jueves, 26 de septiembre de 2024

Fraternidad

Malcolm Hoffman

 

Yo lo vi primero. Era un pequeño judío encogido, como de cincuenta años. Subió al tren, tropezándose, con su cabecita alerta como la de un pajarito; encontró asiento en un compartimiento cercano al mío y se puso a tejer nerviosamente los dedos entre su enmarañado cabello. Groggin y yo, el “JG” que reportea sucesos de la guerra para el Tribune, nos habíamos subido al tren en Múnich, hacia Berna, Suiza, buscando, como decía Groggin, una amable taberna donde no tuviéramos que tomar cerveza a la salud del führer. Había sido un trayecto sin interés hasta la aparición del judío.

Los trenes alemanes no se asemejan de ninguna manera al Yankee Clipper, si no es por uno que otro aerodinámico que sirve para las fotografías de propaganda. Los trenes usuales queman carbón a toneladas, escupiendo chispas gruesas, como si fueran un monstruo al servicio de una corte de gnomos infernales. Un policía gordo y rubio estaba de pie, en un extremo del vagón, como recordatorio de que cruzar la frontera alemana no es lo mismo que ir de Estados Unidos a México. La temperatura era fría en extremo, congelando el paisaje de casas campesinas en una sola masa gelatinosa. Groggin y yo nos habíamos divertido cubriendo a los nazis de fuertes epítetos yanquis, seguros de que la vigilancia del policía era monosilábicamente teutona. Porque si uno protesta en alemán, una estancia de seis meses en Berlín es capaz de transformarlo en un cordero inocente y manso como un niño. Ambos estábamos amargados, ansiosos de escapar y aburridos como el demonio, hasta que subió un judío.

Comenzamos a romantizarlo en voces inglesas, en tono quedo. Yo lo dibujé como si fuera un judío errante; el microcosmos en el macrocosmos; el judío alemán que estaba haciendo lo que todos sus hermanos en Alemania querrían hacer: encontrar el feliz hallazgo de un pedazo de mundo –no sin prejuicios, pues los judíos son realistas– que no fuera una cárcel.

–Míralo –le dije a Groggin–; mira sus ojos.

–Es un judío flaco –observó, ignorando mi indicación, como si no hubiera nada raro en su mirada.

Cómo había escapado, era un asunto sin interés para mí. Aparentemente sus papeles estaban en orden, puesto que habían pasado sin observaciones por la mirada suspicaz y callada del vigilante. El judío ni siquiera pestañeó cuando una mujer le gritó al paso: “Bose”, pero su inquietud manifiesta me hizo subir de tono en mis especulaciones. Vestido con un traje que fue bueno en su tiempo, este judío, sin duda, había sido un blanco directo de los ataques del populacho: había perdido su hogar y su familia y ahora estaba arriesgando su último marco en un boleto de ferrocarril y un pasaporte probablemente falsificado. (Groggin dice que no soy periodista, que debía pasarme la vida escribiendo versos para las revistas de mujeres). Yo estaba absorto observando su mirada de preocupación. No podría uno llamarla mirada de un perseguido. Un hombre jamás se entrega a la desesperación más completa. He cazado conejos, y los he visto cuando están perdidos. Y ya sé la diferencia. La pupila se dilata, luego se cierra en una ranura invisible; todo el animal tiembla violentamente y parece decir: “ya sé que perdí; mátame pronto”. Pero en el hombre es distinto. Un presidiario que camina a la silla eléctrica mostrará en sus ojos un leve rayo de esperanza. (Groggin dice que soy un romántico, pero lo que pasa es que sé reconocer el drama cuando lo veo). Así que el tren hilaba su camino penoso hacia la frontera, en las montañas, y el judío iba jugando su papel extraordinariamente bien. Y él se daba cuenta. Comenzó a darle vueltas a la cadena de níquel de su reloj, de forma cada vez más violenta. Groggin también notó la excitación del judío, y murmuró algo acerca de invitarlo a beber.

Sin embargo, no era prudente cercarse al judío. La intensidad de su actitud era una barrera efectiva a todo intento de conversación. Nos pusimos a jugar cartas y dejamos a un lado la especulación. Pero yo era incapaz de dejar de observar, con el rabillo del ojo, sus miradas inquietantemente móviles y sus dedos que se cruzaban y descruzaban interminablemente.

La agitación del judío crecía perceptiblemente. Comenzó a chocar sus puños cerrados uno contra otro, cambiando de posición a cada instante. Miraba continuamente por la ventanilla, como buscando una señal preconvenida. Yo adiviné inmediatamente el objeto de su búsqueda: el pueblecillo en la frontera donde un guardia suizo sustituiría al policía nazi.

Faltaba media hora para terminar nuestro recorrido por tierra alemana, y mientras los minutos se me hacían largos, al judío le han de haber parecido una eternidad atormentada. ¡Media hora! Tiempo suficiente para el último acto de una tragedia; para una declaración de amor, de guerra, de muerte; tiempo suficiente para que un muchacho se haga hombre. El judío mostraba claras señales de que el tiempo era demasiado largo. La histeria se había posesionado de él. Ya he sentido ese vértigo repentino, las manos ardiendo con un hormigueo insoportable, la ceguera intensa de un instante de delirio. Es horrible verlo en otra gente. El judío ya no podía sentarse quieto, sino que se mecía de un lado a otro, quejándose quedamente como un perro herido. Por último no pudo controlarse más, saltó violentamente de su asiento al corredor y, alzando los dos brazos, dejando caer su cabeza hacia atrás, en abandono, gritó con toda la fuerza de sus enjutos pulmones: “¡Frei! ¡Frei! ¡Frei!”, una y otra vez. Todos los pasajeros voltearon sorprendidos; el policía, despertado de su letargia, corrió por el pasillo hacia él.

Yo lo detuve de repente. Mis manos también estaban en alto. Mi voz tenía algo de manifestación obrera, al gritar: “¡Libre! ¡Libre! ¡Libre!”.

Groggin no era para quedarse atrás, y los tres alzamos un grito continuo y destemplado, que debe haber llegado hasta el Reichstag. El policía nazi se quedó paralizado por la sorpresa. Asombrado, nos preguntaba en alemán: “¿Qué diablos pasa aquí?”

–Sí –quería saber el maquinista– ¿qué furia los poseyó?

Creo que mis días de estudiante agitador me hicieron algo hábil para los discursos. “Es una pequeña fraternidad”, respondí, “una especie de club al cual pertenecemos… Y añadí, siempre en alemán: “cuando un miembro se encuentra a otro miembro, se saludan así…” Groggin es más práctico y le deslizó cincuenta marcos al policía.

Deberían haber visto al judío cuando acabó el mitote. Ya se había calmado y nos miraba fijamente. Cuando cruzamos la frontera suiza sonrió por primera vez, y se acercó a nosotros:

–Sí hay tal fraternidad –comenzó a decirnos.

 

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