Sam Shepard
La cama era para él un océano, incluso cuando
estaba despierto. Las mantas se ondulaban como las olas. Las sábanas espumeaban
como las rompientes. Las gaviotas caían en picada y pescaban a lo largo de su
espalda. Hacía bastantes días que no se levantaba y todo el mundo estaba
preocupado. No quería hablar ni comer. Sólo dormir y despertarse y volver a
dormirse. Cuando fue a verlo el médico, le meó encima. Cuando fue a verlo el siquiatra,
le lanzó un escupitajo. Cuando fue a verlo un cura, le vomitó. Finalmente lo
dejaron en paz y se limitaron a pasarle zanahorias y lechuga por debajo de la
puerta. Era lo único que quería comer. Los demás habitantes de la casa
bromeaban diciendo que tenían un conejito, y él los oyó. Cada vez se le aguzaba
más el oído. De modo que dejó de comer. Empujó la cama hasta ponerla contra la
puerta para que nadie pudiera entrar, y luego se durmió. Por la noche los demás
habitantes de la casa oían el silbido de los huracanes al otro lado de la
puerta. Y truenos y relámpagos y sirenas de barcos en una noche de niebla.
Aporrearon la puerta. Intentaron derribarla, sin conseguirlo. Aplicaron la
oreja a la puerta y oyeron gorgoteos subacuáticos. En la cara exterior de las
paredes de esa habitación empezaron a crecer algas y percebes. Comenzaron a
asustarse. Decidieron encerrarlo en un manicomio. Pero cuando salieron por el
coche descubrieron que toda la casa estaba rodeada por un océano que se
extendía hasta donde alcanzaba su vista. Océano y nada más que océano. La casa
se balanceaba y cabeceaba toda la noche. Ellos se quedaron apretujados en el
sótano. Desde la habitación cerrada les llegó un prolongado gemido y la casa
entera se sumergió en el mar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario