Martin Dreyer
Más o menos en el mismo instante en que
comenzó a oírse esa risa peculiar, en el Tívoli, el joven delgado, de hundidas
mejillas, que estaba sentado
en la fila del centro, se hundió en su asiento, y
sus piernas, doblándose cada una en arco, quedaron recargadas, una contra las
rodillas de la morena a su izquierda; y la otra, contra las de la rubia a su
derecha.
El corazón de la morena apresuró repentinamente
su ritmo. A través de la semioscuridad del cine había podido darse cuenta de
que el joven era guapo, un poco delgado, con cierto aire de distinción. Y como
sólo, por esta o aquella película que iba a ver, la pobre no tenía otra cosa en
que divertirse, sino ir a su cuarto, rendida por el trabajo de estar tras el mostrador
todo el día, a pensar solitariamente en los muchos jóvenes guapos que había visto
pasar, indiferentes, frente a ella, es por lo que se atrevió, aunque no era
cosa decente permitirlo. Pero tenía el presentimiento del amor, al devolver,
levemente, la presión de su pierna contra la rodilla del joven sentado a su
lado.
La rubia, de edad un poco incierta, inició
un movimiento de disgusto. Pero ella también lo había observado de reojo
durante la función, y también se sentía sola y triste. Después de la muerte de
su segundo marido la vida había transcurrido gris, y todo el dinero que tenía no
le bastaba para darle felicidad. Coches, los mejores hoteles, California, Niza,
Nueva York, Montecarlo… ¡y siempre sola! Y si en las novelas se veía la felicidad
que
podría lograrse con un joven amable, distinguido, inteligente… ¿por qué no ella? Después de todo, ¿de qué iba
a
servirle su dinero si no era para lograr un poco de felicidad? De modo que ella, también, devolvió discretamente la presión
que ejercía sobre su pierna la rodilla del joven distinguido.
La risa fue débil al principio. No era alegre
ni triste. No tenía
personalidad ni calidad. Vino de no sé dónde, como si partiera de la fila del centro.
La película era un drama, del cual todo aspecto cómico estaba ausente. El héroe, de
anchas espaldas, acababa de encontrarse con la heroína de fina cintura. Estaba
murmurándole al oído su amor.
La risa, repentinamente,
se dividió en dos, surgiendo de los pasillos laterales. Creció lenta e implacablemente
en intensidad, pero en el mismo tono, carente de sentido y personalidad.
Los acomodadores en los tres pasillos
caminaron poco a poco, inseguros. Cada dos pasos se detenían para escuchar.
La risa se acercó
a ellos, casi los tocaba; después retrocedió hacia la pantalla, aumentando de volumen
mientras más se alejaba, hasta ahogar por completo los murmullos amorosos que
vertía el héroe a través del altoparlante.
Los espectadores comenzaron a sisear, y hubo
una ola de emoción, así que todos voltearon, preguntándose qué pasaba.
Los acomodadores se reunieron
en un punto.
–¿Quién se está riendo?
–¡Por Dios que no sé!
–¡Algún imbécil que se quiere hacer
gracioso!
La morena se estremeció. ¡Qué sonido
tan extraño! La hacía sentirse más sola que nunca. Miró furtivamente al joven a su lado. Éste seguía mirando
atenta y fijamente el desarrollo de la película. De veras era guapo. Tenía un perfil
muy elegante, de gente culta y fina. Como si no quisiera, recargaba aún la rodilla
contra la pierna de ella. La morena sintió conmoverse su corazón, entregándose,
y se apretó más contra él.
La rubia de edad indefinida,
estremeciéndose, se abrigó más con las pieles. ¡Esta risa! Involuntariamente
recordó cómo había muerto su segundo esposo, quejándose y aullando hasta el
fin. Se apretó contra el joven, acercando su pierna a la de él, hasta que no pudo
menos que olvidarse de la película, concentrando toda su atención en el contacto
de ambas rodillas.
La risa golpeaba en el salón, como alguien
que se burla descaradamente de las cosas y de la gente.
Los rostros volteaban, los cuellos se estiraban.
Unos decían: “¡Por Dios!” Otros siseaban fuertemente.
Mientras, el héroe de anchas espaldas
estaba frente a frente con el villano de lacio y bien peinado cabello negro.
El jefe de acomodadores ordenó a sus subordinados:
–Investiguen
quién
hace ese ruido.
La risa se sentía en el
pasillo
central; pero cuando se
acercaron, saltó a un pasillo lateral. Se miraron los unos a los otros con un
poco de espanto.
–Miren si hay niños –dijo el jefe de
acomodadores–,
ha de ser alguna broma estudiantil.
Se distribuyeron
por un pasillo cada uno, marchando de arriba
a abajo.
Era difícil localizar la risa, porque de repente estaba ahí, y luego
ya
se oía
en otro sitio;
y cuando
se acercaban a donde creían pescarla, ya sonaba por un rumbo distinto.
Se movían nerviosamente por los pasillos, encendiendo y apagando sus linternas, iluminando fugazmente las bocas
de
los espectadores. Uno de los acomodadores se quedó mirando fijamente a un niño,
luego lo tomó del brazo. Los otros hicieron lo mismo con otros dos chamacos, empujándolos hacia la puerta.
Ellos protestaban:
–¡No hice nada!
–¿Qué, no
pagué por entrar? ¿Por qué me
echan?
Sacaron a los chamacos y la risa cesó. El jefe
de
acomodadores se limpió
el
sudor de la frente. ¡Gracias a Dios
que había liquidado la broma! Que si no, le costaría el empleo. Ese maldito del gerente le hubiera
echado a él la culpa; de todo lo hacían responsable.
Nuevamente los
espectadores se identificaron
con
los actores
en la
pantalla. Los hombres se sentían héroes, venciendo obstáculos para ganar el amor de la heroína. Las mujeres, a su vez, se sentían protagonistas de la cinta, dispuestas a rendir su amor ante el encanto masculino de un perfil de fama mundial. Todos vieron con satisfacción cómo el villano sucumbía a una muerte cruel, que se había buscado él mismo. Todo había vuelto a la normalidad
que reinaba antes de que sonara la risa.
La
morena suspiró. Todo había
vuelto a
la misma normalidad que reinaba antes de que sonara la risa.
¡Oh, si él le hablara! ¿Cómo haría para trabar
conversación? Era idéntico al héroe de la película, ese hermoso galán de cine.
Nunca se había sentido tan rara. Esa risa extraña le había puesto la carne de
gallina. ¡Qué bien sentía su rodilla apretada contra
la de él!
La rubia
de edad indefinida daba vueltas a su pensamiento.
Se acordaba de su primer marido, siempre tan joven y sonriente, como el héroe de la
película. ¿No sería posible enamorarse nuevamente de un hombre joven? ¡Cómo
había odiado a su segundo marido! ¡Esas quejas espantosas de su agonía… iguales
a la risa! ¿Por qué no le hablaría el joven simpático? Sus piernas se tocaban,
se tocaban…
La
risa campanilleó en
la oscuridad.
Otra vez. Ahora era una
risa alegre, brillante, feliz. La risa se contagió. Olas de risa rodaron entre el público. Todos los espectadores riéndose, contagiados de su alegría.
La
heroína acababa de disgustarse con el héroe y pactaba
con el villano, que no había
muerto,
como se creía.
La risa
cambió repentinamente, como si se hubiera acabado en un ahogo. Como si tratara de respirar. Un silencio mortal cubrió al público. La quietud colgaba como un palio
en
la oscuridad. Alguien comenzó a murmurar. Una mujer se incorporó y abandonó el cine con pasos medrosos, tapándose los oídos.
El jefe de acomodadores se estremeció.
Escalofríos, como dedos de hielo, le recorrieron la espalda, de pies a cabeza.
¿Así que no habían sido los chamacos? ¿Qué pasaba? ¡Por Dios! ¿Qué era eso?
El subgerente salió de su oficina,
tallándose el sueño de los ojos.
–¿Qué demonios pasa aquí?
–Alguien se está riendo, señor. Alguien se
está riendo.
–Pero si es
un drama, no una comedia.
–No sé, señor. No sé.
–Bueno, haga algo. Sáquelo. ¡Búsquelo,
búsquelo!
El subgerente escuchaba con la cabeza inclinada,
frotándose los párpados como si tratara de despertar, como si quisiera borrar la
incredulidad de sus oídos.
–¡Por
Dios, hombre, ese ruido es inhumano!
–Sí,
señor. Sí, señor.
–Bueno, busquen a quien lo está haciendo. ¡Suspéndalo! ¿Me oye? ¡Suspéndalo!
Todos los acomodadores reiniciaron la búsqueda,
recorriendo los pasillos, mientras el subgerente se quedaba al fondo, con los ojos
abiertos en un gesto de sorpresa. Seguía la risa con la mirada, como si la
pudiera ver. Parecía estar trepando a jalones hasta el techo, para luego flotar
pasivamente, hasta llegar a la galería. De repente estaba en todos lados.
Regresó a su oficina a beber tres grandes tragos
de ginebra y luego telefoneó al gerente.
–Venga para acá inmediatamente. Me estoy volviendo loco.
Hay
risa. Se va a acabar el mundo.
Entre el público crecían los murmullos. Las
caras palidecían de terror. Desde la galería los cuellos se alargaban. Alguien comenzó
a aplaudir pidiendo silencio y pronto otro más secundó la idea, hasta que todos
estaban aplaudiendo y pateando, en ritmo salvaje, sobre el cual se alzaba la sinfonía de la
risa.
¡Ja ja ja ja! La risa venía de la
pantalla. El héroe y la heroína y el villano estaban diciendo cosas dramáticas,
y al mismo tiempo, riéndose. Sobre el público descendió un repentino silenció que
era como un manto de locura.
El gerente llegó, bromeando con el subgerente,
picándole las costillas. Le habló de nuevo, lo volvió a picar, tornó a hablarle,
y al fin le dio un sonoro manotazo en la espalda.
–¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
Los ojos del subgerente estaban vidriosos.
Parecían la entrada a un hueco de soledad.
–Sí,
señor. No, señor. Es la risa.
–¿Qué risa? ¿Qué demonios dices?
–Está en todas partes, como los espíritus.
El gerente lo miró fijamente. Esto no
estaba bien. No hacía ni un momento que estaba feliz, con una linda rubia, y
ahora quizá estaba loco, o estaba con un loco. ¡Siempre tenía que ocurrir algo!
La risa se tornó triste. Una risa sin esperanza, una risa envuelta en
soledad y desesperación.
El gerente pegó un
brinco. Su cabeza se meció de un lado a otro, siguiendo la risa con los ojos, ya
en una dirección, ya en otra.
–¿Esa es la risa?
El subgerente asintió mecánicamente.
–Quizá son unos agitadores. En vez de echar
bombas pestilentes… Mira, puede ser un ventrílocuo.
El subgerente parecía
estar haciendo esfuerzos para volver a la vida. Era como un hombre estirando la
mano a una paja de esperanza.
–¿Un ventrílocuo? Puede que sí. No, si
hemos estado observando las bocas de todos
los
espectadores, y nadie
la está moviendo.
–Es
que
los ventrílocuos sólo mueven la garganta.
–Sí, pero el movimiento apenas se nota. Y en la oscuridad, menos…
–¡Bueno, hombre, a buscarlo! ¡Si no lo
hallan, estoy arruinado!
Una ola de histeria se abatió sobre el
público. Una mujer, gritando, fue sacada por un hombre que parecía estar borracho.
La gente salía en tropel. Algunos querían que les regresaran el dinero y había murmullos: “Los voy a demandar”.
El temor estaba en todas las caras. Un
hombre repetía en susurrante
grito:
–¡Aquí
espantan,
aquí espantan!
Otro, de lentes, se acercó al gerente,
mirándolo fijamente.
–¿Usted es el gerente? Soy un hombre de
ciencia. Esto no es posible, señor. Es una broma. Un ser
humano lo está haciendo. Esto no puede ser. No puede ser. Nunca volveré a su
cine. Es una broma, una broma estúpida.
La risa
resonaba ronca, como el murmullo grave que precede a un trueno, sobresaliendo sobre
el habla histérica de quienes
se aferraban
a sus asientos, sostenidos por una curiosidad más grande que
su terror.
La morena
estaba temblando, sus manos frías como el hielo. Hubo un momento en el que quiso retirar su pierna, porque el joven seguía atento a la pantalla, como si no pasara nada. Hubiera querido levantarse y huir, pero por el espanto no podía moverse. Se apretujaba más contra él, más y más, tratando de olvidarse
de la risa escalofriante. Pensaba cómo le gustaría llevárselo a él a
su cuarto, los dos solitos, sin esa risa terrible, ¡y cómo lo amaría! ¡Oh Dios. cómo lo
amaría!
La rubia
de edad indefinida tampoco se podía
mover. Sentía que su pierna estaba atada a la del joven, y que así sería para siempre,
hasta el Día del Juicio Final, hasta el día del fin de esa risa que era como el
ritmo de la eternidad.
Así sería para siempre, ella y el joven. Y
le regalaría cosas. ¿Qué cosas? ¡Coches y ropa y dinero y viajes! Y
siempre sería así, sus piernas juntas, muy juntas.
Alguien trajo un policía.
El policía se quedó oyendo, se rascó la cabeza y siguió oyendo.
–¡Son espantos!
Llegaron otros policías. Todo un escuadrón. Había
un reportero preguntando cosas. Su mirada de incredulidad se transformó en una
de alarma. Una mujer, en las filas de atrás, hizo un ruido sordo con la garganta.
Un hombre salió rápidamente, con la mano sobre la boca. Otro tocó en el hombro a un policía.
Había una sonrisa de éxtasis en su cara.
–Charles Fort debería estar aquí. Charles
Fort lo entendería. Charles Fort estaría encantado de esto.
–¿Quién es Charles Fort? ¡Oiga amigo, a ver, explíquese! ¿Qué sabe usted de esto?
Iban a cazar esa risa maldita. Los policías
y los acomodadores. Se disponían a recorrer los pasillos.
Los policías preguntaban por qué no encendían las luces. El gerente suplicaba,
aclarando que ya iba a acabar la película.
–Todos
en sus asientos. Que nadie salga.
El héroe había traspuesto la última dificultad
y delante de él sólo estaban las
curvas deliciosas de la heroína.
La risa era débil ya, alada,
imperceptiblemente tensa.
Se movieron hacia ella formando una red,
así que se movía de un pasillo a otro. Seguían acercándose, brincando sobre
asientos vacíos, tropezando con los escasos espectadores, cerrando el cordón.
La risa colgó por un
momento en un solo sitio, como insegura, como si buscara desesperadamente un
lugar para huir del cerco. De repente, cayeron sobre ella. ¡La tenían!
Pero, incomprensiblemente, sonó en ese momento detrás de ellos, en otro pasillo.
Un policía dijo:
–¡Les digo, es un espíritu!
Y se persignó.
El reportero sentía el corazón pesado, con
una alegría malsana y fúnebre. Estaba orando. Un acomodador abandonó la búsqueda,
el cine dando vueltas alrededor de su cabeza.
La persiguieron de nuevo,
esta vez en el otro pasillo. Odio, temor, ansia,
horror, los impulsaban. La risa los eludió otra vez, pero ahora sonaba más
débil, como si fuera una mariposa cansada de huir de la red del cazador.
La risa estaba en la fila del centro.
Había policías atrás, policías adelante.
Avanzando los unos hacia los otros. Todos. Cerrando el
cerco.
Gente atrás, gente adelante. Gente en los
pasillos, en los asientos. Tensa.
El gerente seguía pesadamente la huella de
la risa. ¡Estaba arruinado! ¿Todo esto estaría mañana en los periódicos? ¡Carajo,
todo me pasa a mí!
El subgerente tenía una vaga noción de
movimiento, de ruido. ¡Carajo, se iba a emborrachar, y cómo! ¡Tan borracho que
no voy a reconocer a mi madre ni a mi esposa ni a mi hijo! Bendito Dios, que me voy a
emborrachar, emborrachar…
Cerraban la red. La
risa temblaba. Quedó colgando, inmóvil. Débil y más débil. Algo triste y
enfermo. Algo infinitamente lleno de miseria. Murió con un suspiro.
–¡Aquí está este maldito!
El héroe abrazó las curvas suaves y
rendidas, labios contra labios, y vivieron felices para siempre.
Las luces se encendieron. Muchos ojos
parpadearon. La morena gritó. La rubia de edad indefinida se desmayó.
–¡Dios, mírenlo!
–¡No pudo ser él!
–¡Está muerto!
Y se llevaron al joven delgado, de
hundidas mejillas, a un sofá. Un médico se abrió paso entre la gente y revisó
el exánime cuerpo.
La cara del gerente estaba gris como la de
un cadáver. El subgerente, vuelto repentinamente a la vida, sus ojos rojos,
como incendiados.
Los acomodadores estaban tensos. Una mujer
se rio histéricamente. El reportero ya no oraba. La policía ladraba órdenes al
montón de gente.
El médico dictaminó muerte por inanición.
Alguien observó:
–¿Y qué hacía ese tipo en el cine, si se estaba
muriendo de hambre?
Otro dijo:
–¿Y cómo pudo reírse así, si estaba muerto?
Hubo miradas de inteligencia. Habían sido
los muchachos. Era un ventrílocuo. Fueron los bolcheviques. Había espantos. El
reportero rompió sus notas y salió
a buscar alguien que
le invitara un trago.
La morena, tambaleante, llegó a su cuarto,
sola, temblorosa. Fría como el hielo al pensar en lo horrible que había sido aquello.
Lloró intensamente por lo que había pensado de ella y el muchacho, y nada.
La rubia de edad indefinida
volvió en sí, e inmediatamente se desmayó de nuevo, para luego abandonar el
cine, corriendo, con su abrigo de piel colgando tras ella, su garganta
quejándose en histeria.
El joven delgado, de hundidas mejillas,
estaba silenciosamente recostado en el sofá.
Tenía una cara refinada, inteligente; pero
sus costillas se adivinaban con claridad
y
casi no tenía cintura.
Sus ropas habían sido buenas, pero
ya estaban muy remendadas.
Vaciaron sus bolsillos. Tres centavos. Una
cajetilla medio vacía de cigarros baratos. Un talón del boleto del cine. Era todo. Ni manera
de identificarlo. Ni una carta, nada. Sólo el recorte sucio
de un periódico, un recorte que
decía: “¿Se siente usted solo? Sea miembro del Club de Corazones Solitarios, y encuentre
a la persona que lo hará feliz”.
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