Gustavo Adolfo Bécquer
Al
crepúsculo de un día de otoño brumoso y triste sucede la noche fría y oscura.
Durante algunas horas parece que se ha apagado el continuo hervidero de la
población.
Unas cerca, otras lejos, éstas con un acento grave
y acompasado, aquéllas con un vibración aguda y temblorosa, las campanas
voltean lanzando al aire sus notas de metal que ya flotan y se confunden entre
sí, ya se dilatan y se pierden para dejar lugar a una nueva lluvia de sonidos
que se derrama continuamente de la anchas bocas de bronce, como de una fuente
de armonías inagotable.
Dicen que la alegría es contagiosa, pero yo creo
que la tristeza lo es mucho más. Hay espíritus melancólicos que logran
sustraerse a la embriaguez de gozo que traen en su atmósfera las grandes
fiestas populares. Con dificultad se encontrará uno que consiga mantenerse
indiferente al helado contacto de la atmósfera del dolor, si éste viene a
buscarnos hasta el fondo de nuestro hogar en la fatigosa y lenta vibración de
la campana que parece una voz que llora y nos relata sus cuitas al oído.
Yo no puedo oír sonar las campanas, aunque repiquen
volteando alegres como anuncio de una fiesta, sin que se apodere de mi alma un
sentimiento de tristeza inexplicable e involuntario; por fortuna o por
desgracia, en las grandes capitales el confuso murmullo de la muchedumbre que
se agita en todos sentidos, presa del ruidoso vértigo de la actividad, ahoga de
ordinario su clamor hasta el punto de hacer creer que no existen. A mí, al
menos, me parece que la noche de difuntos, única del año en que las oigo, las
torres de las iglesias de Madrid recobran la voz merced a un prodigio,
rompiendo sólo durante algunas horas su largo silencio. Bien sea que la
imaginación, predispuesta a los pensamientos melancólicos, ayude a prestarle
apariencias, bien que la novedad de los sonidos me hiera más profundamente,
siempre que percibo en las ráfagas del viento las notas sueltas de esa armonía,
se opera en mis sentidos un extraño fenómeno. Creo reconocer una por una las
diferentes voces de las campanas; creo que cada cual de ellas tiene un tono
propio y expresa un sentimiento especial; creo, en fin, que después de prestar
por algún tiempo profunda atención al discorde conjunto de los sonidos, graves
o agudos, sordos o metálicos, que exhalan, logro sorprender palabras misteriosas
que palpitan en el aire envueltas en sus prolongadas vibraciones.
Estas
palabras sin ilación ni sentido, que flotan desasidas en el espacio,
acompañadas de suspiros apenas perceptibles y de largos sollozos, comienzan a
reunirse unas con otras, como se reúnen al despertar las vagas ideas de un
sueño, y ya reunidas forman un inmenso y doloroso poema, en el que cada campana
canta su estrofa, y todas juntas interpretan por medio de sonidos simbólicos el
pensamiento que hierve callado en el cerebro de los que las oyen sumidos en
honda meditación.
Una campana de voz hueca y asordadora, que se
balancea gravemente en lo alto de la torre con ceremoniosa lentitud, que parece
que lleva un ritmo matemático y se mueve por medio de algún perfecto mecanismo,
dice sonando, ajustada por puntos al ritual:
“Yo soy ruido vano que se desvanece sin hacer
vibrar una sola de las infinitas cuerdas del sentimiento en el corazón del
hombre; yo no tengo en mis ecos ni sollozos ni suspiros; yo desempeño
correctamente mi parte en la lúgubre y aérea sinfonía del dolor sin que mis
sonoros golpes se retarden o se anticipen un solo segundo; yo soy la campana de
la parroquia, la campana oficial de las honras fúnebres. Mi voz pregona el
duelo de etiqueta, mi voz llora desde lo alto del campanario contando a la
vecindad la desgracia a gritos; mi voz, que gime a tanto por sollozo, evita al
rico heredero y a la joven viuda otros cuidados que el de las formalidades de
la lectura del testamento o el encargo de los elegantes lutos.
“A mi conocido son salen de su marasmo los
industriales de la muerte: el carpintero se apresura a galonear de oro el más
confortable de sus ataúdes; el marmolista golpea el cincel buscando una nueva
alegoría para el ostentoso sepulcro; hasta los caballos del grotesco carro,
teatro del último triunfo de la vanidad, sacuden engreídos sus antiguos
penachos de plumas color de ala de mosca, en tanto que los pilares del templo
se revisten de bayetas negras, se alza en el crucero el túmulo tradicional y el
maestro de capilla ensaya en el violín nuevo Dies ira para su última
misa de réquiem.
“Yo soy el dolor de las lágrimas de talco, de las
flores de papel y los dísticos en letra de oro.
“Hoy me toca conmemorar a mis conciudadanos, a los
ilustres difuntos por quienes oficialmente lloro, y sólo siento, al hacerlo con
toda la pompa y el ruido que conviene a su condición, no poder decir uno por
uno sus nombres, títulos y condecoraciones. ¡Acaso esta nueva fórmula serviría
de bálsamo al sentimiento de sus familias!”
Cuando el acompasado martilleo de la grave campana
cesa un instante y su eco lejano se confunde y se pierde entre la nube de notas
que lleva el viento, comienza a percibirse el tañido triste, desigual y agudo
de un pequeño esquilón.
“Yo soy –dice– la voz que canta y que llora las
alegrías o los pesares del lugar que domino desde mi espadaña; yo soy la
humilde campana de la aldea, la que llama con plegarias ardientes el agua del
cielo sobre los agostados campos, la que ahuyenta las tempestades con sus
piadosos conjuros, la que voltea trémula de emoción y pide socorro a gritos
cuando el fuego devora las mieses.
“Yo soy la voz amiga que da al pobre su último
adiós; yo soy el gemido que ahoga el dolor en la garganta del huérfano y que
sube en las aladas notas de la campana hasta el trono del Padre de las
misericordias.
“Al escuchar mi tañido brota involuntariamente una
oración del labio, y mi último eco va a expirar al borde de las fosas
escondidas, llevado por el aire que parece rezar en voz baja agitando las altas
hierbas que las cubren.
“Yo soy el llanto que escalda las mejillas; yo soy
el sentimiento que seca la fuente de las lágrimas; yo soy la angustia que
oprime el corazón como con una mano de hierro; yo soy el supremo dolor, el
dolor del desamparo y de la miseria.
“Hoy lloro por esa multitud sin nombre que pasa
ignorada por la vida sin dejar más huella en pos de sí que el ancho reguero de
sudor y de lágrimas que señala su camino; hoy lloro por los que duermen
olvidados en el seno de la tierra, sin otro monumento que una tosca cruz de
palo que casi ocultan las ortigas y cardos silvestres, por entre cuyas hojas
descuellan esas humildes flores de pétalo amarillo que los ángeles dejan caer
del halda sobre la fosa de los justos”.
El eco de la esquila se va debilitando poco a poco
hasta perderse entre el torbellino de notas por cima del cual se destacan los
sordos y cascados golpes de una de esas gigantescas campanas que hacen que se
estremezcan, al sonar, hasta los hondos cimientos de las antiguas catedrales
góticas en cuya torre se las ve suspendidas.
“Yo soy –dice la campana con su medroso y
estentóreo acento– la voz de la gigante mole de piedra que para asombro de los
siglos alzaron tus mayores; yo soy la voz misteriosa, familiar a la vírgenes de
largo brial, a los ángeles, los reyes y los profetas de granito que velan noche
y día a la puerta del templo envueltos en las sombras de sus arcadas; yo soy la
voz de los deformes endriagos, de los vestiglos y las monstruosas esfinges que
trepan por entre las revueltas hojas de piedra a lo largo de las agujas de las
torres; yo soy la fantástica campana de la tradición y la leyenda que voltea
sola en la noche de difuntos tañida por una mano invisible.
“Yo soy la campana de los cuentos medrosos, de las
historias de aparecidos y de almas en pena; campana cuya vibración
indescriptible y extraña sólo encuentra eco en las imaginaciones ardientes.
“A mi voz los caballeros armados de todas armas se
levantan de sus góticos sepulcros; los monjes salen de las oscuras bóvedas en
que duermen el último sueño al pie de los altares de su abadía, y los
camposantos abren de par en par sus puertas para dejar paso al tropel de
amarillos esqueletos que acuden presurosos a danzar en vertiginosa ronda en
torno al puntiagudo chapitel que me cobija.
“Cuando mi imponente clamor sorprende a la crédula
vieja al pie del antiguo retablo cuyas luces cuida, cree ver por un momento las
ánimas del cuadro danzar entre las llamas de bermellón y ocre al escaso
resplandor del moribundo farolillo.
“Cuando mis sordas vibraciones acompañan el
monótono relato de la antigua conseja que escuchan absortos los chicos
agrupados junto al hogar, las lenguas de fuego rojas y azules que se deslizan a
lo largo de los encendidos troncos y las chispas de luz que saltan sobre el
fondo oscuro de la cocina se les antojan espíritus que voltean en el aire, y el
rumor del viento que estremece las puertas, obra de las ánimas que llaman en
los emplomados vidrios de la ventana con el descarnado nudillo de sus manos de
huesos.
“Yo soy la campana que pide a Dios por las almas
precitas; yo soy la voz del terror supersticioso; yo no hago llorar, pero erizo
el cabello y llevo el frío del espanto hasta la médula de los huesos del que me
oye”.
Así, unas tras otras, o todas a la vez, las
campanas van sonando, ora como el tema melódico que se destaca sobre el
conjunto de la orquesta en una sinfonía gigante, ora como en un fantástico
acorde que se prolonga y se aleja dilatándose en el viento.
La luz del día y los rumores que se elevan del seno
de la población a par de la luz pueden tan sólo disipar los extraños engendros
de la mente y el lúgubre y pertinaz tañido de las campanas que aun al través
del sueño se perciben, como en una fatigosa pesadilla, durante la eterna noche
de difuntos.
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