Miguelángel Díaz Monges
La relación con
Merceditas venía signada por el diablo. Sólo una vez en cosa de cinco años la
invité de viaje, a Acapulco. La quemó una medusa. Gritaba y lloraba incluso con
algo de horror. A mí me daba el Sol de lleno en la mollera lo que produce un
efecto muy grato en la vista de modo que todo parece más intenso, los contornos
se pronuncian, los brillos matizan los colores hasta afectar a las formas; todo
un poco, nada alucinado, sólo el poquito necesario para ser muy bello.
Merceditas no perdía elegancia y porte ni con esos aspavientos de ramera
lacerada. Yo veía la mancha azul en su delicioso muslo y pensaba en lo
perfectible que es toda belleza. Después de hacerla tenderse y cubrir con arena
caliente su muslo y la medusa; primero el muslo, luego la medusa a la que
contemplé un poco previendo que no tendría muchas ocasiones en la vida de
observar tan magnífico bicho, esperar a que el animalito se separara del otro,
cosa rápida, vino el untarle aceite de coco a ese muslo que nada había perdido
en el evento salvo un poco de su tersura natural. Mientras la untaba y la
cachondeaba sin efecto le comenté a Merceditas mi idea de que se vería aun más
hermosa recalada en aguamalas. Ella no tuvo nunca mi sensibilidad estética y lo
demostró entonces. Meses después yo insistía en que ese viaje fue un infierno
por culpa suya, ella opinaba que era culpa de mi egoísmo y mis comentarios
estúpidos. Ninguno culpó a la medusa. Ahora, que sé más que entonces, tengo
claro que el demonio nos llevó la desgracia a través de la belleza creada por
Dios, pero ahora no hay modo de proponerle a Merceditas esa explicación que no
deja de ser mediadora y que, terrenal como ella cree ser, habría rechazado.
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