lunes, 14 de octubre de 2024

Memento mori

Gabriel Colipán Martínez

 

Levitaba a un centímetro del suelo nocturno. No había persona alguna en aquel angosto camino de tierra, y la luna creciente proyectaba un débil velo blanquecino a través de las nubes. El frío se paseaba en su carruaje de viento en silbidos imperceptibles. En la noche, la paz gobernaba en sombrío silencio.

En la periferia de la ciudad, un bosque se alzaba hacia las montañas, y debido al constante y caótico crecimiento urbano, las casas emplazadas estaban amontonadas y pobremente separadas por caminos de tierra de no más de cinco metros de ancho. A esas altas horas de la madrugada, todo ser humano dormía e ignoraba a la pequeña criatura flotante a las afueras de sus humildes hogares, pero para los animales, su cuerpo, aunque pequeño, no pasaba desapercibido.

Era una criatura pequeña, de no más de quince centímetros de altura. Su cabeza era un óvalo que acababa en punta y estaba adornado por dos agujeros amarillentos a modo de ojos. Su cuerpo levitante era nada más que un vestido rojo que se ondulaba con su avance y con el viento, cual pétalos.

Algunos perros, olvidados en sus estrechos patios delanteros, lo miraban flotar a través de las rejas. No ladraban. En estricto rigor, su presencia no era una amenaza.

Debía lograr su cometido antes de la mañana. Si el sol lo tocaba, se desarmaría, dejando pétalos marchitos en el suelo y a las pesadillas libres para que encuentren su camino de vuelta.

Sentía todo en su diminuto interior y debía alejar esos sentimientos de su origen, tan lejos como fuera posible, pero su avance era lento y torturante. Hasta sus ojos evidenciaban el abrumador peso de la negatividad que su existencia representaba. Incluso los perros lo veían y le tenían la compasión suficiente para no ladrarle. Con todo, la oscuridad y el frío de la noche hacían de su figura una silueta fúnebre.

En ese caminar entre miradas caninas, el viento apresuró su paso y, en su urgencia inesperada, trajo el aroma del bosque en su coche de brisas. La esencia de la tierra mezclada con la humedad verde propia de la frondosidad forestal lo envolvió. Giró en sí mismo, como una bailarina víctima del suave empuje de su pareja, y acabó dando cara a las montañas a lo lejos. Levantó su triste mirada y supo adónde ir. Su único objetivo para existir era inamovible, y la luna, las nubes y el viento lo sabían. Haciendo su parte del trato natural, este último le indicó la dirección con claridad absoluta. Con la luna como única acompañante, cargó con la pesadilla y siguió con su levitación con ojos cabizbajos.

 

***

La pantalla del televisor se oscureció en un pestañeo, pero sus infantiles ojos siguieron pegados a ella. En el sombrío espejo artificial, tres siluetas se dibujaban, la más pequeña a la izquierda de las otras dos.

–No te preocupes, ¿sí? –dijo su mamá a su lado.

–Sí, Ash –coincidió su padre del otro lado del sillón–. Es sólo una película. No sucedió en verdad.

–Pero… –balbuceó la niña viendo la escena en su mente, tan real como los adultos reflejados en el televisor.

Un pensamiento cruzó su mente: sus padres cubiertos de nieve.

–Intentemos algo –comenzó su madre. Ashley despegó la mirada del televisor y miró a su mamá–. Te acompañaremos a tu habitación y estaremos contigo hasta que te duermas. Mañana despertarás y te olvidarás de esto.

Alicia sonreía sólo como una madre sabe hacerlo. Samay, su papá, miraba la escena, enternecido. La niña dudó unos segundos antes de asentir en silencio. Los tres se levantaron del sillón y caminaron por el pasillo. Al llegar a la habitación, la niña se vistió con su pijama y se metió debajo de las sábanas.

Bien, pequeña sonrió su papá, quien se sentó y comenzó a acariciar una de sus piernas por sobre el cobertor. Su mamá se apoyó en el marco de su ventana, no sin antes dejarla entreabierta. Ashley amaba dormir con aire limpio. Estaremos contigo. No nos iremos a ningún lado.

Pero la imagen perduró en su infantil mente: Alicia y Samay cubiertos de nieve en la cima de una montaña olvidada por Dios. Su expresión la delató ante los ojos de su mamá.

Hija –murmuró Alicia al tiempo que se acercaba y se sentaba frente a Samay, ¿por qué no nos cuentas qué es lo que te da miedo?

La pequeña estaba cubierta hasta el pecho y con sus brazos sobre las frazadas. Cada una de sus manos envolvía a una de las de ellos. Se sentía valiente, pero aun así negó con la cabeza.

Si lo hablas –comenzó su papá, agitando suavemente su pequeña mano, te ayudará a entenderlo mejor, y cuando entiendes algo, sea lo que sea, puedes perderle el miedo.

Ashley lo observó desde la almohada y arqueó su ceño con un suspiro.

 

***

Las brisas que revoloteaban debajo de sus pétalos le decían que ya había llegado a su destino, por lo que levantó la mirada una segunda vez. El bosque estaba protegido por una cerca de madera destruida casi en su totalidad. No era difícil deducir que un sinnúmero de niños y niñas entraba todos los días a aquel lugar a divertirse o a escalar los árboles más pequeños, y que una simplona reja como esa jamás los hubiera sobrevivido.

Ayudado por el viento, flotó por entre los barrotes chuecos y se adentró hasta llegar a los árboles. Se detuvo frente a uno escalado con enredaderas, cuyos colores se intensificaban con los rayos de la luna. Aquí sería el lugar en el que acabaría con el pesar de la niña, con el miedo que gobernaba su mente y sus sueños. Aquí la liberaría tanto a ella como a sí mismo. Ése sería su hogar, su lecho de muerte.

Se acercó al tronco hasta que éste cubrió toda su visión. La enredadera lucía como un pequeño bosque de hojas, como un frondoso arbusto vertical. El carruaje de brisas sopló a su alrededor y su delicado cuerpo comenzó a levitar. Los tallos se torcían en ramas espirales que se aferraban al tronco con una seguridad envidiable. Cuando vio asidero seguro, la corriente de aire lo dejó sobre un tallo que asomaba un incipiente pecíolo a la altura adecuada. La tristeza, el miedo y la congoja lo motivaban a la muerte en un avance lento y seguro que culminaría en meros instantes.

Al acercarse a la pequeña protuberancia verdosa, ésta comenzó a alargarse y a acercarse a él. Lejos de tener miedo, la esperó y cerró los ojos mientras ésta se envolvía en su cuello. Ya no había vuelta atrás. La planta comenzó a absorber la oscuridad de sus pensamientos, provocando que muchos otros pecíolos comenzaran a aparecer a su alrededor. Tenía los ojos cerrados mientras aquella ramita flexible lo sujetaba, y mientras repasaba los momentos que antecedieron al sueño de Ashley.

–Tengo miedo –había comenzado Ash luego de su suspiro. Ambas manos empuñaron las de sus padres con una firmeza que distaba mucho de ser delicada–. No quiero que se mueran.

En la enredadera él vio al hombre arquear su ceño en un gesto de pregunta, una sonrisa incrédula, una mirada dubitativa. La mujer habló lo que él expresaba.

–¿Que nos muramos? Hija, eso no va a pasar.

La película se había tratado de un pedazo de papel que era atrapado por una corriente de aire y que, por ello, flotaba por pueblos y ciudades, siendo testigo de distintos eventos e historias. A medida que la película avanzaba, estas historias se iban tatuando en ella. Para cuando acabó, el otrora pedazo de página se había convertido en un libro, el cual acabó en la montaña más alta de los Andes, sepultado en la nieve.

En una de las historias, el pedazo de papel había sido atrapado en las ramas de uno de los árboles que adornaban el jardín de una mansión. A través de las ventanas, el pedazo de papel presenció la historia de una anciana, quien era dueña de la construcción y vivía sola, llorando la pérdida de su marido día a día. Cuando dormía, se sacudía en su cama a causa de las pesadillas. Hasta que un día despertó y suavemente se sentó en ella. Luego de unos segundos, la mujer sonrió y se tendió nuevamente en el colchón. Su risa comenzó a asomarse por las paredes. Pero las paredes no eran las únicas testigos de la risa de la anciana. Su voz empezó a ser escuchada por los vecinos. Durante la noche, uno de ellos fue a hablar con la anciana y, al no recibir respuesta más que la risa que reverberaba en las murallas se contactó con la policía. Al llegar, estos tampoco fueron atendidos por la mujer, quien, desde que había comenzado a reír, no se movía de su cama e ignoraba cualquier contacto humano.

Más temprano que tarde, y cansados de sus risas enfermas, algunos vecinos se agruparon y llegaron a la casa para obligar a la anciana a salir. Uno de los jóvenes que estaba en la turba logró escalar a una de las ventanas, sólo para descubrir que la anciana durmiente en realidad estaba muerta.

Las ideas e imágenes del filme se repasaban en su mente con recelo, como si ninguna imagen quisiera ser parte de la otra, escenas inconexas con ideas incoherentes para una mente infantil. Tanto así que la pequeña Ashley tuvo que tragar saliva antes de intentar explicarse.

–Si mueren los olvidaré y no quiero que acaben como el libro –murmuró debajo de las sábanas–. No quiero que nadie se olvide de ustedes.

Aunque Samay y Alicia levantaron sus ceños en sorpresa, la confusión en sus miradas no se difuminó por completo.

La muerte de la anciana había caído suavemente en su mente de niña, dejando un tatuaje oscuro, sí, pero sin fórmula definida. Cuando la película terminó, y el libro, sepultado con él, ambas ideas se mezclaron y lanzaron a la mente de la niña en un vaivén de reflexiones que ni ella podía entender. El miedo que sentía era una mezcla de muerte y olvido.

Cuando el filme acabó y Alicia apagó el televisor, la silueta de sus padres quedó impresa en el monitor. Fue ahí cuando la imagen de Samay y Alicia se volvió parte de una confusa ecuación que gatilló una ansiedad desorientadora. La angustia alimentó su extravío, y su imaginación se dejó llevar por la imagen de sus padres y por la mezcla de estos con los factores sin resolver: la muerte, el miedo y el olvido.

Ahora, al intentar explicarse, pudo verbalizar esos sentimientos de la limitada manera que sus recursos mentales se lo permitían. Con eso, sus padres lograron entender un poco mejor a la pequeña. Y si bien es cierto que ni ella entendía muy bien lo que le ocurría, la ahorcada criatura con el vestido de pétalos, sí.

Bueno –asintió su papá. Un hilo de confusión se filtró en su palabra, haciéndola parecer casi una pregunta–. Tú no nos olvidarás, ¿o sí?

La niña negó con la cabeza.

Entonces no tienes nada de que preocuparte –sonrió su mamá, cogiéndole la mano en alto y con delicadeza.

Ante el cariñoso gesto, la niña cerró sus párpados y se comenzó a tranquilizar.

Abrió los ojos. El pecíolo que se encerraba en su cuello seguía apretando. Se sacudió, pero no logró escapar. La energía que se le había arrebatado se había ido a los frutos que crecían a su alrededor en medio de su forcejeo; frutos rojos como él, pero fallecidos y con cuerpos que no eran más que vestidos colgando de gruesos pecíolos: copihues por montones.

No obstante, la muerte era lo que lo alejaría del sufrimiento por el cual había nacido, por el cual había comenzado su viaje que culminaría en una muerte que prometía ser tan cruel como sanadora. Pero, en el recuerdo, la niña ya estaba perdiendo aquel miedo y, por lo tanto, él también.

Ashley se estaba tranquilizando gracias al amor y la preocupación de sus padres, lo cual había gatillado algo en la criatura enredada. Sus deseos de que la enredadera lo absorbiera hasta consumirlo por completo habían sido reemplazados por algo más. Algo que lo hacía sentir… único.

Esto no sucedía. No debía suceder. La idea era que del evento a la pesadilla no hubiera nada más que tormento. Tormento inacabable que sólo moriría junto a él en medio de un bosque bajo la luna. El nexo de aquello que causa la pesadilla y la pesadilla como tal debía perdurar, pero ahora que los padres dieron paz a una niña atormentada, aquel nexo se comenzó a desvanecer.

La pesadilla ocurriría de igual forma, pero con menos poder a causa del amor paternal entregado antes del sueño. En este momento ya no había miedo ni incertidumbre en Ashley. En el nexo no había energía castigadora y pesadillesca, sino apoyo y tranquilidad. La muerte ya no era deseable.

Mientras se sacudía en medio de las ramas de un árbol perdido, y su cuerpo se sentía invadido por choques de tristeza, desesperación y fatal amor, la criatura encerrada seguía reviviendo la escena.

–Sí –continuó el papá. Sus palabras no eran más que susurros lejanos–. No te preocupes por eso, Ash. Te amamos y sabemos que tú también a nosotros. No nos olvidarás, eso tú lo sabes, así que no tienes por qué preocuparte.

Su mamá se acercó a ella y, con un beso en la frente, le susurró:

–Mientras tú nos recuerdes, nosotros seguiremos con vida.

–Te queremos –sonrió el hombre a su lado, besándole la mano.

Ashley sonrió totalmente tranquila y preparada para dormir. Sus padres se quedaron con ella unos momentos, y luego de asegurarse de que estaba completamente dormida, asintieron y se fueron a acostar.

 

***

Luego de unas horas de tranquilidad, las imágenes irrumpieron nuevamente y Ashley comenzó a apretar los ojos en medio de una pesadilla. El sueño era intenso e imparable en su terror y, en el entretanto de la agonía onírica, la criatura con cabeza ovalada y ojos tristes se arrastró desde la almohada a la ventana entreabierta y se dejó caer a la calle.

El miedo y la angustia que la niña sentía en aquel momento era todo lo que la criatura floral sentía. Acarreaba con ello como un peso mental del cual no se podía deshacer en vida, pero sí en la muerte; epifanía marcada con otra incógnita, una que flotó a su alrededor en un aura sombría: ¿cómo acceder a ella? Sin respuesta, caminó sin rumbo por largos momentos, siendo acosado tanto por la pesadilla que guardaba como por la mirada de los animales vecinales. Esto hasta que el viento se hizo cargo y le señaló el camino.

Pero en el viaje por la memoria de la niña, el miedo había abandonado momentáneamente la mente de ésta y, por ende, también había abandonado la de la criatura, quien había desistido en su misión. Si sus padres no hubiesen intervenido con su apoyo incondicional, la paroniria hubiera sucedido tan pronto la niña hubiese cerrado los ojos, manteniendo el miedo y las ganas de morir de la criatura en la enredadera. Pero ahora, sin miedo, y con horas antes de que la pesadilla reaparezca, el pequeño espécimen estaba perdido en un deseo imbatible: sin miedo, no había razones para morir.

Sin la pesadilla que mantuviera el deseo letal a flote, se comenzó a sentir vivo. Vivo y atrapado. La enredadera lo sujetaba del cuello y se hacía con su vitalidad para darle vida a frutos muy parecidos a él, pero para nada iguales. Él, en ese intercambio equivalente, se debilitaba. Sus sacudidas no eran suficientes, jamás lo serían. Sus pétalos rojos se oscurecieron y se absorbieron en sí mismos. Sus ojos se tornaron oscuros en un gesto de dolor que le escocía las entrañas. Si bien ahora no era más que un par de pétalos secos, su vitalidad aún no se acababa, por lo que siguió moviéndose, condenado a intentar salir de su cautiverio por siempre y sin tener éxito jamás, mientras que los demás copihues en la enredadera crecían saludables y brillantes ante la luz de la luna.

Y en medio del testamento al sacrificio de una pesadilla aletargada, los nuevos copihues nacieron gracias a uno que no pudo escapar de los tentáculos naturales e inevitables de la muerte.

 

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