Herta Müller
Muchos
saludos desde la soleada costa del Mar Negro. Llegamos bien. Hay buen tiempo.
La comida es buena. El restaurante está en los bajos del hotel, y la playa
queda al lado.
Y mamá tiene que cargar siempre con sus
bigudís, y su bata de casa, y sus chinelas con borlas de seda, y la piyama de
papá.
Papá es el único comensal con traje y
corbata en el restaurante. Y es que mamá lo quiere así.
La comida ya está sobre la mesa y humea y
humea, y la camarera es otra vez demasiado amable con papá; por algo será. Y a
mamá se le ensombrece la cara y la nariz empieza a destilarle, y a mamá se le
hincha una vena en el cuello y un mechón de pelo le cae sobre los ojos y le
empieza a temblar la boca, y mamá hunde su cuchara en la sopa hasta el fondo.
Papá se encoge de hombros, sigue mirando a
la camarera y derrama la cucharada de sopa en el camino a su boca, pese a lo
cual frunce los labios ante la cuchara vacía y sorbe y se mete la cuchara en la
boca hasta el mango. La frente le suda a papá.
Pero el pequeño ya volteó el vaso y el
agua gotea al suelo por el vestido de mamá, y él se metió la cuchara en el
zapato y ya sacó las flores del florero y las desparramó sobre la ensalada de
lechuga.
A papá se le agota la paciencia y los ojos
se le ponen fríos y lechosos, y a mamá los ojos se le hinchan y enrojecen. Oye,
que al fin y al cabo es tan hijo tuyo como mío. Y mamá, papá y el pequeño
pasan, al salir, junto al puesto de cerveza.
Papá aminora el paso, pero mamá le dice
que tomarse una cerveza ahora ni hablar, no, eso sí que ni hablar.
Y papá aborrece a ese niño que ya el
primer día se pone rojo como un cangrejo por efecto del sol, y oye a sus
espaldas el paso cansino de mamá, y sabe, sin voltear, que esos zapatos también
le aprietan, que la carne también se le desborda de ese par como de todos los
demás pares, que no hay en el mundo zapatos lo suficientemente anchos para sus
pies, para su dedo pequeño, siempre encorvado, escoriado y vendado.
Mamá tira con fuerza del pequeño hacia
ella y murmura una frase tan larga como el camino, que las camareras son todas
unas putas, gente de lo peor, pobres diablas que nunca llegan a nada en este
mundo. El pequeño rompe a llorar y se cuelga de ella y se deja caer al suelo, y
las huellas de los dedos de mamá en sus mejillas tienen un brillo aún más rojo
que el de la erisipela.
Mama no encuentra las llaves de la
habitación y vacía su bolso, y papá hace una mueca de asco al ver el monedero
pringoso, los billetes siempre arrugados, el peine viscoso, los pañuelos
eternamente humedecidos.
Por fin aparecen las llaves en el bolsillo
del saco de papá, y a mamá se le humedecen los ojos, y se agacha y rompe a
llorar.
Y la luz tiembla, y la puerta no cierra
bien, y el ascensor se para. Papá olvida al niño en el ascensor. Mamá martillea
la puerta de la habitación con ambas manos.
Luego viene la siestecita.
Papá suda y ronca, papá se echa boca
abajo, papá entierra la cara en la almohada y la mancha con saliva mientras
sueña. El pequeño jala su manta, agita los pies, frunce el entrecejo y recita
en sueños el poema de la ceremonia de clausura en el jardín de niños. Mamá yace
despierta e inmóvil entre las sábanas mal lavadas, bajo el cielo raso mal
blanqueado, tras los cristales mal lavados de las ventanas. Sobre la silla
reposan sus labores de punto.
Mamá teje un brazo. Mamá teje la espalda.
Mamá teje el cuello, mamá teje un ojal en el cuello.
Mamá escribe una postal: aquí se ve el
hotel donde estamos alojados. He marcado nuestra ventana con una crucecita. La
otra cruz, más abajo, sobre la arena, señala el sitio donde siempre tomamos el
sol.
Bajamos cada mañana muy temprano para ser
los primeros y que nadie nos quite el sitio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario