Abelardo Castillo
Supongo que siempre lo supe; un día yo iba a terminar
llamando a esa puerta. Ese día fue esta noche.
La casa es más o menos como la imaginaba,
una casa de barrio, en Floresta, con un jardín al frente, si es que se le puede
llamar jardín a un pequeño rectángulo enrejado en el que apenas caben una rosa
china y dos o tres canteros, cubiertos ahora de maleza. No sé por qué digo ahora.
Pudieron haber estado siempre así. Hay un enano de jardín, esto sí que no me lo
imaginaba. El marido de Carolina me contó que lo había comprado ella misma, un
año atrás. Carolina había llegado en taxi, una noche de lluvia; dejó el
automóvil esperando en la calle y entró en la casa como una tromba. Tengo un
auto en la puerta y me quedé sin plata, le dijo, págale por favor y de paso
bajá el paquete con el enano.
–Usted la conoció bastante –me dijo él, y
yo no pude notar ninguna doble intención en sus palabras–. Ya sabe cómo era
ella.
Le contesté la verdad. Era difícil no
contestarle la verdad a ese hombre triste y afable. Le contesté que no estaba
seguro de haberla conocido mucho.
–Eso es cierto –dijo él, pensativo–. No
creo que haya habido nadie que la conociera realmente. –Sonrió, sin
resentimiento–. Yo, por lo menos, no la conocí nunca.
Pero esto, fue mucho más tarde, al irme;
ahora estábamos sentados en la cocina de la casa y no haría media hora que nos
habíamos visto las caras por primera vez.
Carolina me lo había nombrado sólo en dos o
tres ocasiones, como si esa casa con todo lo que había dentro, incluido él,
fueran su jardín secreto, un paraíso trivial o alguna otra cosa a la que yo no
debía tener acceso. Esta noche yo había llegado hasta allí como mandado por una
voluntad maligna y ajena. Desde hacía meses rondaba el barrio, y esta noche,
sencillamente, toqué el timbre.
Él salió a abrirme en pijama, con un
sobretodo echado de cualquier modo sobre los hombros. Le dije mi nombre. No se
sorprendió, al contrario. Hubiera podido jurar que mi visita no era lo peor que
podía pasarle.
–Perdóneme el aspecto –dijo él–. Estoy solo
y no esperaba a nadie.
Tenía la apariencia exacta de eso que había
dicho. Un hombre solo que no espera a nadie.
Yo había tocado el timbre sin pensar qué
venía a decirle, sin saber siquiera si venía a decirle algo. No tenía la menor
excusa para estar en esa casa a la diez de la noche. La situación era incómoda
y absurda, si es que no era algo peor.
–Pase, pase –decidió de pronto–. Me cambio
en un minuto.
–No, por favor –pensé decirle que mejor me
iba; pero me interrumpió mi propia voz–. No tiene por qué cambiarse.
Sólo me faltó agregar que podía andar
vestido como quisiera, que, al fin de cuentas, el marido de Carolina había sido
él y que ésta era su casa. De todas maneras, yo no tenía ningún interés en que
se cambiara. Tal vez haría bien en callarme lo que sigue, pero sentí que,
cualquier cosa que fuera lo que yo había venido a buscar, me favorecía estar
bien vestido, frente a ese hombre en pantuflas y con un sobretodo encima del saco
del pijama. Eso, al llegar: ahora, las cosas habían variado sutilmente. Él
estaba de verdad en su casa, en su cocina, junto a una antigua estufa de
hierro, confortablemente enfundado en su pijama, y yo me sentía como un
embajador de la Luna.
–¿Toma mate? –me preguntó con precaución.
Es increíble, pero le dije que sí. Tomar mate era un modo de permanecer
callado, de darse tiempo.
–Carolina, con toda su suavidad y sus
maneras, a la mañana, a veces también tomaba mate. Era muy cómica. Chupaba la
bombilla con el costado de la boca, como si jugara a ser la protagonista de una
letra de tango. No, no era eso. Tomaba mate con cara de pensar.
–Usted se preguntará a qué vine.
–No. Nunca me pregunto demasiadas cosas, y
siempre supe que algún día íbamos a encontrarnos –sonrió, con los ojos fijos en
el mate–. Pero, ya que lo dice: a qué vino.
Quise sentir agresión o desafío en su voz.
No pude. La pregunta era una pregunta literal, sin nada detrás. O con
demasiadas cosas, como aquello de la cara de pensar de Carolina, por ejemplo.
Yo conocía y amaba esa cara. La había visto al anochecer, en alguna confitería
apartada, mientras ella miraba su fantasma en el vidrio de la ventana,
sorbiendo una pajita. La había visto de tarde, en mi departamento, mientras
ella mordía pensativamente un lápiz, cuando me dibujaba uno de aquellos mapitas
o planos de lugares y casas en los que había vivido de chica, casas y lugares
que por alguna razón parecían estar más allá de las palabras y de los que
siempre sospeché que jamás existieron, o no en las historias que ella contaba.
Bueno, sí, yo también había mirado muchas veces esa cara ausente y
desprotegida, más desnuda que su cuerpo, pero nunca la había mirado de mañana,
mientras Carolina tomaba mate. Pensé que tal vez debería estar agradecido por
eso, sin embargo no me resultó muy alentador. Me iba a pasar lo mismo más
tarde, con la historia del enano.
Él acababa de preguntarme a qué había
venido.
–No sé –hice una pausa. La palabra que
necesité agregar era deliberadamente malévola–. Curiosidad –dije.
–Me doy cuenta –murmuró él.
No sé qué quiso decir, pero causaba toda la
impresión de que sí, de que en efecto se daba cuenta.
Llegué a mi departamento después de la una
de mañana, lo que significa que estuve con él cerca de tres horas, sin embargo
no recuerdo más que fragmentos de nuestra conversación, fragmentos que en su
mayor parte carecen de sentido. Hablamos de política, de una noticia que traía
el diario de la noche, la noticia de un crimen. Hablamos de la inclemencia del
invierno en Buenos Aires. Ahora tengo la sensación de que casi no hablamos de
Carolina.
En algún momento, él me preguntó si yo
quería ver unas fotos.
–Fotos –dije.
No pude dejar de sentir que esa proposición
encerraba una amenaza. Imaginé un álbum de casamiento, fotografías de Carolina
en bikini, fotografías de los dos riéndose o abrazados, sabe Dios qué otro tipo
de imágenes.
–Fotos –repitió él–. Fotos de Carolina.
Hice uno de esos gestos vagos que pueden
significar cualquier cosa.
–Es un poco tarde –dije.
–No son tantas –dijo él, poniéndose de pie–.
Hace mucho que no las miro.
Salió de la cocina y me dejó solo. Yo
aproveché la tregua para observar a mi alrededor. Intenté imaginar a Carolina
junto a esa mesada, o, en puntas de pie, tratando de alcanzar una cacerola, un
hervidor de leche. Tal vez era algo como eso lo que yo había venido a buscar a
esa casa. En una de las paredes vi dos cuadritos muy pequeños. Me levanté para mirarlos
de cerca. No me dijeron nada. Eran algo así como mínimas naturalezas muertas,
ínfimas cocinas dentro de otra cocina. Cómo saber si ella los había colgado,
cómo saber si habían significado algo el día que los eligió. Cuando él volvió a
entrar, traía un pantalón puesto de apuro sobre el pantalón del pijama, y un
grueso pulóver, que me pareció tejido a mano.
Traía también una caja de cartón. Se sentó
un poco lejos de mí y me alcanzó la primera fotografía: Carolina sola. Detrás,
unos árboles, que podían ser una plaza o un parque. Descartó varias y me
alcanzó otra. Carolina sola, arrodillada junto a un perro patas arriba. Miró
tres o cuatro más, una de ellas con mucho detenimiento. Las puso debajo del resto,
en el fondo de la caja, y me alcanzó otra. Carolina sola.
Entonces sentí algo absurdo. Sentí que ese
hombre no quería herirme.
–Ésta es linda –dijo.
Carolina, junto a un buzón, se reía.
–Sí –dije sin pensar–. Era difícil verla
reírse así.
Él me miró con algo parecido al
agradecimiento.
–Nunca había vuelto a mirarlas. Solo es
distinto.
–Usted no está en ninguna de las que me
mostró –le dije.
–Bueno, yo era el fotógrafo –dijo él.
Poco más o menos, es todo lo que recuerdo.
O todo lo que sucedió esta noche.
Le dije que tenía que irme y él me acompañó
hasta la puerta de la entrada, no hasta la verja. Fue en ese momento cuando me
contó la historia del enano. Después yo estaba descorriendo el cerrojo de
hierro y oí su voz a mi espalda.
–Era muy hermosa, ¿no es cierto?
Salí, cerré la verja y le contesté desde la
vereda.
–Sí –le dije–. Era muy hermosa.
Me
pidió que volviera algún día. Le dije que sí.
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