H. G. Wells
Probablemente
haya oído hablar de Hapley, no WT Hapley, el hijo, sino el célebre Hapley, el
Hapley de Periplaneta Haplüa, Hapley el entomólogo.
Si así es, conocerá al menos la gran enemistad entre
Hapley y el profesor Pawkins, aunque algunas de sus consecuencias sean nuevas
para usted. Para aquellos que no están al tanto serán necesarias dos o tres
palabras de explicación que el lector perezoso puede repasar de un vistazo si
así se lo pide su indolencia.
Es sorprendente lo ampliamente extendida que está la
ignorancia de asuntos de tantísima importancia como esta enemistad
Hapley-Pawkins. Lo mismo sucede con esas controversias que hacen época, esas
que han convulsionado a la Sociedad Geográfica, son, lo creo de veras, casi
completamente desconocidas fuera de los socios que constituyen esa institución.
He oído a hombres bastante cultos referirse a las grandes escenas de esas
reuniones como riñas de sacristía. Sin embargo, el gran odio entre los geólogos
ingleses y escoceses ha durado ya medio siglo y ha dejado profundas y
abundantes marcas en el cuerpo de la ciencia. Y este asunto entre Hapley y
Pawkins, aunque quizás una cuestión más personal, levantó pasiones tan
profundas, incluso más profundas. El hombre de la calle no tiene ni idea del
celo que anima a un investigador científico, la furia de contradicción que se
puede provocar en él. Es una nueva forma del odium teologicum. Hay hombres, por
ejemplo, que estarían contentos de quemar a Sir Ray Lankaster en Smithfield por
su tratamiento de los Moluscos en la Enciclopedia Británica. Esa fantástica
extensión de los cefalópodos para cubrir los Pteropodos… Pero me estoy
desviando de Hapley y Pawkins. Esta enemistad comenzó hace muchos años con una
revisión de los Microlepidópteros –sean lo que sean– por Pawkins, en la que
extinguió una nueva especie creada por Hapley. Hapley, que siempre fue peleón,
respondió con una mordaz denuncia de toda la clasificación de Pawkins. Pawkins,
en su réplica, sugirió que el microscopio de Hapley era tan defectuoso como su
capacidad de observación y lo llamaba entrometido irresponsable –Hapley en esa
época no era catedrático–. En su contestación Hapley hablaba de torpes
coleccionistas y describía, como por error, la revisión de Pawkins como un
milagro de ineptitud. Era la guerra a cuchillo. Sin embargo apenas si
interesaría al lector entrar en los detalles de la disputa entre estos dos
grandes hombres y cómo la ruptura entre ellos se fue haciendo más profunda
hasta que partiendo de los microlepidópteros estuvieron en guerra en cualquier
cuestión abierta en entomología. Hubo ocasiones memorables. A veces las
reuniones de la Real Sociedad de Entomología se parecían más que nada al
Congreso de los Diputados. En conjunto creo que Pawkins estaba más cerca de la
verdad que Hapley. Pero Hapley era muy hábil con su retórica, tenía un talento
para ridiculizar raro en un hombre de ciencia, estaba dotado de una gran
energía y tenía una aguda susceptibilidad para la ofensa en el asunto de las
especies extinguidas, mientras que Pawkins era un hombre de presencia aburrida,
monótono al hablar, de constitución no muy distinta a un barril de agua,
excesivamente escrupuloso con los testimonios y se sospecha que intermediario
en los nombramientos para puestos en los museos. Así que los jóvenes se
agruparon en torno a Hapley y le aplaudieron. Fue una gran lucha, cruel desde
el principio, y que llegó finalmente a un antagonismo implacable. Los sucesivos
giros de la fortuna con ventajas primero para uno y después para el otro, con
Hapley atormentado por algún éxito de Pawkins o Pawkins ensombrecido por
Hapley, pertenecen más bien a la historia de la entomología que a esta
narración.
Pero en 1891 Pawkins, que no había estado bien de
salud durante algún tiempo, publicó un trabajo sobre el mesoblasto de la
polilla Cabeza de Muerte. Lo que pueda ser el mesoblasto no importa un pito a
esta historia. Pero el trabajo estaba muy por debajo de su nivel habitual y le
dio a Hapley la oportunidad que había codiciado durante años. Debe haber
trabajado día y noche para explotar la situación al máximo. En una elaborada
crítica lo hizo trizas. Se puede uno imaginar su desordenado pelo negro y sus
raros ojos oscuros echando chispas al tiempo que atacaba a su antagonista. Y
Pawkins dio una respuesta titubeante, ineficaz, con dolorosos intervalos de
silencio, y, con todo, maligna. No hubo error sobre su voluntad de herir a
Hapley ni en su incapacidad para hacerlo. Pero pocos de los que lo oyeron –yo
estuve ausente de la reunión– se dieron cuenta de lo enfermo que estaba el
hombre.
Hapley derribó a su adversario y quiso acabar con él.
Continuó con un ataque brutal a Pawkins en forma de disertación sobre la
evolución de las polillas en general, un estudio que daba pruebas de una
extraordinaria cantidad de trabajo, redactado en un tono violentamente
polémico. Debe haber cubierto el rostro de Pawkins de vergüenza y confusión. No
dejaba escapatoria, era asesino en la argumentación y absolutamente despectivo
en el tono, algo horrible para los últimos años de la carrera profesional de
alguien.
El mundo de los entomólogos esperó expectante la
réplica de Pawkins. Éste intentaría dar una, porque Pawkins siempre había
estado dispuesto a pelear. Cuando llegó, los sorprendió. Pues la réplica de
Pawkins fue enfermar de gripe, que se convirtió en neumonía, y murió.
Fue quizá la réplica más eficaz que podía hacer en
aquellas circunstancias, y en gran manera cambió la corriente de sentimiento
contra Hapley. La misma gente que había jaleado con la mayor alegría a aquellos
gladiadores se puso seria ante las consecuencias. No cabía ninguna duda
razonable de que el enojo de la derrota había contribuido a la muerte de
Pawkins. Incluso las controversias científicas tenían un límite, decía la gente
seria. Otro ataque demoledor estaba ya en prensa y apareció el día antes del funeral.
No creo que Hapley hiciera nada para detenerlo. La gente recordó cómo Hapley
había acosado a su rival y olvidó sus defectos. La sátira mordaz compagina mal
con las cenizas frescas. El asunto provocó comentarios en la prensa diaria. Eso
fue lo que me hizo pensar que probablemente usted hubiera oído hablar de Hapley
y de la controversia. Pero, como ya he observado, los profesionales de la
ciencia viven absortos en un mundo propio. Me atrevería a decir que la mitad de
la gente que va por Piccadilly a la Academia cada año no sabría indicarle la
sede de las sabias instituciones. Muchos incluso piensan que la investigación
es una especie de jaula de familia feliz en la que toda clase de hombres viven
juntos en paz.
En su interior, Hapley no pudo perdonar a Pawkins por
morirse. En primer lugar era un mezquino ardid para escapar a la absoluta
pulverización que le tenía preparada, y en segundo lugar dejó un extraño vacío
en la mente de Hapley. Durante veinte años había trabajado mucho, a veces hasta
altas horas de la noche y los siete días de la semana con microscopio, bisturí,
red para recoger insectos y pluma casi exclusivamente con referencia a Pawkins.
La reputación europea que había ganado había llegado como un incidente de esa
gran antipatía. Había conseguido llegar gradualmente a un clímax en esta última
controversia. Había matado a Pawkins, pero también había dejado fuera de juego,
por decirlo así, a Hapley, y su médico le aconsejó que abandonara el trabajo
durante algún tiempo y descansara. Así que Hapley se fue a un pueblecito
tranquilo de Kent y pensó día y noche en Pawkins y en las cosas buenas que ya
era imposible decir sobre él.
Finalmente Hapley empezó a darse cuenta de en qué
dirección iban sus preocupaciones. Decidió luchar contra ellas y comenzó
intentando leer novelas. Pero no podía quitarse de la cabeza a Pawkins, con la
cara pálida y en su último discurso –cada frase del cual era una hermosa
oportunidad para Hapley. Se dedicó a la ficción, pero encontró que no le decía
nada. Leyó Island Nights Entertainments hasta que su sentido de la
causalidad quedó conmocionado sin poderlo remediar de ninguna manera por Bottle
Imp. Luego pasó a Kipling y observó que no probaba nada además de ser
irreverente y vulgar. Los científicos tienen sus limitaciones. Entonces desgraciadamente
probó con Inner House, de Besant, y el capítulo inicial le hizo pensar
de inmediato en las sociedades científicas y en Pawkins.
Así que Hapley se dedicó al ajedrez y lo encontró
algo más tranquilizador. Pronto dominó los movimientos, las principales
tácticas y los cierres más frecuentes y empezó a ganar al Vicario. Pero
entonces los contornos cilíndricos del rey que tenía enfrente empezaron a
asemejarse a Pawkins de pie, hablando con voz entrecortada e ineficaz contra el
jaque mate, y Hapley decidió dejar de jugar al ajedrez.
Quizás el estudio de alguna nueva rama de las
ciencias fuera, después de todo, una diversión mejor. El mejor descanso es el
cambio de ocupación. Hapley decidió enfrascarse en las diatomeas e hizo que le
trajeran de Londres uno de sus microscopios más pequeños y la monografía de
Halibut. Pensó que quizá si pudiera establecer una vigorosa controversia con
Halibut, sería capaz de empezar una vida nueva y olvidarse de Pawkins. Y muy
pronto estaba trabajando duro a su enérgico estilo habitual en esos microscópicos
moradores de las charcas de las cunetas.
Fue al tercer día dedicado a las diatomeas cuando
Hapley tuvo conciencia de una nueva adición a la fauna local. Estaba trabajando
tarde en el microscopio y la única luz en la habitación era la de la brillante
lamparita con la forma especial de pantalla verde. Como todos los
experimentados microscopistas, mantenía los dos ojos abiertos. Es la única
forma de evitar fatiga excesiva. Tenía un ojo sobre el instrumento y delante de
él, brillante y diferenciado, estaba el campo circular del microscopio a través
del cual se movía lentamente una diatomea marrón. Con el otro ojo Hapley veía,
por decirlo así, sin ver. Sólo era vagamente consciente del lateral metálico
del instrumento, la parte iluminada del mantel, una hoja de notas, el pie de la
lámpara y más allá la oscurecida habitación. De repente su atención se deslizó
de un ojo al otro. El mantel era de un material llamado por los tenderos “de
tapicería” y de colores bastante brillantes. El dibujo estaba en oro con una
pequeña cantidad de carmesí y azul pálido sobre un fondo grisáceo. En algún
punto el dibujo parecía desplazado y había en ese punto un movimiento de
vibración de los colores.
Hapley echó bruscamente hacia atrás la cabeza y miró
con los dos ojos. Se quedó con la boca abierta de asombro.
¡Era una polilla o mariposa grande con las alas extendidas
al estilo de una mariposa!
Era raro que estuviera en la habitación, pues las
ventanas estaban cerradas. Raro que no hubiera atraído su atención cuando
revoloteaba hacia su posición actual. Raro que hiciera juego con el mantel.
Todavía más raro para él, Hapley, el gran entomólogo, que le fuera
completamente desconocida. No había error. Gateaba lentamente hacia el pie de
la lámpara.
–Un nuevo género. ¡Cielos! Y en Inglaterra –exclamó
Hapley mirando fijamente.
Entonces pensó súbitamente en Pawkins. Nada habría
enloquecido más a Pawkins… Pero Pawkins estaba muerto.
Algo en torno a la cabeza y el cuerpo del insecto le
sugería extraordinariamente a Pawkins, igual que había pasado con el rey del
ajedrez.
–¡Maldito Pawkins! –dijo Hapley–, pero tengo que
cogerlo. Y buscando a su alrededor algún medio de capturar la polilla, se
levantó despacio de la silla. De repente el insecto se elevó, golpeó el borde
de la pantalla –Hapley oyó el “ping”– y se desvaneció en la sombra.
En un momento Hapley había quitado la pantalla de un
mandoble, de manera que toda la habitación estaba iluminada. La cosa había
desaparecido, pero pronto su experimentado ojo la detectó sobre el papel de la
pared junto a la puerta. Fue hacia ella utilizando la pantalla para capturarla.
Sin embargo, antes de que estuviera a la distancia adecuada para descargar el
golpe, se había elevado y estaba revoloteando por la habitación. Voló, como las
de su especie, con repentinos arranques y giros que parecían esfumarse por aquí
y reaparecer por allá. Una vez Hapley golpeó y falló, y después otra. La
tercera vez le dio al microscopio. El instrumento se balanceó, golpeó y tiró la
lámpara y cayó ruidosamente al suelo. La lámpara cayó sobre la mesa, y,
afortunadamente, se apagó. Hapley quedó a oscuras. Con un sobresalto, sintió a
la extraña polilla chocando contra su cara.
Era enloquecedor. No tenía luz. Si abría la puerta de
la habitación el insecto se escaparía. En la oscuridad vio con toda claridad a
Pawkins riéndose de él. Pawkins siempre había tenido una risa hipócrita. Juró
furiosamente y dio un pisotón contra el suelo. Sonaron tímidos golpes a la
puerta. Luego ésta se abrió muy despacio, aproximadamente un pie quizá. El
alarmado rostro de la patrona apareció tras la llama rosa de la vela. Llevaba
puesto un gorro de dormir sobre el pelo gris y cierta prenda color púrpura
sobre los hombros.
–¿Qué fue ese espantoso golpe? –preguntó–. ¿Se ha…?
La extraña polilla apareció revoloteando por el
resquicio de la puerta.
–¡Cierre la puerta! –gritó Hapley, y bruscamente se
abalanzó sobre ella.
La puerta se cerró con un rápido portazo. Hapley se
quedó solo en la oscuridad. Luego en la pausa oyó a la patrona subir corriendo
las escaleras, cerrar la puerta con llave, arrastrar algo pesado por la
habitación y ponerlo contra ella.
Hapley se dio cuenta de que su conducta y su aspecto
habían sido extraordinarios y alarmantes.
–¡Maldita polilla! ¡Maldito Pawkins!
No obstante era una pena perder ahora la polilla. Fue
a tientas al vestíbulo y encontró los cerillos después de mandar su sombrero al
suelo con un ruido como el de un tambor. Con la vela encendida volvió a la sala.
No se veía polilla alguna. Sin embargo, una vez pareció por un momento que la
cosa estaba revoloteando en torno a su cabeza. De manera totalmente repentina,
Hapley decidió dejar la polilla e irse a la cama. Pero estaba excitado. Toda la
santa noche el sueño fue interrumpido por pesadillas de la polilla, Pawkins y
la patrona. Durante la noche se levantó de la cama dos veces y metió la cabeza
en agua fría.
Tenía clara una cosa. Su patrona no podría entender
nada de la polilla, especialmente dado que había fracasado en su captura. Nadie
más que un entomólogo entendería bien cómo se sentía. Probablemente estaba
aterrorizada por su comportamiento, y sin embargo no veía cómo podía
explicárselo. Decidió no decir nada más sobre los sucesos de la última noche.
Después del desayuno la vio en el jardín y decidió salir a hablar con ella para
tranquilizarla. Le habló de habas, patatas, abejas, orugas y el precio de la
fruta. Ella respondió a su manera habitual, pero lo miró algo sospechosamente y
siguió caminando al tiempo que él avanzaba de forma que siempre había una mata
de flores o una hilera de habas o algo de ese tipo entre ellos. Después de un
rato comenzó a sentirse particularmente irritado por esto, y para ocultar su
vejación entró en casa y pronto salió a dar un paseo.
La polilla o mariposa, arrastrando un extraño sabor a
Pawkins con ella, siguió entrometiéndose en ese paseo, aunque hizo todo lo que
pudo para mantener la mente alejada de ella. Una vez la vio con toda claridad,
con las alas aplastadas contra el viejo muro de piedra que corre por el límite
oeste del parque, pero al acercarse observó que se trataba sólo de dos trozos
de liquen gris y amarillo.
–Esto –dijo Hapley– es lo contrario del mimetismo. En
lugar de una mariposa con aspecto de piedra, he aquí una piedra que se parece a
una mariposa.
Una vez algo saltó y revoloteó alrededor de su
cabeza, pero mediante un esfuerzo de la voluntad se quitó de nuevo esa
impresión del pensamiento. Por la tarde Hapley hizo una visita al vicario y
discutió con él de cuestiones teológicas. Estaban sentados en la pequeña
pérgola cubierta de brezo y fumaban mientras discutían.
–Mire esa polilla –indicó Hapley bruscamente
apuntando al borde de la mesa de madera.
–¿Dónde? –preguntó el vicario.
–¿No ve una polilla sobre el borde de la mesa, allí? –inquirió
Hapley.
–Desde luego que no –respondió el vicario.
Hapley quedó como partido por un rayo. Jadeó. El
vicario lo miraba fijamente. Estaba claro que el hombre no veía nada.
–El ojo de la fe no es mejor que el ojo de la ciencia
–dijo Hapley con torpeza.
–No comprendo su punto de vista –intervino el vicario
pensando que era parte de la discusión.
Esa noche Hapley encontró la polilla gateando por la
colcha. Se sentó en el borde de la cama en mangas de camisa y razonó. ¿Era una
pura alucinación? Él sabía que estaba durmiendo y luchaba por su cordura con la
misma silenciosa energía que anteriormente había desplegado con Pawkins. Los
hábitos mentales son tan persistentes que él sentía como si todavía se tratara
de la lucha con Pawkins. Conocía bien la sicología. Sabía que semejantes
ilusiones visuales ciertamente aparecen como resultado de tensiones mentales.
Pero la cuestión estaba en que él no sólo vio la polilla, la había oído cuando
tocó el borde de la pantalla y después cuando golpeó contra la pared, y había
sentido que le golpeaba la cara en la oscuridad.
La miró. No era en absoluto como un sueño, sino
perfectamente clara y con aspecto sólido a la luz de la vela. Vio el peludo
cuerpo, las cortas antenas plumosas, las articuladas patas, incluso un sitio
donde el plumón estaba borrado por el ala. Repentinamente se sintió furioso consigo
mismo por tener miedo de un pequeño insecto.
La patrona había hecho dormir a la sirvienta con ella
esa noche porque tenía miedo de estar sola. Además había cerrado la puerta con
llave y puesto la cómoda contra ella. Escuchaban y hablaban en susurros después
de ir a la cama, pero no ocurrió nada que las alarmara. Hacia las once se
habían aventurado a apagar la vela y las dos se habían quedado dormidas.
Despertaron con un sobresalto y se irguieron en la cama escuchando en la
oscuridad.
Entonces oyeron ruido de zapatillas que iban de acá
para allá en la habitación de Hapley. Cayó una silla y hubo un violento raspado
de la pared. Luego un adorno de porcelana de la chimenea se hizo pedazos contra
el guardafuego. De repente la puerta de la habitación se abrió y lo oyeron en
el descanso. Se pegaron la una a la otra, escuchando. Parecía que estaba
bailando en la escalera. Ya bajaba tres o cuatro peldaños rápidamente ya los
subía de nuevo, luego bajaba apresuradamente hasta el vestíbulo. Oyeron caer al
paragüero y romperse el montante de la puerta. Después el cerrojo saltó y sonó
el ruido de la cadena. Estaba abriendo la puerta.
Corrieron a la ventana. Era una noche gris y oscura.
Una lámina casi continua de acuosas nubes cruzaba la luna y el seto y los
árboles de delante de la casa destacaban en negro contra la carretera pálida.
Vieron a Hapley con aspecto de fantasma en camisa y pantalones blancos
corriendo de acá para allá en la carretera dando golpes al aire. Ya se paraba,
ya se lanzaba rápidamente contra algo invisible, ya se movía sobre ello con
sigilosas zancadas. Finalmente desapareció de la vista carretera arriba hacia
la colina. Luego, mientras discutían quién debía bajar a cerrar la puerta con
llave, volvió. Caminaba muy deprisa, entró directamente en la casa, cerró la
puerta con cuidado y subió tranquilamente a su dormitorio. Entonces todo quedó
en silencio.
–Señora Colville –dijo Hapley bajando la escalera a
la mañana siguiente–, espero no haberla alarmado anoche.
–Ni que lo diga –respondió la señora Colville.
–El hecho es que soy sonámbulo y durante las últimas
dos noches he estado sin mi medicina para dormir. No hay nada de que alarmarse
realmente. Siento haber hecho tanto el ridículo. Cruzaré la colina hasta
Shoreham para conseguir la medicina que me haga dormir bien. Debí haberlo hecho
ayer.
Pero a medio camino por la colina, junto a las
canteras de creta, la polilla se le presentó de nuevo a Hapley. Éste continuó,
tratando de mantener el pensamiento concentrado en problemas de ajedrez, pero
no servía de nada. El insecto le revoloteó en la cara y él le lanzó un golpe
con el sombrero en defensa propia. Luego, la rabia, la vieja rabia, la rabia
que había sentido contra Pawkins, lo dominó de nuevo. Siguió saltando y
atacando al insecto que se movía en remolinos. Súbitamente pisó en el aire y
cayó de bruces.
Hubo un vacío en sus sensaciones y Hapley se encontró
sentado sobre un montón de pedernales delante del comienzo de los pozos de yeso
con una pierna torcida debajo de él. La extraña polilla estaba todavía
revoloteando en torno a su cabeza. La golpeó con la mano y volviendo la cabeza
vio a dos hombres que se le acercaban. Uno era el médico del pueblo. A Hapley
le pareció buena suerte. Después le vino a la cabeza con extraordinaria viveza
que nadie sería capaz de ver la extraña polilla jamás excepto él y que le
interesaba mantener silencio sobre ella.
No obstante, aquella noche, ya tarde, después de
componerle la pierna rota, estaba febril y se olvidó de dominarse. Yacía
tumbado en la cama y empezó a recorrer la habitación con la vista para ver si
la polilla estaba todavía por allí. Intentó no hacerlo, pero sin resultado
alguno. Pronto la avistó descansando muy cerca de su mano, junto a la lámpara
de noche, sobre el mantel verde. Las alas temblaban. Con un brusco arrebato de
ira la golpeó con el puño y la enfermera se despertó con un chillido. Había fallado.
–Esa polilla –dijo y añadió luego–. Imaginaciones
mías. ¡Nada!
Todo el tiempo pudo ver con entera claridad que el
insecto andaba por la cornisa y cruzaba la habitación, y también pudo ver que
la enfermera no veía nada y lo miraba de forma extraña. Tenía que controlarse,
sabía que estaba perdido si no se controlaba. Pero a medida que avanzaba la
noche le subió la fiebre y el mismísimo terror que tenía de ver la polilla lo
hizo verla. Hacia las cinco, justo cuando la aurora estaba gris, trató de
levantarse de la cama para cogerla a pesar de que la pierna le ardía de dolor.
La enfermera tuvo que forcejear con él.
Por culpa de ello lo ataron a la cama. En esa
situación la polilla se tornó más osada y una vez la sintió posándosele en el
pelo. Entonces, como golpeó violentamente con los brazos, se los ataron
también. A continuación la polilla vino a gatear por su rostro y Hapley juró, gritó,
les suplicó en vano que se la quitaran de encima.
El médico era un imbécil, un médico de cabecera que
acababa de licenciarse y completamente ignorante en sicología. Y sencillamente
decía que no había ninguna polilla. De haber tenido algo de ingenio quizás
hubiera podido todavía salvar a Hapley de su destino aceptando su alucinación y
tapándole la cara con una gasa como suplicaba que le hicieran. Pero, como digo,
el médico era un zopenco y hasta que se curó la pierna, mantuvieron a Hapley atado
a la cama con la polilla imaginaria gateando sobre él. Nunca lo abandonó cuando
estaba despierto y en sus sueños creció hasta convertirse en un monstruo.
Cuando estaba despierto anhelaba dormir y del sueño se despertaba gritando.
Así que ahora Hapley pasa el resto de sus días en una
habitación acolchada obsesionado por una polilla que nadie más puede ver. El
médico del asilo lo llama alucinación, pero Hapley cuando se encuentra mejor de
ánimo y puede hablar dice que es el fantasma de Pawkins, y consecuentemente un
espécimen único que vale la pena capturar.
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