Julio Cortázar
2 de febrero. 1982
A veces, cuando me va ganando como una cosquilla de
cuento, ese sigiloso y creciente emplazamiento que me acerca poco a poco y rezongando
a esta Olympia Traveller de Luxe
(de luxe no tiene nada la pobre, pero en cambio ha traveleado
por los siete profundos mares azules aguantándose cuanto golpe directo o indirecto
puede recibir una portátil metida en una valija entre pantalones, botellas de ron
y libros),
así a veces, cuando cae la noche y pongo una hoja en
blanco en el rodillo y enciendo un Gitane y me trato de estúpido,
(¿para qué un cuento, al fin y al cabo, por qué no abrir
un libro de otro cuentista, o escuchar uno de mis discos?),
pero a veces, cuando ya no puedo hacer otra cosa que
empezar un cuento como quisiera empezar éste, justamente entonces me gustaría ser
Adolfo Bioy Casares.
Quisiera ser Bioy
porque siempre lo admiré como escritor y lo estimé como persona, aunque nuestras
timideces respectivas no ayudaron a que llegáramos a ser amigos, aparte de otras
razones de peso, entre ellas un océano temprana y literalmente tendido entre los
dos. Sacando la cuenta lo mejor posible creo que Bioy y yo sólo nos hemos visto
tres veces en esta vida. La primera en un banquete de la Cámara Argentina del Libro,
al que tuve que asistir porque en los años cuarenta yo era el gerente de esa asociación,
y en cuanto a él vaya a saber por qué, y en el curso del cual nos presentamos por
encima de una fuente de ravioles, nos sonreímos con simpatía, y nuestra conversación
se redujo a que en algún momento él me pidió que le pasara el salero. La segunda
vez Bioy vino a mi casa en París y me sacó unas fotos cuya razón de ser se me escapa
aunque no así el buen rato que pasamos hablando de Conrad, creo. La última vez fue
simétrica y en Buenos Aires, yo fui a cenar a su casa y esa noche hablamos sobre
todo de vampiros. Desde luego en ninguna de las tres ocasiones hablamos de Anabel,
pero no es por eso que ahora quisiera ser Bioy sino porque me gustaría tanto poder
escribir sobre Anabel como lo hubiera hecho él si la hubiera conocido y si hubiera
escrito un cuento sobre ella. En ese caso Bioy hubiera hablado de Anabel como yo
seré incapaz de hacerlo, mostrándola desde cerca y hondo y a la vez guardando esa
distancia, ese desasimiento que decide poner (no puedo pensar que no sea una decisión)
entre algunos de sus personajes y el narrador. A mí me va a ser imposible, y no
porque haya conocido a Anabel puesto que cuando invento personajes tampoco consigo
distanciarme de ellos aunque a veces me parezca tan necesario como al pintor que
se aleja del caballete para abrazar mejor la totalidad de su imagen y saber dónde
debe dar las pinceladas definitorias. Me será imposible porque siento que Anabel
me va a invadir de entrada como cuando la conocí en Buenos Aires al final de los
años cuarenta, y aunque ella sería incapaz de imaginar este cuento –si vive, si
todavía anda por ahí, vieja como yo–, lo mismo va a hacer todo lo necesario para
impedirme que lo escriba como me hubiera gustado, quiero decir un poco como hubiera
sabido escribirlo Bioy si hubiera conocido a Anabel.
3
de febrero
¿Por eso estas notas evasivas, estas vueltas del perro
alrededor del tronco? Si Bioy pudiera leerlas se divertiría bastante, y nomás que
para hacerme rabiar uniría en una cita literaria las referencias de tiempo, lugar
y nombre que según él la justificarían. Y así, en su perfecto inglés,
It was many and many years ago.
In a kingdom by the sea,
That a maiden there lived whom you may know
By the name of Annabel Lee–.
–Bueno –hubiera
dicho yo–, empecemos porque era una república y no un reino en ese tiempo, pero
además Anabel escribía su nombre con una sola ene, sin contar que many and many
years ago había dejado de ser una maiden, no por culpa de Edgar Allan
Poe sino de un viajante de comercio de Trenque Lauquen que la desfloró a los trece
años. Sin hablar de que además se llamaba Flores y no Lee, y que hubiera dicho desvirgar
en vez de la otra palabra de la que desde luego no tenía idea.
4
de febrero
Curioso que ayer no pude seguir escribiendo (me refiero
a la historia del viajante de comercio), quizá precisamente porque sentí la tentación
de hacerlo y ahí nomás Anabel, su manera de contármelo. ¿Cómo hablar de Anabel sin
imitarla, es decir sin falsearla? Sé que es inútil, que si entro en esto tendré
que someterme a su ley, y que me falta el juego de piernas y la noción de distancia
de Bioy para mantenerme lejos y marcar puntos sin dar demasiado la cara. Por eso
juego estúpidamente con la idea de escribir todo lo que no es de veras el cuento
(de escribir todo lo que no sería Anabel, claro), y por eso el lujo de Poe y las
vueltas en redondo, como ahora las ganas de traducir ese fragmento de Jacques Derrida
que encontré anoche en La venté en peinture y que no tiene absolutamente
nada que ver con todo esto pero que se le aplica lo mismo en una inexplicable relación
analógica, como esas piedras semipreciosas cuyas facetas revelan paisajes identificables,
castillos o ciudades o montañas reconocibles. El fragmento es de difícil comprensión,
como se acostumbra chez Derrida, y lo traduzco un poco a la que te criaste
(pero él también escribe así, sólo que parece que lo criaron mejor):
“no (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia,
ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza
por nada. Y sin embargo amo: no, es todavía demasiado, es todavía interesarse sin
duda en la existencia. No amo pero me complazco en eso que no me interesa, por lo
menos en eso que es igual que ame o no. Ese placer que tomo, no lo tomo, antes bien
lo devolvería, yo devuelvo lo que tomo, recibo lo que devuelvo, no tomo lo que recibo.
Y sin embargo me lo doy. ¿Puedo decir que me lo doy? Es tan universalmente subjetivo
–en la pretensión de mi juicio y del sentido común– que sólo puede venir de un puro
afuera. Inasimilable. En último término, este placer que me doy o al cual más bien
me doy, por el cual me doy, ni siquiera lo experimento, si experimentar quiere decir
sentir: fenomenalmente, empíricamente, en el espacio y en el tiempo de mi existencia
interesada o interesante. Placer cuya experiencia es imposible. No lo tomo, no lo
recibo, no lo devuelvo, no lo doy, no me lo doy jamás porque yo (yo, sujeto existente)
no tengo jamás acceso a lo bello en tanto que tal. En tanto que existo no tengo
jamás placer puro”.
Derrida está hablando
de alguien que enfrenta algo que le parece bello, y de ahí sale todo eso; yo enfrento
una nada, que es este cuento no escrito, un hueco de cuento, un embudo de cuento,
y de una manera que me sería imposible comprender siento que eso es Anabel, quiero
decir que hay Anabel aunque no haya cuento. Y el placer reside en eso, aunque no
sea un placer y se parezca a algo como una sed de sal, como un deseo de renunciar
a toda escritura mientras escribo (entre tantas otras cosas porque no soy Bioy y
no conseguiré nunca hablar de Anabel como creo que debería hacerlo).
Por
la noche
Releo el pasaje de Derrida, verifico que no tiene nada
que ver con mi estado de ánimo e incluso mis intenciones; la analogía existe de
otra manera, parecería estar entre la noción de belleza que propone ese pasaje y
mi sentimiento de Anabel; en los dos casos hay un rechazo a todo acceso, a todo
puente, y si el que habla en el pasaje de Derrida no tiene jamás ingreso en lo bello
en tanto que tal, yo que hablo en mi nombre (error que no hubiera cometido nunca
Bioy), sé penosamente que jamás tuve y jamás tendré acceso a Anabel como Anabel,
y que escribir ahora un cuento sobre ella, un cuento de alguna manera de
ella, es imposible. Y así al final de la analogía vuelvo a sentir su principio,
la iniciación del pasaje de Derrida que leí anoche y me cayó como una prolongación
exasperante de lo que estaba sintiendo aquí frente a la Olympia, frente a la ausencia
del cuento, frente a la nostalgia de la eficacia de Bioy. Justo al principio: “No
(me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto
ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada”. El mismo enfrentamiento
desesperado contra una nada desplegándose en una serie de subnadas, de negativas
del discurso; porque hoy, después de tantos años, no me queda ni Anabel, ni la existencia
de Anabel, ni mi existencia con relación a la suya, ni el puro objeto de Anabel,
ni mi puro sujeto de entonces frente a Anabel en la pieza de la calle Reconquista,
ni ningún interés de ninguna naturaleza por nada, puesto que todo eso se fue consumando
many and many years ago. en un país que es hoy mi fantasma o yo el suyo,
en un tiempo que hoy es como la ceniza de estos Gitanes acumulándose día a día hasta
que madame Perrin venga a limpiarme el departamento.
6
de febrero
Esta foto de Anabel, puesta como señalador en nada menos
que una novela de Onetti y que reapareció por mera acción de la gravedad en una
mudanza de hace dos años, sacar una brazada de libros viejos de la estantería y
ver asomar la foto, tardar en reconocer a Anabel.
Creo que se le parece
bastante aunque le extraño el peinado, cuando vino por primera vez a mi oficina
llevaba el pelo recogido, me acuerdo por puro coágulo de sensaciones que yo estaba
metido hasta las orejas en la traducción de una patente industrial. De todos los
trabajos que me tocaba aceptar, y en realidad tenía que aceptarlos todos mientras
fueran traducciones, los peores eran las patentes, había que pasarse horas trasvasando
la explicación detallada de un perfeccionamiento en una máquina eléctrica de coser
o en las turbinas de los barcos, y desde luego yo no entendía absolutamente nada
de la explicación y casi nada del vocabulario técnico, de modo que avanzaba palabra
a palabra cuidando de no saltarme un renglón pero sin la menor idea de lo que podía
ser un árbol helicoidal hidrovibrante que respondía magnéticamente a los tensores
1, 1’ y 1” (dibujo 14). Seguro que Anabel había golpeado en la puerta y no la oí,
cuando levanté los ojos estaba al lado de mi escritorio y lo que más se veía de
ella era la cartera de hule brillante y unos zapatos que no tenían nada que ver
con las once de la mañana de un día hábil en Buenos Aires.
Por
la tarde
¿Estoy escribiendo el cuento o siguen los aprontes para
probablemente nada? Viejísima, nebulosa madeja con tantas puntas, puedo tirar de
cualquiera sin saber lo que va a dar; la de esta mañana tenía un aire cronológico,
la primera visita de Anabel. Seguir o no seguir esas hebras: me aburre lo consecutivo
pero tampoco me gustan los flashbacks gratuitos que complican tanto cuento
y tanta película. Si vienen por su cuenta, de acuerdo; al fin y al cabo quién sabe
lo que es realmente el tiempo; pero nunca decidirlos como plan de trabajo. De la
foto de Anabel tendría que haber hablado después de otras cosas que le dieran más
sentido, aunque tal vez por algo asomó así, como ahora el recuerdo del papel que
una tarde encontré clavado con un alfiler en la puerta de la oficina, ya nos conocíamos
bien y aunque profesionalmente el mensaje podía perjudicarme ante los clientes respetables,
me hizo una gracia infinita leer NO ESTÁS, DESGRACIADO, VUELVO A LA TARDE (las comas
las agrego yo, y no debería hacerlo pero ésa es la educación). Al final ni siquiera
vino, porque a la tarde empezaba su trabajo del que nunca tuve una idea detallada
pero que en conjunto era lo que los diarios llamaban el ejercicio de la prostitución.
Ese ejercicio cambiaba bastante rápidamente para Anabel en la época en que alcancé
a hacerme una idea de su vida, casi no pasaba una semana sin que por ahí me soltara
una mañana no nos vemos porque en el Fénix necesitan una copera por una semana
y pagan bien, o me dijera entre dos suspiros y una mala palabra que el yiro andaba
flojo y que iba a tener que meterse unos días en lo de la Chempe para poder pagar
la pieza a fin de mes.
La verdad es que
nada parecía durarle a Anabel (y a las otras chicas), ni siquiera la correspondencia
con los marineros, me había bastado un poco de práctica en el oficio para calcular
que el promedio en casi todos los casos era de dos o tres cartas, cuatro con suerte,
y verificar que el marinero se cansaba o se olvidaba pronto de ellas o viceversa,
aparte de que mis traducciones debían de carecer de suficiente libido o arrastre
sentimental y los marineros por su lado no eran lo que se llama hombres de pluma,
de modo que todo se acababa rápido. Qué mal estoy explicando todo esto, también
a mí me cansa escribir, echar palabras como perros buscando a Anabel, creyendo por
momento que van a traérmela tal como era, tal como éramos many and many years
ago.
8
de febrero
Lo que es peor, me cansa releer para encontrar una hilación,
y además esto no es el cuento, de manera que entonces Anabel entró aquella mañana
en mi oficina de San Martín casi esquina Corrientes, y me acuerdo más de la cartera
de hule y los zapatos con plataforma de corcho que de su cara ese día (es cierto
que las caras de la primera vez no tienen nada que ver con la que está esperando
en el tiempo y la costumbre). Yo trabajaba en el viejo escritorio que había heredado
un año antes junto con toda la vejez de la oficina y que todavía no me sentía con
ánimos de renovar, y estaba llegando a una parte especialmente abstrusa de la patente,
avanzando frase a frase rodeado de diccionarios técnicos y una sensación de estarlos
estafando a Marval y O’Donnell que me pagaban las traducciones. Anabel fue como
la entrada trastornante de una gata siamesa en una sala de computadoras, y se hubiera
dicho que lo sabía porque me miró casi con lástima antes de decirme que su amiga
Marucha le había dado mi dirección. Le pedí que se sentara, y por puro chiqué seguí
traduciendo una frase en la que una calandria de calibre intermedio establecía una
misteriosa confraternidad con un cárter antimagnético blindado X2. Entonces ella
sacó un cigarrillo rubio y yo uno negro, y aunque me bastaba el nombre de Marucha
para que todo estuviera claro, lo mismo la dejé hablar.
9
de febrero
Resistencia a construir un diálogo que tendría más de
invención que de otra cosa. Me acuerdo sobre todo de los clisés de Anabel, de su
manera de decirme “joven” o “señor” alternadamente, de decir “una suposición”, o
dejar caer un “ah, si le cuento”. De fumar también por clisé, soltando el humo de
un solo golpe casi antes de haberlo absorbido. Me traía una carta de un tal William,
fechada en Tampico un mes antes, que le traduje en voz alta antes de ponérsela por
escrito como me lo pidió en seguida. “Por si se me olvida algo”, dijo Anabel, sacando
cinco pesos para pagarme. Le dije que no valía la pena, mi ex socio había fijado
esa tarifa absurda en los tiempos en que trabajaba solo y había empezado a traducirles
a las minas del bajo las cartas de sus marineros y lo que ellas les contestaban.
Yo le había dicho: “¿Por qué les cobra tan poco? O más o nada sería mejor, total
no es su trabajo, usted lo hace por bondad”. Me explicó que ya estaba demasiado
viejo como para resistir al deseo de acostarse de cuando en cuando con alguna de
ellas, y que por eso aceptaba traducirles las cartas para tenerlas más a tiro, pero
que si no les hubiera cobrado ese precio simbólico se habrían convertido todas en
unas madame de Sévigné y eso ni hablar. Después mi socio se fue del país y yo heredé
la mercadería, manteniéndola dentro de las mismas líneas por inercia. Todo iba muy
bien, Marucha y las otras (había cuatro entonces) me juraron que no le pasarían
el santo a ninguna más, y el promedio era de dos por mes, con carta a leerles en
español y carta a escribirles en inglés (más raramente en francés). Entonces por
lo visto a Marucha se le olvidó el juramento, y balanceando su absurda cartera de
hule reluciente entró Anabel.
10
de febrero
Esos tiempos: el peronismo ensordeciéndome a puro altoparlante
en el centro, el gallego portero llegando a mi oficina con una foto de Evita y pidiéndome
de manera nada amable que tuviera la amabilidad de fijarla en la pared (traía las
cuatro chinches para que no hubiera pretextos). Walter Gieseking daba una serie
de admirables recitales en el Colón, y José María Gatica caía como una bolsa de
papas en un ring de Estados Unidos. En mis ratos libres yo traducía Vida y cartas
de John Keats, de Lord Houghton; en los todavía más libres pasaba buenos ratos
en La Fragata, casi enfrente de mi oficina, con amigos abogados a quienes
también les gustaba el Demaría bien batido. A veces Susana–
Es que no es fácil
seguir, me voy hundiendo en recuerdos y a la vez queriendo huirles, exorcizarlos
escribiéndolos (pero entonces hay que asumirlos de lleno y ésa es la cosa). Pretender
contar desde la niebla, desde cosas deshilachadas por el tiempo (y qué irrisión
ver con tanta claridad la cartera negra de Anabel, oír nítidamente su “gracias,
joven”, cuando le terminé la carta para William y le di el vuelto de diez pesos).
Sólo ahora sé de veras lo que pasa, y es que nunca supe gran cosa de lo que había
pasado, quiero decir las razones profundas de ese tango barato que empezó con Anabel,
desde Anabel. Cómo entender de veras esa anécdota de milonga en la que había una
muerte de por medio y nada menos que un frasco de veneno, no era a un traductor
público con oficina y chapa de bronce en la puerta a quien Anabel le iba a decir
toda la verdad, suponiendo que la supiera. Como con tantas otras cosas en ese tiempo,
me manejé entre abstracciones, y ahora al final del camino me pregunto cómo pude
vivir en esa superficie bajo la cual resbalaban y se mordían las criaturas de la
noche porteña, los grandes peces de ese río turbio que yo y tantos otros ignorábamos.
Absurdo que ahora quiera contar algo que no fui capaz de conocer bien mientras estaba
sucediendo, como en una parodia de Proust pretendo entrar en el recuerdo como no
entré en la vida para al fin vivirla de veras. Pienso que lo hago por Anabel, finalmente
quisiera escribir un cuento capaz de mostrármela de nuevo, algo en que ella misma
se viera como no creo que se haya visto en ese entonces, porque también Anabel se
movía en el aire espeso y sucio de un Buenos Aires que la contenía y a la vez la
rechazaba como a una sobra marginal, lumpen de puerto y pieza de mala muerte dando
a un corredor al que daban tantas piezas de tantos otros lumpens, donde se oían
tantos tangos al mismo tiempo mezclándose con broncas, quejidos, a veces risas,
claro que a veces risas cuando Anabel y Marucha se contaban chistes o porquerías
entre dos mates o una cerveza nunca lo bastante fría. Poder arrancar a Anabel de
esa imagen confusa y manchada que me queda de ella, como a veces las cartas de William
le llegaban confusas y manchadas y ella me las ponía en la mano como si me alcanzara
un pañuelo sucio.
11
de febrero
Entonces esa mañana me enteré de que el carguero de
William había estado una semana en Buenos Aires y que ahora llegaba la primera carta
de William desde Tampico acompañando el clásico paquete con los regalos prometidos,
slips de nilón, una pulsera fosforescente y un frasquito de perfume. Nunca había
muchas diferencias en las cartas de los amigos de las chicas y sus regalos, ellas
pedían sobre todo ropas de nilón que en esa época era difícil conseguir en Buenos
Aires, y ellos mandaban los regalos con mensajes casi siempre románticos en los
que por ahí irrumpían referencias tan concretas que se me hacía difícil traducírselas
en voz alta a las chicas que, por supuesto, me dictaban cartas o me daban borradores
llenos de nostalgias, noches de baile y pedidos de medias cristal y blusas color
tango. Con Anabel era lo mismo, apenas acabé de traducirle la carta de William se
puso a dictarme la respuesta, pero yo conocía esa clientela y le pedí que me indicara
solamente los temas, de la redacción me ocuparía más tarde. Anabel se me quedó mirando,
sorprendida.
–Es el sentimiento
–dijo–. Tiene que poner mucho sentimiento.
–Por supuesto, quédese
tranquila y dígame lo que tengo que contestar.
Fue el nimio catálogo
de siempre, acuse de recibo, ella estaba bien pero cansada, cuándo volvía William,
que le escribiera por lo menos una postal desde cada puerto, que le dijera a un
tal Perry que no se olvidara de mandar la foto que les había sacado juntos en la
costanera. Ah, y que le dijera que lo de la Dolly seguía igual.
–Si no me explica
un poco esto… –empecé.
–Dígale nomás así,
que lo de la Dolly sigue lo mismo. Y al final dígale, bueno, ya sabe, que sea con
sentimiento, si me entiende.
–Claro, no se preocupe.
Quedó en pasar al
otro día y cuando vino firmó la carta después de mirarla un momento, se la veía
capaz de entender bastantes palabras, se detenía algo en uno que otro párrafo, después
firmó y me mostró un papelito donde William había puesto fechas y puertos. Decidimos
que lo mejor era mandarle la carta a Oakland, y ya para entonces se había roto el
hielo y Anabel me aceptaba el primer cigarrillo y me miraba escribir el sobre, apoyada
en el borde del escritorio y canturreando alguna cosa. Una semana después me trajo
un borrador para que yo le escribiera urgente a William, parecía ansiosa y me pidió
que le hiciera enseguida la carta, pero yo estaba tapado de partidas de nacimiento
italianas y le prometí escribirla esa tarde, firmarla por ella y despacharla al
salir de la oficina. Me miró como dudando, pero después dijo bueno y se fue. A la
mañana siguiente se apareció a las once y media para estar segura de que yo había
mandado la carta. Fue entonces cuando la besé por primera vez y quedamos en que
iría a su casa al salir del trabajo.
12
de febrero
No era que me gustaran particularmente las chicas del
bajo en ese entonces, me movía en el cómodo pequeño mundo de una relación estable
con alguien a quien llamaré Susana y calificaré de kinesióloga, solamente que a
veces ese mundo me resultaba demasiado pequeño y demasiado confortable, entonces
había como una urgencia de sumersión, una vuelta a tiempos adolescentes con caminatas
solitarias por los barrios del sur, copas y elecciones caprichosas, breves interludios
quizá más estéticos que eróticos, un poco como la escritura de este párrafo que
releo y que debería tachar pero que guardaré porque así ocurrían las cosas, eso
que he llamado sumersión, ese encanallamiento objetivamente innecesario puesto que
Susana, puesto que T. S. Eliot, puesto que Wilhelm Backhaus, y sin embargo, sin
embargo.
13
de febrero
Ayer me encabroné contra mí mismo, es divertido pensarlo
ahora. De todas maneras lo sabía desde el comienzo, Anabel no me dejará escribir
el cuento porque en primer lugar no será un cuento y luego porque Anabel hará (como
lo hizo entonces sin saberlo, pobrecita), todo lo que pueda por dejarme solo delante
de un espejo. Me basta releer este diario para sentir que ella no es más que una
catalizadora que busca arrastrarme al fondo mismo de cada página que por eso no
escribo, al centro del espejo donde hubiera querido verla a ella y en cambio aparece
un traductor público nacional debidamente diplomado, con su Susana previsible y
hasta cacofónica, sususana, por qué no la habré llamado Amalia o Berta. Problemas
de escritura, no cualquier nombre se presta a… (¿Vas a seguir?).
Por
la noche
De la pieza de Anabel en Reconquista al quinientos preferiría
no acordarme, sobre todo quizá porque sin que ella pudiese saberlo esa pieza quedaba
muy cerca de mi departamento en un piso doce y con ventanas dando a una espléndida
vista del río color de león. Me acuerdo (increíble que me acuerde de cosas así)
que al citarme con ella estuve tentado de decirle que mejor viniera a mi bulín donde
tendríamos whisky bien helado y una cama como a mí me gustan, y que me contuvo la
idea de que Fermín el portero con más ojos que Argos la viera entrar o salir del
ascensor y mi crédito con él se viniese abajo, él que saludaba casi conmovido a
Susana cuando nos veía salir o llegar juntos, él que sabía distinguir en materia
de maquillajes, tacos de zapatos y carteras. Me arrepentí apenas empecé a subir
la escalera, y estuve a punto de dar media vuelta cuando salí al corredor al que
daban no sé cuántas piezas, victrolas y perfumes. Pero ya Anabel me estaba sonriendo
desde la puerta de su cuarto, y además había whisky aunque no estuviera helado,
había las obligatorias muñecas pero también una reproducción de un cuadro de Quinquela
Martín. La ceremonia se cumplió sin apuro, bebimos sentados en el sofá y Anabel
quiso saber cuándo había conocido a Marucha y se interesó por mi antiguo socio del
que las otras minas le habían hablado. Cuando le puse una mano en el muslo y la
besé en la oreja, me sonrió con naturalidad y se levantó para retirar el cobertor
rosa de la cama. Su sonrisa al despedirnos, cuando dejé unos billetes debajo de
un cenicero, siguió siendo la misma, una aceptación desapegada que me conmovió por
lo sincera, otros hubieran dicho que por lo profesional. Sé que me fui sin hablarle
como había pensado hacerlo de su última carta a William, qué me importaban los líos
al fin y al cabo, también yo podía sonreírle como ella me había sonreído, también
yo era un profesional.
16
de febrero
Inocencia de Anabel, como ese dibujo que hizo un día
en mi oficina mientras yo la tenía esperando por culpa de una traducción urgente,
y que debe andar perdido dentro de algún libro hasta que tal vez asome como su foto
en una mudanza o una relectura. Dibujo con casitas suburbanas y dos o tres gallinas
picoteando en la vereda. ¿Pero quién habla de inocencia? Fácil tildar a Anabel por
esa ignorancia que la llevaba como resbalando de una cosa a otra; de golpe, debajo,
tangible tantas veces en la mirada o en las decisiones, la entrevisión de algo que
se me escapaba, de eso que la misma Anabel llamaba un poco dramáticamente “la vida”,
y que para mí era un territorio vedado que sólo la imaginación o Roberto Arlt podían
darme vicariamente. (Me estoy acordando de Hardoy, un abogado amigo, que a veces
se metía en turbios episodios suburbanos por mera nostalgia de algo que en el fondo
sabía imposible, y de donde volvía sin haber participado de veras, mero testigo
como yo testigo de Anabel. Sí, los verdaderos inocentes éramos los de corbata y
tres idiomas; en todo caso Hardoy como buen abogado apreciaba su función de testigo
presencial, la veía casi como una misión. Pero no es él sino yo quien quisiera escribir
este cuento sobre Anabel).
17
de febrero
No le llamaré intimidad, para eso hubiera tenido que
ser capaz de darle a Anabel lo que ella me daba tan naturalmente, hacerla subir
a mi casa por ejemplo, crear una paridad aceptable aunque siguiera teniendo con
ella una relación tarifada entre cliente regular y mujer de la vida. En ese entonces
no pensé como lo estoy pensando ahora que Anabel no me reprochó nunca que la mantuviera
estrictamente al borde; debía parecerle la ley del juego, algo que no excluía una
amistad suficiente como para llenar con risas y bromas los huecos fuera de la cama,
que son siempre los peores. Mi vida la tenía perfectamente sin cuidado a Anabel,
sus raras preguntas eran del género de: “¿Vos tuviste un perrito de chico?”, o:
“¿Siempre te cortaste el pelo tan corto?” Yo ya estaba bastante al tanto de lo de
la Dolly y de Marucha, de cualquier cosa en la vida de Anabel, mientras ella seguía
sin saber y sin importársele que yo tuviera una hermana o un primo, barítono este
último. A Marucha la conocía de antes por lo de las cartas, y a veces en el café
de Cochabamba me encontraba con ella y con Anabel para tomar cerveza (importada).
Por una de las cartas a William me había enterado de las broncas entre Marucha y
la Dolly, pero lo que llamaré el asunto del frasquito no se puso serio hasta bastante
después, al principio era para reírse de tanta inocencia (¿he hablado de la inocencia
de Anabel? Me aburre releer este diario que me está ayudando cada vez menos a escribir
el cuento), porque Anabel que era carne y uña con Marucha le había contado a William
que la Dolly le seguía sacando los mejores puntos a Marucha, tipos de guita y hasta
uno que era hijo de un comisario como en el tango, le hacía la vida imposible en
lo de la Chempe y visiblemente aprovechaba que a Marucha se le estaba cayendo un
poco el pelo, que tenía problemas de incisivos y que en la cama, etcétera. Todo
eso Marucha se lo lloraba a Anabel, a mí menos porque tal vez no me tenía tanta
confianza, yo era el traductor y gracias, dice que sos fenómeno, me confiaba Anabel,
vos le interpretás todo tan bien, el cocinero de ese buque francés hasta le manda
más regalitos que antes, Marucha piensa que debe ser por el sentimiento que ponés.
–¿Y a vos no te
mandan más?
–No, che. Seguro
que de puro celos escribís angosto.
Decía cosas así,
y nos reíamos tanto. Incluso riéndose me contó lo del frasquito que ya una o dos
veces había aparecido en el temario para las cartas a William sin que yo hiciera
preguntas porque dejarla venir sola era uno de mis placeres. Me acuerdo que me lo
contó en su pieza mientras abríamos una botella de whisky después de habernos ganado
el derecho al trago.
–Te juro, me quedé
dura. Siempre me pareció un poco plantado, a lo mejor porque no le entiendo mucho
la parla y eso que al final él siempre se hace entender. Claro, no lo conocés, si
le vieras esos ojos que tiene, como un gato amarillo, le queda bien porque es un
tipo de pinta, cuando sale se pone unos trajes que si te cuento, aquí nunca se ven
géneros así, sintéticos me entendés.
–¿Pero qué te dijo?
–Que cuando vuelva
me va a traer un frasquito. Me lo dibujó en la servilleta y arriba puso una calavera
y dos huesos cruzados. ¿Me seguís ahora?
–Te sigo, pero no
entiendo por qué. ¿Vos le hablaste de la Dolly?
–Claro, la noche
que él me vino a buscar cuando llegó el barco, Marucha estaba conmigo, lloraba y
devolvía la comida, yo tuve que agarrarla para que no saliera ahí nomás a cortarle
la cara a la Dolly. Fue justo cuando supo que la Dolly le había sacado al viejo
de los jueves, andá a saber lo que esa hija de puta le dijo de Marucha, a lo mejor
lo del pelo que en una de ésas era algo contagioso. Con William le dimos femé y
la acostamos en esta misma cama, se quedó dormida y así pudimos salir a bailar.
Yo le conté todo lo de la Dolly, seguro que entendió porque eso sí, me entiende
todo, me clava los ojos amarillos y solamente le tengo que repetir algunas cosas.
–Esperá un poco,
mejor nos tomamos otro scotch esta tarde todo ha sido doble –le dije dándole un
chirlo, y nos reímos porque ya el primero había estado bien cargadito–. ¿Y vos qué
hiciste?
–¿Te creés que soy
tan paparula? Que no, claro, le rompí la servilleta a pedacitos para que comprendiera.
Pero él dale con el frasquito, que me lo iba a mandar para que Marucha se lo pusiera
en un copetín. In a drink, dijo. Me dibujó a un cana en otra servilleta y
después lo tachó con una cruz, eso quería decir que no sospecharían de nada.
–Perfecto –dije
yo–, ese yanqui se cree que aquí los médicos forenses son unos felipones. Hiciste
bien, nena, cuantimás que el frasquito ese iba a pasar por tus manos.
–Eso.
(No me acuerdo,
cómo podría acordarme de ese diálogo. Pero fue así, lo escribo escuchándolo,
o lo invento copiándolo, o lo copio inventándolo. Preguntarse de paso si no será
eso la literatura).
19
de febrero
Pero a veces no es así sino algo mucho más sutil. A
veces se entra en un sistema de paralelas, de simetrías, y a lo mejor por eso hay
momentos y frases y sucesos que se fijan para siempre en una memoria que no tiene
demasiados méritos (la mía en todo caso) puesto que olvida tanta cosa más importante.
No, no siempre hay
invención o copia. Anoche pensé que tenía que seguir escribiendo todo esto sobre
Anabel, que a lo mejor me llevaría al cuento como verdad última, y de golpe fue
otra vez la pieza de Reconquista, el calor de febrero o marzo, el riojano con los
discos de Alberto Castillo al otro lado del corredor, ese tipo no acababa nunca
de despedirse de su famosa pampa, hasta Anabel empezaba a hincharse y eso que ella
para la música, adióóós pááámpa mííía, y Anabel sentada desnuda en la cama
y acordándose de su pampa allá por Trenque Lauquen. Tanto lío que arma ése por la
pampa, Anabel despectiva encendiendo un cigarrillo, tanto joder por una mierda llena
de vacas. Pero Anabel, yo te creía más patriótica, hijita. Una pura mierda aburrida,
che, yo creo que si no vengo a Buenos Aires me tiro a un zanjón. Poco a poco los
recuerdos confirmatorios y de golpe, como si le hiciese falta contármelo, la historia
del viajante de comercio, casi no había empezado cuando sentí que eso yo ya lo sabía,
que eso ya me lo habían contado. La fui dejando hablar como a ella le hacía falta
hablarme (a veces el frasquito, ahora el viajante), pero de alguna manera yo no
estaba ahí con ella, lo que me estaba contando me venía de otras voces y otros ámbitos
con perdón de Capote, me venía de un comedor en el hotel del polvoriento Bolívar,
ese pueblo pampeano donde había vivido dos años ya tan lejanos, de esa tertulia
de amigos y gente de paso donde se hablaba de todo pero sobre todo de mujeres, de
eso que entonces los muchachos llamábamos los elementos y que tanto escaseaban en
la vida de los solteros pueblerinos.
Qué claro me acuerdo
de aquella noche de verano, con la sobremesa y el café con grapa al pelado Rosatti
le volvían cosas de otros tiempos, era un hombre que apreciábamos por el humor y
la generosidad, el mismo hombre que después de un cuento más bien subido de Flores
Díez o del pesado Salas, se largaba a contarnos de una china ya no muy joven que
él visitaba en su rancho por el lado de Casbas donde ella vivía de unas gallinas
y una pensión de viuda, criando en la miseria a una hija de trece años.
Rosatti vendía autos
nuevos y usados, se llegaba hasta el rancho de la viuda cuando le caía bien en algunas
de sus giras, llevaba algunos regalos y se acostaba con la viuda hasta el otro día.
Ella estaba encariñada, le cebaba buenos mates, le freía empanadas y según Rosatti
no estaba nada mal en la cama. A la Chola la mandaban a dormir al galponcito donde
en otros tiempos el finado guardaba un sulky ya vendido; era una chica callada,
de ojos escapadizos, que se perdía de vista apenas llegaba Rosatti y a la hora de
cenar se sentaba con la cabeza gacha y casi no hablaba. A veces él le llevaba un
juguete o caramelos, que ella recibía con un “gracias, don” casi a la fuerza. La
tarde en que Rosatti se apareció con más regalos que de costumbre porque esa mañana
había vendido un Plymouth y estaba contento, la viuda agarró por el hombro a la
Chola y le dijo que aprendiera a darle bien las gracias a don Carlos, que no fuera
tan chucara. Rosatti, riéndose, la disculpó porque le conocía el carácter, pero
en ese segundo de confusión de la chica la vio por primera vez, le vio los ojos
renegridos y los catorce años que empezaban a levantarle la blusita de algodón.
Esa noche en la cama sintió las diferencias y la viuda debió sentirlas también porque
lloró y le dijo que él ya no la quería como antes, que seguro iba a olvidarse de
ella que ya no le rendía como al principio. Los detalles del arreglo no los supimos
nunca, en algún momento la viuda fue a buscar a la Chola y la trajo al rancho a
los tirones. Ella misma le arrancó la ropa mientras Rosatti la esperaba en la cama,
y como la chica gritaba y se debatía desesperada, la madre le sujetó las piernas
y la mantuvo así hasta el final. Me acuerdo que Rosatti bajó un poco la cabeza y
dijo, entre avergonzado y desafiante: “Cómo lloraba…”. Ninguno de nosotros hizo
el menor comentario, el silencio espeso duró hasta que el pesado Salas soltó una
de las suyas y todos, y sobre todo Rosatti, empezamos a hablar de otras cosas.
Tampoco yo le hice
el menor comentario a Anabel. ¿Qué le podía decir? ¿Que ya conocía cada detalle,
salvo que había por lo menos veinte años entre las dos historias, y que el viajante
de comercio de Trenque Lauquen no había sido el mismo hombre, ni Anabel la misma
mujer? ¿Que todo era siempre más o menos así con las Anabel de este mundo, salvo
que a veces se llamaban Chola?
23
de febrero
Los clientes de Anabel, vagas referencias con algún
nombre o alguna anécdota. Encuentros casuales en los cafés del bajo, fijación de
una cara, una voz. Por supuesto nada de eso me importaba, supongo que en ese tipo
de relaciones compartidas nadie se siente un cliente como los otros, pero además
yo podía saberme seguro de mis privilegios, primero por lo de las cartas y también
por mí mismo, algo que le gustaba a Anabel y me daba, creo, más espacio que a los
otros, tardes enteras en la pieza, el cine, la milonga y algo que a lo mejor era
cariño, en todo caso ganas de reírse por cualquier cosa, generosidad nada mentida
en la manera que tenía Anabel de buscar y dar el goce. Imposible que fuera así con
los otros, los clientes, y por eso no me importaban (la idea era que no me importaba
Anabel, pero por qué me acuerdo hoy de todo esto), aunque en el fondo hubiera preferido
ser el único, vivir así con Anabel y del otro lado con Susana, claro. Pero Anabel
tenía que ganarse la vida y de cuando en cuando me llegaba algún indicio concreto,
como cruzarme en la esquina con el gordo –nunca supe ni pregunté su nombre, ella
le llamaba el gordo a secas–, y quedarme viéndolo entrar en la casa, imaginarlo
rehaciendo mi propio itinerario de esa tarde, peldaño a peldaño hasta la galería
y la pieza de Anabel y todo el resto. Me acuerdo que me fui a beber un whisky a
La Fragata y que me leí todas las noticias del extranjero de La Razón,
pero por debajo lo sentía al gordo con Anabel, era idiota pero lo sentía como si
estuviera en mi propia cama, usándola sin derecho.
A lo mejor por eso
no fui muy amable con Anabel cuando se me apareció en la oficina unos días después.
A todas mis clientas epistolares (vuelve a salir la palabra de una manera bastante
curiosa, ¿eh Sigmund?) les conocía los caprichos y los humores a la hora de darme
o dictarme una carta, y me quedé impasible cuando Anabel casi me gritó escribile
ahora mismo a William que me traiga el frasquito, esa perra hija de puta no merece
vivir. Du calme, le dije (entendía bastante bien el francés), qué es eso
de ponerse así antes del vermú. Pero Anabel estaba enfurecida y el prólogo a la
carta fue que la Dolly le había vuelto a sacar un punto con auto a Marucha y andaba
diciendo en lo de la Chempe que lo había hecho para salvarlo de la sífilis. Encendí
un cigarrillo como bandera de capitulación y escribí la carta donde absurdamente
había que hablar a la vez del frasquito y de unas sandalias plateadas treinta y
seis y medio (máximo treinta y siete). Tuve que calcular la conversión a cinco o
cinco y medio para no crearle problemas a William, y la carta resultó muy corta
y práctica, sin nada del sentimiento que habitualmente reclamaba Anabel aunque ahora
lo hiciera cada vez menos por razones obvias. (¿Cómo imaginaba lo que yo podía decirle
a William en las despedidas? Ya no me exigía que le leyera las cartas, se iba enseguida
pidiéndome que la despachara, no podía saber que yo seguía fiel a su estilo y que
le hablaba de nostalgia y cariño a William, no por exceso de bondad sino porque
había que prever las respuestas y los regalos, y eso en el fondo debía ser el barómetro
más seguro para Anabel).
Esa tarde lo pensé
despacio y antes de despachar la carta agregué una hoja separada en la que me presentaba
sucintamente a William como el traductor de Anabel, y le pedía que viniera a verme
apenas desembarcara y sobre todo antes de verse con Anabel. Cuando lo vi entrar
dos semanas después, lo de los ojos amarillos me impresionó más que el aire entre
agresivo y cortado del marinero en tierra. No hablamos mucho en el aire, le dije
que estaba al tanto de la cuestión del frasquito pero que las cosas no eran tan
tremendas como Anabel las pensaba. Virtuosamente me mostré preocupado por la seguridad
de Anabel que, en caso de que las papas quemaran, no podría mandarse mudar en un
barco como él iba a hacerlo tres días más tarde.
–Bueno, ella me
lo pidió –dijo William sin alterarse–. A mí me da pena Marucha, y es la mejor manera
de que todo se arregle.
De creerle, el contenido
del frasquito no dejaba la menor huella, y eso curiosamente parecía suprimir toda
noción de culpabilidad en William. Sentí el peligro y empecé mi trabajo sin forzar
la mano. En el fondo los líos con la Dolly no estaban ni mejor ni peor que en su
último viaje, claro que Marucha se sentía cada vez más harta y eso caía sobre la
pobre Anabel. Yo me interesaba por el asunto porque era el traductor de todas esas
chicas y las conocía bien, etcétera. Saqué el whisky después de colgar un cartel
de ausente y cerrar con llave la oficina, y empecé a beber y a fumar con
William. Lo medí desde la primera vuelta, primario y sensiblero y peligroso. Que
yo fuera el traductor de las frases sentimentales de Anabel parecía darme un prestigio
casi confesional, en el segundo whisky supe que estaba enamorado de veras de Anabel
y que quería sacarla de la vida, llevársela a los States en un par de años cuando
arreglara, dijo, unos asuntos pendientes. Imposible no ponerme de su lado, aprobar
caballerescamente sus intenciones y apoyarme en ellas para insistir en que lo del
frasquito era la peor cosa que podía hacerle a Anabel. Empezó a verlo por ese lado
pero no me ocultó que Anabel no le perdonaría que le fallara, que lo trataría de
flojo y de hijo de puta, y ésas eran cosas que él no le podía aceptar ni siquiera
a Anabel.
Usando como ejemplo
el acto de echarle más whisky en el vaso, sugerí el plan en el que me tendría por
aliado. El frasquito por supuesto se lo daría a Anabel, pero lleno de té o de coca-cola;
por mi parte yo lo tendría al tanto de las novedades con el sistema de las hojitas
separadas, para que las cartas de Anabel guardaran todo lo que era de ellos dos
solamente, y seguro que entretanto lo de la Dolly y Marucha se arreglaba por cansancio.
Si no era así –en algo había que ceder frente a esos ojos amarillos que se iban
poniendo cada vez más fijos–, yo le escribiría para que mandara o trajera el frasquito
de veras, y en cuanto a Anabel estaba seguro de que comprendería llegado el caso
si yo me declaraba responsable del engaño para bien de todos, etcétera.
–O.K. –dijo William.
Era la primera vez que lo decía, y me pareció menos idiota que cuando se lo escuchaba
a mis amigos. Nos dimos la mano en la puerta, me miró amarillo y largo, y dijo:
“Gracias por las cartas”. Lo dijo en plural, o sea que pensaba en las cartas de
Anabel y no en la sola hoja separada. ¿Por qué esa gratitud tenía que hacerme sentir
tan mal, por qué una vez a solas me tomé otro whisky antes de cerrar la oficina
y salir a almorzar?
26
de febrero
Escritores que aprecio han sabido ironizar amablemente
sobre el lenguaje de alguien como Anabel. Me divierten mucho, claro, pero en el
fondo esas facilidades de la cultura me parecen un poco canallas, yo también podría
repetir tantas frases de Anabel o del gallego portero, y hasta por ahí me pasará
hacerlo si al final escribo el cuento, no hay nada más fácil. Pero en esos tiempos
me dedicaba más bien a comparar mentalmente el habla de Anabel y de Susana, que
las desnudaba tanto más profundamente que mis manos, revelaba lo abierto y lo cerrado
en ellas, lo estrecho y lo ancho, el tamaño de sus sombras en la vida. Nunca le
oí la palabra “democracia” a Anabel, que sin embargo la escuchaba o leía veinte
veces por día, y en cambio Susana la usaba con cualquier motivo y siempre con la
misma cómoda buena conciencia de propietaria. En materias íntimas Susana podía aludir
a su sexo, mientras que Anabel decía la concha o la parpaiola, palabra esta última
que siempre me ha fascinado por lo que tiene de ola y de párpado. Y así estoy desde
hace diez minutos porque no me decido a seguir con lo que falta (y que no es mucho
y no responde demasiado a lo que vagamente esperaba escribir), o sea que en toda
esa semana no supe nada de Anabel como era previsible, puesto que estaría todo el
tiempo con William, pero un fin de mañana se me apareció con evidentemente parte
de los regalos de nilón que le había traído William, y una cartera nueva de piel
de no sé qué de Alaska, que en esa temporada hacía subir el calor con sólo mirarla.
Vino para contarme que William acababa de irse, lo que no era noticia para mí, y
que le había traído la cosa (curiosamente evitaba llamarla frasquito) que ya estaba
en manos de Marucha.
No tenía ninguna
razón para inquietarme ahora, pero era bueno hacerse el preocupado, saber si Marucha
tenía clara conciencia de la barbaridad que eso significaba, etcétera, y Anabel
me explicó que le había hecho jurar por su santa madre y la virgen de Luján que
solamente si la Dolly volvía a, etcétera. De paso le interesó saber lo que yo opinaba
de la cartera y las medias cristal, y nos citamos en su casa para la otra semana,
porque ella andaba bastante ocupada después de tanto full-time con William.
Ya se iba, cuando se acordó:
–Él es tan bueno,
sabes. ¿Te das cuenta esta cartera lo que le habrá costado? Yo no le quería decir
nada de vos, pero él me hablaba todo el tiempo de las cartas, dice que vos le transmitís
propiamente el sentimiento.
–Ah –comenté, sin
saber demasiado por qué la cosa me caía un poco atravesada.
–Mirala, tiene doble
cierre de seguridad y todo. Al final le dije que vos me conocías bien y que por
eso me interpretabas las cartas, total a él qué le importa si ni siquiera te ha
visto.
–Claro, qué le puede
importar –alcancé a decir.
–Me prometió que
en el otro viaje me trae un tocadiscos de esos con radio y todo, ahora sí que le
ponemos la tapa al riojano de adiós pampa mía si vos me compras discos de Canaro
y D’Arienzo.
No había terminado
de irse cuando me telefoneó Susana, que por lo visto acababa de entrar en uno de
sus ataques de nomadismo y me invitaba a irme con ella en su auto a Necochea. Acepté
para el fin de semana, y me quedaron tres días en que no hice más que pensar, sintiendo
poco a poco cómo me subía algo raro hasta la boca del estómago (¿tiene boca el estómago?).
Lo primero: William no le había hablado a Anabel de sus planes de casamiento, era
casi obvio que la patinada involuntaria de Anabel le había caído como una patada
en la cabeza (y que lo hubiera disimulado era lo más inquietante). O sea que.
Inútil decirme que
a esa altura me estaba dejando llevar por deducciones tipo Dickson Carr o Ellery
Queen, y que al fin y al cabo a un tipo como William no tenía por qué quitarle el
sueño que yo fuera uno más entre los clientes de Anabel. Pero a la vez sentía que
no era así, que precisamente un tipo como William podía haber reaccionado de otra
manera, con esa mezcla de sensiblería y zarpazo que yo le había calado desde el
vamos. Porque además ahora venía lo segundo: Enterado de que yo hacía algo más que
traducirle las cartas a Anabel, ¿por qué no había subido a decírmelo, de buenas
o de malas? No me podía olvidar que me había tenido confianza y hasta admiración,
que de alguna manera se había confesado con alguien que entretanto se meaba de risa
de tanta ingenuidad, y eso William tenía que haberlo sentido y cómo en ese momento
en que Anabel se había deschavado. Era tan fácil imaginarlo a William acostándola
de una trompada y viniendo directamente a mi oficina para hacer lo mismo conmigo.
Pero ni lo uno ni lo otro, y eso…
Y eso qué. Me lo
dije como quien se toma un Ecuanil, al fin y al cabo su barco ya andaba lejos y
todo quedaba en hipótesis; el tiempo y las olas de Necochea las borrarían de a poco,
y además Susana estaba leyendo a Aldous Huxley, lo que daría materia para temas
más bien diferentes, enhorabuena. Yo también me compré nuevos libros en el camino
a casa, me acuerdo que algo de Borges y/o de Bioy.
27
de febrero
Aunque ya casi nadie se acuerda, a mí me sigue conmoviendo
la forma en que Spandrell espera y recibe la muerte en Contrapunto. En los
años cuarenta ese episodio no podía tocar tan de lleno a los lectores argentinos;
hoy sí, pero justamente cuando ya no lo recuerdan. Yo le sigo siendo fiel a Spandrell
(nunca releí la novela ni la tengo aquí a mano), y aunque se me hayan borrado los
detalles me parece ver de nuevo la escena en que escucha la grabación de su cuarteto
preferido de Beethoven, sabiendo que el comando fascista se acerca a su casa para
asesinarlo, y dando a esa elección final un peso que vuelve aún más despreciables
a sus asesinos. También a Susana le había conmovido ese episodio, aunque sus razones
no me parecieron exactamente las mías y acaso las de Huxley; todavía estábamos discutiendo
en la terraza del hotel cuando pasó un diariero y le compré La Razón y en
la página ocho vi policía investiga muerte misteriosa, vi una foto irreconocible
de la Dolly, pero su nombre completo y sus actividades notoriamente públicas, transportada
de urgencia al hospital Ramos Mejía sucumbió dos horas más tarde a la acción de
un poderoso tóxico. Nos volvemos esta noche, le dije a Susana, total aquí no hace
más que lloviznar. Se puso frenética, la oí tratarme de déspota. Se vengó, pensaba
dejándola hablar, sintiendo el calambre que me subía de las ingles hasta el estómago,
se vengó el muy hijo de puta, lo que estará gozando en su barco, otra que té o coca-cola,
y esa imbécil de Marucha que va a cantar todo en diez minutos. Como ráfagas de miedo
entre cada frase enfurecida de Susana, el whisky doble, el calambre, la valija,
puta si va a cantar, se va a venir con todo apenas le aplaudan la cara.
Pero Marucha no
cantó, a la tarde siguiente había un papelito de Anabel debajo de la puerta de la
oficina, nos vemos a las siete en el café del Negro, estaba muy tranquila y con
la cartera de piel, ni se le había ocurrido pensar que Marucha podía meterla en
un lío. Lo jurado jurado, ponele la firma, me lo decía con una calma que me hubiera
parecido admirable si no hubiese tenido tantas ganas de agarrarla a bife limpio.
La confesión de Marucha llenaba media página del diario, y eso precisamente era
lo que estaba leyendo Anabel cuando llegué al café. El periodista no iba más allá
de las generalidades propias del oficio, la mujer declaró haberse procurado un veneno
de efecto fulminante que vertió en una copa de licor, o sea en el cinzano que la
Dolly bebía de a litros. La rivalidad entre ambas mujeres había alcanzado su punto
culminante, agregaba el concienzudo notero, y su trágico desenlace, etcétera.
No me parece raro
haber olvidado casi todos los detalles de ese encuentro con Anabel. La veo sonreírme,
eso sí, la oigo decirme que los abogados probarían que Marucha era una víctima y
que saldría en menos de un año; lo que me queda de esa tarde es sobre todo un sentimiento
de absurdo total, algo imposible de decir aquí, haberme dado cuenta de que en ese
momento Anabel era como un ángel flotando por encima de la realidad, segura de que
Marucha había tenido razón (y era cierto, pero no en esa forma) y que a nadie le
iba a pasar nada grave. Me hablaba de todo eso y era como si me estuviera contando
una radionovela, ajena a ella misma y sobre todo a mí, a las cartas, sobre todo
a las cartas que me embarcaban derecho viejo con William y con ella. Me lo decía
desde la radionovela, desde esa distancia incalculable entre ella y yo, entre su
mundo y mi terror que buscaba cigarrillos y otro whisky, y claro, claro que sí,
Marucha es de ley, claro que no va a cantar.
Porque si de algo
estaba seguro en ese momento era de que no podía decirle nada al ángel. Cómo mierda
hacerle entender que William no se iba a conformar con eso ahora, que seguramente
escribiría para perfeccionar su venganza, para denunciarla a Anabel y de paso meterme
en el ajo por encubridor. Se me hubiera quedado mirando como perdida, a lo mejor
me hubiera mostrado la cartera como una prueba de buena fe, él me la regaló, cómo
te vas a imaginar que haga una cosa así, todo el catálogo.
No sé de qué hablamos
después, me volví a mi departamento a pensar, y al otro día arreglé con un colega
para que se hiciera cargo de la oficina por un par de meses; aunque Anabel no conocía
mi departamento me mudé por las dudas a uno que justamente alquilaba Susana en Belgrano
y no me moví de ese salubre barrio para evitar un encuentro casual con Anabel en
el centro. Hardoy, que tenía toda mi confianza, se dedicó con deleite a espiarla,
bañándose en la atmósfera de eso que él llamaba los bajos fondos. Tantas precauciones
resultaron inútiles, pero entretanto me sirvieron para dormir un poco mejor, leer
un montón de libros y descubrir nuevas facetas y hasta encantos inesperados en Susana,
convencida la pobre de que yo estaba haciendo una cura de reposo y paseándome por
todas partes en su auto. Un mes y medio después llegó el barco de William, y esa
misma noche supe por Hardoy que Anabel se había encontrado con él y que se habían
pasado hasta las tres de la mañana bailando en una milonga de Palermo. Lo único
lógico hubiera debido ser el alivio, pero no creo haberlo sentido, fue más bien
como que Dickson Carr y Ellery Queen eran una pura mierda y la inteligencia todavía
peor que la mierda comparada con esa milonga en la que el ángel se había encontrado
con el otro ángel (per modo di dire, claro), para de paso entre tango y tango
escupirme en plena cara, ellos de su lado escupiéndome sin verme, sin saber de mí
y sobre todo importándoseles un carajo de mí, como el que escupe en una baldosa
sin siquiera mirarla. Su ley y su mundo de ángeles, con Marucha y de algún modo
también con la Dolly, y yo de este otro lado con el calambre y el valium y Susana,
con Hardoy que me seguía hablando de la milonga sin darse cuenta de que yo había
sacado el pañuelo, de que mientras lo escuchaba y le agradecía su amistosa vigilancia
me estaba pasando el pañuelo para secarme de alguna manera la escupida en plena
cara.
28
de febrero
Quedan algunos detalles menores: cuando volví a la oficina
tenía todo pensado para explicarle convincentemente mi ausencia a Anabel; conocía
de sobra su falta de curiosidad, me aceptaría cualquier cosa y ya andaría con alguna
nueva carta para traducir, a menos que entretanto hubiera conseguido otro traductor.
Pero Anabel no vino nunca más a mi oficina, por ahí era una promesa que le había
hecho a William con juramento y virgen de Luján, o nomás que se había ofendido de
veras por mi ausencia, o que la Chempe la tenía demasiado ocupada. Al principio
creo que la esperé vagamente, no sé si me hubiera gustado verla entrar, pero en
el fondo me ofendía que me estuviera borrando tan fácilmente, quién le iba a traducir
las cartas como yo, quién podía conocer a William o a ella mejor que yo. Dos o tres
veces, en la mitad de una patente o una partida de nacimiento me quedé con las manos
en el aire, esperando que la puerta se abriera y entrara Anabel con zapatos nuevos,
pero después llamaban educadamente y era una factura consular o un testamento. Por
mi parte seguí evitando los lugares donde hubiera podido encontrármela por la tarde
o la noche. Hardoy tampoco la vio más, y en esos meses se me dio el juego de venirme
a Europa por un tiempo, y al final me fui quedando, me fui aquerenciando hasta ahora,
hasta el pelo canoso, esta diabetes que me acorrala en el departamento, estos recuerdos.
La verdad me hubiera gustado escribirlos, hacer un cuento sobre Anabel y esos tiempos,
a lo mejor me hubieran ayudado a sentirme mejor después de escribirlo, a dejar todo
en orden, pero ya no creo que vaya a hacerlo, hay este cuaderno lleno de jirones
sueltos, estas ganas de ponerme a completarlos, de llenar los huecos y contar otras
cosas de Anabel, pero lo que apenas alcanzo a decirme es que me gustaría tanto escribir
ese cuento sobre Anabel y al final es una página más en el cuaderno, un día más
sin empezar el cuento. Lo malo es que no termino de convencerme de que nunca podré
hacerlo porque entre otras cosas no soy capaz de escribir sobre Anabel, no me vale
de nada ir juntando pedazos, que en definitiva no son de Anabel sino de mí, casi
como si Anabel estuviera queriendo escribir un cuento y se acordara de mí, de cómo
no la llevé nunca a mi casa, de los dos meses en que el pánico me sacó de su vida,
de todo eso que ahora vuelve, aunque seguramente a Anabel le importó muy poco y
solamente yo me acuerdo de algo que es tan poco pero que vuelve y vuelve desde allá,
desde lo que acaso hubiera tenido que ser de otra manera, como yo y como casi todo
allá y aquí. Ahora que lo pienso, cuánta razón tiene Derrida cuando dice, cuando
me dice: No (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el
puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada. Ningún
interés, de veras, porque buscar a Anabel en el fondo del tiempo es siempre caerme
de nuevo en mí mismo, y es tan triste escribir sobre mí mismo aunque quiera seguir
imaginándome que escribo sobre Anabel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario