Norman Matson
Acercándose
al día, era un proceso gradual, como el paso entre túneles. Se daba cuenta del
palpitar de su corazón y su estómago temblaba de sorpresa. La tarde, llena de
acontecimientos y de gente, lo avasallaba. Por fin despertó completamente, con los
ojos cerrados, pensando si era su boca la que había hablado o reído.
Con mucho cuidado algo fue depositado sobre
su mesa; algo que sonó argentinamente, con un sonido claro y suave. Luego oyó y
sintió a su joven esposa acostarse junto a él. Ya debía ser tarde. Los muchachos
gritaban en el parque.
A su espalda habló su mujer:
–¿Te duele la cabeza?
–No, no mucho.
–Bebe lo que te traje. Tiene hielo.
Abrió un ojo. Bebió.
Pensó qué sería lo que estaba bebiendo, así que, como si escuchara, ingirió el
resto. Se dejó caer de espaldas para observar dos procesos lentos y agradables; el uno, el remordimiento disolviéndose; el otro, la
corriente de tranquila salud que invadía todo su cuerpo.
–Gracias –dijo–, eres un ángel. Yo… ¡al diablo!
Mejor no comienzo con excusas…
–Hablaste mucho –su voz era clara y fresca, una voz muy joven, y decía
cosas encantadoras.
–¡Sí, ya lo creo!
El ruido de la ciudad nunca había sido tan
ensordecedor. Parecía que retumbara dentro de su cuarto. Sus ideas,
particularmente brillantes y definidas, de repente, sin razón alguna, se representaron
una casa de campo. Una casa de
campo negra por la lluvia de la noche anterior, una casa de campo sin pintar.
No una casa de campo cualquiera, sino la Casa de Campo, por así decirlo.
Y eso fue el inicio.
Construyó en la mente la imagen del Campo, limpia paz, cielo azul, una colina de
suave pendiente. Una realidad sencilla, brillante de felicidad.
Su mujer preguntó,
prudente:
–¿Estás dormido?
–Estoy imaginando algo. Te diré…
Ella se movió un poco:
–Bueno.
–Es acerca de ti y de mí.
–Sí…
–Y la casa que vamos a tener.
–Dime.
Él sonrió en su almohada.
–Antes que nada, piensa en un gran jardín con
barda y con una puerta blanca de madera enfrente…
–La veo…
–Algo se mueve al fondo. Es una vela de barco,
tan chiquita, que se ve como un pequeño triángulo en el fondo del cielo azul.
No se puede ver el desembarcadero, atrás del jardín, porque desciende en colina.
¿Ves? Y los andadores del jardín son blancos, de concha triturada. Son muy
blancos, y a los lados hay flores rojas, color de rosa, blancas, amarillas.
Cerca de la barda hay muchos rosales. Pero lo más maravilloso es que a pesar de
que sopla mucho viento y se ven las nubes galopar en el cielo, nada se mueve dentro
de nuestro jardín y las rosas están quietas y perfumadas.
–Qué bonito. ¿Y yo estoy allí?
–Tú estás caminando hacia la puerta, en
kimono azul, y miras al suelo, porque quieres arrancar la yerba.
–Sí… –él se daba cuenta de que ella sonreía…
–Y, ¿dónde está la casa?
–Estás de espaldas a ella. Es una linda
casa blanca de madera, con una terraza, no por fuera, ¿ves?, sino de esas que
están a techo, como una cueva dentro del edificio. A un lado está un gran
gallinero, reluciente con la lluvia que acaba de caer. De aquí se puede oír el
golpe seco de un martillo. Soy yo, que estoy construyendo algo.
–¿Qué?
–No sé.
–Sí, dime.
–Es una mesita, una mesita que me llega a
la rodilla.
–Entonces tuve un bebé.
–Sí, ya hace meses. Ella…
–¿Ella?
–Ella te sigue, imitándote en lo que haces,
mirando las flores, con sus manecitas regordetas detrás de la espalda. No tiene
sombrero, y cuando se inclina a oler las flores con su naricita arrugada, su
cabello, rubio como oro y sedoso, le cae sobre la mejilla, y ella se lo aparta
impaciente con sus deditos abiertos. Su mejilla es redonda y lisa como una
ciruela, color de rosa como las flores impresas en su vestidito. Como ella se
queda callada, tú le preguntas qué está haciendo.
–Estoy pensando en papá –dice ella–. Creo
que lo voy a visitar.
–“Tu papá está ocupado”, le dices. Y en
este momento ella se aleja corriendo hacia el gallinero.
–No, por favor.
–Sí, ella se va. Y aunque la llamas, ella
sigue corriendo. Y en ese momento su papá abre las puertas del gallinero y sale.
Se dio cuenta del mundo cristalino que
estaba imaginando y sintió su peso. Repentinamente quiso alejarse de él.
–¿Y luego? –preguntó su mujer.
–No sé.
–¡Claro que sí sabes!. Por favor.
–No, eso es todo. Ya es el fin –se sentía
enfermo.
–Pero debes decirme más –insistió ella.
Como aborto de una bruja, el resentimiento
floreció en él. He aquí que le había dado exactamente la casa que ella quisiera
tener, con jardín –no que ella supiera nada de jardines y cosas sobre el
estilo–, y no estaba satisfecha. ¿No era bastante?
Pero ella
insistía.
–Bueno,
la nena está ocupadísima cortando flores para su papá, tan ocupada que se pone
roja del esfuerzo, pero el ramo de flores es de esos que hacen los chamacos, un
ramo suelto, maltratado, un montón de flores sin tallo…
Su mente se regocijó de la imagen realista.
Prosiguió:
–Y cuando me muestras
lo que has hecho me sorprende mucho, porque no has estado arrancando yerbas, sino
las pequeñas plantitas de las semillas de crisantema que yo
sembré. No digo nada, pero alzo a la niña, que
comienza a llorar y a patalear.
Se quedó pensando un momento, contemplando
el panorama que había cambiado. Ya el aire olía distinto y las rosas se mecían
con el viento.
–Eso es todo –dijo–. ¿Fue un buen cuento?
Después de un largo rato de silencio volteó
a verla. Las mejillas de su mujer estaban húmedas, sus ojos cerrados. Algo, su
corazón, se movió con un espasmo doloroso.
–Lo siento –dijo.
Pero lamentarlo no era suficiente, ni su
perdón ni, momentos después, su alegre risa.
Esa noche él le trajo regalos, regalos que
le encantaron, pero eran cosas que no podrían nunca reponer lo que había destruido.
La pérdida era completa. Era leve el
cambio, pero su vida ya no sería nunca la misma.
Por primera vez conoció el pecado, esa
palabra negra.
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