Hernán Casciari
Ya
de entrada caí mal parado. Vine al mundo justo el año en que todos éramos más
pobres que de costumbre, cuando hasta los ricos y los catinga estaban también
con hambre. A esa época después la iban a bautizar como el tiempo del quita y
pon. Nací justo el año que el Gobierno mantuvo a la gente ocupada con el azadón
para evitar los alborotos. Todos hacían trabajo inútil: los cabeza de familia,
sus mujeres, y los hijos de ocho en adelante. Yo no hacía esos trabajos porque
estaba recién nacido.
Mi papá y mis hermanos grandes, junto con otra
mucha gente, salían por la mañana a poner baldosones de pasto en la plaza: le
pagaban a cada uno cien sanmartines la media jornada. Cien sanmartines era el
pan del día, o quince bambú sin filtro. Por la tarde, las mujeres y los críos
estaban empleados para quitar de la plaza el pasto que habían puesto los
hombres; debían echarlos en los canastos, a cincuenta sanmartines por tarde.
Eran los mismos terrones manoseados que la otra mitad del pueblo colocaría de
nuevo desde el día siguiente. Así una y otra vez.
El hermano que venía antes que yo iba a llamarse
Gracián Galíndez, porque ya estaba planeado que llegase un 12 de agosto, que es
san Gracián; pero nació muerto. Entonces me pusieron a mí el nombre, aunque
nací el 3 de noviembre del otro año, y debí de haberme llamado Galindo
Galíndez, que es mucho más sonoro. De todas maneras, Gracián o Galindo, el
destino ya quería que todos me conocieran como el Rengo, por el problema que
tengo en el talón.
Esa época de los terrones de pasto duró un año
largo. El Gobierno no quería dar subsidios ni entregar los puros alimentos
básicos porque temía que los más pobres, sin trabajo fijo ni actividad del
cuerpo, se dieran al vino o a la insurrección. Por eso se crearon aquellos
oficios de quita y pon, que así se llamaron, y que dieron que hablar mucho en
la época que nací.
Mi mamá quiso que al menos dos de sus muchos hijos
supieran leer y escribir, y ni el toto sabe los esfuerzos que hizo para
mandarnos a clases, a la Eugenia y a mí. Su sacrificio no fue de dinero, puesto
que la educación todavía era liberada, sino porque nosotros nos escondíamos
para escaparle a la milonga de la escuela. Yo no sé por qué mi hermana fue tan
retobada para ir a clases; mi desapego era a causa de las bromas de los otros.
Eso de Rengo Galíndez me lo pusieron allí, y tuvieron que pasar muchos años, y
una peste, para que me sonara afectuoso.
A la Eugenia le llevé siempre un
año de vida, pero en cambio nunca la alcancé de camino a la escuela. Un poco
por mi tranco cachuzo, pero más que nada porque ella apuraba el trote para que
no la vieran llegar conmigo de lastre. Era murraca, como todos nosotros, pero
había salido bonita, de los ojos sobre todo. Mamá la mandaba a clases con
aguanube en las trenzas, para que se levantaran las puntas. Para esas épocas
nos llegaban del puerto las historietas extranjeras, y había unos dibujos de
mujer que me hacían recordar lo larga y lo ligera que era la Eugenia, por lo
menos hasta que se le formó el cuerpo y le maduraron las perubas; ahí fue
cuando empezaron todas nuestras desgracias.
Pero antes de eso se nos vino encima el tifus. Como
éramos muy cachorros y no respetábamos nada, al mal le empezamos a decir morir
del barco, porque habíamos oído que la enfermedad había llegado desde la bodega
de un carguero. No hubo clases durante muchos meses, ni agua limpia, ni sitio
donde poner tantos muertos.
Un día se temió que pudiéramos contagiar a otros
pueblos con los vahos de los cadáveres que esperaban su entierro, y vino en
tren un obispo con mascarilla a convencernos de que no era pecado, en esos
casos, incinerar los cuerpos en lugar de darles sepultura cristiana; y donde
había sido la plaza del quita y pon se construyeron las piras, que todavía
están. Por eso es que a muchos nos queda el ademán de santiguarnos cuando
pasamos frente al humo de las fábricas.
Lo del tifus fue largo y malo, pero no hubo escuela
por mucho tiempo. El mal del barco menguó nuestra familia en poco más de un mes
y cuando se fue el olor a cueco muerto éramos la mitad. Perdimos dos hermanos
mayores, dos pequeños, la estufa a leña y al papá de todos nosotros. Cuando
acabó la peste, casi que tuvimos un catre para cada quién, en casa. No sabíamos
qué hacer con tanto espacio.
A esas alturas yo quedé el mayor, al cuidado del
Ulises y del Jesús. Mamá salió sana del cuerpo pero desvariando de dolor, y
también hubo que asistirla. Lo hacíamos entre la Eugenia y yo, por lo menos
hasta que el diablo se nos metió en el cuerpo y ya ni siquiera pensamos en
nuestra madre. Pero lo del diablo fue más luego.
Después de que se fuera el mal del barco ocurrió
también otra desgracia: abrieron la escuela. Intentábamos recuperar el ritmo
del abecedario, pero en los ojos de todos todavía campeaba la muerte, y las
piras de la plaza seguían echando humo. En el aula nos encontramos con mucho
sitio de más y ya no me importaba ser el Rengo Galíndez, ni la Eugenia corría
para despegarse de mí. El mal del barco nos había disminuido de número y de
fuerzas, y los pocos que quedábamos en el pueblo nos fuimos acocochando como zarugos
alrededor de un fuego.
Muchos hijos acabaron solos y huérfanos, y los que
aún conservaban techo y algo que comer decidieron quedarse cristianamente con
algunos. Mamá fue una, y entonces vinieron a la casa dos muchachos de las
edades del Ulises, que eran hijos de una familia que había muerto entera.
Cuando llegaron los huérfanos, yo debí volver a compartir la manta con Eugenia
para dejarles sitio a los adoptivos.
La primera noche supimos que el mal del barco y
todas las muertes nos habían alterado la sangre, y anduvimos un mes como
marmotas; nos dormíamos sentados, no prestábamos atención al maestro, y todo
porque las madrugadas las pasábamos en vela, tocando el cuerpo del otro,
sorbiendo el aire por la boca y moviéndonos de a cachito, para no despertar a
mamá ni revolver la conciencia de estar pecando.
Por temor a las secuelas del tifus nadie nos quiso
comprar la cosecha, y comimos papaya hasta reventar. Los básicos, como el pan y
la leche, fueron lujos que debimos dejar para el sustento de los más pequeños.
Sabíamos que con el verano llegaría la desgracia anual de la inundación, pero
esta vez las aguas traerían suerte. Nos habían dicho que la fuerza del río se
llevaría los posibles rastros vivos de la peste, y que otra vez los pueblos
cercanos nos comprarían la papaya. Y entonces nos sentamos a esperar la
tragedia del agua con ilusión.
Era broma frecuente en los pobladíos decir que era
tanta nuestra mala estrella que, por única vez en setenta años, la inundación
nos pasaría por al lado sin mojarnos. Pero el agua llegó, y recibimos la
primera tormenta del verano como si fuera el Gobernador. Fue en enero, como
siempre, y aprendimos a asar pringones venenosos y culebras. Todos los años nos
preparábamos para la crecida pero esta vez, por culpa del mal del barco, no
teníamos nada en las despensas. El Gobierno contrató unas capiraguas azules con
altavoces para indicarnos cómo hervir y cocer lo que un año atrás nos enseñaban
a fumigar y repeler. Daba un poco de risa, porque a las alimañas del río las
llamaban alimentos emergentes. Fue el mes más duro de todos, en el pueblo, pero
una mañana bajaron las aguas y volvimos a habitar la casa.
Durante el temporal que precedió a la bajante
habíamos perdido al Jesús y a uno de los huérfanos adoptados. Los cuerpos de
las dos criaturas fueron encontrados en la cúpula de la parroquia. Después se
supo que el Jesús, con sus seis años cumplidos, se había lanzado a la corriente
para socorrer a su hermanastro. Nos lo dijo Venancio, que lo vio todo. Jesús
pudo alcanzar al huérfano cerca del campanario y los dos quedaron trabados en
las agujas del reloj, que se habían parado en las siete y diez. Entonces el agua
subió todavía más y se ahogaron sin poder salir a la superficie. Cuando el río
bajó, encontramos los dos cuerpos colgando de las agujas: mi hermano marcaba la
hora y el huérfano los minutos. Como no había mucha madera seca, los enterramos
a los dos juntos.
Cuando pudimos secarnos el agua y enterramos otra
vez a nuestros muertos, en la casa ya sólo fuimos cinco, ahora sí con un catre
para cada quién por primera vez en la vida. Pero la Eugenia y yo éramos dos
imanes por las noches y seguíamos durmiendo juntos, conteniendo la respiración,
calientes como dos caranchos y con el remordimiento en la piel.
Por eso, porque no se nos enfriaba la sangre, una
semana después visité la parroquia. Ya había pasado el peligro en el pueblo y
me habitaban otra vez los malos pensamientos con mi hermana. Fui directo a
hablar con el padre Suárez. Pensé que confesarme de todos mis actos impuros,
aunque Dios no me los pudiera perdonar, sería suficiente para no caer la noche
siguiente en la tentación de la carne.
Cuando llegué al templo supe que la inundación
había sido buena sólo con algunas familias. Muchísima gente lo había perdido
todo, incluida la casa, y un puñado no tenía dónde caerse muerto. Las personas
con mejor fortuna estaban en una campaña para darle a los sin techo parte de lo
que el agua y la peste les había quitado.
Vi a muchas mujeres como mi madre, y a muchos hijos
como mi hermanito el Jesús, llorar abrazados y mirar el cielo, con miedo de que
Dios les mandara otra vez la muerte o la crecida. Y entonces supe que mis penas
eran nada al lado de las suyas, y en lugar de buscar al padre Suárez para
limpiar mi espíritu, volví a la casa, cargué con mi colchón al hombro y se lo
di a la parroquia. Si yo iba a seguir metiéndome de noche entre las cobijas de
la Eugenia, que por lo menos mi pecado mortal le sirviese de bueno a alguno.
Desde entonces ya no nos importaba tocarnos cerca
de mamá. Para ella los golpes habían sido muchos. La pobrecita había quedado
viuda y con cinco hijos menos, aunque la muerte del Jesús fue lo que le provocó
el desvarío más fuerte. Igual que el reloj de la iglesia, ella se detuvo en un
tiempo fijo y sus días dejaron de pasar. De pronto empezó a andar por la casa
con el pelo desbandado y nos obligaba a cocinar y a poner la mesa para nueve,
como en los tiempos en que todos estábamos vivos.
La siguiente cosecha fue la mejor en veinte años.
Pero en el fondo del corazón seguíamos tristes. En esa época cumplí los
dieciséis y el trabajo en la tierra, que me demandaba el esfuerzo de tres
hombres, había moldeado mi cuerpo y parecía mayor. Pero seguía con un pie más
corto que el otro, y eso muchas veces no me dejaba en paz.
Dejé la escuela para poder sembrar y cosechar papaya
jornada completa, pero Eugenia me enseñaba lo fundamental de los libros cuando
podía. Sin toda la carga de mis compañeros y sus burlas, aprendí más rápido que
ellos y supe que no me faltaba el entendimiento. De noche mi hermana y yo
dormíamos juntos como un matrimonio, amparados en el delirio de mi madre y en
la inocencia de los más pequeños.
Eugenia nunca sintió culpa por lo que hacíamos, y
yo debí cargar con los remordimientos de los dos. Ella también había crecido de
golpe. Si antes su mejor rasgo eran los ojos, ahora en el pueblo nadie se los
miraba. Ni yo tampoco. Con un año menos que yo, se había convertido en una
mujer alta como mi padre, y bien formada como mamá en sus tiempos. Ya no usaba
trenzas: una tarde llegó del río y se había cortado el pelo hasta los hombros.
A mí aquello me gustó poco.
Fue una época feliz, pero corta. Tres meses antes
del desastre final mamá dejó los desvaríos. Una tarde que llegué del campo,
cansado como cualquier día, me encontré con que ella y la Eugenia estaban
conversando cerca del yuco seco; me esperaban.
Mi hermana corrió hasta mí y me dijo que mamá había
vuelto, que ya no decía cosas huecas, y que el milagro había sido gracias al
Jesús, nuestro hermanito ahogado, que se le había aparecido en cuerpo y alma.
Todo el pueblo conoció la noticia en pocas horas: el niño de seis años que se
había sacrificado durante la inundación para salvar a otro, se había
corporizado frente a los ojos de su madre enferma, devolviéndole la salud.
Mamá se cansó de contar la historia, y las mujeres
llegaron a casa para rezar un rosario por el Jesús que duró toda esa noche. Al
día siguiente hubo otro acontecimiento que terminó por convertir a mi hermano
en santo: a alguien se le ocurrió trasladar su cuerpo a la parroquia, y cuando
forzaron el cajón donde estaban sus restos juntos a los del otro niño ahogado,
todos notamos que el Jesús estaba treinta veces mejor conservado que su
hermanastro.
Tenían ya seis meses de muertos, y mientras que el
más pequeño había sido invadido por gusanos y sólo quedaban sus huesos, la
osamenta del Jesús parecía no tener más que dos horas de enterrada. A mí, que
lo pude ver con estos ojos, me llamó la atención que solamente hubiera larvas
en el costado del cajón donde descansaba el crío adoptado, como si el bichambre
hubiese temido arrastrarse cerca del otro cuerpo. La luz del día nos trajo el
aire fétido de la otra carne, pero nosotros estábamos viendo el milagro y nos
arrodillamos frente a la grandeza de Dios.
Entonces hubo nuevas cartas al obispo de la
mascarilla para que los italianos convirtieran en santo a mi hermanito de seis
años, y hasta un viaje personal del padre Suárez a la capital, pero nunca nadie
nos trajo noticias. Igual, la voz se corrió y empezó a llegar al pueblo gente
de todas partes para tocar los restos.
Al principio vinieron grupos a pie, desde los
pueblos vecinos, y después también aparecieron camiones con fieles mejor
vestidos y más elegantes. Vimos por primera vez gente huicha, con la piel tan
pálida como la del cerdo, con zapatos caros y máquinas para sacar fotografías.
Ellos tomaban fotos del reloj, que seguía detenido en las siete y diez; del
cajoncito con el Jesús adentro, que habíamos puesto en el sagrario de la
parroquia; y también fotos de mi madre, de la Eugenia y de mí, porque éramos
los parientes del santo.
Entre tantos coches y buses, todas esas fotos y
aquella gente extraña, nos empezamos a olvidar del Jesús como hermano nuestro
que era, y les vendíamos a los turistas las ropas que quedaban de él en la casa
por billetes recién salidos del banco. Cuando se acabaron los trapos del Jesús,
vendimos también los del Ulises y los de los otros huerfanitos, incluso del que
murió.
Para entonces, mamá vivía en la parroquia, rezando,
y no se enteraba de nada durante el día. La Eugenia y yo, desde la casa,
comenzábamos a respirar el olor de los billetes. Una mañana le vendí a un
matrimonio huicha, por mil sanmartines, la única fotografía que teníamos del
Jesús.
Desde que vimos el cuerpo de nuestro hermano
intacto, Eugenia ya no quiso dormir conmigo y mi culpa se fue apagando. Una de
sus razones era que mamá ya tenía otra vez los sentidos despiertos y la
hubiéramos matado si nos descubría. Y el otro motivo era su temor a que el
Jesús, desde el cielo, ya hubiera visto lo que hacíamos por la noche y no nos
quisiera a su lado cuando nos llegara la hora.
Yo pensaba igual que ella, y compartía sus miedos,
pero después de una semana de dormir en catres distintos supe que era tan
grande el sosiego que Eugenia me había dado cada noche, desde hacía más de un
año, que no tenerla me provocaba dolores del cuerpo y ganas de llorar. Pasaba
las noches en vela, y me iba cerca del yuco seco a calmarme solo, pero no era
lo mismo. Las noches eran frías sin la Eugenia, por eso de día le rogaba que
volviera conmigo, y ella me decía que tampoco era fácil para su cuerpo, pero
que debíamos ser fuertes y pedirle a Dios la voluntad.
Ella había dejado de momento la escuela para
ayudarme a atender a los turistas huicha, que ya empezaban a ser diez veces más
rentables que la papaya, y los dos pasábamos las tardes juntos, en la casa,
vendiendo las cosas del Jesús con gotero, a cien sanmartines la gota.
Volvía el calor; mi hermana se había convertido en
una mujer de las que quitan el alma y a mí se me iba la mitad del tiempo
mirándola con deseo, y la otra mitad viendo que los huicha, con sus zapatos
blancos y sus ademanes, no se le pusieran muy cerca ni le quisieran tentar la
sangre.
Mamá se internaba durante el día en la parroquia,
rezando junto a los fieles que llegaban para ver al Jesús, y sólo volvía a la
casa para dormir. Ya no le quedaban rastros de la demencia que había soportado
hasta hacía un mes, pero de a poco comenzó a redoblar sus oraciones, al punto
de no hacer otra cosa más que rezar. No respondía preguntas ni las hacía. No
entablaba charla con nadie. Tanto estuviera sentada o caminando, llevaba en las
manos un rosario para no perder el orden de sus plegarias.
Una noche se quedó dormida cerca del sagrario de su
hijo, a la mitad de un Ave María, y cuando se despertó en la mañana siguió
rezándolo justo por donde lo había suspendido. Desde entonces ya no volvió a la
casa. El padre Suárez vino a darnos la noticia, pero nosotros no hicimos nada
para convencerla. Mi hermana prefería que mamá se quedara en la parroquia para
vender las cosas del Jesús sin que nos viera, y yo supuse que sin ella en la
casa Eugenia no tendría temor de volver conmigo de noche.
Cuando el último grupo de fieles se retiraba,
volvíamos a la casa y cenábamos sin privarnos de nada. Después hacíamos dormir
a los hermanos pequeños y entonces contábamos los billetes del día. Una vez
acabada la tarea, Eugenia ponía el fajo enrollado y las monedas junto a los
demás billetes, y contábamos el total.
En la casa había cada noche más dinero, pero
también menos cosas. Después de vender la ropa de todos los críos, comenzamos a
despachar platos y utensilios, diciéndoles a los turistas que cada cosa la
había tocado el Jesús alguna vez. La mayor parte de las vasijas las habíamos
comprado después de la muerte del santo, porque las que él usó en vida se las
llevó la inundación, pero a nadie le importaba.
Como no teníamos tiempo de ir al pueblo más que
para traer los alimentos, la casa se fue desmantelando de objetos. Una tarde a
la Eugenia se le ocurrió vender, de a pedacitos, el colchón donde dormía Jesús,
y cuando nos quisimos acordar habíamos despedazado tres catres con todo y el
relleno de pluma. Pero cuando otra vez estuvimos escasos de camas, ella
prefirió dormir con alguno de los pequeños antes que caer de nuevo en pecado
mortal conmigo.
Una noche, cuando acabábamos de contar los
sanmartines, y desparramamos sobre la mesa todos los billetes de un mes de
trabajo, Eugenia me miró a los ojos: ya no somos pobres, Gracián, me dijo
sonriendo, y se levantó y me besó en la boca, como hacía más de un mes que no
pasaba.
Durante la madrugada de esa noche me levanté de la
cama y fui hasta el yuco seco. No podía dejar de pensar en ella, y me costaba
dormir sabiendo que la Eugenia estaba echada a cinco pasos de mí. Sin darme
cuenta, como cada vez, comencé a desahogar mis deseos, de espaldas a la casa,
con una mano apoyada sobre la queracina. Mi hermana llegó sin ruido y se quedó
detrás de mí, con mucha pena. No dijo una palabra, nada más recostó su cara
contra mi espalda y lloró conmigo.
Después me rodeó con sus brazos, apretándose fuerte
de mí, y con una de sus manos apartó la mía de donde estaba. Me tomó con
cuidado, sintiendo cada vena hinchada de sangre, y comenzó a darme sosiego como
si fuese mi mano, y no otra, la que estuviese trabajando; como si fuésemos una
persona y no dos.
Ella sabía cuándo ir despacio y dónde aumentar el
ritmo. Cuándo detenerse y en qué parte presionar. No me soltó hasta exprimirme
por completo, y luego me dijo al oído: esto es menos pecado que acurrucarse, y
se encerró otra vez en la casa.
Al otro día fue cuando vendí en mil sanmartines la
única foto que le habíamos sacado al Jesús cuando vivía. Y yo no sé si fue por
esto o por aquello, pero el santo nos crucificó.
El día de la desgracia cayó un domingo, y hubo que
levantarse temprano porque llegaban al pueblo más fieles que en día corriente.
Desde que el Jesús era un santo, el padre Suárez llegaba a nuestra casa
enseguida que cantaba el gallo y hacía sonar la bocina del Ford. Nos traía el
cajoncito de vidrio y madera con el cuerpo conservado de mi hermano, para que
los turistas huicha lo vieran al aire libre. El padre decía que en la parroquia
no había suficiente sitio en domingo, pero nosotros sabíamos que estaba un poco
celoso de nuestro Jesús, y que en el fondo prefería seguir adorando al suyo.
Esta vez, junto al cuerpo, llegó también mamá, que
se bajó del coche rezando y ni tuvo tiempo para saludar. Hicimos un altar pobre
frente a la casa, y le prendimos velas. Pusimos una silla al lado, para que
mamá rezara sin cansarse. Un rato después de las ocho vimos por el monte la
polvareda del primer contingente, y antes de las diez ya había otros seis.
Cada uno de los autobuses traía más de cuarenta
cristianos de distintas partes del mapa. Por suerte nos quedaba bastante
colchón, y un mantel entero para repartir en cincuenta pedazos, a cien
sanmartines cada pieza. También había cordones de zapatos, dos ajenfos sucios y
un dibujo genuino del Jesús que la Eugenia había encontrado por casualidad, y
que pensábamos cotizar tanto como la foto.
Todo el comercio lo hacíamos en los propios ojos de
mamá, pero eso ya no nos importaba, porque la vimos tan retraída en sus rezos
que era difícil pensar que pudiera volver al mundo real y reprendernos. El
Ulises y su hermanito adoptivo estaban tan contentos de ver otra vez a su madre
que se le pegaron a la güiraina y no se movieron de su lado. El día era claro y
ventoso, porque el verano estaba a punto de llegar y el río nos avisaba.
Frente a la casa se llenó de huichas muy perfumados
y blancos. Como cada domingo, pero aún más. Se formaba una larga fila de fieles
detrás del altar del Jesús. Uno a uno, esperaban su turno para tocarlo, para
pedirle cosas o para presentar ante él sus enfermedades. A la vez, otros grupos
le sacaban fotos a la casa y a nosotros, y dejaban que la Eugenia o yo les
ofreciéramos las pertenencias del santo.
Los que ya habían visto lo que había para ver,
hacían su día de campo alrededor de la casa o caminaban por el monte sin
alejarse mucho de los buses. Casi todas las caras que veíamos eran nuevas,
menos las de los guías y los choferes. Uno de ellos, que conducía un bus de
larga distancia, al ver a la Eugenia la saludó de lejos como dos conocidos del
pueblo, y le hizo una seña.
Yo dejé de hacer una venta y me detuve a espiarlos.
Ella se acercó y le habló sin vergüenza. El chofer, que era un zambuco rubio y
muy blanco, asintió y se metió en el coche. Estuve a punto de salir corriendo
para detenerla, pero ella lo esperó fuera. Cuando el hombre salió, le entregó
un paquete envuelto en papel madera y le dijo algo que a mi hermana debió
agradarle, porque ella se puso en puntas de pie y lo besó en la mejilla. No
pasó más que eso, pero yo no podía respirar de todo el asco que tenía dentro.
Esperé el momento, y cuando la tuve sola a la
Eugenia la aparté hasta la casa con mucho enfado. Cuando le pregunté sobre el
paquete ella no pareció sorprendida, sino más bien triste. Me dijo que era un
regalo para mí, y me trajo aquello que había recibido del rubio. Lo abrí a los
tirones, y entre envoltorios de periódico encontré los zapatos. Entonces le
pedí que me disculpara.
Mientras ella seguía vigilando a los fieles yo me
quedé dentro inspeccionando mi obsequio. Desde pequeño, ni bien me enteré que
existían, los había querido. Pero solamente los vendían en la capital, y eran
tan caros como hacer el viaje hasta allí. Nunca tuvimos con qué comprarlos, y
lo más parecido que yo tuve fue un engendro que una vez me hizo mi padre, con
un pedazo de cedro en la suela de las alpargatas. Pero me resultaba incómodo, y
también me hacía renquear.
Estos, en cambio, eran de una ortopedia, y sacaban
brillo. Tenían cordones negros, y eran de cuero, como los zapatos de los
huichas que venían los domingos. El izquierdo era normal, y el otro llevaba el
tacón más alto y de hierro. Pero lo bueno era que los dos pesaban lo mismo, y
de lejos parecían iguales.
Tuve miedo de ponérmelos con los pies tan sucios, y
entonces antes me lavé en el yuco. Después me calcé ahí mismo, sentado al borde
de la queracina, y me até los cordones con dos vueltas. Cuando regresé a la
casa lo hice un poco llorando, porque ahora yo caminaba igual que todo el mundo
y nadie iba a decirme el Rengo nunca más.
Al mediodía era la hora en que el santo descansaba
y los turistas tomaban su almuerzo alrededor de la casa. A mamá y a los
pequeños les llevamos lonchas de cabú y ellos, entre padrenuestros, se las iban
comiendo. La Eugenia y yo nos pasamos la hora libre jugando carreras desde la
casa hasta el yuco.
Ella me seguía ganando, pero ahora por poco. Yo
pensaba que me faltaba acostumbrarme al peso del calzado, y que cuando lo
lograra ya nadie me ganaría a hacer carreras. Los dos estábamos contentos con
mi nueva forma de caminar, y a mí me habría gustado que mi papá no se hubiera
muerto, y que mi mamá estuviera sana, así me hubieran podido ver.
Tan alegre estaba que cuando la Eugenia desapareció
de mi vista a media tarde yo no me di cuenta. Supe que me faltaba cuando empecé
a buscar al huicha rubio y tampoco lo encontré. Había llegado la hora de
mostrar el dibujo genuino del Jesús, y en eso estaba cuando descubrí que mi
hermana y el rubio habían desaparecido. Cuatro turistas me lo querían comprar,
y todos ofrecían cada vez más plata. Yo no les hacía caso y miraba entre los
grupos de gente, para ver si la veía a la Eugenia.
Los turistas me ponían los billetes delante de los
ojos, y entonces me aturdí. Despedacé el dibujo del Jesús y les pringué a todos
la madre. Después tiré los papeles al suelo y corrí para el lado del monte. Los
fieles no se preocuparon por mí, y se lanzaron al pasto para disputarse la
pertenencia del santo. Los cuatro que iban a comprarlo empezaron la riña, pero
también participaban los que no tenían más dinero, porque creyeron que si
hacían fuerza se podrían llevar una parte del dibujo gratis.
Los zapatos ya no me pesaban cuando corté campo
hacia el monte. Me adentré porque la Eugenia y el rubio no podían estar más que
allí. Los otros alrededores de la casa no eran más que llano hasta el río, y el
pueblo quedaba lejos.
Entré al monte jadeando, y cuando dejé de jadear
los jadeos seguían. Me desesperé y cerré los ojos para escuchar mejor de dónde
venía el sofoco. Me guie como cuando crío, que entraba al monte de noche y me
sorprendía conocerlo tan bien en lo oscuro. Sin la vista pude acercarme mejor,
y cuando abrí los ojos los tenía a los dos muy cerca, como a un tiro de piedra
de mí.
El rubio le estaba haciendo a la Eugenia lo que
ella ya no quería que le hiciera yo. Me temblaron las manos y me abracé a un
tronco de maura. Los podía ver muy bien; ella estaba boca al cielo y tenía los
ojos cerrados. Las piernas y los brazos los había abierto de par en par, y con
los dedos de las manos arrancaba el pasto de la tierra floja.
El rubio estaba montado encima, y llevaba los
pantalones hasta las rodillas. No se tocaban ni se besaban. El rubio parecía
que estaba haciendo flexión, y eso me enfureció más que todo. Me acerqué
pinchado por la rabia hasta que estuve tan cerca que podía patearle la cabeza.
Entonces elegí el zapato derecho, porque me lo había traído él de la capital y
era pesado y de hierro. Levanté la rodilla y le hundí el talón en el cráneo. La
fuerza de la patada me hizo caer contra el pasto.
El rubio no hizo ningún ruido, solamente se
desplomó sobre la Eugenia. Ella abrió los ojos y me vio a mí a su lado, que
lloraba y la insultaba. No dijo nada, pero después, cuando le vio la sangre al
rubio, me dijo que era un cabro bruto.
La ayudé a levantarse pero no la quise mirar cuando
se acomodaba el vestido. Me preguntó que hacíamos con el cuerpo y yo le hice un
gesto. No me importaba. Ella se quitó el pasto de la espalda y entre los dos lo
arrastramos hasta el corazón del monte. Después veríamos qué hacer. Ahora lo
que importaba era volver a la casa, porque sabíamos que no había sido bueno
dejar a los turistas solos con el Jesús.
Antes de salir del monte los gritos de los fieles
nos enteraron de que las cosas no estaban bien. La tarde caía, y después de la
loma pudimos ver la silueta de la casa recortada sobre el fondo del cielo. Nos
quedamos quietos ante el cuadro. Había gente dentro de la casa y también
arriba. Todos estaban fuera de sí, y se peleaban por la mesa, por la ropa de
los pequeños y por el cajoncito del santo.
Habían encendido antorchas, y algunos camiones y
buses ya estaban en marcha. Otros se habían ido. Todavía quedaban muchos
hombres sobre la casa, despedazando las vigas y llevándose de recuerdo pedazos
de madera. Trabajaban con rapidez y a los gritos. Cuando uno conseguía algo,
después tenía que defenderlo de los demás. De lejos, parecían la langosta.
Mi hermana y yo no nos movimos hasta que se fue el
último cristiano. Cuando ya no escuchamos motores ni gritos empezamos a correr.
Más nos acercábamos y mejor veíamos el detalle de la ruina. La casa se había
convertido en un esqueleto de machimbre, y adentro no quedaba nada. Se habían
llevado hasta la silla que le pusimos a mamá para que rezara en paz. Ella
estaba en el suelo, con la ropa hecha jirones, y se aferraba al rosario. No se
había dado cuenta de nada.
A los pequeños les habían quitado la ropa, y
estaban desnudos y rasguñados, abrazados a las piernas de mamá. Eugenia gritaba
que los billetes habían desaparecido, y solamente eso le preocupaba. Yo buscaba
por todas partes, con la esperanza de encontrar el cuerpo conservado de mi
hermanito el Jesús. Pero no nos habían dejado ni eso.
La noche se nos cayó encima de golpe. Lo primero
que hice cuando supe que lo habíamos perdido todo, fue lavar en el yuco la
sangre del rubio que tenía pegoteada en el zapato. Eugenia se había quedado en
la casa y había prendido un fuego triste para que mi mamá y los hijos no
pasaran frío. Desde la queracina me los quedé mirando a los cuatro, alrededor
de la luz amarilla, como animales asustados.
También me quedé viendo, de fondo, las vigas de
madera que alguna vez había puesto mi padre para empezar a construir la casa, y
que ahora parecían una osamenta. Aquella casa había estado allí antes de que yo
naciera, antes de los oficios del quita y pon, de la peste del barco y de la
crecida que nos mató al Jesús. De eso había pasado mucho tiempo, y ahora la
vida estaba otra vez como al principio.
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