Horacio Quiroga
Una tarde, en Misiones, acababa de almorzar cuando
sonó el cencerro del portoncito. Salí afuera, y vi detenido a un hombre joven,
con el sombrero en una mano y una valija en la otra.
Hacía cuarenta grados
fácilmente, que sobre la cabeza crespa de mi hombre obraba como sesenta. No
parecía él, sin embargo, inquietarse en lo más mínimo. Lo hice pasar, y el
hombre avanzó sonriendo y mirando con curiosidad la copa de mis mandarinos de
cinco metros de diámetro, que, dicho sea de paso, son el orgullo de la región y
el mío.
Le pregunté qué quería, y me
respondió que buscaba trabajo. Entonces lo miré con más atención.
Para peón, estaba absurdamente
vestido. La valija, desde luego de suela, y con lujo de correas. Luego, su
traje, de cordero marrón sin una mancha. Por fin las botas; y no botas de
obraje, sino artículo de primera calidad. Y sobre todo esto, el aire elegante,
sonriente y seguro de mi hombre.
–¿Peón él…?
–Para todo trabajo –me respondió
alegre–. Me sé tirar de hacha y de azada… Tengo trabalhado antes de ahora no
Foz-do-Iguassú; e fize una plantación de papas.
El muchacho era brasileño, y
hablaba una lengua de frontera, mezcla de portugués-español-guaraní,
fuertemente sabrosa.
–¿Papas? ¿Y el sol? –observé–.
¿Cómo se las arreglaba?
–¡Oh! –me respondió encogiéndose
de hombros–. O sol no hace nada… Tené cuidado usted de mover grande la tierra
con a azada… ¡Y dale duro a o yuyo! El yuyo es el peor enemigo de la papa.
Véase cómo aprendí a cultivar
papas en un país donde el sol, a más de matar las verduras quemándolas
sencillamente como al contacto de una plancha, fulmina en tres segundos a las
hormigas rubias y en veinte a las víboras de coral.
El hombre
me miraba y lo miraba todo, visiblemente agradado de mí y del paraje.
–Bueno… –le dije–. Vamos a
probar unos días… No tengo mayor trabajo por ahora.
–No importa –me respondió–. Me
gusta esta casa. Es un lugar muito lindo…
Y volviéndose al Paraná, que
corría dormido en el fondo del valle, agregó contento:
–¡Oh, Paraná do diavo…! Si al
patrón te gusta pescar, yo te voy a acompañar a usted… ¡Me tengo divertido
grande no Foz con os mangrullús!
Por aquí, sí; para divertirse,
el hombre parecía apto como pocos. Pero el caso es que a mí también me
divertía, y cargué sobre mi conciencia los pesos que llegaría a costarme.
En consecuencia, dejó su valija
sobre la mesa de la galería, y me dijo:
–Este día no trabajo… Voy a
conocer o pueblo. Mañana empiezo.
De diez peones que van a buscar
trabajo a Misiones, sólo uno comienza en seguida, y es el que realmente está
satisfecho de las condiciones estipuladas. Los que aplazan la tarea para el día
siguiente, por grandes que fueren sus promesas, no vuelven más.
Pero mi hombre era de una pasta
demasiado singular para ser incluido en el catálogo normal de los mensú, y de
aquí mis esperanzas. Efectivamente, al día siguiente –de madrugada aún–
apareció, restregándose las manos desde el portón.
–Ahora sí, cumplo… ¿Qué es para
fazer?
Le encomendé que me continuara
un pozo en piedra arenisca que había comenzado yo, y que alcanzaba apenas a
tres metros de hondura. El hombre bajó, muy satisfecho del trabajo, y durante
largo rato oí el golpe sordo del pico y los silbidos del pocero.
A mediodía llovió, y el agua
arrastró un poco de tierra al fondo. Rato después sentía de nuevo los silbidos
de mi hombre, pero el pico no marchaba bien. Me asomé a ver qué pasaba, y vi a
Olivera –así se llamaba– estudiando concienzudamente la trayectoria de cada
picazo, para que las salpicaduras del barro no alcanzaran a su pantalón.
–Qué es eso, Olivera –le dije–.
Así no vamos a adelantar gran cosa…
El muchacho levantó la cabeza y
me miró un momento con detención, como si quisiera darse bien cuenta de mi
fisonomía. En seguida se echó a reír, doblándose de nuevo sobre el pico.
–¡Está bueno! –murmuró–. ¡Fica
bon…!
Me alejé para no romper con
aquel peón absurdo, como no había visto otro; pero cuando estaba apenas a diez
pasos, oí su voz que me llegaba desde abajo:
–¡Ja, ja…! ¡Esto sí que está
bueno, o patrón…! ¿Entao me voy a ensuciar por mi ropa para fazer este pozo
condenado?
La cosa proseguía haciéndole
mucha gracia. Unas horas más tarde, Olivera entraba en casa y sin toser
siquiera en la puerta para advertir su presencia, cosa inaudita en un mensú.
Parecía más alegre que nunca.
–Ahí está el pozo –señaló, para
que yo no dudara de su existencia–. ¡Condenado…! No trabajo más allá. O pozo
que vosé fizo… ¡No sabés hacer para tu pozo, usted…! Muito angosto. ¿Qué
hacemos ahora, patrón? –y se acodó en la mesa, a mirarme.
Pero yo persistía en mi
debilidad por el hombre. Lo mandé al pueblo a comprar un machete.
–Collins –le advertí–. No quiero
Toro.
El muchacho se alzó entonces,
muerto de gusto.
–¡Isto sí que está bon! ¡Lindo,
Colin! ¡Ahora voy tener para mí machete macanudo!
Y salió feliz, como si el
machete fuera realmente para él.
Eran las dos y media de la
tarde, la hora por excelencia de las apoplejías, cuando es imposible tocar un
cabo de madera que haya estado abandonado diez minutos al sol. Monte, campo,
basalto y arenisca roja, todo reverberaba, lavado en el mismo tono amarillo. El
paisaje estaba muerto en un silencio henchido de un zumbido uniforme, sobre el
mismo tímpano, que parecía acompañar a la vista dondequiera que esta se
dirigiese.
Por el camino quemante, el
sombrero en una mano y mirando a uno y otro lado las copas de los árboles, con
los labios estirados como si silbase, aunque no silbaba, iba mi hombre a buscar
el machete. De casa al pueblo hay media legua. Antes de la hora, distinguí de
lejos a Olivera que volvía despacio, entretenido en hacer rayas en el camino
con su herramienta. Algo, sin embargo, en su marcha, parecía indicar una
ocupación concreta, y no precisamente simular rastros de lagartija en la arena.
Salí al portón del camino, y vi entonces lo que hacía Olivera: traía por
delante, hacía avanzar por delante insinuándola en la vía recta con la punta
del machete, a una víbora, una culebra cazadora de pollos.
Esa mañana me había visto
trabajar con víboras, “una boa idea”, según él.
Habiendo hallado a la culebra a
mil metros de casa, le había parecido muy útil traérmela viva, “para o estudio
del patrón”. Y nada más natural que hacerla marchar delante de él, como se
arrea una oveja.
–¡Bicho ruin! –exclamó
satisfecho, secándose el sudor–. No quería caminar direito…
Pero lo más sorprendente de mi
peón es que después trabajó, y trabajó como no he visto a nadie hacerlo.
Desde tiempo atrás había
alimentado yo la esperanza de reponer algún día los cinco bocayás que faltaban
en el círculo de palmeras alrededor de casa. En esa parte del patio el mineral
rompe a flor de tierra en bloques de hierro manganésico veteado de arenisca
quemada, y tan duros que repelen la barreta con un grito agudo y corto. El peón
que abriera los pozos primitivos no había ahondado sino cincuenta centímetros;
y era menester un metro por lo menos para llegar al subsuelo de asperón.
Puse en la tarea a Olivera. Como
allí no había barro que pudiera salpicar su pantalón, esperaba que consintiera
en hallar de su gusto ese trabajo.
Y así fue, en efecto. Observó
largo rato los pozos, meneando la cabeza ante su forma poco circular; se sacó
el saco, y lo colgó de las espinas del bocayá próximo. Miró un momento el
Paraná, y después de saludarlo con un: –¡Oh, Paraná danado!– se abrió de
piernas sobre la boca del pozo.
Comenzó a las ocho de la mañana.
A las once, y con igual rotundidad, sonaban los barretazos de mi hombre.
Efectos de indignación por el trabajo primitivo mal hecho, o de afán de triunfo
ante aquellas planchas negroazuladas que desprendían esquirlas filosas como
navajas de botella, lo cierto es que jamás vi una perseverancia igual en echar
el alma en cada barretazo. La meseta entera retumbaba con los golpes sordos,
pues la barreta trabajaba a un metro de profundidad.
A ratos me acercaba a ver su
tarea, pero el hombre no hablaba más. Miraba de vez en cuando al Paraná, serio
ahora, y se abría de nuevo de piernas. Creí que a la siesta se resistiría a
proseguir bajo el infierno del sol. No hubo tal; a las dos llegó a su pozo,
colgó otra vez sombrero y saco de las espinas de la palmera, y recomenzó.
Yo no estaba bien esa siesta. A
tal hora, fuera del zumbido inmediato de alguna avispa en el corredor, y del
rumor vibrante y monótono del paisaje asfixiado por la luz, no es habitual
sentir nada más. Pero ahora la meseta resonaba sordamente, golpe tras golpe.
Debido al mismo estado de depresión en que me hallaba, prestaba un oído
enfermizo al retumbo aquel. Cada golpe de la barreta me parecía más fuerte;
creía hasta sentir el ¡han! del hombre al doblarse. Los golpes tenían un ritmo
muy marcado; pero de uno a otro pasaba un siglo de tiempo. Y cada nuevo golpe
era más fuerte que el anterior.
–Ya viene –me decía a mí mismo–.
Ahora, ahora… Este va a retumbar más que los otros…
Y efectivamente, el golpe sonaba
terrible, como si fuera el último de un fuerte trabajador, cuando tira la
herramienta al diablo.
Pero la angustia recomenzaba en
seguida:
–Este va a ser más fuerte
todavía… Ya va a sonar… Y sonaba en efecto.
Tal vez yo tuviera un poco de
fiebre. A las cuatro no pude más, y fui al pozo.
–Por qué no deja un rato,
Olivera –le dije–. Va a quedar loco con eso…
El hombre levantó la cabeza y me
miró con una larga mirada irónica.
–¿Entao…? ¿Vosé no quiere que yo
le haga por tus pozos…?
Y continuaba mirándome, con la
barreta entre las manos como un fusil en descanso.
Me fui de allí, y como siempre
que me sentía desganado, me armé del machete y entré en el monte.
Al cabo de una hora regresé,
sano ya. Volví por el monte del fondo de casa, mientras Olivera concluía de
limpiar su pozo con una cuchara de lata. Un momento después me iba a buscar al
comedor.
Yo no sabía qué me iba a decir
mi hombre, después del trabajito de ese horrible día. Pero se plantó enfrente
de mí y me dijo solo señalando las palmeras con orgullo un poco despectivo:
–Ahí tenés para tus bocayás…
¡Así se faz un trabajo…!
Y concluyó, sentándose a mi
frente y estirando las piernas sobre una silla, mientras se secaba el sudor:
–¡Piedra do diavo…! Quedó
curubica…
Este fue el comienzo de mis
relaciones con el peón más raro que haya tenido nunca en Misiones. Estuvo tres
meses conmigo. En asuntos de pago era muy formal; quería siempre sus cuentas
arregladas a fin de semana. Los domingos iba al pueblo, vestido de modo de
darme envidia a mí mismo, para lo cual no se necesitaba mucho, por lo demás.
Recorría todos los boliches, pero jamás tomaba nada. Quedábase en un boliche
dos horas, oyendo hablar a los demás peones; iba de un grupo a otro, según
cambiara la animación, y lo oía todo con una muda sonrisa; pero nunca hablaba.
Luego iba a otro boliche, después a otro, y así hasta la noche. El lunes
llegaba a casa siempre a primera hora, restregándose las manos desde que me
veía.
Hicimos asimismo algunos
trabajos juntos. Por ejemplo, la limpieza del bananal grande, que nos llevó
seis días completos, cuando sólo debiera haber necesitado tres. Aquello fue lo
más duro que yo haya hecho en mi vida –y acaso él– por el calor de ese verano.
El ambiente a la siesta de un bananal, sucio casi hasta capuera; en una
hondonada de arena que quema los pies a través de las botas, es una prueba
única en la resistencia al calor de un individuo. Arriba, en la altura de casa,
las hojas de las palmeras se desflecaban enloquecidas por el viento norte; un
viento de horno, si se quiere, pero que refresca por evaporación del sudor.
Pero en el fondo, donde estábamos nosotros, entre las pajas de dos metros, en
una atmósfera ahogada y rutilante de nitratos, partidos en dos para machetear a
ras del suelo, es preciso tener muy buena voluntad para soportar eso.
Olivera se erguía de vez en
cuando con las manos en la cintura, camisa y pantalón completamente mojados.
Secaba el mango del machete, contento de sí mismo por la promesa del río allá
en el fondo del valle:
–¡Oh, baño que me voy a dar…!
¡Ah, Paraná!
Al concluir el rozado ese, tuve
con mi hombre el único disgusto a que me dio lugar.
En casa teníamos, desde cuatro
meses atrás, una sirvienta muy buena. Quien haya vivido en Misiones, en el
Chubut o donde fuere, pero en monte o campo, comprenderá el encanto nuestro con
una muchacha así.
Se llamaba Cirila. Era la décima
tercia hija de un peón paraguayo muy católico desde su juventud, y que a los
sesenta años había aprendido a leer y escribir. Acompañaba infaliblemente todos
los entierros, dirigiendo los rezos por el camino.
La muchacha gozaba de toda
nuestra confianza. Aún más, nunca le notamos debilidad visible por Olivera, que
los domingos era todo un buen mozo. Dormía en el galpón, cuya mitad ocupaba; en
la otra mitad tenía yo mi taller.
Un día, sí, había visto a
Olivera apoyarse en la azada y seguir con los ojos a la muchacha, que pasaba al
pozo a buscar agua. Yo cruzaba por allí.
–Ahí tenés –me dijo, estirando
el labio– una buena peona para vosé… ¡Buena muchacha! Y no es fea a rapaza…
Dicho lo cual, prosiguió
carpiendo, satisfecho.
Una noche tuvimos que hacer
levantar a Cirila a las once. Salió en seguida de su cuarto vestida –como
duermen todas ellas, desde luego– pero muy empolvada.
¿Qué diablos de polvos precisaba
la muchacha para dormir? No pudimos dar con el motivo, fuera del supuesto de
una trasnochada coquetería. Pero he aquí que una noche, muy tarde, me levanté a
contener a uno de los tantos perros hambrientos que en aquella época rompían
con los dientes el tejido de alambre para entrar. Al pasar por el taller sentí
ruido y en el mismo instante una sombra salió corriendo de adentro hacia el
portón.
Yo tenía muchas herramientas,
tentación eterna de los peones. Lo que es peor, esa noche tenía en la mano el
revólver, pues confieso que el ver todas las mañanas tres o cuatro agujeros en
el tejido, había acabado por sacarme de quicio.
Corrí hacia el portoncito, pero
ya el hombre bajaba a todo escape la cuesta hacia el camino, arrastrando las
piedras en la carrera. Apenas veía el bulto. Disparé los cinco tiros; el
primero tal vez no con muy sana intención, pero los restantes al aire. Recuerdo
muy claramente esto: la aceleración desesperada de la carrera, a cada disparo.
No hubo más. Pero algo había
llamado mi atención: y es que el ladrón nocturno estaba calzado, a juzgar por
el rodar de los cantos que arrastraba. Y peones que allá calcen botines o
botas, fuera de los domingos, son contadísimos.
A la madrugada siguiente,
nuestra sirvienta tenía perfecto aire de culpable. Yo estaba en el patio cuando
Olivera llegó. Abrió el portoncito y avanzó silbando al Paraná y a los
mandarinos alternativamente, como si nunca los hubiera notado.
Le di el gusto de ser yo quien
comenzase.
–Vea, Olivera –le dije–. Si
usted tiene mucho interés en mis herramientas, puede pedírmelas de día, y no
venirlas a buscar de noche…
El golpe llegaba justo. Mi
hombre me miró abriendo mucho los ojos, y se apoyó con una mano en el parral.
–¡Ah, no! –exclamó negando con
la cabeza, indignado–. ¡Usted sabés muito bien que yo no robo para vosé! ¡Ah,
no! ¡Nao puede vosé decir eso!
–Pero el caso es –insistí– que
usted estaba anoche metido en el taller.
–¡Y sí…! ¡Y si usted me ves en
alguna parte… vosé que es muito hombre… sabe bien vosé que yo no me bajo para
tu robo!
Y sacudió el parral, murmurando:
–¡Barbaridade!
–Bueno, dejemos –concluí–. Pero
no quiero visitas de ninguna especie, de noche. En su casa haga lo que quiera;
aquí, no.
Olivera quedó un rato todavía
sacudiendo la cabeza. Después se encogió de hombros y fue a tomar la
carretilla, pues en esos momentos nos ocupábamos en un movimiento de tierra.
No habían pasado cinco minutos,
cuando me llamó. Se había sentado en los brazos de la carretilla cargada, y al
llegar junto a él dio un gran puñetazo en la tierra, semiserio:
–¿Y cómo que vosé me prova que
yo vine para a minina? ¡Vamos a ver!
–No tengo nada que probar –le
dije–. Lo que sé es que si usted no hubiera corrido tan ligero anoche, no
charlaría tanto ahora en lugar de dormirse con la carretilla.
Me fui; pero ya Olivera había
recobrado su buen humor.
–¡Ah, esto sí! –exclamó con una carcajada,
levantándose a trabajar–. ¡Diavo con o patrón…! ¡Pim! ¡pam! ¡pum…! ¡Barbaridade
de revólver…! Y alejándose con la carretilla cargada:
–¡Macanudo, vosé!
Para concluir con esta historia:
esa misma tarde Olivera se detuvo a mi lado al irse.
–Y vosé, entao… –me guiñó–: Para
usted te digo, que sos o bon patrón do Olivera… A Cirila… ¡Dale, no más…! ¡E
muito bonitinha!
El muchacho no era egoísta, como
se ve.
Pero la Cirila no estaba ya a
gusto en casa. No hay, por lo demás, ejemplo allá, de una sirvienta de la cual
se haya estado jamás seguro. Por a o por b, sin motivo alguno, un buen día
quieren irse. Es un deseo fulminante e irresistible. Como decía una vieja
señora: “les viene como la necesidad de hacer pichí; no hay espera posible”.
Nuestra muchacha también se fue;
pero no al día siguiente de pensarlo, como hubiera sido su deseo, porque esa
misma noche fue mordida por una víbora.
Esta víbora era hija de un
animalito cuya piel de muda hallé entre dos troncos en el mismo bananal de
casa, al llegar allá cuatro años antes. La yarará iba seguramente de pasada,
porque nunca la encontré; pero sí vi con sobrada frecuencia a ejemplares de su
cría que dejó en los alrededores, en forma de siete viborillas que maté en
casa, y todas ellas en circunstancias poco tranquilizadoras.
Tres veranos consecutivos duró
la matanza. El primer año tenían 35 centímetros; el tercero alcanzaban a 70. La
madre, a juzgar por el pellejo, debía de ser un ejemplar magnífico.
La sirvienta, que iba con
frecuencia a San Ignacio, había visto un día a la víbora cruzada en el sendero.
Muy gruesa –decía ella– y con la cabeza chiquita.
Dos días después de esto, mi
perra foxterrier, rastreando una perdiz de monte, en el mismo paraje, había
sido mordida en el hocico. Muerta, en diecisiete minutos.
La noche del caso de Cirila, yo
estaba en San Ignacio, adonde iba de vez en cuando. Olivera llegó allí a la
disparada a decirme que una víbora había picado a Cirila. Volamos a casa a
caballo, y hallé a la muchacha sentada en el escalón del comedor, gimiendo con
el pie herido entre las manos.
En casa le habían ligado el
tobillo, tratando en seguida de inyectarle permanganato. Pero no es fácil darse
cuenta de la resistencia que a la entrada de la aguja ofrece un talón
convertido en piedra por el edema. Examiné la mordedura, en la base del tendón
de Aquiles. Yo esperaba ver muy juntos los dos clásicos puntitos de los
colmillos. Los dos agujeros aquellos, de que aún fluían babeando dos hilos de
sangre, estaban a cuatro centímetros uno de otro; dos dedos de separación. La
víbora, pues, debía ser enorme.
Cirila se llevaba las manos del
pie a la cabeza, y decía sentirse muy mal. Hice cuanto podía hacer; ensanche de
la herida, presión, gran lavaje con permanganato, y alcohol a fuertes dosis.
Entonces no tenía suero; pero
había intervenido en dos casos de mordedura de víbora con derroche de caña, y
confiaba mucho en su eficacia. Acostamos a la muchacha, y Olivera se encargó
del alcohol. A la media hora la pierna era ya una cosa deforme, y Cirila –quiero
creer que no estaba descontenta del tratamiento– no cabía en sí de dolor y de
borrachera. Gritaba sin cesar:
–¡Me picó…! ¡Víbora negra!
¡Víbora maldita…! ¡Ay …! ¡No me hallo…! ¡Me picó víbora…! ¡No me hallo con esta
picadura!
Olivera, de pie, con las manos
en los bolsillos, miraba a la enferma y asentía a todo con la cabeza. De vez en
cuando se volvía a mí, murmurando:
–¡E barbaridade…!
Al día siguiente, a las cinco de
la mañana, Cirila estaba fuera de peligro inmediato, aunque la hinchazón
proseguía. Desde la madrugada Olivera se había mantenido a la vista del
portoncito, ansioso de comunicar nuestro triunfo a cuantos pasaban:
–O patrón… ¡hay que ver! ¡Iste
sí que es un home.. . ! ¡Dale caña y pirganato! Aprendé para usted.
La viborita, sin embargo, era lo
que me preocupaba, pues mis chicos cruzaban a menudo el sendero.
Después de almorzar fui a
buscarla. Su guarida –digamos–, consistía en una hondonada cercada de piedra, y
cuyo espartillo diluviano llegaba hasta la cintura. Jamás había sido quemado.
Si era fácil hallarla buscándola
bien, más fácil era pisarla. Y colmillos de dos centímetros de largo no
halagan, aun con stromboot.
Como calor y viento norte, la
siesta no podía ofrecer más. Llegué al lugar, y apartando las matas de
espartillo una por una con el machete, comencé a buscar a la bestia. Lo que se
ve en el fondo, entre mata y mata del espartillo, es un pedacito de tierra
sombría y seca. Nada más. Otro paso, otra inspección con el machete, y otro
pedacito de tierra durísima. Así poco a poco.
Pero la situación nerviosa,
cuando se está seguro de que de un momento a otro se va a hallar al animal, no
es desdeñable. Cada paso me acercaba más a ese instante, porque no tenía duda
alguna de que el animal vivía allí; y con ese sol no había yarará capaz de
salir a lucirse.
De repente, al apartar el
espartillo, y sobre la punta de las botas, la vi. Sobre un fondo oscuro del
tamaño de un plato, la vi pasar rozándome.
Ahora bien: no hay cosa más
larga, más eternamente larga en la vida, que una víbora de un metro ochenta que
va pasando por pedazos, diremos, pues yo no veía sino lo que permitía el claro
abierto con el machete.
Pero como placer, muy grande.
Era una yararacusú, el más robusto ejemplar que yo haya visto, e
incontestablemente la más hermosa de las yararás, que son a su vez las más
bellas entre las víboras, a excepción de las de coral. Sobre su cuerpo bien
negro, pero un negro de terciopelo, se cruzan en ancho losange bandas de color
oro. Negro y oro; ya se ve. Además, la más venenosa de todas las yararás.
La mía pasó, pasó y pasó. Cuando
se detuvo, se veía aún el extremo de la cola. Volví la vista en la lejana
probable dirección de su cabeza, y la vi a mi costado, alta y mirándome fijo.
Había hecho una curva, y estaba inmóvil, observando mi actitud.
Cierto es, la víbora no tenía
deseos de combate, como jamás los tienen con el hombre. Pero yo los tenía, y
muy fuertes. De modo que dejé caer el machete para dislocarle solamente el
espinazo, a efectos de la conservación del ejemplar.
El machetazo fue de plano, y
nada leve: como si nada hubiera pasado. El animal se tendió violentamente en
una especie de espantada que lo alejó medio metro, y quedó otra vez inmóvil a
la expectativa, aunque esta vez con la cabeza más alta. Mirándome, cuanto es
posible figurarse.
En campo limpio, ese duelo, un
si es no es psicológico, me hubiera entretenido un momento más; pero hundido en
aquella maleza, no. En consecuencia, descargué por segunda vez el machete, esta
vez de filo, para alcanzar las vértebras del cuello. Con la rapidez del rayo,
la yararacusú se enroscó sobre la cabeza, ascendió en tirabuzón, y tornó a
caer, distendiéndose lentamente, muerta.
La llevé a casa; tenía un metro
con ochenta y cinco centímetros, muy bien contados. Olivera la conoció en
seguida, por más que la especie no abunda en el sur de Misiones.
–¡Ah, ah…! ¡Yararacusú…! Ya me
tenía pensado… ¡No Foz-do-Iguassú tengo matadas barbaridade…! ¡Bonitinha, a
condenada…! Para mi colección que te va a gustar, patrón!
En cuanto a la enferma, al cabo
de cuatro días caminaba, bien que mal. Al hecho de haber sido mordida en una
región poco rica en vasos, y por una víbora que dos días antes había vaciado
parcialmente sus glándulas en la foxterrier, quiero atribuir la bondad del
caso. Con todo, tuve un poco de sorpresa al extraer el veneno al animalito:
vertió aún 21 gotas por cada colmillo; casi dos gramos de veneno.
Olivera no manifestó el menor
desagrado por la ida de la muchacha. La vio alejarse por el potrero con su
atadito de ropa, renga aún.
–Es una buena minina –dijo
señalándola con el mentón–. Algún día voyme a casar con ella.
–Bien hecho –le dije.
–¿Y entao…? Vosé no precisará
más andar con o revólver ¡pim! ¡pam!
A pesar de los servicios
prestados por Olivera a algún compañero sin plata, mi peón no gozaba de gran
simpatía entre ellos. Un día lo mandé a buscar un barril al pueblo, para lo
cual lo menos que se necesita es un caballo, si no el carrito. Olivera se encogió
de hombros al observárselo, y se fue a pie. El almacén adonde lo enviaba
quedaba a una legua de casa, y debía atravesar las ruinas. En el mismo pueblo
vieron a Olivera pasar de vuelta con el barril, en cuyos costados había clavado
dos clavos, asegurando en ellos un doble alambre a guisa de pértigo. Arrastraba
el barril por el suelo, tirando tranquilo de él.
Una maniobra como esta, y el
andar a pie cuando se tiene caballo, desacreditan a un mensú.
***
A fines de febrero, encomendé a Olivera el rozado
total del monte, bajo el cual había plantado yerba. A los pocos días de
comenzar vino a verme un albañil, un ciudadano alemán de Francfort, de color
canceroso, y tan lento para hablar como para apartar los ojos, una vez que los
había fijado. Me pidió mercurio para descubrir un entierro.
La operación era sencillísima:
en el lugar presunto se excavaba un poco el suelo y se depositaba en el fondo
el mercurio envuelto en un pañuelo. Luego se rellenaba el hueco. Encima, a flor
de tierra, se depositaba un pedazo de oro, la cadena del albañil, en esta
circunstancia.
Si había allí efectivamente un
entierro, la fuerza del tesoro atraía al oro, que era devorado entonces por el
mercurio. Sin mercurio, nada podía hacer.
Le di el mercurio, y el hombre
se fue, aunque le costó bastante arrancar su mirada de la mía.
En Misiones, y en todo el Norte
ocupado antiguamente por los jesuitas, es artículo de fe la creencia de que los
padres, antes de su fuga, enterraron monedas y otras cosas de valor. Raro es el
habitante de la región que no haya tentado una vez desenterrar un tesoro, un
entierro, como dicen allá. Muchas veces hay indicaciones precisas: un montón de
piedras, allí donde no las hay; una vieja viga de lapacho, en tal poco habitual
postura; una columna de arenisca abandonada en el monte, etcétera.
Olivera, que volvía del rozado a
buscar una lima para el machete, fue espectador del incidente. Oyó con su
sonrisita, y no dijo nada. Solamente cuando retornaba al yerbal volvió la
cabeza para decirme:
–O alemán loco… ¡Aquí está o
tesouro! ¡Aquí, no pulso! –y se apretaba la muñeca.
Por esto, pocas sorpresas fueron
más grandes que la mía, la noche en que Olivera entró bruscamente en el taller
a invitarme a ir al monte.
–Esta noche –me dijo en voz baja–
voy a sacar para mi entierro… Encontré uno d’eles.
Yo estaba ocupado en no recuerdo
qué. Me interesaba mucho, sin embargo, saber qué misterioso vuelco de la
fortuna había transformado en un creyente de entierros a un escéptico de
aquella talla. Pero yo desconocía a mi Olivera. Me miraba sonriendo, los ojos
muy abiertos en una luz casi provocativa de iluminado, probándome a su modo el
afecto que sentía por mí:
–¡Pst…! Para os dois… Es una
piedra blanca, lá, no yerbal… Vamos a repartir.
¿Qué hacer con aquel tipo? El
tesoro no me tentaba, pero sí los cacharros que pudiera hallar, cosa bastante
frecuente. Le deseé, pues, buena suerte, pidiéndole solamente que si hallaba
una linda tinaja, me la trajera sin romper. Me pidió mi Collins y se lo di. Con
lo que se fue.
No obstante, el paseo tenía para
mí gran seducción, pues una luna de Misiones, penetrando en las tinieblas del
monte, es el espectáculo más hermoso que sea posible ver. Estaba asimismo,
cansado de mi tarea, por lo que decidí acompañarlo un rato.
El trabajado de Olivera quedaba
a mil quinientos metros de casa, en la esquina sur del monte. Caminamos uno al
lado del otro, yo silbando, él callado, aunque con los labios extendidos hacia
la copa de los árboles, según su costumbre. Al llegar a su sector de trabajo,
Olivera se detuvo, prestando oído.
El yerbal –pasando súbitamente
de la oscuridad del monte a aquel claro inundado de luz galvánica– daba la
sensación de un páramo. Los troncos recién tumbados se duplicaban en negro en
el suelo, por la violenta luz de costado. Las plantitas de yerba, duras de
sombras en primer término, de un ceniza aterciopelado en el páramo abierto, se
erguían inmóviles, brillantes de rocío.
–Entao… –me dijo Olivera–. Voy a
ir solo.
Lo único que parecía preocuparle
era algún posible ruido. Por lo demás, deseaba evidentemente estar solo. Con un
“hasta mañana, patrón”, se internó cruzando el yerbal, de modo que lo vi largo
rato saltar por encima de los árboles volteados.
Volví, retardando el paso en la
picada. Después de un denso día de verano, cuando apenas seis horas atrás se ha
sufrido de fotofobia por la luz enceguecedora, y se ha sentido la almohada más
caliente en los costados que bajo la propia cabeza, a las diez de la noche de
ese día, toda gloria es pequeña ante la frescura de una noche de Misiones.
Y esa noche, sobre todo, era
extraordinaria, bajo una picada de monte muy alto, casi virgen. Todo el suelo,
a lo largo de ella y hasta el límite de la vista, estaba cruzado al sesgo por
rayos de blancura helada, tan viva que en las partes oscuras la tierra parecía
faltar en negro abismo. Arriba, a los costados, sobre la arquitectura sombría
del bosque, largos triángulos de luz descendían, tropezaban en un tronco,
corrían hacia abajo en un reguero de plata. El monte altísimo y misterioso,
tenía una profundidad fantástica, calado de luz oblicua como catedral gótica.
En la profundidad de ese ámbito, rompía a ratos, como una campanada, el lamento
convulsivo del urutaú.
Caminé aún un largo rato, sin
decidirme a llegar a casa. Olivera, entretanto, debía de romperse las uñas
contra las piedras. “Que sea feliz”, me dije.
Pues bien: es esta la última vez que he visto a
Olivera. No apareció ni a la mañana siguiente, ni a la otra, ni nunca más.
Jamás he vuelto a saber una palabra de él. Pregunté en el pueblo. Nadie lo
había visto, ni sabía nadie qué se había hecho de mi peón. Escribí a Foz-do-Iguazú,
con igual resultado. Esto aún más: Olivera, como lo he dicho, era formal como
nadie en asuntos de dinero. Yo le debía sus días de semana. Si le hubieran
entrado súbitos deseos de cambiar de aire esa misma noche, jamás lo hubiera
hecho sin arreglar su cuenta.
¿Pero qué se hizo, entonces?
¿Qué tesoro puede haber encontrado? ¿Cómo no dejó rastro alguno en el Puerto
Viejo, en Itacurubí, en la Balsa, donde quiera que se hubiese embarcado?
No lo sé aún, no creo que lo
sepa jamás. Pero hace tres años tuve una impresión muy desagradable, en el
mismo yerbal que Olivera no concluyó de desmontar.
La sorpresa es esta: como había
abandonado un año entero la plantación, por razones que nada tienen que ver
acá, el rebrote del monte había asfixiado a las jóvenes yerbas. El peón que
mandé allá volvió a decirme que por el precio convenido no estaba dispuesto a
hacer nada, menos aún de lo que suelen hacer, por poco que el patrón no sepa él
mismo lo que es un machete. Aumenté el precio, cosa muy justa, y mis hombres
comenzaron. Eran una pareja; uno tumbaba, el otro desgajaba. Durante tres días
el viento sur me trajo, duplicado por el eco del bosque, el golpeteo incesante
y lamentable del hacha. No había tregua, ni aun a mediodía. Acaso se turnaran.
En caso contrario, el brazo y los riñones del que manejaba el hacha eran de
primera fuerza.
Pero al concluir ese tercer día,
el peón del machete, con quien había tratado, vino a decirme que recibiera el
rozado, porque no quería trabajar más con su compañero.
–¿Por qué? –le pregunté
extrañado.
No pude obtener nada concreto.
Al fin me dijo que su compañero no trabajaba solo.
Entonces, recordando una leyenda
al respecto, comprendí: trabajaba en yunta con el diablo. Por eso no se cansaba
nunca.
No objeté nada, y fui a recibir
el trabajo. Apenas vi al societario infernal, lo conocí. Muchas veces había
pasado a caballo por casa, y siempre había admirado, para ser él un simple
peón, el lujo de su indumentaria y la de su caballo. Además, muy buen mozo, y
una lacia melena aceitada de compadre del sur. Llevaba siempre el caballo al
paso. Jamás se dignó mirarme al pasar.
En aquella ocasión lo vi de
cerca. Como trabajaba sin camisa, comprendí fácilmente que con aquel torso de
atleta, en poder de un muchacho sobrio, serio y magníficamente entrenado, se
podían hacer prodigios. Melena, nunca pelada, paso provocativo de caballo y
demás, todo desaparecía allí en el monte ante aquel muchacho sudoroso y de
sonrisa infantil.
Tal era, en su ambiente, el
hombre que trabajaba con el diablo.
Se puso la camisa, y con él
recorrí el trabajo. Como él solo concluiría en adelante de desmontar el yerbal,
lo recorrimos en su totalidad. El sol acababa de entrar, y hacía bastante frío,
el frío de Misiones que cae con el termómetro y la tarde. El extremo suroeste
del bosque, lindante con el campo, nos detuvo un momento, pues no sabía yo
hasta dónde valía la pena limpiar esa media hectárea en que casi todas las
plantas de yerba habían muerto.
Eché una ojeada al volumen de
los troncos, y más arriba, al ramaje. Allá arriba, en la última horqueta de un
incienso, vi entonces algo muy raro; dos cosas negras, largas. Algo como nido
de boyero. Sobre el cielo se destacaban muy bien.
–¿Y eso…? –señalé al muchacho.
El hombre miró un rato, y
recorrió luego con la vista toda la extensión del tronco.
–Botas –me dijo.
Tuve una sacudida, y me acordé instantáneamente
de Olivera. ¿Botas…? Sí. Estaban sujetas al revés, el pie para arriba, y
enclavadas por la suela en la horqueta. Abajo, donde quedaban abiertas las
cañas de las botas, faltaba el hombre; nada más.
No sé qué color tendrían a plena
luz; pero a aquella hora, vistas desde la profundidad del monte, recortadas
inmóviles sobre el cielo lívido, eran negras.
Pasamos un buen rato mirando el
árbol de arriba abajo y de abajo arriba.
–¿Se puede subir? –pregunté de
nuevo a mi hombre.
Pasó un rato.
–No da… –respondió el peón.
Hubo un momento en que había
dado, sin embargo, y esto es cuando el hombre subió. Porque no es posible
admitir que las botas estuvieran allá arriba porque sí. Lo lógico, lo único
capaz de explicarlo, es que un hombre que calzaba botas ha subido a observar, a
buscar una colmena, a cualquier cosa. Sin darse cuenta ha apoyado demasiado los
pies en la horqueta; y de pronto, por lo que no se sabe, ha caído para atrás,
golpeando la nuca contra el tronco del árbol. El hombre ha muerto en seguida, o
ha vuelto en sí luego pero sin fuerzas para recogerse hasta la horqueta y
desprender sus botas. Al fin –tal vez en más tiempo del que uno cree– ha
concluido por quedar quieto, bien muerto. El hombre se ha descompuesto luego, y
poco a poco las botas se han ido vaciando, hasta quedar huecas del todo.
Ahí estaban siempre, bien
juntas, heladas como yo en el crepúsculo de invierno.
No hemos hallado el menor rastro
del hombre al pie del árbol; esto va de sí.
No creo, sin embargo, que
aquello hubiera formado parte de mi viejo peón. No era un trepador él, y menos
de noche. ¿Quién trepó, entonces? No sé. Pero a veces, aquí en Buenos Aires,
cuando al golpe de un día de viento norte, siento el hormigueo de los dedos
buscando el machete, pienso entonces que un día u otro voy a encontrar,
inesperadamente, a Olivera; que voy a tropezar con él, aquí, y que me va a
poner sonriendo la mano en el hombro:
–¡Oh, patrón velho…! Tenemos
trabajado lindo con vosé, lá, no Misiones!
No hay comentarios:
Publicar un comentario