Algis Budrys
Un ligero viento soplaba sobre la polvorienta meseta donde la nave
espacial estaba siendo aprovisionada de combustible y Frank Simpson,
expectante, con su atuendo de vuelo, cubrió con sus membranas nictitantes unos
ojos irritados. Continuó abstraído en su espera, mirando de hito en hito el
casco recién terminado.
Allá en lo alto, el frío sol de Castle brillaba
débilmente a través de unas nubes escarchadas. Una fila de hombres se extendía
desde la cabria con su cuadernal, en el borde de la plataforma, hasta los
bastidores enrejados para el combustible, visibles en la base del casco roblonado.
Cada vez que desde la ranura se izaba un bloque desnudo de combustible, pasaba
de mano en mano, hasta ocupar su sitio en la nave. Un equipo de reserva permanecía
silenciosamente a un lado; cuando un hombre flaqueaba en la línea de trabajo, era
sustituido por otro de la reserva. Los hombres enfermos o moribundos se
hacinaban amodorrados en un lugar dispuesto para ellos, apartado de la zona de
trabajo, donde se mantenían en una silenciosa espera. Algunos de ellos
estuvieron manejando el combustible desde su llegada de la pila de preparación,
a seiscientos kilómetros en línea recta a través de las llanuras, casi mil por
vía férrea. Simpson no se sorprendió que estuvieran muriéndose, ni les prestó
atención. Su tarea estaba en la nave y pronto se encontraría en ella.
Se quitó la película de suciedad que cubría sus mejillas,
extrayéndola de los surcos de su cuero con la uña córnea del índice. Mirando a
la nave, se dio cuenta que nada nuevo experimentaba. No se sentía impresionado
por su tamaño, ni complacido por la innata gracia de su diseño, ni excitado por
la proximidad de su objetivo. Sólo lo impulsaba la ansiedad por hallarse a
bordo, cerrar las puertas, soltar amarras, maniobrar los mandos, poner en
funcionamiento los motores, y adelante, ¡adelante! Desde que nació, probablemente
desde la primera conciencia clara de sí mismo, este impulso se desarrolló siempre
igual, como un demonio que lo aguijoneaba a sus espaldas. Cada uno de aquellos hombres
sobre la plataforma sentía lo mismo. Sólo que Simpson iba hacia delante, pero esto
no significaba un triunfo para él.
Volvió la espalda en dirección a Castle Town, que se
divisaba a lo lejos en el horizonte, al otro lado de las grandes llanuras que
terminaban al pie de esta meseta.
Castle Town era su ciudad natal. Pensó para sí con sorna
que difícilmente podría haber sido otra. ¿En qué otro sitio de Castle se podría
vivir que no fuera Castle Town? Recordaba el albergue retirado de su familia
sin ningún sentimiento especial de afecto. Pero mientras se hallaba allí, en
pie, soportando el fino viento, enturbiado por la polvareda, lo apreciaba en su
memoria. Era un lugar recogido y confortable, rodeado por el rico y húmedo
aroma de la tierra. Una rampa se extendía hasta la superficie; a su término se
abrían unos cuantos palmos de terreno bien apisonado por el peso de varias
generaciones de su familia, que descansaban allí extáticamente para saturarse
del poco frecuente calor del sol.
Alzó los hombros contra el frío de la meseta y lo
acometió el deseo de hallarse más allá de las llanuras, donde Castle Town yacía
a un lado de la amplia colina, sobre un riachuelo escondido que se arrastraba
serpenteando.
Castle Town le recordaba a su padre y le parecía oírlo:
–¡Ésta es la generación Frank! La generación que verá la
nave terminada y a uno de nosotros tripulándola. ¡Podrías ser tú, Frank!
Tampoco olvidaba el largo proceso, hecho de duro trabajo,
de cierta aptitud innata y un poco de suerte, que lo había llevado allí para
pilotar esta nave hacia las estrellas.
Y al volver a la realidad, dio la espalda a las llanuras
y a Castle Town, para contemplar la nave una vez más.
Fueron necesarias varias generaciones para su
construcción y otras para aprender cómo roblonar del primer jabalcón al primer
formero. Hubo que buscar por todo el planeta una fuente de combustible
apropiado. Cientos de equipos de exploración, algunos de los cuales jamás
regresaron, desaparecieron en territorios desconocidos y no consignados en los mapas,
que rodeaban las llanuras. Por fin fue descubierta y se inició la construcción
de la pila. Durante la elaboración del combustible murieron muchos de los
operarios, sin que se conocieran todavía las causas.
La nave creció lentamente en la meseta, año tras año, en
el foco de las vías por las que circulaban los vagones procedentes de los pozos
del mineral y de los talleres metalúrgicos, donde unos operarios luchaban entre
juramentos y maldiciones con la fundición ardiente que salpicaba en los moldes,
mientras otros se laceraban las manos al limar las rebarbas de las piezas
fundidas.
Los obreros de las grúas, izaron cada pieza junto a la
plataforma, lugar designado para construir la nave, hacia lo alto, donde el
aire era fino y el terreno circundante se encontraba a cientos de kilómetros,
allá abajo, donde los pacientes equipos se atrafagaban con la descarga de los
vagones que llegaban sin cesar, dejando las huellas de las pesadas piezas en
sus hombros encallecidos.
Ahora, todo culminaba felizmente y podía partir.
El crujido de la grava lo hizo volver la cabeza hacia la
izquierda. Vio a Vilmer Edgeworth que subía en aquella dirección, llevando una
caja sellada de metal enmohecido.
–Aquí está –dijo Edgeworth, entregándole la caja.
Edgeworth era un hombre brusco y descortés que a Simpson
nunca le agradó mucho. Tomó de sus manos la caja.
Edgeworth siguió su ojeada hacia la nave.
–Casi dispuesta ya, al parecer –comentó.
–El aprovisionamiento de combustible está casi listo.
Ahora roblonarán esas últimas planchas sobre los bastidores y en seguida podré
irme –explicó Simpson.
–Sí. Ya puede irse –convino Edgeworth–. ¿Por qué?
–¿Eh?
–¿Por qué se va? –repitió Edgeworth–. ¿Dónde se dirige?
¿Sabe pilotar una nave espacial? ¿En qué hemos volado nosotros hasta ahora?
Simpson lo miró con asombro.
–¿Por qué? –estalló–. ¡Porque necesito hacerlo, porque
todos hemos trabajado con toda el alma en ello durante generaciones, para que
yo pudiera partir! –sacudió violentamente la caja metálica bajo las mandíbulas
de Edgeworth.
Edgeworth retrocedió varios pasos.
–No estoy tratando de detenerlo –dijo.
La rabia de Simpson se desvaneció ante la disculpa.
–Perfectamente –dijo, conteniéndose; miró a Edgeworth con
curiosidad–: ¿Por qué hace entonces esas preguntas?
Edgeworth sacudió la cabeza.
–No lo sé –dijo, nunca había logrado contener su
exaltación; tras su primer impulso, sus modales perdieron mucho de su seguridad
habitual–. Mejor dicho –prosiguió–, no sé qué pensar. Algo no marcha bien. ¿Por
qué estamos haciendo esto? Ni siquiera comprendemos lo que construimos aquí.
Escuche, ¿sabe que allá hay pueblos como Castle Town, pero mucho más pequeños?
Están habitados por hombrecillos diminutos, de unas tres pulgadas de altura,
que andan sobre sus manos y sus pies, y que van desnudos. No pueden hablar y
carecen de manos.
–¿Qué tiene eso que ver?
La cabeza de Edgeworth oscilaba.
–No lo sé. ¿Ha visto alguna vez el osario?
–¿Para qué?
–Nadie pensó hacerlo, pero yo sí. Escuche, nuestros
antepasados eran más pequeños que nosotros. Sus huesos eran más pequeños. Cada
generación que precedía tenía los huesos más pequeños.
–¿Y cree que eso supone algo para mí?
–No –admitió Edgeworth; el aliento le silbaba un poco
entre los dientes–. No significa nada para mí tampoco. Pero necesitaba
decírselo a alguien.
–¿Por qué? –repuso Simpson.
–¿Eh?
–¿Qué objeto tiene esta conversación? –preguntó Simpson–.
¿A quién le importan los huesos viejos? ¿Quién mira en los osarios? Lo único
importante aquí es la nave. Sudamos y nos hemos esclavizado por ella. Morimos y
hemos viajado por lugares ignorados, hemos trabajado en minas y hemos fundido y
moldeado metales para construirla, cuando podíamos trabajar para nuestro propio
provecho. Luchamos con el tiempo, con nuestros cuerpos débiles, con las
distancias, para arrastrar esas cargas hasta aquí, las izamos y construimos la
nave. ¡Ahora debo irme!
Veía a Edgeworth a través de una neblina roja. Parpadeó
con impaciencia. Lentamente, su reacción agresiva contra cualquier obstáculo se
disolvió en su corriente sanguínea y pudo sentirse un poco avergonzado.
–Lo siento, Edgeworth –murmuró.
Sacudió violentamente la cabeza en dirección a la nave,
al escuchar el sonido de las machotas de roblonar que martilleaban sus oídos.
Los depósitos de combustible estaban siendo plateados por encima y la larga
línea de cargadores, con las manos ociosas, se dejaban caer al suelo para
descansar, mientras observaban la terminación de la nave.
–Me voy –agregó Simpson.
Se puso la caja metálica bajo el brazo y avanzó
lentamente hacia la escalera de la nave, pasando entre los hombres tumbados.
Ninguno lo miró. Para ellos no tenía importancia. Era la nave lo que
interesaba.
El interior de la nave estaba casi completamente hueco, enrejado con una
celosía de ristreles que convergían en una serie de pesados aros de acero.
Montada a prueba de golpes en el cilindro de espacio libre interior a los aros,
estaba una pesada y compleja maquinaria, llena de alambres y de tubos
esmeradamente soldados, formando un conjunto encajado en arcilla refractaria y
protegido por placas de goma silicosa. Una pesada trama de alambre corría desde
las aberturas del blindaje final de acero prensado y conectaba la máquina a un
generador. Otros alambres corrían a los postecillos que se proyectaban desde el
blindaje galvanizado del casco interior. Nadie sabía su finalidad. Una
cuadrilla distinta lo había construido, mientras se iban formando las secciones
del casco y esta tarea les llevó años. Simpson miraba las costuras del
blindaje, realizado por medio del procedimiento llamado “soldadura autógena”,
según le explicó el capataz.
Debajo del compartimiento principal se hallaban las
máquinas con su pesada culata de plomo.
–¿Para qué es esto? –recordó haber preguntado cuando lo
vio nivelar en su sitio.
–No lo sé, y fui yo quien lo hizo construir –el capataz
de la cuadrilla extendió los brazos con desamparo–. La nave sólo… no la
encuentro en forma… sin eso.
–¿Pretende decir que no volaría sin una tonelada de peso
muerto?
–No. No… no lo creo. Creo que podría volar, pero usted
moriría, como los hombres que manejaban el combustible, antes de llegar a su
destino –el capataz meneó la cabeza–. Creo que es eso.
En el morro de la nave, pendiente sobre la cabeza de
Simpson al arrimarse a la escalera interior junto a la compuerta de aire,
estaba la cabina de pilotaje. Contenía una cama con suspensión cardán y también
pedestales para los controles enraizados en el ahusado casco y que convergían
en el lecho. El morro era sólido y Simpson se admiraba de haberlo diseñado así.
Sospechaba que hubo algún procedimiento especial de construcción. Después de
una última mirada a su alrededor, trepó escalera arriba, hasta la cama,
moviéndose torpemente con la caja bajo el brazo. Una vez en la cama, encontró
un marco que sobresalía de su armazón. La caja se ajustaba a él en forma
exacta, con grapas de resorte que la mantendrían bien sujeta.
Se acomodó en la cama, asegurando sus caderas y su pecho
con anchas correas. Intentó alcanzar los controles, hasta que los encontró
todos a una distancia cómoda para su manejo.
“Aquí estoy –pensó para sí–, estoy dispuesto”.
Sus dedos recorrieron una hilera de conmutadores. En el
vientre de la nave algo resonó y las macilentas luces de emergencia se apagaron
al quedar encendidas las de maniobra. Un juego de pantallas se elevó sobre su
cabeza, dentro del sistema de mecanismos de la nave, que le proporcionó una
perfecta visión del espacio exterior. Dirigió una última mirada a la plataforma
y a los hombres de vigilancia, al cielo y a las llanuras. En lo alto del morro
de la nave, muy por encima de las llanuras, pensó que podría divisar la colina
de Castle Town.
Pero ya no le quedaba tiempo. Sus manos recorrían
rápidamente los mandos. Las luces dispuestas al efecto destellaban en el
tablero y a su espalda los motores auxiliares trabajaban a pleno rendimiento. Jaló
hacia sí de las palancas de maniobra y las macizas máquinas comenzaron a
ronronear. Recorrió ágilmente los enclavamientos para asegurar el curso normal
del combustible. Abrió la boca y comenzó a jadear, falto de aliento. Sintió
tambalearse la nave y experimentó un relámpago de pánico. Pero un instante después
había recobrado la calma. Todo iba bien. La nave acababa de romper sus amarras.
Todo iba bien, la nave funcionaba y el viaje comenzaba. Por fin se hallaba en
el espacio.
Las pantallas traseras estaban empañadas por el halo de
las ardientes arenas. La nave rugía sordamente en su volar hacia el cielo,
cegando a los espectadores que la observaban desde la meseta tras ella.
Nunca en su vida imaginó que algo semejante existía más allá del cielo. No
había nubes, ni cortinas de polvo, ni ondulaciones estremecidas en la
atmósfera, ni resplandores difusos de luz. Únicamente estrellas y nada más que
estrellas, sin nada que las velara, esparcidas por la negrura, agrupándose en
nebulosas espirales, que se coagulaban y en sábanas de luz, gigantescas lentes
y ovas de galaxias, un sol tras otro y tras otro. Los miraba con admiración,
mientras la maciza nave se lanzaba contra ellas, enteramente aturdido. Pero cuando
llegó el momento de maniobrar los controles, que hasta entonces había dejado
muy sueltos, lo hizo precisa y perfectamente. La máquina, anidada en su red de
estructuras, engulló más y más potencia del generador. Cuando comprendió con
perfecta claridad por qué la nave exigió un diseño complejo, se hallaba ya en
el hiperespacio. Lo atravesó como una exhalación en la más completa oscuridad,
hasta que de pronto, se vio fuera de él otra vez. Mientras los sonidos de
alarma resonaban por todo el fuselaje, apareció ante él una gigantesca nave
interestelar.
Cortó rápidamente toda la potencia de marcha, excepto los
circuitos de señales y luces y mantuvo una mano protectora sobre la caja
metálica, preguntándose qué contenía, de dónde habría venido. Y esperó.
Simpson empujó apresuradamente el cierre interior del escotillón que hacía
posible el acceso a la nave terrícola y se detuvo, mirando a los dos
extranjeros que lo aguardaban.
Su piel era tersa y de un blanco tostado, con
protuberancias fibrosas de aspecto suave amoldadas a la forma de sus cráneos. “Aspecto
suave”, sería también una adecuada descripción de conjunto. De piel flexible
como la tela, sus rostros aparecían redondos y sus facciones turbiamente
definidas. Blandos. Pulposos. Los contempló con disgusto y aversión.
Uno de ellos cuchicheó al oído del otro, probablemente
para que Simpson no pudiera escucharlo:
–¿Terrícola? ¿Que viene de…? ¡No puedo creerlo!
–¿Cómo hubiera podido aprender lo suficiente para llegar
hasta aquí? –repuso el otro rápidamente–. Reflexione, Hudston. Ya me oyó al
teléfono. Ha adquirido un acento terrible y algunos modismos extraños, pero se
trata de un terrícola, sin duda alguna.
Simpson iba descifrando sus blandas entonaciones. Debió
encolerizarse, pero no lo hizo. Al contrario, algo pugnaba por salir de su
garganta, algo enterrado, algo que había comenzado no con él sino con
generaciones pasadas y que ahora surgía a la luz:
–¡La guerra terminó! –gritó–. ¡Terminó! ¡Ganamos!
El primer terrícola lo miró con asombro, enarcando una
ceja.
–¿De verdad? ¿Qué guerra es esa? No tenía noticia de
ninguna guerra.
Simpson pareció confuso. Se sintió también vacío,
aturdido y perplejo ante lo que brotó de su laringe. No sabía qué respuesta
dar. Quiso decir algo más, pero nada se le ocurría. Vacilante, ofreció la caja
metálica al terrícola.
–¡Déjeme ver eso! –exclamó rápidamente el segundo
terrícola, tomando la caja de manos de Simpson; miró fijamente la tapa–. ¡Santo
cielo!
–¿Qué es, almirante? –preguntó Hudston.
El segundo terrícola le mostró en silencio el sello sobre
la tapa, que nunca había significado algo para Simpson ni para ningún otro
habitante de Castle.
–TSN Servicio de Correos –deletreó Hudston–. Pero qué
diablos… ¡Oh, ya comprendo, señor! Fue disuelto en el siglo veinticuatro,
¿verdad?
–A finales del veintitrés –murmuró el almirante–. Cuando
se completó la cadena de radio hiperespacial.
–¿Cuatrocientos años, señor? ¿Dónde la encontraría este
hombre?
El almirante estaba examinando la caja. La tapa, que todo
el mundo en Castle creía sellada, se abrió de pronto. El almirante sacó una
colección de mapas arrugados y un libro con cubiertas de cuero debajo de ellos.
Ninguno de ambos terrícolas prestaba la menor atención a Simpson. Éste se
removía incómodo y observó en la pared metálica cómo algunas varillas oscilaban
para seguir sus movimientos.
El almirante cepilló cuidadosamente la cubierta del
libro, que mostraba un título en oro:
“Cuaderno de Bitácora Oficial, TSNS Hare”.
–¡Muy bien, ahora estamos llegando a alguna parte! –ojeó
cautelosamente algunas de las primeras páginas, para comprobar la fecha; luego
prosiguió–. Asuntos de trámite. Vayamos al grano, si es que lo hay.
Se detuvo y miró a Simpson otra vez durante un momento,
sacudió la cabeza violentamente y continuó su búsqueda.
–¡Aquí está, Hudston! Escuche:
“Siguiendo a toda velocidad, rumbo al Sistema Solar. Todo
bien”, leyó. “En 0600 GST, Gobierno Provisional Eglin concluida tregua
pendiente armisticio. Signatarios fueron…”
–Bueno, esto no interesa. Todos se han convertido en
polvo desde hace mucho tiempo. Veamos lo que le ocurrió a él –el almirante
volvió algunas páginas–. Aquí lo tenemos. Esto es lo consignado el siguiente
día. Se interrumpe aquí, como verá, y termina más adelante:
“Prosiguiendo a toda velocidad, rumbo al Sistema Solar.
En hiperespacio. Todo bien. Tiempo estimado de llegada, Base Griffon, + 2d, 8
hrs”.
–Observe esa tachadura, Hudston. Debe habérsele movido el
brazo. Ahora:
“Continuación del cuaderno de bitácora: Combate casual
con buque patrulla de Eglin, al parecer ignorante de la tregua, resultado con
avería grave por torpedo, compartimientos D-4, D-5, D-6, D-7. Nave sin
gobierno. Máquinas y generador hiperespacial semiaveriados y nave
definitivamente fuera de combate, creyéndose navegación por ahora imposible.
Sufrido quemaduras superficiales y fracturas simples en pierna derecha y brazo izquierdo”.
–Aquí está lo registrado al día siguiente:
“Nave todavía sin gobierno y máquinas y generador
continúan semiaveriados. Casi todos los instrumentos de a bordo desprendidos o
en cortocircuito por choque explosión. Navegación imposible. Nave ahora cayendo
dentro y fuera de hiperespacio a intervalos casuales. Intentando desconectar
generador sin conseguirlo. Se sospecha avería compleja progresiva en circuitos
del coordinador y rejillas de modulación”.
–¿Por qué no pidió ayuda, señor?
El almirante miró de soslayo a Hudston.
–Le era imposible. No podía comunicar a mayor velocidad
que la luz, a menos que enviara correos. Estaba confuso, Hudston. Herido y
atrapado. Y esa, dicho sea de paso, es la última anotación. Lo restante es un
corto diario:
“Aterrizaje forzoso alrededor de 1.200 GST en un planeta
pequeño, deshabitado y desconocido. Las constelaciones no proporcionan ninguna
orientación, ni aun por Proyección Náutica. Estoy aquí al azar.
“La nave quedó destruida en el choque. Tengo dos piernas
rotas y algunas heridas. Logré salvar el botiquín, por lo que no hay problema.
No estoy bien. Sigo perdiendo sangre por derrame interno y no sé cómo aplicar a
las fracturas un vendaje Stedman.
“Hice una pequeña exploración esta tarde. Desde mi
observatorio, no se divisa más que hierba, pero vi algunas montañas y ríos
antes del choque. Hace frío pero muy moderado, a menos que estemos en verano
ahora. Acaso primavera. Me entristece pensar en el invierno.
“Pienso en cuánto tiempo pasará hasta que en la Tierra
sepan que la guerra terminó”.
Simpson se movió nerviosamente. Otra vez aquellas
palabras. Debería haberse interesado por esta nave y por esta gente. Pero ni
siquiera los lisos y macizos mamparos, dotados de brillante luz propia, ni los
dos terrícolas con sus uniformes escarlata, parecían causarle impresión.
Estaba allí. Lo había conseguido. Y no parecía importarle
lo que ocurriera después.
–No hay mucho más en el diario –dijo el almirante.
“Me siento muy débil hoy. No cabe duda, estoy perdiendo
más de lo que puedo soportar. Ingiero protrombina en terrones como si fuera
azúcar, pero sin resultado. Se me están acabando, de todos modos.
“El alimento será también un problema. En este sitio nada
es comestible, excepto algunos pequeños seres que parecen proceder de un cruce
entre perro de las praderas y lagarto. Pero necesitaré unas dos docenas de
ellos para un almuerzo.
“De nada sirve engañarme. Si con mi UI (unidad de
información) no puedo sostener mis entrañas, la vitamina K tampoco será capaz
de hacerlo. El alimento, por tanto, no llegará a constituir un problema.
“Esto me hace pensar algo muy interesante. Dispongo de
una UI, elemento que se supone anida nuestro interior, dotado de vida, y que
intenta salir de nuestro cuerpo. La verdad es que no había pensado mucho en
ello, hasta ahora. Siempre me ocupé de transmitir mis informaciones
directamente. Pero ahora este elemento, por derecho propio, vive dentro de mí.
Está construido de tal forma que su finalidad es que toda la información que
poseo llegue al destinatario adecuado. He oído decir incluso que una UI se ha
proyectado fuera de un hombre, atravesando todas las barreras protectoras hasta
entregar un mensaje. Son endiabladamente listas, a su manera. Nada las detiene,
ni nada las rechaza.
“Estoy aquí solo en este lugar solitario donde nadie
podrá encontrarme. Si dispusiera de una nave podría llegar hasta ella e irme.
Forzosamente llegaría, en un sentido o en otro, a territorio de la Federación.
Pero no la tengo. Ni tengo ya ninguna otra cosa. Me pregunto que podrá hacer
ahora mi UI”.
El almirante miró a Hudston.
–Aquí termina el diario. Hay una firma…
“Norman Castle, oficial alférez, TSN”.
Hudston miró distraído al almirante.
–Fascinante –comentó–. Todo un problema para su UI,
¿verdad? Supongo que un modelo tan primario como el de Castle debió morir con
él, sencillamente.
–Las UI nunca mueren, Hudston –repuso el almirante
lentamente; cerró el viejo cuaderno de bitácora y su rostro se contrajo bajo el
impacto acumulativo de una idea–. Cuando se tiene una UI, se tienen mil. Y
nunca se dan por vencidas –su voz se apagó hasta convertirse en un suspiro–.
Son demasiado poco inteligentes para ceder, pero demasiado astutas.
Miró a Simpson.
–No creo que la UI de Castle fuera lo bastante
evolucionada para tener sentido del tiempo. Ni para juzgar que su misión había
caído en desuso –volteó rápidamente en dirección a Simpson.
–La guerra terminó –le dijo–. Concluyó hace tiempo.
Gracias de todos modos. Ha cumplido bien su misión.
Simpson no lo oía. Estaba vacío, agotado. Su fuego
interior lo había abandonado y su mente se retraía, perdiendo todo interés en
las cosas trascendentales para los hombres. Cayó bajo la mesa, a cuatro patas
como un animal, aullando y desgarrando sus ropas con mordiscos rabiosos.
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