José Dávila
El viejo Luciano era el
venerable personaje del cafetín de la plaza principal de Macuspana, allá en
Tabasco. Aquel hombre, quebrado por el recuerdo infinito, formaba parte del
inventario del pueblo. Todos conocían su piel morena hincada por colmillos de
lagarto. Todos sabían de su mirada extraviada en las tinieblas del espanto, y
todos dragaban en su memoria cansada de arrastrar tanta historia. De lejos y de
cerca, hasta un ciego podía adivinar su rostro maltratado por un pantanal de
angustias. Le conocí, como le conocían los demás: siempre sentado a la mesa del
pequeño portal, frente a una taza de café humeante, una botella de aguardiente
y un hatillo de cigarros de hoja. Despierto, con su terca pesadilla a cuestas,
Luciano se dirigía lo mismo al viandante que al trovador, al parroquiano que a
la cocinera, al presente que a lo desconocido, para compartir retazos de la
leyenda que le atormentaban los sueños.
En aquella noche de extraña quietud, de un golpe
de ojo me examinó de pies a cabeza. Después sonrió resignado, asintió bonachón
y musitó casi para sus adentros: “Acércate hijo, acércate, que los recuerdos
queman… Tú también quieres saber de la Poza Azul, ¿no es cierto? El demonio te
ha de enviar, ¿si no, quién más? ¿Quién más que Satanás goza con el dolor y la
agonía de los cristianos? Vaya pues, ¡qué carajos! Sabrás de las miserias de
este pueblo, pero jamás sabrás si te cuento certeza o fantasía. La verdad tan
sólo me pertenece a mí, porque…”
Luciano se interrumpió de golpe; fumó hondo,
bebió rápido y con mirada en donde nacía el fuego, repitió con voz ronca: “…La
verdad tan sólo me pertenece a mí, ¡porque me la gané encarando de frente a la
muerte! Nunca preguntes, nunca me interrumpas, pero al final ¡pagas la cuenta!…
¿Entendiste?”, agregó lúgubre.
Me invitó una silla y con el cigarrillo
perpetuamente aprisionado en sus labios, empezó, precavido, a relatar despojos
de su pasado: “Una madrugada alejada de estrellas y luceros, les vieron partir
a una cacería sin regreso. Pancho Bobo, Miguelito y el Tico Loco. Los tres
confiados, optimistas, ambiciosos. Los pendejos, locos de poder, ni siquiera
engancharon el nuevo amanecer para enterrar su cargamento de locuras en el
fondo del atascadero. No los volvieron a ver jamás… Por los oscuros callejones
con charcas eternas, en las riberas del traicionero fangal, en las sombras del
confesionario hisopado con agua bendita o en las pestilentes cantinas y
prostíbulos clandestinos, el presidente municipal y sus regidores, los lancheros,
comadronas, arponeros, prostitutas y hasta lavanderas de río, en cuchicheos
aventuraron: “¡La Poza Azul se los tragó!” Y de puro miedo, tampoco nadie se
atrevió a buscarlos”.
Ya con la miraba afiebrada, sudando frío,
recordó: “En la ciénaga abundaban los lagartos. Había un mar de ellos que se
tragaban lo mismo que toros, que vacas, que perros. ¡Así de grandes eran! Cinco
o seis metros de largo ¡no miento! Su piel valía una fortuna, pero para ganarla
había que tener mucha hambre y codicia, ser más inteligente que esos
endiablados animales y, sobre todo, ¡agallas bien puestas! De lo contrario, la
insolencia se pagaba con la vida”.
El anciano de Macuspana, con mente calenturienta
frenó sus visiones y en la profundidad de la bóveda celeste buscó la luna,
quizá para que le iluminara el alma adolorida, el alma de lagartero que el
tiempo le regateaba. Segundos más tarde, apuntando el detalle, volvió a contar
como si estuviera viendo una película de episodios.
–En los agostos, teniendo por testigo a las
suaves lluvias de la pradera, el Gello Carita perdió las dos piernas y una
mano. Quedó baldado el pobre ignorante. Iluso de él que deseaba matar al
lagarto real. Tres días después, tras tormentosas pesadillas, se pegó un
escopetazo en la cabeza. Diablo de infeliz, ¡sólo así encontró la paz que le
robó la Poza Azul! Y pa’qué decir del desdichado Chelín, el hombre de la triste
figura como el Quijote que, con su arpón en ristre buscaba en el manglar su
molino de viento. El inocente era tan flaco, que el lagarto en su embestida ni
le vio; sólo le atropelló y le rompió el cerebro.
Cuando las sombras del ocaso empezaban a embozar
el caserío del pueblo, Luciano, puntual, salía de su casa con rumbo fijo.
Siempre se le veía mascullando, gesticulando, maldiciendo. Tal parecía que
traía, por sombra, un lagarto. Al llegar al cafetín y alcanzar la mesa de
siempre, tranquilizaba sus torturas y al igual que consumía uno tras otro los
cigarrillos, extinguía, uno tras otro, sus ayeres. El viejo, lo sabían todos,
fue temerario en la Poza Azul. En cada invite de cara al rey del pantano, sin
ventaja o traición, desafió su destino. La cobardía jamás tentó su valor, sin
embargo el averno del cenagal se anidó para siempre en su corazón.
–Muchos fueron los hombres que conocieron la poza
y pocos los que regresaron –reanudó sus memorias el anciano con el sudor
corriendo por los surcos que el tiempo había arado en su rostro cetrino–. Los
más con el terror en los ojos. Carlín, Anselmo Triste y Juan Guao,
enloquecieron después de cinco días de vigilia. Entonces la gente ya no quiso
saber de dolor y desventuras, de viudas locas y de hijos mudos y huérfanos.
Todos señor, todos quemaron el pantano. Le prendieron fuego y se levantó a los
cielos una hornaza infernal. Hay quienes juran que entre las llamas danzaban
las almas en pena de los cazadores desaparecidos, todavía acosadas por el
lagarto real. ¡Diablo de animal! Sí señor, lo del infierno al infierno. ¡Pero
ni así se murieron todos esos cabrones! Es cosa de los malos espíritus que la
Poza Azul esté embrujada.
De aquellos años, Luciano me aseguró que Tabasco
estaba infestado de lagartos grises, negros y amarillos: “Eran montones de
miles, ¡por la Virgen que sí! Las ciénegas hervían de animales. Eran tantos que
¡hasta brotaban por las coladeras de las casas! El animal se había convertido
en una amenazante plaga y el gringo llegó pagando por cada cuero, un real por pie
lineal. ¡Entonces todos salieron a despellejarlos! ¡Entonces se desató la
fiebre del lagarto! Se mataron cientos, decenas de cientos de saurios en el río
de la Pasión. Y la piel, ¡maldita sea!, seguía y seguía subiendo de precio. Y
el bastardo criminal, envenenado de ansia, borracho de sangre, seguía
asesinando y suicidándose. A los largartos ya no los arponeaban, ya no los
maneaban con el lazo en una mano y la bravura en la otra. A vil disparo de
fusil los ejecutaban. Un día tras otro día, una semana tras otro mes. Todos
cazaban, todos descuartizaban, todos enloquecían”.
Nostálgico, el agobiado lagartero lamentó: “En
aquel momento se perdió la gallardía, señor. Se extravió la hidalguía del
hombre-hombre que con arrojo enfrentaba el peligro sin provecho propio. En el
río, en la laguna, en el pantano, ¡donde fuera! En el combate era el uno o el
otro. El trampero o el animal. ¡Así de pareja era la cosa! Lástima. El dinero
todo lo pudre, hasta la razón…”
Esa noche las estrellas también escucharon a
Luciano jurar que el lagarto fue el único animal en el mundo que decidió
comerse al hombre, porque conoció de su perversidad, de su infinita maldad: “Sí
señor, se convirtió en la bestia más temible que el Creador haya puesto en
estas tierras. Era la fiera jamás imaginada. Su mente trabajaba con increíble
frialdad. Sombras, figuras humanas de todos tamaños las registraban con
escalofriante perfección. El hombre era un intruso en su reino; su enemigo
mortal. Nunca lo dudó; ya nunca lo dudará”.
Sorbiendo más café y chupando con más fuerza el
cigarro de hoja, con temblor en los labios, de pronto amonestó: “¡Cuidado!, no
vaya usted a tropezar con el Satán y el Lucifer, el par de caimanes que el
imbécil del Negro Tilín tiene en la pileta de su casa. ¿Por qué? Porque cuando
el animal agarra, ya no suelta. ¿Sabe?, el peligro no está en la mordida, sino
en la sacudida. Sus mandíbulas todo lo desbaratan. Son un desastre. Los
desgraciados, entre ellos mismos se hacen pedazos, se truenan y se trituran.
¡Es un espanto de carnicería!”
Luego su mente saltó otra vez a la evocación para
ayuntar el hilo del relato extraviado: “Ante tanto disparo, el animal huyó.
Desapareció. Aprendió a defenderse y se sumergió en sus guaridas para acechar
al homicida. En las noches se necesitaba ser muy valiente o muy pendejo para
caminar por las hojarascas y en los humedales donde se escondían los animales
para asesinar. Fueron tiempos malos. El dinero también se escondió. Entonces el
cazador enfureció y esperó el tiempo de secas. ¿Sabe?, el cocodrilo se entierra
para cambiar de escamas y colmillos. Con la antorcha encendida en las manos y con
el juicio delirante de pasión, sin misericordia achicharró los pantanos. El
fuego llegó hasta las madrigueras devorando nidos con hembras y machos. Los
incendios fueron descomunales. Todo se chamuscaba. ¡Era el abismo de la locura!
El hedor que despedían las densas humaredas era insoportable a kilómetros de
distancia. Los reptiles que salían con el humo rezumando de sus lomos, eran
balaceados y después masacrados a golpes de palo y tajo de hacha. Pronto, todo
fue silencio y desolación.
Tras otro nuevo sorbo de aguardiente, Luciano
comentó: “De aquel delirante exterminio, todavía hay algunos lagartos que
habitan en la Poza Azul. Ahí están esperando, aguardando por nosotros,
acechando al asesino. Al Pijije, un lagarto lo botó al agua en Paso Colomo.
Gritó y aulló el malaventurado. Era viernes santo, pero el animal no sabía de
religiones. Llevaba el rencor en los ojos y como el mismo demonio no perdonó.
El cielo se vistió de sangre y el fangal se estremeció con tanta tarascada de
viento frío. Hoy, el Pijije vaga sin descanso por el pueblo, buscando todavía
al fantasma de colmillos tan blancos como un peine de marfil, que le mutiló el
cuerpo y el pensamiento.
El viejo Luciano suspiró y fatigado por tan
dolorosas evocaciones, enmudeció. Vencido por la leyenda, entristecido por las
almas en pena de Pancho Bobo, el Viejo Carita y Juan Guao, cruzó los brazos y,
como un niño, se durmió sentado con la luz de la luna envolviendo su alma. Un
rescoldo de colilla cayó de su mano y la noche apagó su historia. Hoy todavía,
en el jardín de la plaza de Macuspana, en sus calles silenciosas, en las
húmedas baldosas y en los barrotes del balcón de la viuda de Anselmo Triste, se
asegura que están colgadas las memorias del anciano.
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