la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad!
Pyecraft…
Conocí a Pyecraft en este mismo salón fumador. Yo era un nuevo miembro del
club, joven y tímido, y él lo advirtió. Yo estaba sentado, completamente solo,
deseando conocer a otros miembros, y él se acercó hacia mí de repente –un
desmesurado conglomerado de papadas y abdomen– y gruñó. Después se sentó a mi
lado, jadeó durante unos instantes, se demoró rascando un cerillo, prendió un
cigarro y, finalmente, me dirigió la palabra. Olvidé lo que me dijo… Algún
comentario sobre lo mal que encendían los cerillos; y después, mientras
hablaba, paró a todos los camareros que pasaban y se quejó de los cerillos con
esa fina y aflautada vocecilla que tiene. Como sea, nuestra conversación se
inició de modo parecido.
Habló
sobre varios temas y fue a parar a los deportes. Y de ahí a mi hechura y mi
tez.
–Usted
debe de ser un buen jugador de críquet –dijo.
Admito
que soy delgado, tan delgado que algunos podrían llamarme flaco, y admito
también que soy bastante moreno, y sin embargo… no es que esté avergonzado de
tener una bisabuela hindú, pero, después de todo, no me gusta que cualquier
desconocido adivine esta ascendencia por el mero hecho de mirarme.
Así
pues, sentí cierta hostilidad hacia Pyecraft desde el principio.
Pero
hablaba de mí sólo con la intención de hablar de sí mismo.
–Supongo
–dijo– que usted no hace más ejercicio que yo, y probablemente no come mucho
menos. (Como todas las personas excesivamente obesas imaginaba que no comía
nada). Sin embargo –sonrió con una sonrisa oblicua– somos diferentes.
Y
entonces empezó a hablar de su gordura y su gordura; todo lo que había hecho
para combatir su gordura y todo lo que estaba haciendo para combatir su
gordura; lo que la gente le había aconsejado hacer para combatir su gordura y
lo que había oído que la gente hacía para combatir una gordura similar a la
suya.
–A
priori –dijo–, uno podría pensar que un problema de nutrición puede ser
tratado por medio de una dieta, y un problema de asimilación por medio de
drogas.
Era
sofocante. Una conversación empalagosa. Al escucharlo sentía que me inflaba por
momentos.
Una
cosa semejante se puede tolerar hasta cierto punto en un club, pero llegó un
momento en que creí que estaba soportando más de la cuenta. Mostraba hacia mí
una simpatía demasiado evidente. Nunca podía entrar al salón fumador sin que
viniera hacia mí balanceándose y, a veces, llegaba y se ponía a engullir a mi
lado mientras yo tomaba el almuerzo. En ocasiones parecía estar casi pegado a
mí. Era un pelmazo, pero no un pelmazo menos terrible por el hecho de que se
limitara exclusivamente a mi persona. Desde el principio advertí algo extraño
en sus maneras –como si supiera, como si adivinara que yo podría…–, que
denotaba que veía en mí una oportunidad remota y excepcional que ningún otro le
ofrecía.
–Daría
cualquier cosa por bajar de peso –decía–, cualquier cosa –y me miraba desde lo
alto de sus voluminosos carrillos con ojos de miope y suspiraba.
¡Pobre
Pyecraft! En este preciso instante está aporreando el timbre, ¡sin duda para
ordenar que le traigan otro pastel de frutas relleno de mantequilla!
Un
día se decidió a abordar el verdadero tema.
–Nuestra
farmacopea –dijo–, nuestra farmacopea occidental, no es otra cosa que la última
palabra de la ciencia médica. He oído decir que en Oriente…
Se
detuvo y me miró fijamente. Era como estar en un acuario.
Sentí
una cólera repentina contra él.
–Un
momento –dije–, ¿quién le ha hablado de las recetas de mi bisabuela?
–Bueno…
–titubeó a la defensiva.
–Todas
las veces que nos hemos encontrado durante la semana –dije–, y nos hemos
encontrado con bastante frecuencia, usted me ha hecho insinuaciones o algo
parecido acerca de mi pequeño secreto.
–Bueno
–dijo–, ahora que el gato está fuera del saco, lo reconozco, sí, es cierto. Lo
he sabido por…
–¿Por
Pattison?
–Indirectamente
–dijo, pero me parecía que estaba mintiendo–, sí.
–Pattison
–dije– tomó esos brebajes por su cuenta y riesgo.
Pyecraft
frunció los labios y se inclinó.
–Las
recetas de mi bisabuela –dije– son demasiado extrañas para jugar con ellas. Mi
padre estuvo a punto de hacerme prometer…
–¿No
lo hizo?
–No.
Pero me advirtió. Él mismo usó una de ellas… sólo una vez.
–¡Ah…!
Pero ¿usted cree…? Suponga… suponga que apareciera por casualidad una que…
–Son
documentos muy curiosos –dije–. Incluso el olor… ¡No!
Pero
después de haber llegado tan lejos, Pyecraft estaba resuelto a ir más lejos
todavía. Yo me temía que si insistía en poner a prueba su paciencia acabaría
por abalanzarse sobre mí y asfixiarme. Fui débil, lo confieso.
Pero
también estaba harto de Pyecraft. Había llegado a inspirarme tal sentimiento de
repugnancia que me decidí a decirle:
–Está
bien, arriésguese.
El
pequeño experimento de Pattison al que yo había aludido era de una naturaleza
completamente diferente. Ahora no nos interesa saber en qué consistía, pero, de
todos modos, yo sabía que la receta que utilicé entonces para ese caso
particular era inofensiva. De las demás no sabía demasiado y, a decir verdad,
me sentía inclinado a dudar que fueran absolutamente inofensivas.
Pero
en el caso de que Pyecraft se envenenara…
Debo
confesar que el envenenamiento de Pyecraft se me apareció como una enorme
empresa.
Aquella
noche saqué de mi caja de caudales el extraño cofre de madera de sándalo que
tenía un olor tan singular y revolví los crujientes pergaminos. El caballero
que transcribió las recetas de mi bisabuela tenía una notable debilidad por los
pergaminos de origen heteróclito, y su letra se apretaba hasta el máximo grado.
Algunas de las recetas me resultaban indescifrables –aunque mi familia, debido
a sus relaciones con el Indian Civil Service, había mantenido el conocimiento
del indostánico de generación en generación–, y de las restantes, ninguna era
fácil de leer. Pero en seguida encontré la que me interesaba, de modo que me
senté en el suelo, al lado de la caja de caudales, y la contemplé durante un
rato.
–Aquí
tiene –le dije al día siguiente a Pyecraft, y aparté la hoja de sus ávidas
garras.
–Por
lo que he conseguido descifrar, se trata de una receta para “Perder Peso” –(“¡Ah!”,
dijo Pyecraft)–. No estoy del todo seguro, pero creo que se trata de eso. Y si
usted sigue mi consejo, debería olvidarse de ella. Porque, ha de saber –estoy
ensuciando mi linaje para complacerlo, Pyecraft que mis antepasados de esa rama
eran, por lo que puedo adivinar, una colección de personajes terriblemente
estrafalarios. ¿Comprende?
–Permítame
intentarlo –dijo Pyecraft.
Me
arrellané en el sillón. Mi imaginación hizo un inmenso esfuerzo y se desplomó.
–¡En
nombre del cielo, Pyecraft! –exclamé–. ¿Qué aspecto cree usted que tendrá
cuando adelgace?
Era
impermeable a las razones. Le hice prometer que nunca más volvería a decirme
una palabra referente a su desagradable gordura, sucediera lo que sucediera –nunca
más–, y sólo entonces le tendí el pequeño trozo de pergamino.
–Es
un mejunje nauseabundo –dije.
–No
importa –contestó, y cogió la receta. Los ojos se le salieron de las órbitas.
–Pero…
pero… –dijo.
Acababa
de descubrir que no estaba escrita en inglés.
–Emplearé
a fondo mis conocimientos –dije– y se la traduciré.
Hice
lo que pude. Después estuvimos quince días sin hablarnos. Siempre que se
acercaba yo fruncía el ceño y le hacía señas para que se alejara, y él
respetaba nuestro pacto. No obstante, al término de los quince días estaba tan
gordo como siempre. Entonces volvió a dirigirme la palabra.
–Necesito
hablar –dijo–. Esto no es lógico. Tiene que haber un error. No noto ninguna
mejoría. Está dejando usted en mal lugar a su bisabuela.
–¿Dónde
está la receta?
La
sacó con sumo cuidado de su cartera.
Yo
recorrí con la mirada las instrucciones.
–¿Estaba
podrido el huevo? –pregunté.
–No.
¿Es que tenía que estarlo?
–Pues
claro –dije–; en las recetas de mi pobre y querida bisabuela eso no hace falta
ni mencionarlo. Cuando no se especifica el estado o la calidad hay que escoger
lo peor. Era muy drástica… Y aquí hay una o dos posibles alternativas para
alguna de las otras prescripciones. ¿Se ha procurado usted veneno fresco de
serpiente de cascabel?
–He
adquirido una serpiente de cascabel en Jamrach. Me ha costado… me ha costado…
–Eso
es asunto suyo. Esta última prescripción…
–Conozco
a un hombre que…
–Bien.
Hum… Muy bien; le copiaré las alternativas. Por lo que sé de esa lengua, la
ortografía de esta receta es particularmente atroz. Por cierto, el perro que
está especificado aquí tendrá que ser seguramente un perro paria.
Durante
el mes siguiente vi constantemente a Pyecraft en el club y seguía tan gordo y
ansioso como siempre. Se mantenía fiel a nuestro tratado, pero a veces rompía
el espíritu del convenio moviendo la cabeza con gestos de desaliento. Hasta que
un día me abordó en el guardarropa.
–Su
bisabuela…
–Ni
una palabra contra ella –dije, y se calló.
Llegué
a imaginar que se había rendido, pero un día lo sorprendí hablando con tres
nuevos miembros sobre su gordura, como si estuviera a la caza de otras recetas.
Y poco después, de forma absolutamente inesperada, recibí un telegrama suyo.
–¡Mr.
Formalyn! –voceó un botones justamente bajo mis narices.
Cogí
el telegrama y lo abrí en el acto.
“Por
amor de Dios, venga. –Pyecraft”
–¡Hum!
–exclamé; y, a decir verdad, estaba tan complacido por la reivindicación de la
fama de mi bisabuela que el mensaje prometía, que me regalé con el más
exquisito de los almuerzos.
Me
enteré de la dirección de Pyecraft por el portero del club. Pyecraft habitaba
la mitad superior de una casa de Bloomsbury, y allí me dirigí nada más acabar
mi café y mi copa de trappistine.
–¿Mr.
Pyecraft? –pregunté en la puerta de entrada.
Creían
que estaba enfermo; no había salido en dos días.
–Me
está esperando –dije, y me enviaron arriba.
Toqué
el timbre de una puerta enrejada que había en el rellano.
“No
debería haber probado el brebaje –me dije–. Un hombre que come como un cerdo
tiene que parecer un cerdo”.
Una
mujer de aspecto respetable, con cara de preocupación y una cofia colocada
descuidadamente, apareció y me observó a través de la reja.
Le
di mi nombre y me dejó entrar con un gesto dudoso.
–¿Y
bien? –dije cuando llegamos a la parte del rellano que correspondía a Pyecraft.
–Dijo
que lo hiciéramos pasar a usted si venía –dijo la mujer, sin hacer ningún gesto
que me indicara el camino. Después añadió en tono confidencial–: Está
encerrado, señor.
–¿Encerrado?
–Se
encerró ayer por la mañana y no ha dejado entrar a nadie desde entonces. Y no
hace más que blasfemar. ¡Oh, Dios mío!
Concentré
la atención en la puerta que ella señalaba con sus miradas.
–¿Está
ahí dentro? –pregunté.
–Sí,
señor.
–¿Qué
le pasa?
Movió
la cabeza con un gesto de tristeza.
–No
hace más que pedir alimentos, señor. Y sólo quiere alimentos pesados. Yo le
llevo lo que puedo. Cerdo, morcillas, salchichas, pan fresco. Y cosas por el
estilo. Me ordena que lo deje fuera, por favor, y que me vaya. Está comiendo
constantemente, señor; es una cosa horrorosa.
Un
grito aflautado se escuchó al otro lado de la puerta.
–¿Es
usted, Formalyn?
–¿Es
usted, Pyecraft? –grité, y me dirigí hacia la puerta y la golpeé.
–Dígale
a la mujer que se marche.
Así
lo hice.
Después
escuché un extraño golpeteo en la puerta –como si alguien tanteara en la
oscuridad en busca del picaporte–, acompañado por los familiares gruñidos de
Pyecraft.
–Está
bien –dije–. Ya se fue.
Pero
la puerta permaneció cerrada durante un buen rato.
Por
fin oí girar la llave. Y después la voz de Pyecraft.
–Entre.
Giré
el picaporte y abrí la puerta. Como es lógico, esperaba ver a Pyecraft.
Pues
bien, ¡él no estaba allí!
No
había recibido una impresión tan fuerte en toda mi vida. Su habitación se
encontraba en un lamentable estado de desorden, con platos y fuentes dispersos
entre los libros y los objetos de escritorio, y varias sillas volcadas; pero
allí no estaba Pyecraft…
–Está
bien, amigo. Cierre la puerta –dijo, y en ese preciso instante lo vi.
Estaba
haciendo equilibrio en el aire, pegado a la cornisa que había en la esquina de
la puerta, como si alguien lo hubiera encolado en el techo. Su cara aparecía
angustiada y colérica. Jadeaba y gesticulaba.
–Cierre
la puerta –repitió–. Si esa mujer se entera…
Cerré
la puerta. Después me dirigí al extremo opuesto y me quedé mirándolo.
–Si
algo de esto cede y usted se desploma –dije–, se romperá el cuello, Pyecraft.
–Ya
me gustaría –dijo, resollando ruidosamente.
–Un
hombre de su edad y de su peso no debería realizar ejercicios gimnásticos tan
juveniles…
–No
es nada de eso –dijo.
Parecía
angustiado.
–Se
lo contaré todo –añadió gesticulando.
–Pero
¿cómo diablos –dije– está usted agarrado ahí arriba?
De
pronto me di cuenta de que no estaba agarrado a nada, sino que estaba flotando
en el aire, exactamente igual que una vejiga llena de gas habría flotado en la
misma posición. Empezó a hacer esfuerzos para desprenderse del techo y gateó
por la pared hacia el lugar donde yo me encontraba.
–Ha
sido esa receta –jadeó reptando por la pared–. Su bisabuela…
Mientras
hablaba se agarró descuidadamente al marco de un grabado; éste cedió y Pyecraft
voló hasta el techo mientras el cuadro se estrellaba contra el sofá. Pyecraft
chocó con el techo y entonces comprendí por qué estaba manchado de blanco en
las curvas y ángulos más sobresalientes de su persona. Lo intentó de nuevo,
esta vez con más cuidado, descendiendo por la parte exterior de la chimenea.
Realmente
era un espectáculo de lo más extraordinario ver a aquel hombre enorme, gordo,
de aspecto apopléjico, boca abajo e intentando descender desde el techo hasta
el suelo.
–Esa
receta –dijo– ha sido demasiado eficaz.
–¿Cómo?
–Pérdida
de peso… casi completa.
Entonces,
claro está, comprendí.
–¡Por
Júpiter, Pyecraft! –exclamé–. ¡Usted quería un remedio para la gordura! Pero
siempre decía peso. Prefería decir peso.
De
todos modos yo sentía un placer extraordinario. Incluso Pyecraft me resultó
simpático en ese momento.
–Déjeme
que lo ayude –dije, y lo tomé de la mano atrayéndolo hacia el suelo.
Él
agitó las piernas, intentando encontrar algo firme donde apoyar el pie. Parecía
una bandera desplegada en un día de viento.
–Esa
mesa –dijo, señalándola con el dedo– es de caoba maciza y muy pesada. Si
pudiera usted meterme debajo…
Así
lo hice, pero empezó a revolverse como un globo cautivo mientras yo permanecía
de pie sobre la alfombra de la chimenea y le hablaba.
Encendí
un puro.
–Dígame
–dije–, ¿qué ha sucedido?
–Tomé
el brebaje –dijo.
–¿Qué
tal sabía?
–¡Oh!
¡Horrible!
Yo
imaginaba que eso pasaría con todas. Si uno considera los ingredientes, o las
posibles mezclas, o los probables resultados, casi todos los remedios de mi
bisabuela resultan, como mínimo, absolutamente repelentes. Yo por mi parte…
–Primero
tomé un sorbito.
–¿Sí?
–Y
como al cabo de una hora me sentía mejor y más ligero, decidí tomar toda la
dosis.
–¡Mi
querido Pyecraft!
–Me
tapé las narices –explicó–. Luego seguí sintiéndome más ligero… e
imposibilitado, como ve. Un acceso de cólera le invadió súbitamente.
–¿Qué
demonios voy a hacer? –exclamó.
–Está
claro que hay una cosa que no debe hacer –dije–. Si sale a la calle empezará a
subir y a subir –agité el brazo hacia arriba– y después tendrán que enviar a
Santos-Dumont para alcanzarlo y volver a traerlo aquí abajo.
–Supongo
que se me pasará.
Moví
la cabeza.
–No
creo que pueda usted contar con eso –dije.
Entonces
tuvo otro acceso de cólera y se puso a dar puntapiés a las sillas cercanas y a
patear el suelo. Se comportaba tal y como cabría esperar que se comportara un
hombre enorme, gordo e inmoderado bajo circunstancias molestas, es decir: muy
mal. Se refirió a mí y a mi bisabuela con una total falta de discreción.
–Yo
jamás le pedí que se tomara ese mejunje –dije.
Y
desdeñando generosamente los insultos que me prodigaba, me senté en un sillón y
empecé a hablarle en tono juicioso y amigable.
Le
hice ver que él mismo era el responsable del trastorno que padecía y que en
cierto modo tenía un aire de justicia poética. Había comido en exceso. Él lo
negó, y durante un rato estuvimos discutiendo este punto.
Pero
en vista de que se ponía ruidoso y violento, dejé de insistir en este aspecto
de su escarmiento.
–Y
además –dije–, usted cometió un pecado de eufemismo. Nunca decía Gordura, que
es un término preciso e ignominioso, sino Peso. Usted…
Me
interrumpió para decirme que lo reconocía todo. Pero ¿qué iba a hacer ahora?
Le
aconsejé que se adaptara a sus nuevas circunstancias. Así llegamos a la parte
realmente complicada del asunto. Entonces le sugerí que no sería difícil
aprender a andar a gatas por el techo…
–No
puedo dormir –dijo.
Pero
eso no constituía una gran dificultad. Era totalmente factible, le indiqué,
preparar una cama en el techo bajo un somier de alambre, asegurando los
colchones con correas y abotonando la manta, la sábana y la colcha a los lados.
Pero tendría que confiar en su ama de llaves, dije, a lo que accedió después de
una breve disputa. (Posteriormente fue una verdadera delicia contemplar la
manera tan maravillosamente flemática con que la buena mujer se tomó estas
sorprendentes inversiones del orden). Podría tener una escalera de biblioteca
en la habitación y las comidas serían depositadas en lo alto de la librería.
Imaginamos también un ingenioso procedimiento mediante el cual podría descender
al suelo siempre que quisiera; consistía simplemente en colocar la Enciclopedia
Británica (décima edición) en el último entrepaño de la librería. Bastaría con
sacar un par de volúmenes, agarrarlos con fuerza y descender tranquilamente.
También acordamos distribuir asas de acero a lo largo del rodapié para que
pudiera afianzarse siempre que deseara andar por la parte inferior de la
habitación.
A
medida que fuimos progresando en las soluciones, descubrí que yo mismo estaba
enormemente entusiasmado. Fui yo quien llamó al ama de llaves y le descifró el
enigma y, sobre todo, quien instaló en el techo la cama invertida. De hecho
pasé dos días enteros en su casa. Soy un hombre habilidoso, de esa clase de
personas que se ponen a hacer cosas con un desarmador, y le preparé todo tipo
de ingeniosas adaptaciones: tendí un cable para poner los timbres a su alcance;
coloqué las lámparas eléctricas boca abajo, y así sucesivamente. Para mí todo
aquel asunto se había convertido en algo extraordinariamente curioso e interesante
y me parecía delicioso imaginar a Pyecraft como una enorme y gorda moscarda
arrastrándose por el techo y gateando por el dintel de las puertas de una
habitación a otra, y sin posibilidad de volver al club, nunca, nunca, nunca
más…
Pero
al final mi fatal inventiva me superó. Yo estaba sentado junto a la chimenea,
bebiéndome su whisky, y él se encontraba en su rincón preferido, al lado de la
cornisa, clavando en el techo un tapiz turco, cuando se me ocurrió la idea:
–¡Por
Júpiter, Pyecraft! –exclamé–. Todo esto es completamente innecesario.
Y
antes de que pudiera calcular las consecuencias de mi idea, la solté:
–Ropa
interior de plomo –dije, y el daño era ya irreparable.
Pyecraft
acogió la ocurrencia casi con lágrimas.
–Poder
andar de nuevo en la posición correcta… –dijo.
Le
revelé todos los detalles del secreto antes de prever adónde me llevaría.
–Compre
láminas de plomo –dije– y córtelas en rodajas. Después cósalas sobre su ropa
interior hasta que pese suficiente. Póngase botas con suela de plomo, lleve un
maletín cargado de plomo y la cosa está hecha. En vez de estar prisionero aquí,
tendrá la posibilidad de salir, Pyecraft; podrá viajar…
Y
entonces se me ocurrió una idea más feliz todavía.
–Usted
jamás tendrá que sentir miedo a un naufragio. Le bastará con quitarse un poco
de ropa, cargar en la mano la cantidad necesaria de equipaje y flotar por el
aire…
Llevado
por la emoción Pyecraft soltó el martillo y cayó a dos dedos de mi cabeza.
–¡Por
Júpiter! –exclamó–. Podré volver al club.
La
sugerencia me dejó helado.
–¡Por
Júpiter! –dije, casi sin voz–. Sí. Desde luego… podrá…
Y
lo hizo. Y lo hace. Ahora está sentado detrás de mí, engullendo –¡tan seguro
como que estoy vivo!– una tercera ración de pasteles de frutas. Y nadie en el
ancho mundo sabe –excepto su ama de llaves y yo– que realmente no pesa nada;
que es sólo una fastidiosa mole de materia asimilatoria, una simple nube
vestida, niente, nefas, el más insignificante de los hombres.
Allí está sentado, acechándome hasta que haya acabado de escribir. Entonces, si
puede, me atrapará. Vendrá balanceándose hacia mí…
Me
repetirá una vez más lo de siempre: cómo le afecta aquello y cómo no le afecta,
y cómo a veces abriga la ilusión de que el efecto se disipe un poco. Y, como
siempre, en alguna parte de su espeso y monótono discurso dirá:
–El
secreto estará seguro, ¿no? Si alguien se enterara, me sentiría tan ridículo…
Una cosa así lo convierte a uno en una especie de estúpido, ¿comprende?
Arrastrarse por el techo y todo lo demás…
Y
ahora, ¡a eludir el acoso de Pyecraft, que ocupa –como siempre– una admirable
posición estratégica entre la puerta y yo!
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