Adolfo Bioy Casares
En
la noche del jueves el profesor Roberto
Ravenna suspiró varias veces, pero a la una de la madrugada lanzó un quejido. Después
de leer el último trabajo había encontrado, en la maraña de su mesa, una pila con
otros diez.
Hombre de humor
excitable, necesitaba, para reponer el desgaste cotidiano, largas noches de sueño;
todas las de aquella semana, por diversos motivos, fueron demasiado cortas. Estaba
cansadísimo. La lectura de las monografías reavivó, como siempre, su rencor por
los estudiantes. “No es para menos” decía. “Están los que no saben nada y está el
que sabe algo pero redacta de un modo que da ganas de corregirlo a patadas”.
A las tres y media
había concluido. Tambaleando llegó al borde de la cama, donde se desplomó, sin quitarse
la ropa.
Destemplados golpes
en la puerta lo despertaron. Tras un momento de perplejidad, comprendió que para
acallarlos no le quedaba otro remedio que levantarse e ir hasta la puerta.
–¿Quién es? –preguntó.
–Abra.
–¿Quién es?
–Abra, abra. Soy
Venancio. Venancio, el payaso.
“El 6º B” recapacitó
Ravenna. En la casa, todo el mundo se conocía por el número del piso y la letra
del departamento. Doña Clotilde, la portera, así los llamaba y ellos, bajo su ascendencia,
adoptaron la modalidad. Sin abrir preguntó:
–¿Qué le sucede?
–Pero ¿cómo “Qué
me sucede”, doctor Ravenna? Lo mismo que a usted y al resto del edificio. ¿No siente
el olor?
“Con tal que no
haya un incendio”, pensó Ravenna, que vivía en el 7° A, el único departamento del
último piso y ya se imaginaba corriendo escaleras abajo, sofocado por el humo. Resignadamente
entreabrió y en el acto debió apelar a toda su fuerza para rechazar los embates
del 6º B que, empleando el hombro como palanca, intentaba abrirse paso. A tiempo
manoteó el picaporte, con la otra mano se afirmó en el marco de la puerta y pudo
recuperar, a golpes de pecho, los centímetros de su departamento que el payaso había
invadido. Jadeante, pero con la satisfacción de la victoria, exclamó:
–No le permito.
–Le juro, no soporto
más el olor. Tengo que averiguar de dónde viene.
–No huelo nada,
y en casa no hay ningún incendio, le aclaro.
–¿De qué incendio
me habla?
Al oír esto Ravenna
se tranquilizó. Ya no tuvo más preocupación que la de volver a la cama. En tono
casi amistoso dijo:
–Entonces usted
se va y me deja dormir. Yo me caigo de sueño.
–Sin ánimo de
ofender, doctor, ¿me cree estúpido?
La pregunta lo
sorprendió por venir de un hombre tan extremadamente cortés que en los encuentros
en el ascensor podía volverse engorroso. Ravenna replicó:
–Y usted ¿qué
me está sugiriendo?
–Según informaciones
de buena fuente, el doctor da clases en la Facultad de Veterinaria. Para ser exacto,
en la Clínica de Animales Pequeños.
–Exacto.
–¿No habrá traído
algún animalito, llámelo perro o gato, en completo estado de putrefacción?
–Está mal de la
cabeza.
–¿Pretende que
el olor no viene de ninguna parte?
–Le repito: no
siento el más mínimo olor.
–Porque se acostumbró.
Cuando uno tiene la osamenta en casa, prontito se acostumbra al mal olor. Usted
trabaja, no le discuto, en experimentos útiles para el género humano. Permítame
que entre y dé una ojeada. Le prometo, doctor Ravenna: si pensé lo que no es, no
vuelvo a molestarlo.
–Estaría bueno
que yo deje entrar en mi casa al primer loco que alega un olor imaginario.
El 6° B contestó:
–No diga “imaginario”,
cuando no aguanto ese inmundo olor en las narices. Si no descubro de dónde viene
me vuelvo loco.
–¿Por qué no prueba
con la señora Octavia, del 6° A?
–¿Le parece? Una
señora tan altanera, señorona es la palabra, que impone respeto. Créame doctor:
yo no me atrevo.
–Atrévase. A lo
mejor tiene suerte.
Cerró con llave
y colocó la tranca. Miró el reloj. “Qué desastre”, dijo. Eran las cuatro y cinco
de la madrugada. Esa noche había dormido un cuarto de hora. Aunque sentía dolorosamente
el peso del sueño, la curiosidad prevaleció: tratando de no hacer ruido volvió a
abrir, salió al rellano en puntas de pie, bajó por la escalera hasta promediar la
curva y, parapetado en la baranda, observó cómo el 6° B golpeaba la puerta del 6°
A, primero con timidez, luego frenéticamente. Al rato, la señora asomó la cabeza
con lo que parecía una corona de espinas; eran ruleros. El 6° B se apresuró a explicar:
–Es por el olor,
señora. El olor que viene de acá, de su departamento.
La señora lo apartó
de un empujón, o puñetazo, en el pecho y, antes de cerrar, exclamó:
–¡Cómo se le ocurre!
En puntas de pie
Ravenna subió los peldaños que había bajado, entró en su departamento, cerró la
puerta y se tiró en la cama, con una sensación de alivio parecida a la dicha. En
algún momento soñó con los hechos que un rato antes habían ocurrido. Cuando oyó
de nuevo los golpes, astutamente se dijo que podía no hacer caso, porque sólo eran
parte de un sueño; entonces la violencia de los golpes lo despertó. Se dijo:
–Tengo que parar
a ese animal antes de que me rompa la puerta.
Salió de la cama,
corrió y, al abrir, recibió un puñetazo en la nariz. Mientras la palpaba, para cerciorarse
de que no estaba sangrando, el 6º B se excusó:
–No quise pegarle,
doctor. Golpeaba para que me abriera y usted apareció tan de golpe…
–Lo que usted
realmente quiere es que yo no duerma.
–No, no señor.
En ese punto se equivoca. Yo quiero entrar para retirar el animal muerto.
–¿Qué animal muerto?
–preguntó Ravenna, que a pesar, o tal vez a causa, de la trompada seguía medio dormido.
–El que despide
el olor. No puedo vivir un minuto más con este olor espantoso.
–No lo dejo entrar.
Bajo ningún concepto.
–No me fuerce,
doctor Ravenna, que sin la menor intención ya lo he golpeado una vez. Retiramos
el bichito en mal estado o yo no respondo.
El forcejeo entre
el que pretendía entrar y el que procuraba impedirlo progresó con violentísima prontitud.
Los contendientes cayeron. Cada uno, varias veces tuvo al otro de espaldas contra
el piso. En una de esas oportunidades Ravenna se golpeó la nuca y por instantes
quedó anonadado. Sin demora el 6° B se incorporó. Tras cumplir una veloz recorrida
por el departamento, reapareció cuando Ravenna se despabilaba.
–Tenía razón –dijo
el 6° B, muy triste–. No encontré el cadáver, doctor Ravenna, no encontré el cadáver.
–Lo que es yo,
voy a encontrar mi revólver marca Eibar para pegarle un balazo.
–Si usted supiera
lo que estoy pasando, no hablaría así. Nadie puede vivir con semejante olor en las
fosas nasales. Le juro: o me lo saco de encima o salto por la ventana.
Mientras Ravenna
empujaba afuera al intruso, le decía:
–Ahora quiere
que le tenga lástima. Usted se va antes que lo agarre a patadas.
Cerró la puerta,
se tiró en la cama y cuando la campanilla del teléfono lo despertó, vio en el reloj
de la mesa de luz que eran las ocho y media. No se enojó, porque lo llamaba el doctor
Garay, un amigo de toda la vida. Aunque siguieron carreras distintas (Garay era
psiquiatra), nunca dejaron de verse. Garay le propuso:
–Hoy a las siete
y media te paso a buscar. Dormimos en el recreo de siempre y mañana y pasado pescamos
el santo día. ¿De acuerdo?
–De acuerdo. Me
vendrá bien un poco de calma después de lo ocurrido.
Refirió los episodios
de la noche y describió cómicamente el frenesí del 6° B por el supuesto olor. Preguntó
Garay:
–¿Cómo se llama
el 6° B?
–Venancio. Creo
que Venancio Aldano.
–Por lo que me
contaste y para evitar males mayores, lo mejor es que lo mande buscar.
–¿Que lo mandes
buscar?
–Con una ambulancia,
para que me lo traigan al Borda. Quédate tranquilo; yo me ocupo de él.
En todo hombre
sobrevive un chico. En los años del Nacional, Garay y Ravenna, más de una vez, habían
organizado bromas que se hicieron famosas. Aquella mañana, cada cual junto a su
teléfono, echaron a reír, sintiéndose superiores a todo el mundo, por las ocurrencias
que tenían.
La entrevista
en la Facultad con los estudiantes fue desagradable. Al oír las notas se disgustaron.
Por su parte Ravenna sentía compasión y furia. Se dijo: “Lo peor es que no saben
que no saben”.
Almorzó en un
restorancito del barrio y sin demora volvió a la casa: el cuerpo le pedía una siesta.
Cuando iba a tomar el ascensor, la portera se interpuso para anunciarle:
–Al 6º B se lo
llevaron al Borda. Alguien habrá pasado la denuncia. ¿No oyó el alboroto que metió
anoche? Para que un hombre como él se porte así, tiene que estar loco.
–Dos veces me
despertó. Se da cuenta: a mitad de la noche quería entrar en casa.
–Un desubicado.
–Un demente. ¿Sabe
por qué pretendía entrar? Según él, yo tenía un animal muerto.
–Una locura.
–Le cuento otra.
Porfiaba que había un olor asqueroso. ¿Usted lo olió?
–Yo no.
–Yo tampoco.
–Más que locura,
calumnia. ¿Cómo puede haber mal olor en esta casa donde una se desloma para tener
todo limpio?
Fernanda, la del
5° B, entró de la calle, con los trillizos y los gemelos. Era joven, rubia y divorciada.
Dio las buenas tardes a Clotilde y partió hacia arriba en el ascensor. “Qué poca
suerte” pensó Ravenna. “No existo para la mujer que me gusta”.
–La gente es muy
rara –comentó doña Clotilde–. El mismo Venancio, que a usted le estropeó la noche,
a la hora del chocolate divirtió a chicos y grandes en el cumpleaños de los gemelos.
–No me diga que
también se desmandó en casa de la señora Fernanda –preguntó Ravenna, que apenas
escuchaba y estaba dispuesto a indignarse.
–Ni soñarlo. Para
su gobierno le aclaro que Venancio es buena persona. Un pan de Dios que trabaja
de payaso en fiestas infantiles.
Finalmente pudo
Ravenna tomar el ascensor. Al promediar el 6° piso notó que había un olor nauseabundo.
En el 7° revisó el lavadero. No encontró nada. A toda velocidad entró en su departamento,
corrió al baño, se empapó la cara con una loción para después de afeitarse. Reflexionó:
“En otro tiempo tenía siempre a mano agua de Colonia. Una buena costumbre que hemos
perdido”. Se dijo que el perfume de la loción no valía nada; en todo caso, parecía
impregnado del horrible olor que había en la parte alta del edificio. Mientras tuviera
ese olor en la nariz no le sería posible llevar una vida normal. “Con cuánta razón
el 6° B pensaba que en uno de estos departamentos tiene que estar la causa del olor”
recapacitó. “Mi nariz no me engaña: hay por acá un animal muerto o el cadáver de
un ser humano. ¿Un crimen? Tal vez porque sospechaba eso porfiaba tanto el 6° B.
No; simplemente porfiaba porque no aguantaba el olor. Yo tampoco lo aguanto”.
Estas consideraciones
provocaron en el profesor Ravenna, que en el fondo era buena persona, alguna simpatía,
no libre de remordimiento, hacia el 6° B. Llamó al Borda y pidió a Garay:
–Por favor te
pido que lo sueltes. He descubierto que no está loco. En esta casa hay un olor inmundo.
Yo mismo lo huelo. Garay respondió:
–Me sacas un peso
de encima. Aquí no se quejó nunca del mal olor. No creo que sea menos cuerdo que
nosotros.
Arrebatado por
un impulso incontenible corrió a golpear la puerta del 6° A. La señora Octavia,
reluciente en su escultural vestido de raso negro, apareció muy pronto. Sin perder
el aplomo, Ravenna dijo:
–¿Puedo entrar?
Tal vez porque
no había pasado bastante tiempo desde el episodio con el 6° B, la señora replicó:
–Cómo se le ocurre.
–Pero soy el 7°
A, su vecino.
Hablando con marcado
movimiento de labios, preguntó la señora:
–¿Podría explicarme
qué derecho le confiere eso? –le dio la espalda, miró hacia arriba, exclamó–: Ni
que fuera mi amante.
Como si a influjo
de esas palabras entrara en funcionamiento en su cabeza el mecanismo de una máquina
tragamonedas a punto de soltar el premio, Ravenna reflexionó y llegó a una conclusión.
Dijo:
–Con todo respeto,
es lo que más deseo en el mundo.
–No calla lo que
siente y es fino –comentó la señora–. Una actitud que me gusta.
Ravenna vio que
los labios de la señora Octavia temblaban, se mojaban.
–Permítame –dijo.
La besó, la abrazó,
empezó a desvestirla.
La señora observó:
–Mejor cerrar
la puerta –y mientras repetía, gimiendo–: No tan pronto, no tan pronto –lo llevó
a la cama.
Tardó poco Ravenna
en levantarse y revisar la casa. Como no encontró ningún animal muerto, tiró un
beso a la señora y salió a continuar la investigación. Precipitadamente bajó por
la escalera al 5° piso y golpeó a la puerta marcada con la letra A. Vivía ahí el
doctor Hipólito Reiner, especialista en nariz, garganta y oído. “En estas circunstancias,
muy adecuado”, pensó Ravenna, un poco en broma. Se abrió la puerta.
–¿Qué lo trae
por aquí, doctor? –preguntó Reiner. No era joven, estaba despeinado, tenía la mirada
vaga, parecía débil.
Ravenna miró como
si fuera a contestar, pero calló, por encontrarse de repente desprovisto de la razón
que lo llevó a llamar a la puerta. En efecto, con incredulidad, con júbilo, advirtió
que el olor había desaparecido. Dijo lo primero que se le ocurrió:
–Quería avisarle
que no es imposible que aparezca algún vecino y le pida permiso para entrar en su
departamento, a causa de un olor nauseabundo.
Reiner declaró
que no entendía. Con escasos cambios repitió Ravenna lo que había dicho, manteniendo
por cierto la referencia al olor nauseabundo.
–¿Qué insinúa?
–preguntó Reiner, sofocado por la indignación–. ¿Que tengo mi departamento sucio?
La dificultad
de explicar verosímilmente los hechos de antemano cansó a Ravenna y muy pronto lo
exasperó. Dijo:
–No insinúo nada,
pero como estoy un poco harto me voy.
Todavía subía
hacia el 1º. piso cuando vio, a través de la puerta enrejada del ascensor, a la
señora Octavia, que bajaba.
Tras vacilar un
momento, salió del ascensor y procuró seguir por la escalera a la señora. Ésta había
desaparecido. “Tiempo de llegar abajo no tuvo” pensó. “Entró en el 5° A o en el
5° B.” Dominado por la curiosidad, esperó en un recodo. No bien oía el funcionamiento
del ascensor, o pasos en alguna parte, bajaba o subía un tramo, para que no lo sorprendieran
espiando. Sus movimientos le recordaban las idas y venidas de una fiera enjaulada.
Por último Octavia
salió del 5° A; al verlo, exclamó:
–Si todavía te
sigue la molestia nasal, el doctor Reiner es tu salvación. Te confieso: cuando apareciste
en casa, creí que todo era un pretexto. Al rato nomás empecé a oler. Qué castigo.
–¿Todavía te molesta?
–Me curó el doctor
Reiner. Un brujo. Tendrías que verlo.
–Yo estoy sano.
Me sané al contagiarte.
–Fuiste malísimo,
pero ahora no importa, porque el doctor Reiner me curó. Es un brujo. No me dio ningún
remedio. Yo creía todo el tiempo que estaba auscultándome con sus cornetines de
metal. Me miró la nariz por dentro y me examinó la boca en sus últimos detalles.
–¿Para qué?
–Él lo sabrá,
porque es un brujo. Bastó una visita para que me sanara.
Ravenna dijo:
–Bueno, me voy.
Subió a su departamento.
Pensó que debía arreglar los papeles de la Facultad, antes que se le extraviaran
en el desorden de la mesa. “No puedo mantener los ojos abiertos” murmuró. Se dejó
caer en la silla, miró la ventana, el azul del cielo, y cuando hizo el ademán de
recoger los papeles quedó profundamente dormido.
Despertó renovado.
Se arrimó a la ventana y más allá de infinidad de casas desparejas vio una portentosa
puesta de sol. Como quien saca una conclusión, pensó que si la tuviera a mano a
Fernanda, la del 5° B, la de los trillizos y los gemelos, la convencería. Seguro
de que había llegado la hora de actuar, corrió escaleras abajo. Se encontró con
Fernanda –lo que interpretó como buen augurio– que salía del 5° A –un augurio menos
auspicioso. Sin darle tiempo a reaccionar, Fernanda dijo: –Qué suerte encontrarlo.
“Por primera vez me habla” pensó Ravenna. Contestó: –Para mí también es una suerte.
–Quiero que me
felicite. Me caso con Hipólito. El doctor Reiner, usted sabe. Es para morirse de
la risa. Llegó fuera de sí, desesperado por el mal olor, y a los pocos minutos nos
queríamos con locura.
Sintió un cansancio
muy grande. Procuró sobreponerse, para intentar una última defensa, y argumentó:
–Ese olor es contagioso.
–¡A quién se lo
dice! Parece evidente que yo traje el morbo a la casa. Ahora he de estar inmunizada.
Interrumpió este
diálogo la llegada del ascensor, con doña Clotilde, que anunció:
–Doctor Ravenna:
el doctor Garay lo espera abajo.
–Me había olvidado
–exclamó con desconsuelo.
Se despidió, se
cuadró y partió a enfrentar su largo fin de semana.
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