Emilio Rodrigué
Ya era casi de noche cuando Estrella Sánchez entró en la Galería Santa Fe
por la calle Charcas para tomar un helado, usando el tiempo que le sobraba
antes de la consulta psiquiátrica. Luego caminó lentamente por la galería y
salió a Santa Fe. En la esquina verificó la hora en un teléfono público.
Ajustó apenas las agujas. Cosa de segundos.
Salvo lo minucioso de esa breve operación, no había nada
fuera de lo común en esa mujer joven que dejaba Santa Fe en la esquina de
Montevideo y caminaba hacia la plaza Vicente López, con la precisa intención de
cruzarla. Eran las 20 horas, 12 minutos y varios segundos.
La noche en la plaza era violeta y con perfumes de buenos
aires en ese día avanzado de noviembre.
La plaza no admitía el olor a nafta o a ciudad que la
bordeaba. Era un bolsillo verde, más fresco, más tibio, más querido por los
hombres. La señorita Sánchez miró el cielo y otra vez tuvo una actitud de
precisión inusitada, como quien ajusta la mecánica de las esferas celestes. En
el firmamento sólo había estrellas de primera magnitud. Quizás Alfa de Centauro
brillaba más entre el maravilloso follaje de la vieja tipa, en la esquina de
Las Heras.
A las 20 y 14 la señorita Sánchez entraba en el palier
del consultorio del psiquiatra.
Prefiero las primeras entrevistas de noche, en las
últimas horas del consultorio. La toma de contacto psiquiátrico es una cita con
la angustia y la angustia viene a flor de piel, en ojos húmedos, o en caras
duras y largas frases que en realidad no dicen nada. Pero siempre está en la
voz. Y es que la angustia, como los animales de presa, se tira a la yugular.
Pero, después de un tupido día psiquiátrico uno se pregunta: ¿a la yugular de quién?
La paciente nueva llegó en punto. Contesté el timbre con
la chicharra del portero eléctrico y ella empujó la puerta. Fue en ese momento
cuando ocurrió el apagón y la casa quedó a oscuras. Es absurdo, casi ridículo,
un consultorio sin luz. No se juega al cuarto oscuro en el consultorio del
psiquiatra. ¿No es siniestro también? La oscuridad deja las yugulares al
desnudo. Maldita electricidad.
–¿Señorita Sánchez?
–Sí, doctor, soy yo.
–Lo lamento, señorita, pero se ha cortado la luz. Espere
un momento que voy buscar velas.
Con el encendedor en alto y la mano en la corbata fui al
armario de la cocina. La señorita Sánchez, de pie, a mi derecha, encendió un
cigarrillo.
Ya estaban las dos velas sobre el escritorio. El
psiquiatra me miraba con detención, buscando algo en el juego de sombras de mi
cara. Por supuesto, era previsible.
–Pero yo a usted la conozco, señorita Sánchez –dijo el
psiquiatra–, su cara me es muy familiar.
–Sí, doctor –contesté–, de las clases de la universidad.
Y entonces vino el reconocimiento:
–¡Ah, sí! ahora recuerdo. Usted es la alumna que además
de psicología social cursa física.
–Astrofísica –corregí, mirando el reloj (las 20 y 21).
–Sí, es claro. Ahora la recuerdo bien.
El silencio fue sólo muy breve, después el psiquiatra,
llevándose la mano a la corbata, me preguntó con una sonrisa simpática y
profesional:
–¿Y en qué puedo ayudarla?
–Profesor, necesito hablar con usted.
–Bien, la escucho.
Me ofreció un cigarrillo y fumamos.
Le miré con todas las dudas de la última semana, con toda
la indecisión del último mes, con la soledad de los cuatro años últimos. Hice
un gesto para levantarme; en cambio hablé.
–Doctor, creo que tengo el poder de crear novas.
–¿Cómo? –preguntó el psiquiatra.
–Tengo la capacidad, el poder, de hacer que una estrella
estalle creando el efecto nova.
El psiquiatra no dijo nada.
–Usted no me puede creer, ¿no es cierto?
–Así es, señorita, no la puedo creer.
–Sí, es inevitable. Por eso no le vine a ver hace cuatro
años, cuando esto empezó. Le aseguro que la espera ha sido larga.
–Lo siento, señorita, pero no comprendo bien. ¿Hace
cuatro años que usted tiene esa creencia?
La señorita Sánchez consultó el reloj (las 20 y 26) y
aclaró:
–Hace cuatro años hice estallar Alfa de Centauro. Mejor
dicho, tuve la certeza de que así sucedía. Esa estrella, la más próxima al Sol,
está a 4 años luz de distancia. Para ser más precisa, a 4 años, 4 meses y
fracción. De estar en lo cierto el resultado de la explosión se va a ver dentro
de (miró el reloj nuevamente) 5 minutos y 20 segundos.
–¿El resultado?
–Sí, la noche va a ser día con la nova. Dos veces la
cantidad de luz del mediodía. O más.
El psiquiatra la miró un buen momento, luego se levantó,
corrió el voile y abrió la ventana. Un ligero remolino de aire de
primavera en movimiento agitó las llamas de las velas. Afuera, el distrito
oscuro.
–¿Esperamos en silencio o prefiere conversar? –preguntó
el psiquiatra.
La señorita Sánchez le miró sin decir nada, sin expresar
nada, como esperando.
Pasado un minuto, el psiquiatra preguntó:
–¿Es usted responsable del apagón?
La señorita Sánchez le miró con sus ojos castaños y dijo:
–En este momento hay una sola cosa que me preocupa.
–¿Cuál es?
–El destino de nuestro Sol.
Los minutos que quedaban fueron dedicados en silencio a
la evocación de portentos, al delirio y sus alucinaciones, a la metafísica, a
la estrategia de Josué que detuvo al Sol, al Hurto de Prometeo, al alcance de
los poderes humanos, a la luz violeta del crepúsculo tardío que perdura en una
ciudad apagada.
Trillones de cantidades de luz avanzaban en la cresta de
una marea que encendía un sector del universo. La mancha blanca, al dilatarse,
iluminaba su carrera de máxima velocidad. El corazón de ese foco insólito era
la estrella Alfa de Centauro, el hollejo achicharrado del Sol que en horas
quemó su billonaria energía. Eso fue hace poco más de 4 años. Nadie en el
cosmos, aún vivo, sabe la noticia. El correo de la luz está por llegar a la
posta más próxima: la estrella Sol y su sistema de planetas.
El efecto nova ocurrió a las 20 y 30 en punto.
En cosa de segundos la noche fue día. El blanco luz se
hizo insoportable para el ojo acostumbrado a que la noche sea noche. Cuando cae
el sol, la luz que el hombre enciende es pequeña como una vela o un incendio.
Respeta el ciclo de la noche. Pero ahora no. Eran, exactamente, las 20 y 30.
Esa era una noche de luz total que blanqueaba el cielo.
Todo era blanco, las manos del psiquiatra, el escritorio, la llama de la vela,
la sonrisa de la señorita Sánchez.
Duró un momento esa sonrisa. En ese corto tiempo el
psiquiatra supo que ella había hecho estallar esa estrella, quemando la
historia de una tajada de cielo. Esa increíble sonrisa blanca.
La paciente y el psiquiatra se miraron. En realidad, casi
no se veían, eclipsados por el fantasmal fenómeno de luz. Finalmente, la
señorita Sánchez sopló la llama de las velas. La sonrisa nova había
desaparecido, apenas un millón de kilómetros luz atrás.
–¿Por qué lo hizo?
–No sé.
El psiquiatra tuvo una imperiosa necesidad de ubicarse en
medio de esa catástrofe de luz.
–¿Y cómo supo que lo hizo?
La señorita Sánchez le miró y sus pupilas eran dos
puntos. Luego gritó:
–¡No!, ¡eso no!
–Pero ¿por qué no? ¿No se da usted cuenta de que tenemos
que aclarar esto? –le dijo como sacudiéndola.
–Pero no se da cuenta usted, doctor, de que si pienso cómo
lo hice, es muy probable que algo, otra estrella, estalle.
¿Había un tono de triunfo en la voz? El psiquiatra no
tuvo nada más que miedo. Un miedo propio que es racial. El sistema solar era su
tesoro y su santabárbara.
Tenía que comprar tiempo para pensar y por eso preguntó:
–¿Y por qué esa estrella? –Comprendió que la pregunta era
absurda. Es que en realidad ninguna pregunta tiene sentido–. ¿Lo va a hacer
usted de nuevo? ¿Entiende lo que ha hecho? ¿Me promete que no lo hará más? ¿Va
a ser buenita?
Aquella increíble sonrisa. Con disimulo, al abrigo de la
luz que encandila, abrió el cajón derecho del escritorio. Más seguro por el
contacto frío con el acero hizo la pregunta vital, pero inútil:
–¿Y corre peligro el Sol?
La señorita Sánchez rompió en un llanto torturado de
fósforo de cera que se quema. Luego levantó la cara y tras la red luminosa de
lágrimas estaban las dos pupilas puntiformes y la mueca, casi la sonrisa.
–Lo estoy controlando –dijo–. Hago todo lo que puedo.
El psiquiatra disparó rápido y con cuidado. La bala
penetró dejando un pequeño agujero color cromo en la frente de la señorita
Sánchez. Estalló en su cerebro. Ahora era sólo cuestión de esperar ocho minutos
junto al cadáver. El tiempo que tomara en llegar el correo de luz del sol con
su posible mensaje apocalíptico. Incrédulo, esperó.
Vi las dos manos blancas de esa paciente nova y todo en
mi interior fue un fogonazo de magnesio que no deja pensar. Pero siempre pensé
en algo así, el encuentro cara a cara con la magia real de lo imposible. Casi
un anhelo. Tomar a una alucinación de la mano, delirar juntos y en un rito
negro quemar el libro fastidioso de la lógica. ¿Pero qué se hace ahora? ¡Una
mujer que quema estrellas y que crea el día en la noche! ¿Y qué le puedo decir?
Juguemos a las bochas, yo tomo los soles lisos.
Sublime, señorita, su sadismo uretral. ¡Absurdo! ¿Será
esto volverme loco?
Pero tenía que hablar y me decidí.
Tenía que hablar y me decidí a preguntarle por qué lo
hizo y me contestó que ésa no era la pregunta, que preguntas así ahora no
tienen sentido. Y tiene razón, no tengo más preguntas. No tengo miedo tampoco,
curioso. Pero hay que decirle algo a esta mujer que me mira con una sonrisa que
no puedo ubicar de este lado de la tierra. Una sonrisa incorruptible diría
Josué. ¿Cómo hizo Josué para detener el Sol?
“Yo no soy Josué”, me contestó, y supe que leía mis
pensamientos. Así comprendí lo que ya sabía.
No era posible matarla y me alegré no haberlo pensado más
vívidamente antes, ya que ahora soy un libro abierto. Esta vez ella no me dio
tanto miedo, pues me susurró que no tengo por qué tenerle miedo. Me sentí
protegido por ella y volví a encender las velas. Le pregunté entonces qué
deseaba y ella me contestó con su sonrisa incorruptible:
–No adorarás a otro Dios más que a mí.
El efecto nova ocurrió a las 20 y 30 en punto.
En cosa de segundos la noche fue día. El blanco luz se
hizo insoportable para el ojo acostumbrado a que la noche sea noche. Cuando cae
el sol, la luz que el hombre enciende es pequeña como una vela o un incendio.
Respeta el ciclo de la noche. Pero ahora no. Eran, exactamente, las 20 y 30.
No hay colores, sólo luz blanca. Frente a mí las manos
blancas del psiquiatra y su dura cara blanca de expectativa:
–¿Y por qué lo hizo? –me preguntó.
–Porque… –comencé y no pude proseguir por el llanto.
Quise decirle que lo hice por amor, por odio, por la
locura de una noche donde yo era el cosmos y la estrella sólo un átomo, por la
soledad de una noche donde yo no era nadie mirando el cielo. Pero no pude
decirle nada de eso y seguí llorando. Las lágrimas me quemaban los ojos y lo
deformaban todo.
El psiquiatra no decía nada y parecía pensar, su cara
inexpresiva. Nos quedamos así, sin palabras, durante más de cinco minutos.
Luego me preguntó:
–¿Cómo lo hizo?
–No lo sé, doctor –murmuré–, no lo recuerdo.
Levanté la mirada, y de pronto lo vi todo en su cara.
Grité:
–¡No me mire así, doctor!
–No la comprendo –me contestó.
–¡No me mire así, con esa sonrisa! ¡Qué horrible! ¡Dios
mío, qué miedo tengo!
–Pero señorita Sánchez… –comenzó a decir y le interrumpí:
–¡No me mire así!
Lo juro, había algo de demonio en aquella expresión.
Nunca una cara me ha dado tanto miedo.
Pero la voz ahora era más bondadosa, casi paternal. Cerré
los ojos para no verlo.
–Señorita Sánchez, cálmese, tranquilícese. Comprendo lo
terrible que es comprobar que en efecto, usted tiene ese poder. Eso la confunde
y sospecha de mí. Yo sólo la puedo curar si tiene confianza en mí.
–Yo quiero tener confianza en usted –vacilé.
–Muy bien –me contestó–. Deme una prueba de su confianza:
¿cuál es el secreto de su poder?
–No sé, no lo recuerdo… estoy confusa.
En realidad, creo que mentí. Casi se lo digo, tengo tanta
necesidad de apoyarme en alguien. Pero…
–Bien, no importa, ya lo va a recordar –me dijo el
psiquiatra con una cálida voz persuasiva y me ofreció el diván para que me
recostara y pudiera sentirme cómoda.
–No se preocupe –me dijo–. Yo la puedo curar, pero
primero es necesario descubrir el secreto de su poder, ¿comprendido?
–Sí, doctor –dije, y me sentí apoyada.
–Bien –me llegó la afable voz psiquiátrica de
psicoanalista–, usted ahora ha olvidado su secreto.
Pero este secreto le pesa. No se preocupe, va a aflorar.
Usted diga lo primero que se le ocurra, ¿comprendido?
–Sí, doctor –dije y, de pronto, se me apareció algo de la
infancia que mi doctor debe saber:
–¡Qué curioso! Es algo que tenía olvidado. Cuando éramos
chicos Alberto y yo, Alberto fue un primo mío, inventamos una tarde el juego de
hacer luciérnagas. Primero practicamos con moscas, después con abejas y
hormigas. Luego pasamos a esos cascarudos que se llaman toritos. Daban una luz
gorda.
Lo que más nos divertía era hacer luz con las langostas,
parecían como esos tubos de neón en las oficinas. Nuestras luciérnagas daban
mucha luz pero bang se morían. Cuando Alberto quedó ciego mamá no quiso
que jugáramos más juntos… ¡Ah!… Si…
El efecto nova ocurrió a las 20 y 30 en punto.
(Es una habitación típica de un psiquiatra, un tanto
oscura, con un escritorio grande, rústico y con papeles desarreglados. Un par
de velas encendidas sobre botellas de bebidas gaseosas. Ha habido una falla en
la energía eléctrica. El médico y la señorita Sánchez se enfrentan mesa de por
medio en una entrevista psiquiátrica. El ventanal está abierto cuando se
produce el efecto nova. La luz es enceguecedora, duplica la habitual del sol).
PSIQUIATRA. ¡Dios mío! ¡Qué inhumana responsabilidad!
¡Míreme las manos! (El psiquiatra muestra sus manos fibriladas).
PACIENTE. Sí, lo sé.
PSIQUIATRA. Necesito pensar. (Cierra los ojos).
¿Cuál es su nombre?
PACIENTE. Estrella Sánchez.
PSIQUIATRA. Necesito pensar, Estrella. Mi nombre es
David. Un nombre quizás apropiado para las circunstancias. Deme unos minutos.
ESTRELLA. Bien, David. Es un pacto.
(Se interpone un largo silencio. El consultorio sigue con
un máximo de iluminación. Estrella y David no se mueven y esa inmovilidad con
el correr del tiempo se hace antinatural. Estrella la corta, soplando las
velas).
DAVID. Tengo unas preguntas que hacerle.
ESTRELLA. Pregunte.
DAVID. En estos últimos minutos he pensado con singular
lucidez. ¿Tiene usted algo que ver con eso?
ESTRELLA. Sí, David, es parte del pacto.
EL HOMBRE QUE PUEDE SER VICTIMARIO. Segunda pregunta. Si
decidiera hacerlo, ¿la puedo matar?
LA HACEDORA DE NOVAS. ¿Con ese revólver en su cajón?
DAVID. Sí.
LA HACEDORA DE NOVAS. No, David, no puede.
EL HOMBRE QUE PUEDE SER VÍCTIMA. ¿Usted puede matarme instantáneamente?
ESTRELLA. Sí.
PSIQUIATRA. Otra pregunta. ¿Usted me lee el pensamiento?
LA MUJER QUE TIENE EL PODER. Sólo lo central, la
nervadura de los pensamientos. La intencionalidad.
DAVID. Otra pregunta. ¿Usted puede hacer estallar el Sol?
ESTRELLA. Creo que sí.
DAVID. Y dígame. Estrella, ¿la nova del Sol la
destruiría?
(La señorita Sánchez demoró en contestar. Por vez primera
bajó la vista y él miró las manos blancas).
LA MUJER QUE TIENE EL PODER. Actualmente, sí.
DAVID ANTE EL MISTERIO DE LA HACEDORA DE NOVAS. Otra
pregunta, Estrella, ¿va a ser usted Dios?
(La señorita Sánchez nuevamente demoró en contestar. Con
un ademán mecánico prendió las velas).
PACIENTE. No sé. No sé cómo contestar esa pregunta.
DAVID. Escúcheme, Estrella, ésta es la última pregunta y
la más importante. ¿Tiene usted miedo?
LA MUJER QUE CONTIENE EL LLANTO. Yo no lo llamo miedo,
David. Lo llamo desesperación, lo llamo espera, incógnita, culpa, soledad.
Necesito ayuda.
PSIQUIATRA. Sí, lo sé, usted necesita ayuda. Estrella,
voy a hacer todo lo posible para ayudarnos.
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