Malcolm Hoffman
Yo
lo vi primero. Era un pequeño judío encogido, como de cincuenta años.
Subió al tren, tropezándose, con su cabecita alerta como la de un pajarito; encontró
asiento en un compartimiento cercano al mío y se puso a tejer nerviosamente los
dedos entre su enmarañado cabello. Groggin y yo, el “JG” que reportea sucesos de
la guerra para el Tribune, nos habíamos subido al tren en Múnich, hacia Berna,
Suiza, buscando, como decía Groggin, una amable taberna donde no tuviéramos que
tomar cerveza a la salud del führer. Había sido un trayecto sin interés hasta
la aparición del judío.
Los trenes alemanes no se asemejan de
ninguna manera al Yankee Clipper, si no es por uno que otro aerodinámico
que sirve para las fotografías de propaganda. Los trenes usuales queman carbón a
toneladas, escupiendo chispas gruesas, como si fueran un monstruo al servicio de
una corte de gnomos infernales. Un
policía gordo y rubio estaba de pie, en un extremo del vagón, como recordatorio
de que cruzar la frontera alemana no es lo mismo que ir de Estados
Unidos a México. La temperatura era fría en extremo, congelando el paisaje de casas
campesinas en una sola masa gelatinosa. Groggin y yo nos habíamos divertido cubriendo a los nazis de fuertes epítetos yanquis,
seguros de que la vigilancia del policía era monosilábicamente teutona. Porque si
uno protesta en alemán, una estancia de seis meses en Berlín es capaz de transformarlo
en un cordero inocente y manso como un niño. Ambos estábamos amargados,
ansiosos de escapar y aburridos como el demonio, hasta que subió un judío.
Comenzamos a romantizarlo en voces inglesas,
en tono quedo. Yo lo dibujé como si fuera un judío errante; el microcosmos en el
macrocosmos; el judío alemán que estaba haciendo lo que todos sus hermanos en
Alemania querrían hacer: encontrar el feliz hallazgo de un pedazo de mundo –no
sin prejuicios, pues los judíos son realistas– que no fuera una cárcel.
–Míralo –le dije a Groggin–; mira sus
ojos.
–Es un judío flaco –observó, ignorando mi indicación,
como si no hubiera nada raro en su mirada.
Cómo había escapado, era un asunto sin interés
para mí. Aparentemente sus papeles estaban en orden, puesto que habían pasado
sin observaciones por la mirada suspicaz y callada del vigilante. El judío ni siquiera
pestañeó cuando una mujer le gritó al paso: “Bose”, pero su inquietud manifiesta
me hizo subir de tono en mis especulaciones. Vestido con un traje que fue bueno
en su tiempo, este judío, sin duda, había sido un blanco directo de los ataques
del populacho: había perdido su hogar y su familia y ahora estaba arriesgando su
último marco en un boleto de ferrocarril y un pasaporte probablemente falsificado.
(Groggin dice que no soy periodista, que debía pasarme la vida escribiendo versos
para las revistas de mujeres). Yo estaba absorto observando su mirada de preocupación.
No podría uno llamarla mirada de un perseguido. Un hombre jamás se entrega a la desesperación más completa. He
cazado conejos, y los he visto cuando están perdidos. Y ya sé la diferencia. La
pupila se dilata, luego se cierra en una ranura invisible; todo el animal
tiembla violentamente y parece decir: “ya sé que perdí; mátame pronto”. Pero en el hombre es distinto.
Un presidiario que camina a la silla eléctrica mostrará en sus ojos un leve rayo
de esperanza. (Groggin dice que soy un romántico, pero lo que pasa es que sé reconocer
el drama cuando lo veo). Así que el tren hilaba su camino penoso hacia la frontera,
en las montañas, y el judío iba jugando su papel extraordinariamente bien. Y él
se daba cuenta. Comenzó a darle vueltas a la cadena de níquel de su reloj, de forma
cada vez más violenta. Groggin también notó la excitación del judío, y murmuró
algo acerca de invitarlo a beber.
Sin embargo, no era prudente cercarse al
judío. La intensidad de su actitud era una barrera efectiva a todo intento de
conversación. Nos pusimos a jugar cartas y dejamos a un lado la especulación. Pero
yo era incapaz de dejar de observar, con el rabillo del ojo, sus miradas
inquietantemente móviles y sus dedos que se cruzaban y descruzaban interminablemente.
La agitación del judío crecía
perceptiblemente. Comenzó a chocar sus puños cerrados uno contra otro, cambiando
de posición a cada instante. Miraba continuamente por la ventanilla, como
buscando una señal preconvenida. Yo adiviné inmediatamente el objeto de su búsqueda:
el pueblecillo en la frontera donde un guardia suizo sustituiría al policía
nazi.
Faltaba media hora para terminar nuestro
recorrido por tierra alemana, y mientras los minutos se me hacían largos, al
judío le han de haber parecido una eternidad atormentada. ¡Media hora! Tiempo
suficiente para el último acto de una tragedia; para una declaración de amor, de
guerra, de muerte; tiempo suficiente para que un muchacho se haga hombre. El
judío mostraba claras señales de que el tiempo era demasiado largo. La histeria
se había posesionado de él. Ya he sentido ese vértigo repentino, las manos
ardiendo con un hormigueo insoportable, la ceguera intensa de un instante de
delirio. Es horrible verlo en otra gente. El judío ya no podía sentarse quieto,
sino que se mecía de un lado a otro, quejándose quedamente como un perro herido.
Por último no pudo controlarse más, saltó violentamente de su asiento al
corredor y, alzando los dos brazos, dejando caer su cabeza hacia atrás, en
abandono, gritó con toda la fuerza de sus enjutos pulmones: “¡Frei! ¡Frei! ¡Frei!”,
una y otra vez. Todos los pasajeros voltearon sorprendidos; el policía, despertado
de su letargia, corrió por el pasillo hacia él.
Yo lo detuve de repente. Mis manos también
estaban en alto. Mi voz tenía algo de manifestación obrera, al gritar: “¡Libre!
¡Libre! ¡Libre!”.
Groggin no era para quedarse atrás, y los
tres alzamos un grito continuo y destemplado, que debe haber llegado hasta el Reichstag.
El policía nazi se quedó paralizado por la sorpresa. Asombrado, nos preguntaba
en alemán: “¿Qué diablos pasa aquí?”
–Sí –quería saber el maquinista– ¿qué
furia los poseyó?
Creo que mis días de estudiante agitador
me hicieron algo hábil para los discursos. “Es una pequeña fraternidad”,
respondí, “una especie de club al cual pertenecemos… Y añadí, siempre en
alemán: “cuando un miembro se encuentra a otro miembro, se saludan así…” Groggin
es más práctico y le deslizó cincuenta marcos al policía.
Deberían haber visto al judío cuando acabó
el mitote. Ya se había calmado y nos miraba fijamente. Cuando cruzamos la
frontera suiza sonrió por primera vez, y se acercó a nosotros:
–Sí hay tal fraternidad –comenzó a
decirnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario