Truman Capote
Época:
noviembre de 1970.
Lugar:
Aeropuerto Internacional de Los Ángeles.
Estoy
sentado en el interior de una cabina telefónica. Es un poco después de las once
de la mañana y llevo media hora aquí sentado, simulando hacer una llamada. Desde
la cabina, veo bien la puerta 38, por donde está prevista la salida el vuelo directo
de mediodía a Nueva York. Tengo un asiento reservado en ese vuelo, un boleto que
compré bajo un nombre falso, pero hay muchas razones para dudar que alguna vez aborde
el avión. En primer lugar, hay dos hombres altos parados en la puerta, tipos duros
con sombreros de broche en el ala, y los conozco a los dos. Son detectives de la
oficina del alguacil de San Diego, y tienen orden de detención contra mí. Por eso
me estoy ocultando en la cabina telefónica. El caso es que estoy en un verdadero
aprieto.
El origen de mi apuro tiene sus raíces en unas
conversaciones que hace un año mantuve con Robert M., un joven esbelto y ágil, de
apariencia inofensiva, que entonces era un preso del Callejón de la Muerte de San
Quintín, donde aguardaba su ejecución después de que lo condenaran por tres asesinatos:
su madre y una hermana, ambas muertas a golpes, y un compañero de prisión, un hombre
a quien había estrangulado mientras estaba en la cárcel esperando juicio por los
dos homicidios primeros. Robert M. era un sicópata inteligente; llegué a conocerlo
bastante bien, y él comentó libremente conmigo su vida y crímenes, en el entendimiento
de que yo no escribiría ni repetiría nada de lo que él me contara. Yo estaba investigando
el tema de asesinos múltiples, y Robert M. se convirtió en otro caso histórico que
pasó a mis archivos. Por lo que a mí tocaba, aquel era el final del asunto.
Entonces, dos meses antes de mi encarcelamiento
en una sofocante cabina telefónica del aeropuerto de Los Ángeles, recibí una llamada
de un detective de la oficina del alguacil de San Diego. Me llamó a la casa que
yo tenía en Palm Springs. Era cortés y de voz agradable; dijo que conocía las muchas
entrevistas que yo había mantenido con asesinos condenados y que le gustaría hacerme
unas preguntas. Así que lo invité a venir a Palm Springs y a comer conmigo al día
siguiente.
El caballero no llegó solo, sino con otros
tres detectives de San Diego. Y aunque Palm Springs se halla situado en pleno desierto,
había en el aire un fuerte olor a pescado. Sin embargo, simulé que no había nada
extraño en tener súbitamente cuatro invitados en lugar de uno. Pero no tenían interés
en mi hospitalidad; en realidad, declinaron el almuerzo. Lo único que querían era
hablar de Robert M. ¿Hasta qué punto lo conocía? ¿Alguna vez admitió ante mí alguno
de sus asesinatos? ¿Tenía yo algún registro de nuestras conversaciones? Dejé que
hicieran sus preguntas y evité contestarlas hasta que formulé la mía propia: ¿por
qué estaban tan interesados en mi relación con Robert M.?
La razón era ésta: debido a un tecnicismo legal,
un tribunal federal había invalidado la condena de Robert M. y ordenado al estado
de California que le concediera un nuevo juicio. La fecha inicial para el nuevo
juicio se había fijado para finales de noviembre; es decir, aproximadamente para
dentro de dos meses a partir de entonces. Luego, una vez asentados tales hechos,
uno de los detectives me entregó un documento pequeño, pero de un aspecto extraordinariamente
legal. Era un citatorio ordenando que compareciera en el juicio de Robert M., como
testigo de la acusación, por lo visto. De acuerdo, me engañaron, y yo estaba más
furioso que el demonio, pero sonreí y asentí, y ellos sonrieron y comentaron lo
buen chico que era yo y lo agradecidos que estaban de que mi testimonio contribuyera
a enviar a Robert M. directamente a la cámara de gas. ¡Ese loco homicida! Se rieron
y se despidieron: “Hasta el juicio”.
Yo no tenía el propósito de respetar la citación,
aunque era consciente de las consecuencias de no hacerlo: me detendrían por desacato
al tribunal, me multarían y me meterían a la cárcel. Yo no tenía una opinión muy
alta de Robert M., ni deseo alguno de protegerlo; sabía que era culpable de los
tres asesinatos de que lo acusaban, y que era un sicótico peligroso al que nunca
debería concedérsele la libertad. Pero también sabía que el estado tenía pruebas
irrefutables, y más que suficientes, para condenarlo de nuevo sin mi testimonio.
Pero el problema fundamental era que Robert M. había confiado, bajo mi juramento,
en que yo no emplearía ni repetiría lo que él me había contado. Traicionarlo bajo
tales circunstancias hubiera sido moralmente despreciable y hubiese demostrado a
Robert M. y a los muchos hombres como él a quienes yo había entrevistado, que yo
era un informante de la policía, un soplón, llana y sencillamente.
Consulté a varios abogados. Todos me dieron
el mismo consejo: cumplir el citatorio o esperar lo peor. Todo el mundo miraba con
simpatía mi apurada situación, pero nadie le veía salida: a menos que me fuera de
California. Desacato al tribunal no era un delito extraditable, y una vez que estuviera
fuera del estado, las autoridades no podrían hacer nada para castigarme. Sí, había
una cosa: jamás podría volver a California. Eso no me pareció una pena severa; sin
embargo, a causa de algunos asuntos de bienes raíces y compromisos profesionales,
me resultaba difícil marchar en tan corto plazo.
Perdí la noción del tiempo, y aún estaba en
Palm Springs el día en que empezó el juicio. Aquella mañana, mi ama de llaves, una
amiga leal llamada Myrtle Bennett, irrumpió en casa, aullando: “¡De prisa! Lo dijeron
en radio. Tienen orden de detenerlo. Estarán aquí en cualquier momento”.
Efectivamente, faltaban veinte minutos para
que la policía de Palm Springs llegara con toda su autoridad y las esposas preparadas
(un cuadro de excesiva fuerza, pero créame, el cumplimiento de la ley en California
no es una práctica con la que pueda jugarse a la ligera). Sin embargo, aunque desmantelaron
el jardín y registraron la casa de cabo a rabo, lo único que encontraron fue mi
coche en el garaje y a la leal señora Bennett en el cuarto de estar. Ella les dijo
que me había marchado a Nueva York el día anterior. Ellos no le creyeron, pero la
señora Bennett era un personaje formidable en Palm Springs, una negra que durante
cuarenta años había sido miembro distinguido de la comunidad e influyente en política,
de modo que no le hicieron más preguntas. Simplemente, dieron la alerta en todas
partes con vistas a mi detención.
¿Y dónde estaba yo? Yo iba paseándome por la
autopista en el viejo Chevrolet azul pálido de la señora Bennett, coche que no podía
ir cincuenta millas por hora ni el día en que lo compraron. Pero pensamos que yo
estaría más seguro en su coche que en el mío. No es que estuviera a salvo en parte
alguna; me encontraba tan aprensivo como un barbo con el anzuelo en la boca. Cuando
llegué al desierto de Palm, que está a unos treinta minutos de Palm Springs, salí
de la autopista y entré en una carreterita inclinada y con curvas que se apartaba
del desierto y ascendía a las montañas de San Jacinto. En el desierto hacía calor,
más de cien grados, pero a medida que me elevaba por las montañas desoladas, el
aire se iba haciendo fresco, luego frío y después helado. Cosa que hubiera resultado
perfecta, de no ser porque la calefacción del Chevy no funcionaba, y las únicas
ropas que tenía eran las que llevaba cuando la señora Bennett irrumpió en casa con
sus avisos llenos de pánico: sandalias, pantalones blancos de lino, y una ligera
camisa de polo. Me marché con eso y con la billetera, que contenía tarjetas de crédito
y unos trescientos dólares.
No obstante, tenía un destino pensado, y un
plan. En lo alto de las montañas de San Jacinto, a medio camino entre Palm Springs
y San Diego, hay un sombrío pueblecito llamado Idylwyld. En el verano, la gente
del desierto va para allá huyendo del calor; en el invierno es una estación de esquí,
a pesar de la escasa calidad de la nieve y de las pistas. Pero ahora, fuera de temporada,
la triste serie de hoteles mediocres y chalés simulados sería un buen lugar para
esconderse temporalmente, al menos hasta que pudiera recuperar el aliento.
Nevaba cuando el viejo coche subió gruñendo
la última colina y entró en Idylwyld: una de esas nieves tempranas que llenan el
aire, pero se disuelven al caer. El pueblo estaba desierto, y cerrados la mayoría
de los hoteles. En el que finalmente me alojé, se llamaba Eskimo Cabins. Y bien
sabe Dios que las instalaciones eran tan frías como las de un iglú. Sólo tenía una
ventaja: el dueño, y aparentemente el único ser humano que había en el edificio,
era un octogenario medio sordo, mucho más interesado en terminar el solitario que
jugaba que en mí mismo.
Llamé a la señora Bennett, que estaba muy inquieta:
“¡Válgame Dios, lo están buscando por todas partes! ¡Lo están diciendo en la televisión!”.
Resolví que sería mejor no comunicarle dónde me encontraba, pero le aseguré que
estaba muy bien y que la volvería a llamar al día siguiente. Luego, telefoneé a
un buen amigo de Los Ángeles; también estaba inquieto: “¡Tu fotografía viene en
el Examiner!”. Tras tranquilizarlo, le di instrucciones concretas: comprar
un boleto a nombre de “George Thomas” para un vuelo directo a Nueva York y esperarme
en su casa a las diez de la mañana siguiente.
Tenía demasiado frío y hambre para poder dormir;
me marché al rayar el día y llegué a Los Ángeles sobre las nueve. Mi amigo me estaba
esperando. Dejamos el Chevrolet en su casa, y tras devorar algunos bocadillos y
tanto brandy como pude ingerir sin riesgo, nos dirigimos en su coche al aeropuerto,
donde nos despedimos y me entregó el boleto para el vuelo de mediodía que me había
comprado en la TWA.
Así que por eso estoy agazapado en esta desamparada
cabina telefónica, ahí sentado, considerando el aprieto en que estoy metido. Un
reloj, encima de la puerta de salida, anuncia la hora: 11:35. La zona de pasajeros
está concurrida; pronto estará el avión preparado para el abordaje. Y allí, parados
a cada lado de la puerta por la que tengo que pasar, están dos de los caballeros
que me visitaron en Palm Springs, dos detectives de San Diego, altos y vigilantes.
Pensé en llamar a mi amigo, pedirle que volviera
al aeropuerto y me recogiera en alguna parte del estacionamiento. Pero ya había
hecho bastante, y si nos atrapaban, podrían acusarlo de proteger a un fugitivo.
Eso también valía para los muchos amigos que se prestaran a ayudarme. Tal vez fuera
más prudente entregarme a los guardianes de la puerta. ¿Qué otra manera había? Sólo
un milagro, por decir una frase hecha, podría salvarme. Y nosotros no creemos en
milagros, ¿verdad?
Súbitamente, ocurre un milagro.
Allí, paseándose delante de mi diminuta prisión
con puertas de cristal, aparece una bella y altiva amazona negra, llevando diamantes
y martas cibelinas de un astronómico valor en dólares, una estrella rodeada por
un frívolo y parloteante séquito de chicos de coro vestidos con ostentación. ¿Y
quién es esa deslumbrante aparición cuyo plumaje y presencia crean semejante confusión
entre los transeúntes? ¡Una antigua, antigua amiga!
TC
(abriendo la puerta de la cabina; gritando): ¡Pearl! ¡Pearl Bailey! (¡Un milagro!
Me oye. Todos me oyen, todo su séquito). ¡Pearl! Ven acá, por favor…
Pearl (echándome una ojeada, lanzando luego
una sonrisa radiante): ¡Pero, chico! ¿Qué haces escondiéndote ahí?
TC (haciéndole señas para que se acerque más;
hablando en susurros): Escucha, Pearl. Estoy en un lío tremendo.
Pearl (inmediatamente seria, porque es una
mujer muy inteligente y enseguida entendió que, fuera lo que fuese, no se trataba
de nada divertido): Cuéntamelo.
TC: ¿Vas en ese avión a Nueva York?
Pearl: Sí, todos nosotros vamos.
TC: Debo tomarlo, Pearl. Tengo boleto. Pero
hay dos tipos en la puerta que están esperando detenerme.
Pearl: ¿Qué tipos? (Se los señalé). ¿Cómo pueden
detenerte?
TC: Son detectives. Pearl, no tengo tiempo
de explicártelo.
Pearl: No tienes nada que explicar.
(Inspecciona su grupo de coristas, jóvenes
y guapos; tiene media docena. Recuerdo que a Pearl siempre le gusta viajar con mucha
compañía. Le indica a uno de ellos que se acerque a nosotros; es un tipo elegante,
que lleva un sombrero amarillo de vaquero, una camiseta que dice CHUPA, MALDICIÓN,
NO SOPLES, una chamarra de cuero blanca con forro de armiño, pantalones amarillos
de baile (1940 circa) y zapatos amarillos de cuña).
Este es Jimmy. Es un poco más alto que tú,
pero creo que todo te vendrá bien. Jimmy, lleva a este amigo mío al baño de caballeros
y cámbiate de ropa con él. No abras la bocota, Jimmy, sólo haz como te dice Pearlie
Mae. Los esperaremos aquí mismo. ¡Vamos, de prisa! Diez minutos más y perderemos
ese avión.
(La distancia entre la cabina telefónica y
el baño de caballeros fue una carrera de diez yardas. Nos encerramos en un retrete
de pago e iniciamos nuestro intercambio de ropa. Jimmy lo consideraba fenomenal:
se reía nerviosamente, como una colegiala que acabara de fumarse su primer porro.
Dije: “¡Pearl! Eso sí que ha sido un milagro. Nunca me he sentido tan feliz de ver
a alguien. Nunca”. Jimmy dijo: “¡Oh! Miss Bailey tiene espíritu. Es todo corazón,
¿sabe lo que quiero decir? Todo corazón”.
Hubo una época en que no habría estado de acuerdo
con él, una época en que habría descrito a Pearl Bailey como una puta sin corazón.
Era cuando ella representaba el papel de madame Fleur, el personaje principal de
House of Flowers, una comedia musical cuyo libreto había escrito yo y, junto
con Harold Arlen, compuesto la música. Hubo muchos hombres de talento aplicados
en aquel empeño: el director era Peter Brook; el coreógrafo, George Balanchine;
Oliver Messel era autor del legendario y fascinante decorado y de los trajes. Pero
Pearl Bailey estuvo tan firme, tan determinada a hacerlo a su modo, que dominó toda
la producción hasta casi perjudicarla. No obstante, vivir para ver, se perdona y
se olvida; para cuando la comedia terminó sus representaciones en Broadway, Pearl
y yo éramos amigos de nuevo. Además, de su arte como actriz, acabé respetando su
temperamento; de vez en cuando podía ser desagradable, pero desde luego tenía carácter:
una mujer que sabía quién era y el terreno que pisaba.
Mientras Jimmy se metía a presión mis pantalones,
que eran demasiado estrechos para él, y yo me ponía rápidamente su chamarra de cuero
blanca con forro de armiño, hubo una agitada llamada a la puerta.
Voz de Hombre: ¡Eh! ¿Qué pasa ahí?
Jimmy: ¿Y quién es usted, nos lo puede decir?
Voz de Hombre: Soy el encargado. Y no me replique
con insolencia. Lo que pasa ahí dentro va contra la ley.
Jimmy: ¿No se puede cagar?
Encargado: Ahí dentro veo cuatro pies. Veo
ropa quitada. ¿Cree que soy tan estúpido como para no darme cuenta de lo que pasa?
Es ilegal. Va contra la ley que dos hombres se encierren en el mismo retrete al
mismo tiempo.
Jimmy: ¡Ah! Váyase a la chingada.
Encargado: Me voy a llamar a la policía. Les
meterán una L y L.
Jimmy: ¿Qué diablos es una L y L?
Encargado: Conducta lujuriosa y lasciva. Sí,
señor. Voy a buscar a la policía.
TC: ¡Jesús, José y María…!
Encargado: ¡Abran esa puerta!
TC: Se equivoca usted.
Encargado: Sé lo que veo. Veo cuatro pies.
TC: Nos estamos cambiando de traje para la
próxima escena.
Encargado: ¿Qué próxima escena?
TC: La película. Nos estamos preparando para
tomar la siguiente escena.
Encargado (curioso e impresionado): ¿Están
rodando una película ahí fuera?
Jimmy: (cayendo en la cuenta): Con Pearl Bailey.
Ella es la protagonista. Y Marlon Brando también trabaja en ella.
TC: Kirk Douglas.
Jimmy: (mordiéndose los nudillos para no reírse):
Y Shirley Temple. Hace su reaparición.
Encargado (creyéndoselo, pero no del todo):
Sí, bueno, ¿quiénes son ustedes?
TC: No somos más que figurantes. Por eso es
por lo que no tenemos cuarto para vestirnos.
Encargado: No me importa. Dos hombres, cuatro
pies. Va contra la ley.
Jimmy: Mire afuera. Verá a Pearl Bailey en
persona. A Marlon Brando. A Kirk Douglas. A Shirley Temple. A Mahatma Gandhi… Y
ella también trabaja. Sólo como invitada especial.
Encargado: ¿Quién?
Jimmy: Mamie Eisenhower.
TC (abriendo la puerta, una vez completado
el intercambio de ropa; la mía no le cae demasiado mal a Jimmy, pero sospecho que
su atuendo, llevado por mí, producirá un efecto galvanizador, y la expresión de
la cara del encargado, un encolerizado negro menudo, confirma tal suposición): Lo
siento. No nos dimos cuenta de que estábamos haciendo algo en contra de las normas.
Jimmy (pasando como un rey por delante del
encargado, que parece demasiado perplejo para moverse): Síganos, querido. Le presentaremos
a la banda. Puede conseguir algunos autógrafos.
(Al fin llegamos al vestíbulo, y una Pearl
que no sonreía, me envolvió en sus suaves brazos de marta cibelina; sus compañeros
se cerraron sobre nosotros formando un círculo aislante. No hubo chistes ni bromas.
Yo tenía los nervios tan erizados como un gato recién alcanzado por el rayo, y en
cuanto a Pearl, sus particulares cualidades que en otro tiempo me alarmaron –esa
firmeza, esa voluntad– fluían de ella como la energía por una catarata).
Pearl: A partir de ahora, guarda silencio.
Sea lo que sea lo que yo diga, tú no abras la boca. Cálate más el sombrero sobre
la cara. Recuéstate en mí como si estuvieras débil y enfermo. Apoya la cara en mi
hombro. Cierra los ojos. Déjate llevar por mí.
Muy bien. Ahora nos estamos acercando al mostrador.
Jimmy tiene todos los boletos. Ya dieron el último aviso para embarcar, así que
no hay demasiada gente. Esos polis no se han movido una pulgada, pero parecen cansados
y algo disgustados. Ahora nos miran a nosotros. Los dos. Cuando pasemos entre ellos,
los muchachos los distraerán y armarán un relajo. Ahí llega alguien. Apóyate más,
quéjate un poco… es uno de esos tipos VIP de la TWA. Mira cómo se mete mamá en su
papel… (Cambiando la voz, representando su personalidad teatral, graciosa y, al
mismo tiempo, que arrastra las palabras, levemente fatigada). ¿Míster Calloway?
¿Va en primera? ¡Vaya! ¿No es usted un ángel que viene a ayudarnos a salir? Y ya
lo creo que necesitamos ayuda. Tenemos que abordar ese avión tan rápidamente como
sea posible. Este amigo mío –es uno de mis músicos– se siente horriblemente mal.
Apenas puede andar. Hemos estado actuando en Las Vegas, y quizá haya tomado mucho
sol. El sol puede estropearle a uno la cabeza y el estómago a la vez. O quizá sea
su dieta. Los músicos comen de manera muy rara. En particular, los pianistas. Apenas
come nada más que hot dogs. Anoche se comió diez. Y ahora no se encuentra muy bien.
No me extrañaría que se hubiera envenenado. ¿Se sorprende usted, míster Calloway?
Pues estando en el negocio de los aviones, no creo que le sorprendan muchas cosas.
Con todos esos secuestros que ocurren. Criminales sueltos por todas partes. En cuanto
lleguemos a Nueva York, inmediatamente llevaré a mi amigo al médico. Le diré al
doctor que le diga que se aparte del sol y deje de comer hot dogs. ¡Oh, gracias,
míster Calloway! No, yo tomaré el asiento del pasillo. Pondremos a mi amigo en la
ventanilla. Estará mejor en la ventanilla. Todo ese aire fresco.
Muy bien, compadre. Ya puedes abrir los ojos.
TC: Creo que los tendré cerrados. Así será
como un sueño.
Pearl (tranquila, sonriendo): En cualquier
caso, lo conseguimos. Tus amigos ni siquiera te han visto. Al pasar, Jimmy le hizo
burla a uno, y Billy se puso a bailar encima de los pies del otro.
TC: ¿Dónde está Jimmy?
Pearl: Todos los muchachos van en clase turista.
Los trapos de Jimmy te quedan muy bien. Te dan un aspecto animado. Sobre todo me
gustan los zapatos; sencillamente, me encantan.
Azafata: Buenos días, miss Bailey. ¿Le apetecería
una copa de champaña?
Pearl: No, querida. Pero a mi amigo quizá le
venga bien algo.
TC: Brandy.
Azafata: Lo siento, señor, pero antes de despegar
sólo servimos champaña.
Pearl: Este hombre quiere brandy.
Azafata: Lo siento, miss Bailey. No está permitido.
Pearl (con un tono suave, pero metálico, que
a mí me resultaba familiar de los ensayos de House of Flowers): Traiga el
brandy de este hombre. La botella entera. Vamos.
(La azafata trajo el brandy, y me serví una
buena dosis con mano temblorosa: hambre, fatiga, angustia, los vertiginosos acontecimientos
de las últimas veinticuatro horas estaban pasando la cuenta. Me bebí otro trago
y empecé a sentirme algo más animado).
TC: Creo que debería contarte a qué viene todo
esto.
Pearl: No necesariamente.
TC: Entonces no te lo contaré. Así tendrás
la conciencia tranquila. Sólo te diré que no he hecho nada que cualquier persona
sensata pudiera calificar de delito.
Pearl (consultando un reloj de pulsera de diamantes):
Ya deberíamos estar encima de Palm Springs. Hace siglos que he oído cerrar la puerta.
¡Azafata!
Azafata: ¿Sí, miss Bailey?
Pearl: ¿Qué pasa?
Azafata: ¡Oh! Ese es el capitán.
Voz del Capitán (por el altavoz): Señoras y
caballeros, lamentamos el retraso. Partiremos en breve. Gracias por su paciencia.
TC: ¡Jesús, José y María!
Pearl: Toma otro trago. Estás temblando. Uno
pensaría que se trata de una noche de estreno. Quiero decir que no puede ser tan
malo.
TC: Es peor. Y no puedo dejar de temblar… hasta
que despeguemos. Quizás, hasta que lleguemos a Nueva York.
Pearl: ¿Sigues viviendo en Nueva York?
TC: A Dios gracias.
Pearl: ¿Recuerdas a Louis? ¿A mi marido?
TC: Louis Bellson. Claro. El mejor batería
del mundo. Mejor que Gene Krupa.
Pearl: Trabajamos tanto en Las Vegas que fue
conveniente comprar una casa allá. Me he convertido en una persona muy hogareña.
Vivir en Las Vegas es como vivir en cualquier otra parte, en tanto que te apartes
de los indeseables. Jugadores. Desempleados. Siempre que un hombre me dice que trabajaría
si pudiera encontrar trabajo, yo le digo que mire en la guía telefónica, en la G.
G de gigoló. Encontrará trabajo. Cuando menos, en Las Vegas. Es una ciudad de mujeres
desesperadas. Yo soy afortunada; encontré al hombre adecuado y tuve el juicio suficiente
para darme cuenta de ello.
TC: ¿Vas a trabajar en Nueva York?
Pearl: En el Persian Room.
Voz del Capitán: Lo siento, señoras y caballeros,
pero nos retrasaremos unos minutos más. Permanezcan sentados, por favor. Los que
quieran fumar, pueden hacerlo.
Pearl (enderezándose de pronto): No me gusta
esto. Están abriendo la puerta.
TC: ¿Qué?
Pearl: Están abriendo la puerta.
TC: ¡Jesús, José…!
Pearl: Desplómate en el asiento. Tápate la
cara con el sombrero.
TC: Tengo miedo.
Pearl (cogiéndome la mano, apretándola): Ronca.
TC: ¿Que ronque?
Pearl: ¡Ronca!
TC: Me estoy sofocando. No puedo roncar.
Pearl: Será mejor que empieces a intentarlo,
porque nuestros amigos están entrando por esa puerta. Parece que van a rastrillar
todo el garito. A limpiarle los dientes.
TC: ¡Jesús, José…!
Pearl: Ronca, sinvergüenza, ronca.
(Ronqué, y ella aumentó la presión de su mano
sobre la mía; al mismo tiempo, empezó a tararear una lenta y dulce canción de cuna,
como una madre calmando a un niño miedoso. Durante todo el tiempo, nos rodeó otra
especie de tarareo: voces humanas preocupadas por lo que estaba pasando en el avión,
por cuál sería el propósito de los dos hombres misteriosos que caminaban de uno
a otro lado del pasillo, deteniéndose de vez en cuando para estudiar a un pasajero.
Pasaron minutos.
Los conté: seis, siete. Tic-tac-tic. Finalmente,
Pearl interrumpió su melodía maternal y retiró su mano de la mía. Entonces oí cerrarse
de un golpe la enorme puerta redonda del avión).
TC: ¿Se fueron?
Pearl: Ajá. Pero sea quien sea a quien estén
buscando, está claro que quieren pescarlo.
Desde luego que sí. Aun cuando el nuevo juicio
de Robert M. terminó exactamente como yo había previsto y el jurado emitió un veredicto
de culpabilidad por tres cargos de asesinato, los tribunales de California siguieron
enfocando con dureza mi negativa a colaborar con ellos. Yo no lo sabía; creía que
el asunto se olvidaría a su debido tiempo. Así que no dudé en volver a California
al año siguiente, cuando surgió algo que requería al menos una visita breve. Pues
señor, en cuanto me registré en el hotel Bel Air, fui detenido y conducido ante
un juez de imponente nariz que me puso cinco mil dólares de multa y una condena
indefinida en la cárcel del condado de Orange, lo que significaba que podían tenerme
encerrado durante semanas, meses o años. Sin embargo, pronto me soltaron, porque
el mandamiento de mi detención contenía un error pequeño, pero importante: me censaba
como residente legal en California cuando en realidad yo resido en Nueva York, hecho
que anuló mi condena y mi confinamiento.
Pero todo eso aún estaba muy lejos, sin pensar,
sin soñar siquiera, cuando la nave plateada que llevaba a Pearl y a su amigo buscado
por la ley, despegó hacia un etéreo cielo de noviembre. Vi la sombra del avión rizándose
por el desierto y cruzando oscilante el Gran Cañón. Charlamos y reímos y comimos
y cantamos. Las estrellas y el malva del crepúsculo llenaban el aire, y las Montañas
Rocallosas, veladas de nieve azul, aparecieron al frente, mientras un gajo de limón,
la luna nueva, rondaba por encima de ellas.
TC: Mira, Pearl. Luna nueva. Vamos a pedir
un deseo.
Pearl: ¿Qué deseo vas a pedir tú?
TC: Deseo que siempre pueda ser tan feliz como
lo soy en este mismo momento.
Pearl: ¡Oh, querido! Eso es como pedir milagros.
Desea algo real.
TC: Pero yo creo en los milagros.
Pearl: Entonces, lo único que puedo decir es:
nunca empieces a jugar.
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