María Antonia Rodríguez
Aquella mañana, después de varios años de matrimonio y una cansada rutina
de esposa fiel y abnegada, Renata recibe la llamada del amor de su juventud.
Amor de Juventud: Hola, Renata, soy yo.
Renata: ¿Quién “yo”?
Amor de Juventud: ¿No te acuerdas de mí?
Renata: ¡¿César?!
César: Quiero verte. Te invito a comer. Acepta, por
favor.
Todo el día Renata se debate entre aceptar la invitación
de César o pretender que nunca llamó y bloquear su número. Sin embargo, la llegada
por la tarde de su marido y la mueca que le hace cuando se entera de lo que hay
para comer, la hacen decidir. Tras lavar los trastes y recoger la cocina, Renata
se dirige a la sala donde su marido, cerveza en mano, está viendo el partido de
la semana.
Renata: ¿Puedes recoger mañana a los niños del colegio?
Esposo: ¿Por qué? ¿Qué tienes que hacer?
Renata: Marta me invitó a comer.
Al día siguiente, la expectativa del encuentro le hace
sentir un cosquilleo en el vientre, mientras conduce al restaurante acordado. El
clima fresco del otoño se le figura una invitación a la renovación romántica.
La charla comienza con una copa de su vino favorito
–¡por fin alguien recuerda que le gusta el vino!–, y brincan de un tema a otro poniéndose
al día. Renata recuerda que con César siempre fue fácil hablar.
Llega el postre, luego la cuenta y, entonces, un cruce
de miradas lo dice todo. Se desean, se quieren y un: “Todavía te amo”, flota en
el aire. Llegar a la cama nunca antes fue tan natural.
Con ansia desenfrenada se despojan de la ropa y de la
vergüenza, dando completa libertad al deseo. Recorren mutuamente sus cuerpos. Los
besos saben al dulce fin de la espera. Las caricias audaces y delicadas sólo los
dejan sedientos de más.
Miradas cómplices, mordiscos en el lugar preciso, cuerpos
arqueados como tallos silvestres al viento. Son dos seres táctiles como imanes vencidos
por la lujuria.
Luego llega el instante sublime cuando el placer no
puede soportarse más y se acompañan en sus orgasmos.
Unos minutos, ¿una hora?, una eternidad después por
fin llega la calma y la realidad.
Se despiden con un beso cómplice y la certeza del próximo
encuentro.
Con la emoción contenida y trastocada por la experiencia,
llega nerviosa por haber tardado un poco más de lo esperado, Renata baja del auto
y entra a su casa.
Esposo: ¿Cómo te fue?
Renata: ¡De maravilla!
Esposo: ¿Y dónde comieron?
Renata: En un viejo… restaurante.
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