Miguelángel Díaz Monges
No hay paz que deje de pagar
pleno tributo al infierno.
Malcolm Lowry
Por cuarta vez en media hora,
Beatriz levantó la bocina. El tiempo se daba su tiempo. Sedaba su tiempo. Al otro
lado de la línea sólo escuchó ese radio encendido que reproducía una pieza barroca
interminable. Una pieza barroca muy larga y muy bella. Tediosa y acaramelada.
–¡Enrique! –Gritó–. ¡Enrique! –Aunque sabía que su
grito era inútil y empezaba a ser ingenuo, quizá histriónico, desde luego histérico.
Dicho y pase, aunque lo mío no es analizar las actitudes de Beatriz. Tampoco las
de Enrique o las mías.
Esta vez colgó con fuerza. Pensó obstinadamente, hasta
la distracción. Quería levantar esa bocina y saber que alguien, del otro lado, había
cortado la llamada y que le hablarían para darle la noticia que conocía perfectamente
bien. “Veamos… alcanzó a marcar su número –previó–. ¿De qué hablaron?” Hablar no,
ni hablar. No hablaron. Música, pura y elocuente música. Una melodía armonizada
con crueldad o algo así. Desde luego, no esperaba con ilusión esa llamada. Quizá
era preferible la música. Generalmente lo es. No querría verse involucrada. No quisiera
estarlo. Por eso, y con la exención del teléfono bloqueado, omitió dar aviso. “¿De
qué?: No sé dónde está, no sé si es sólo un chantaje. Mejor que lo encuentren. Lo
encontrarán, supongo”.
Le hubiera gustado sentir algo distinto a ese atosigante
deber cívico. En ese momento prefería tener para Enrique algo que no pareciera moral,
algo que indicara siquiera un poco de amor. Quisiera sentir, si no, algo intensamente
moral: misericordia, culpa, “¡¿qué sé yo?!”.
Contra su sospecha, se despertó temprano pocas horas
más tarde. Al otro lado de la línea la esperaba Beethoven, débil, como si no fuera
él, como si algún gnomo particularmente afanoso hubiese inoculado languidez en sus
acordes. Beatriz permaneció en silencio. Una sonata sin título recordable, más bien
clásica; acaso no era Beethoven sino Mozart en un lapso maníaco.
–Enrique… Enrique… –un susurro llorón.
Encendió un cigarrillo. “No puedes haberme hecho esto”.
Al escuchar su propia voz, quebrada y tímida, tuvo una fugaz conciencia del absurdo,
suficiente para mitigar por un instante su temor a la locura: “¿A quién le estoy
hablando: al teléfono, al micrófono, a los cables? A Dios, creo que a Dios”. entonces
empezó a fingir, quizá sin darse cuenta: habló y rio como si la dominara un serio
trastorno: “¡Estás loca, Beatriz, estás loca!”
Ni la risa siniestra ni la entonación de su trillado
parlamento pudieron darle alguna seña de autenticidad, así que gritó a alguien o
algo, al aparato:
–¡Enrique! ¡Enrique! ¡No puedes hacerme esto! –colgó
con fuerza y aún entre las sábanas terminó ese cigarro.
Por la noche, contra mi costumbre de los martes, fui
a verla. La encontré tan rara que le propuse hacer el amor. Ante su negativa le
pedí rutinariamente, ya con el auricular en la mano, que me dejara hacer una llamada.
–No sirve el teléfono.
–¿Cómo que no sirve?, está perfecto: nunca había oído
un Debussy tan nítido.
–¡Déjame sola, por favor! ¡Vete! ¡Lárgate!
Sonrió mientras la abrazaba, congeló un instante su
sonrisa y se deshizo de ella cuando mi lengua, lentamente, limpió de ávida humedad
sus más ocultos labios. Cogimos sin emitir un solo sonido. No vi sus ojos. Se durmió
al terminar o quizá antes. El caso es que aceptó inerte el jugueteo de mis dedos
en su espalda.
“¿Qué ha de importarme si eres una puta o una santa;
si me aborreces o me amas, o si soy capaz de quererte? Sólo he pretendido acostarme
contigo. Eso es todo; nada más que eso. ¿Te resulto vulgar? Pues bien, querida:
debo decirte que la franqueza es esencialmente vulgar; todo refinamiento es un ribete
de hipocresía. ¿A qué llaman, en cambio, virilidad? ¿Qué me pedirías más viril que
esta vulgar franqueza que te salva de expectativas ruines por improbables? Ya, ya:
la moral exige que yo me convenza de que te amo. Permíteme entonces cruzar el río
y acceder a la moralidad que pides para entregarte plenamente a un amante tan franco
y viril como enamoradizo, tierno y perdurable”.
–Hablé con Enrique –me dijo precipitadamente mientras
servía el café.
–¿Te habló o le hablaste?
–Me habló, no seas pendejo –dijo esto último con una
voz cargada de tal pureza que parecía un piropo.
–¡¿Pero qué coño quiere ese necio?! –grité con furia
e inmediatamente me respondí con insana honestidad–. El tuyo, claro.
–No fue, no es una llamada normal –siguió secamente.
–Sus llamadas nunca son normales –levanté la bocina
y escuché unos cuantos trompetazos de Wagner–, pero debo reconocer que ésta es de
lo más divertido que le conozco.
–Hazme un favor: vete. Perdón: ¡lárgate!
–¡Carajo!: ¿Cuál es el problema con la llamada de
Enrique? ¿Te agrede, te amenaza?
–¡Qué va! Es incapaz de algo así.
–Ya aprenderá. Cuando decida convertirse en un buen
amante.
– ¿Puedes largarte de una vez?
–Tranquila, mujer, tranquila. Te comportas como si
no te hubiera dado gusto mi visita.
–Distorsionas. Sólo eso.
–¿Debería sentirme responsable de que ese imbécil
haya decidido convertirse en un pentagrama?
–No. Al menos no espero eso de ti.
–¿Quieres que venga en la noche?
–No quiero volver a verte.
–De acuerdo. Te hablo mañana.
–Dudo que puedas comunicarte.
–¿Piensas hablar con Enrique durante toda la semana?
–Probablemente sí.
–Entonces te hablo desde alguna estación de radio.
No son tantas. Lo malo es que tienes que estar pendiente –me miró de tal forma que
estuve tentado a llevármela a la cama otra vez.
–Si estás pensando en coger, olvídalo y lárgate.
–Hay suficiente café. Me quedaré otro rato.
–Haz lo que quieras. De preferencia irte.
–Antes dime qué te preocupa de esa llamada de Enrique.
–Nada.
–Claro está: Nada. No te agrede, no te amenaza. Ni
siquiera habla.
–Es demasiado bueno para que tú lo entiendas.
–Demasiado bueno… ¿en la cama?
–Demasiado bueno. ¡Basta!
–Platícame, anda: ¿qué te pone así de alterada?, ¿que
Enrique montó una radiodifusora telefónica y tú eres su primera escucha cautiva?
–Algo así –sonrió de una manera extraña y más bien
benévola.
–Dime la verdad, ¿hablaste con Enrique?
–No. O sí, en cierta forma. De hecho sí.
–Estás muy metafísica.
–¿Metafísica, parapsicológica o rara? Enrique podría
aclarárnoslo.
–¿Me estás dando celos?
–Sí, eso. Te quiero dar celos. Quisiera verte celoso.
En eso estoy ahora, ésa es mi metafísica.
–¿Soy un idiota?
–Sí.
–¿Y Enrique?
–No.
–¿Quisieras tenerlo en tu cama en este momento?
–Sí –me miró como si yo fuera un chaval y ella una
puta.
–Eres una puta.
–Sí.
–Pues toma tu desayuno.
–Algunos minutos magníficos. Se enjuagó la boca y
las mejillas con un palmo de agua y me pidió seriamente que me fuera.
“Qué duda cabe de que un hombre avasallado por los
celos o carcomido por el despecho es capaz de destruirlo todo con el único fin de
conseguir lo que su débil carácter le impide: destruirse –mediata o inmediatamente–
a sí mismo, con todos los demonios que lo gobiernan. Hay mérito en la justicia por
propia mano, siempre que el ajusticiado sea uno mismo”.
Beatriz pasó ese día dormida.
A ratos despertaba, descolgaba la bocina; la música seguía ahí. Cerca de las seis
oyó unos acordes de autor irreconocible. Escuchó morbosamente. Aquello era horrible.
Colgó. Había oscurecido. Se sintió grata, tranquilamente deprimida. Le vendría bien
una amiga o un amante que en ese momento le preparara algo de cenar, o la apapachara,
o le hiciera el amor de cierta forma, no estaba segura: cerrar los ojos, separar
las piernas y tal vez dormirse mucho tiempo entregada a algo suave –placer le pareció
entonces una palabra suave–, a cambio de nada más que eso mismo que le hubiera gustado:
algo más cautivador, más sencillo, más fácil y menos exigente que un cigarro.
A la madrugada, un insomnio sereno la llevó a levantar
la bocina. Enrique, magnánimo, le dio el largo dormir sugerido por el implorado
carácter de Brahms. La mano en la entrepierna depuró el barullo del deseo. Despertó
con la idea de imitar a Enrique. Cuando llegué, ataba el auricular a la bocina del
radio. En su cama no parecían estar el teléfono, Enrique ni ella misma. La música,
vertida en el aparato telefónico, no acompañó esos minutos de olvido, recuerdo o
presencia. Me fui pronto: no quería estorbarle. Quizá por piedad, me limité a asegurarme
de que el teléfono estuviera bien asido al radio, que no escuchara más que su propia
voz, engalanada, al irme, por una pieza extraña e inidentificable para mí, que tampoco
tengo por qué saberlo todo.
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