Sara Mesa
Vuelve
sin levantar la vista del suelo, las zapatillas emborronadas por las lágrimas
que no terminan de caer del todo. Le arden los ojos. Vuelve bajo el sol que le
golpea en los hombros desnudos, en la nuca sudorosa, sin rabia, sin
resentimiento. Vuelve únicamente acompañada por el miedo: el miedo de llegar
tarde, de llegar sola, de llegar sin la bici.
–¿Dónde está la bicicleta? –preguntarán
las tías.
–¿De dónde vienes? –preguntarán también.
Ella tendrá que inventar una excusa. La
olvidó en una esquina, se la prestó a unos niños que luego desaparecieron.
Se la robaron.
–¿Quién te la robó? –preguntarán
desconfiadas, sabias.
Esa sabiduría resentida, murmura ella para
sí. Las tías locas, posesivas, guardianas. Las tías. Los veranos.
No le pueden robar la bici en un pueblo
tan pequeño. A plena luz del día. Sin que nadie lo vea, sin que nadie
intervenga. No van a creerla. Aprieta el paso, piensa otras alternativas. Se
seca las lágrimas con el antebrazo y siente el picor del polvo en los ojos y el
escozor de la sal en los rasguños. Al caerse se llenó de tierra. Se raspó todo
el brazo, la rodilla derecha. El pantalón se le pega ahora en la herida. Late.
Sangra un poco. La mancha se va extendiendo paulatinamente hacia abajo. Marrón
oscuro, en el azul gastado de los jeans.
Los días largos, los picabueyes que la
miran pasar metidos en el fango de los arrozales. El camino estrecho, arenoso,
flanqueado por juncos, hierbas secas. Si al menos pudiera lavarse las manos.
Cada vez que se frota los ojos sabe que se restriega la suciedad por las
mejillas. Está tan sucia que averiguarán que se cayó. No va a poder evitar que
al final lo sepan. Hace calor y tiembla. Se cayó. De acuerdo, admitirá que se
cayó.
Pero por qué tan lejos. Por qué en los
caminos de los arrozales. Por qué fuera del pueblo. Eso no podría explicarlo.
Dónde quedó la bici. Por qué no la lleva consigo. Cómo justificar lo del
pinchazo, la cadena reliada. Sobre todo, cómo explicar que se quedó tan lejos,
que pesaba, que sólo pudo transportarla consigo los diez primeros metros.
Los radios de la rueda girando levemente,
brillando levemente bajo el sol de agosto.
Y las risas de fondo.
Los veranos allí, en los arrozales,
mientras sus amigas disfrutan de la playa, untándose crema bajo el sol,
preparándose para la animación de la noche.
Los veranos allí, su sangre joven, y el
pueblo del que quiere escapar aunque sea en una bici vieja con los neumáticos
gastados, aunque sea por los caminos de los arrozales por donde no va nadie,
los caminos prohibidos, solitarios, donde ella puede pedalear más rápido,
imaginar quizá, aunque sea fugazmente, el sabor de una libertad que no conoce.
Los caminos donde no la verá nadie, porque
allí nunca hay nadie, salvo los picabueyes, los ratones de campo, los mosquitos
que le acribillan los tobillos y los brazos, algún milano que sobrevuela el
cielo casi blanco.
Nadie salvo al final, junto al muro de
contención.
Un grupo de personas junto a un coche
viejo, y ella que no sabe si debe seguir pedaleando o dar la vuelta.
–No te fíes de la gente –dicen siempre las
tías–. No te fíes.
¿Por qué no ha de fiarse? Un grupo de
personas junto a un coche, todavía lejanas, sólo es eso. ¿Son dos o tres? ¿Dos
fuera y uno más dentro del coche? ¿Lo que hay apoyado junto al muro es una
moto? ¿Una moto, un coche, tres personas?
Una masa informe entre la polvareda que se
va definiendo a medida que ella pedalea y se acerca. En cuanto los alcance
girará a la derecha por un nuevo camino, pero no, no va a dar la vuelta. Jamás
dará la vuelta, por qué desconfiar y verse ahora forzada a dar la vuelta.
Y los chicos la miran, dos desde fuera del
coche –uno apoyado sobre el capó del Clio maltratado por las carreras en el
campo– y otro desde dentro, con el brazo sobre la ventanilla medio bajada, y
una suave sonrisa en todos ellos pendiendo de sus labios, de sus bocas
hambrientas de crueldad y diversión. La miran y entrecruzan un par de palabras
que ella no puede oír porque jadea y pedalea más fuerte tras el giro, y es
entonces, cuando les da la espalda, cuando siente la piedra que rebota en la
bici, se asusta y acelera, y siente la otra piedra, la piedra final que le hace
tambalearse, levantar las manos del manillar, descontrolar, derrapar, caerse
junto a las hierbas secas y el fango del reborde del cultivo.
Ahora camina apresurada, la herida que le
late, las sienes que le laten, el corazón desbocado, y el pueblo perfilándose
al fin entre la reverberación del aire cálido. El pueblo, las tías, el verano.
Cómo ocultar ahora que vio desde el suelo los zapatos de los chicos, cómo
ocultar las carcajadas crueles, la patada humillante. El brillo de la navaja
que se acerca a ella y luego se desvía enseguida para clavarse en un neumático.
Los radios de la rueda dando vueltas, la cadena ya fuera de lugar, sus brazos engrasados,
raspados, las risas que no cesan. Una mano que le agarra los pechos, primero
uno, luego otro, como con cierto miedo, sin lascivia. Ella sin tiempo todavía
de asustarse. La bici, piensa. Las tías, piensa. Y ellos dejan de manosearla.
También se asustan porque ella no se mueve, se repliega y espera simplemente.
Ríen más fuerte, pero desconcertados, sin saber qué hacer luego. Quizá son más
jóvenes que ella. Unos críos que recién empiezan a probar, a probarse. En ese
pueblo los niños de diez años conducen por los caminos de los arrozales con el
permiso de sus padres embrutecidos e incultos. Lo dijeron las tías.
–No debes ir por allí, no hay que fiarse.
Lo dijeron. Malditas tías, son ellas
peores que los chicos, piensa. Los chicos que se marchan enseguida y la dejan
tirada en el borde del fango, bajo el sol mudo, bajo el Dios impasible que
jamás actuó cuando hizo falta. Las chicharras tenaces que no rompen, sin
embargo, el silencio.
Se levanta, se sacude, mira la bici rota,
imposible de transportar desde tan lejos. A pesar de todo lo intenta, sin
lloriquear, sin quejarse, únicamente apresurada por la hora.
Pero no llegará, no llegará a tiempo. La
deja en el camino.
Tan lejos, y ahora sí está llegando. Los
pies doloridos, la mancha en la rodilla aún más extendida, más oscura, parda,
rojiza, delatora. El dolor sordo, amortiguado, que la atormenta menos que las
dudas. El picor en los ojos.
¿Qué decirles ahora a las tías?
¿Qué decirles?
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