Adrian Conan Doyle
Tenía doscientos años y
en los últimos tiempos había empezado a pesarle la edad. Padecía algún que otro
achaque, ¿saben?
En las islas
Salomón lo llamaban Shushu, probablemente por el ruido que hacía al
zambullirse, pues lo conocían muy bien de vista. Era imposible confundir aquel
muñón que en sus buenos tiempos había sido la fina aleta de la cola.
Bueno, si Dios
que creó las inmensas aguas estaba a punto de llamarlo a su seno, nada había de
humillante en que un cachalote se sometiera al único Ser más poderoso que él.
Además, ¿qué tenía que temer? En su corazón siempre había sido temeroso de Dios
a pesar de sus manifiestas inmoralidades.
Y era siempre
al llegar a este punto cuando se llenaba la boca de una buena cantidad de
plancton y la escupía otra vez. ¡Esas hembras! Conocía sus trucos, pues había
frecuentado bastante a esas bellezas allá abajo, en el pálido azul adonde
acudían los amantes; incluso les había dejado uno o dos cachorros a cada una
para que se acordaran de él.
Pero nunca
había sido la verdadera pasión, nunca. No existía ni una sola de ellas por la
que se hubiera cargado un banco de orcas o arriesgado entre las rojas algas de
los Sargazos.
Esa era la
única sombra que aparecía al mirar atrás hacia los largos años, y no arreglaba
mucho las cosas pensar que en alguna parte, quizá entre las grutas del coral,
quizá en las aguas heladas, en este momento, ella también podría estar nadando
y soplando y soñando acerca de su macho ideal. Pero si los achaques
representaban alguna cosa, era ya demasiado tarde para poner algún arreglo al
caso, de modo que se limitaba a salir a la superficie y tostarse un poco al
sol.
Aunque el mar
era como cristal, no dejaba de ser una suerte que él tuviera aquella honrosa
vegetación de algas y aquellas lapas en torno a sus brillantes y diminutos
ojos, de lo contrario podría haber sido seriamente molestado por la
irresponsabilidad de los peces voladores que persistían en posarse en su
cabeza. Recordaba los días en que esos peces mostraban mejor juicio en sus
piruetas y más respeto para los demás; incluso cuando alguna albacora intentaba
clavarles una dentellada en la cola.
Sí,
verdaderamente había visto bastantes cosas… en realidad todo cuanto había que
ver en los grandes mares, sin excluir aquéllos lejanísimos donde las tierras se
alzaban flotantes, altas, blancas y silenciosas, cruzando las aguas ocultas
bajo un sol de medianoche que pendía opacamente rojo en el cielo.
Aquel viaje
había constituido un error, pues fue allí donde perdió la mitad de su cola en
el ataque de una banda de orcas asesinas, y había sufrido serios inconvenientes
por parte de un narval, pero después de todo, la juventud tiene que aprender y,
en el mar, la experiencia se paga a un alto precio.
Bueno, lo
había visto todo, de manera que si Dios se preparaba a llamarlo, no tenía
importancia. Él era un tipo “ahí me las den todas”, y para demostrarlo iba a
pegar un saltito y de paso sacudirse algunos de esos pertinaces parásitos de
mar.
De manera que
Shushu pegó un saltito directamente fuera de las cálidas aguas del Pacífico y
directamente a sus profundidades otra vez ocasionando con ello un estruendo que
hizo dispararse a los albatros al aire en cinco millas a la redonda del lugar
de inmersión.
Y fue mientras
estaba sumergiéndose, sombra monstruosa en el diáfano azul, que vio… que la
vio.
Ella estaba
ascendiendo a la superficie para soplar, sobre eso no cabía duda, y jamás una
ballena hembra había surgido más graciosamente de las profundidades marinas. ¡Y
su color! Un gris perla. Él se aproximó ahora para verla más de cerca. ¡Qué
espalda, lisa como una roca! Su cola… apenas se atrevía a mirarla. Era todo
demasiado hermoso para ser cierto. Pero no pudo vencer el impulso de
contemplarla y así lo hizo. Ni siquiera un tiburón azul podía superar la
gracia, la ondulante gracia, de aquella cosa aleteante en forma de gorgonia.
Ella, la
coqueta, se movió ahora con más lentitud, y en el momento en que sus ojos se
encontraron Shushu comprendió que su búsqueda había terminado, que por fin el
Don Juan del Océano se había convertido en el amante de los llanos coralinos.
Había encontrado su sueño.
Se la llevó
con él abajo, no muy hondo, a su lugar favorito donde, sobre las arenas
plateadas, se cernía una luz violeta y los picos de coral formaban grutas y
llanos, todo reluciente con las nupciales joyas del mar. Y allí se unieron,
allí enlazaron sus corazones con una fuerza que sólo la muerte podría vencer,
con el amor que se forja a cien brazas de profundidad.
Los achaques
de Shushu habían huido al limbo de las cosas olvidadas. Una vez más, el
espíritu de su juventud, que había imaginado desaparecido para siempre, corría
tan alegremente en sus aletas que, a la menor provocación, él saltaba como un
arenque en la gozosa luz del sol, o surgiendo de las profundidades como una
oculta montaña proyectaba su chorro de agua entre una pareja de vacas marinas,
pacíficamente dormidas.
Luego vinieron
los días, los maravillosos días pasados vagabundeando en busca de calamares
durante millas y millas por las interminables llanuras de la profundidad media;
donde los únicos movimientos eran el paso de sus propias sombras reflejadas en
la arena azul y, ocasionalmente, un delgado remolino, semejante a una voluta de
humo que se levantaba del lecho del océano, en el lugar donde un pólipo huía en
vano ante el impulso de sus enormes mandíbulas.
Pero Shushu
tenía marcada preferencia por los llanos coralinos donde podía yacer a su
gusto, rascándose la barriga deliciosamente en las ramas astadas, mientras su
joven esposa quemaba su exceso de energía manteniéndose cabeza abajo, de forma
que los escaros pudieran liberarla cortésmente de todo parásito importuno, o
bien deslizándose entre las columnas y pináculos donde las algas, moviéndose
como plumas rosadas, parecían balancearse en armonía con su propia y graciosa
cola.
Pasaron los
meses.
Juntos
surcaron las aguas libres en pos de los bancos de bonitos y de caballas que se
dirigían al norte en una de esas emigraciones que son místicos latidos de la
naturaleza; luego, más allá de las islas Kapangamarangi, los bancos se
dispersaron con el monzón y en pocas horas el océano quedó tan vacío como el
desierto.
Las zonas
coralinas, esas abundantes despensas de peces, habían sido dejadas muy atrás,
al sur, en un potente nadar de muchos días. Abajo, mil brazas al fondo, los
picachos de lava emergían erizados de la negra, infinita profundidad. Un lugar
de terror, la sede del demonio, donde ninguna criatura viviente, excepto quizás
la ballena si tenía un corazón fuerte y valeroso, podía abrigar la esperanza de
entrar y regresar.
Antes de
emprender la larga travesía tenían que contar con alimentos, pero, ¿cómo
obtenerlos? Ella estaba grávida, lo que había motivado el que ambos siguieran a
los espesos bancos de fácil presa; mas ahora, en los desolados eriales donde
los peces eran escasos y veloces, había que ser muy ágil o morir de hambre.
Allá abajo, en las cavernas de los picachos sumergidos, era aún posible
encontrar comida, pero, como comprendía instintivamente, en la condición en que
ella se encontraba no podría resistir ni la profundidad ni la terrible lucha
que sin duda los esperaba.
Al seguir la
emigración, Shushu había cometido su segundo error en doscientos años, y ese
era uno más en el acuerdo de hidalgos que existe entre Dios y las ballenas.
De modo que él
la miró con sus brillantes ojillos y frotó un poco el hocico contra ella para
hacerla comprender; luego, limpiándose los pulmones con un último soplido, se
hundió en la profundidad para procurarle la comida que les permitiría emprender
el viaje de regreso a las grutas de coral.
Abajo y abajo.
Verticalmente abajo.
La luz había
huido del agua: el verde del azul, el azul del morado, el morado del gris
oscuro.
Abajo.
Ahora todo era
negrura y, bajo su espesa capa de músculos y esperma, la sangre de Shushu
circulaba fríamente, con un helor más mortal todavía que el que había
experimentado en las aguas árticas.
Y aún siguió
bajando.
Penachos y
burbujas de luz, vívidas como llamitas verdes, veteaban la oscuridad por todos
lados, pero no les prestó atención, alerta a una presa más importante que
requería todo su vigor, toda su fuerza para dominarla, si es que había de
alcanzar la superficie otra vez.
Encontró ante
él con una oscuridad más cerrada, sus aletas tocaron roca y Shushu se deslizó
entre las gargantas de los picos de lava. Aquí vivía el terror, la cosa que él
buscaba.
Nada se movía.
Los desvaídos pináculos, los salidizos bordes de los precipicios, hundiéndose
en el fondo del mundo, apareciendo en torno a él en toda su tremenda quietud.
Su sangre pareció cesar de latir como convertida en hielo y la presión de las
aguas secretas pesó sobre él con el silencio de la muerte.
Y entonces,
del interior de una caverna se proyectó un largo brazo blanco.
Este brazo le
rodeó el cuerpo y, en seguida, otro y otro y otro, cada uno de ellos del grosor
de un barril. Se retorcían en torno a sus aletas, se agarraban a su dorso,
laceraban su cabeza con gigantescas ventosas que se hundían en su carne como
las garras de un tigre. Perforando la oscuridad, dos ojos luminosos, fríos como
la luz lunar, flotaban furtivamente hacia él, mientras yarda a yarda surgía de
lo profundo de la caverna un cuerpo monstruoso, largo y enorme como el suyo,
pero de una palidez reluciente y viscosa que se destacaba contra la negrura del
abismo.
Poniendo en
juego toda su fuerza, el cachalote giró sobre sí mismo en la zarpa de los
gigantescos tentáculos, proyectándose hacia atrás con las aletas, y los dos
titanes de las profundidades flotaron sobre el precipicio submarino unidos en
un tremendo abrazo.
El cuerpo de
la sepia gigante cubrió la cabeza de Shushu. El córneo pico desgarraba y hendía
la carne hasta que las aguas en torno fueron oscurecidas más aún por una nube
de sangre, a la vez que las garras de los enormes discos adheridos a su cuerpo
hurgaban ávidamente en sus venas.
De una sola
dentellada partió uno de los tentáculos y entonces, arremetiendo hacia delante,
mordió repetidamente la masa gelatinosa que lo envolvía. Demasiado tarde, la
negra niebla expedida por la sepia veló aquellos horribles ojos, en tanto que
el monstruo intentaba regresar a su guarida. Pero Shushu no soltaba su presa,
girando y retorciéndose como cogido en un remolino hasta que, poco a poco, la
espuma de los últimos estertores de la muerte se fundió en el abismo. Había
hundido los dientes en el cerebro del monstruo.
No había
tiempo que perder. Un primitivo instinto le decía que el aire de sus pulmones
se hallaba tan peligrosamente próximo a agotarse, que tenía que comenzar el
ascenso de inmediato, si es que sus ojos habían de contemplar otra vez el mundo
de la superficie. Arrancando un pedazo, quizás de unas tres toneladas, del
cuerpo gigantesco de la sepia, Shushu se disparó hacia arriba llevándolo entre
sus poderosas mandíbulas.
El negro se
transformaba en gris, el gris en morado, el morado en azul índigo y ahora, por
fin, aparecía el brillante verde esmeralda de los últimos cien pies. El
desesperado batir de sus aletas sacudía y agitaba su cuerpo, sus pulmones
estaban a punto de estallar; pero nunca, ni por un momento, soltaron sus
dientes la carga que tiraba de él hacia abajo: la comida que él ganara para
ella.
Y entonces, a
pesar de su propia angustia, olió aquello. Sangre. ¡Había sangre en las aguas
de la superficie!
Entre un
estrépito de aguas divididas, rompió la piel del mar y flotó allí, inerte,
mientras el aire que le quedaba en los pulmones salía del orificio en silbante
chorro de vapor.
Lentamente se
dio vuelta, lentamente sus ojos escudriñaron el mar y luego, en un instante, el
amante de los llanos coralinos se convirtió en la más terrible de todas las
criaturas de Dios: un cachalote enloquecido.
Olvidadas las
toneladas de sepia que ahora se hundían irremediablemente; olvidado su
agotamiento, inadvertida la forma que reptaba sobre las aguas a sus espaldas,
sólo vio que ella lo necesitaba, y aun cuando se lanzó al ataque, comprendió
que había llegado tarde.
Ella estaba
muriéndose. En un mar batido hasta la espuma se retorcía aquel hermoso cuerpo
gris perla acribillado de heridas abiertas, a la vez que por encima de las
agitadas aguas saltaba una delgada forma negra, la cual, arqueándose en el
aire, daba al caer un tremendo latigazo de su cola, curvada como una guadaña,
sobre el dorso de la moribunda. La vio hundirse. De la profundidad surgió un
centelleante rayo de luz bruñida que clavó su espada en el vientre de ella.
Todavía se dio vuelta y las aletas se abatieron, indefensas, en tanto el
tiburón saltó de nuevo al aire para golpearla con su temible cola, obligándola
a hundirse otra vez y quedar a merced del pez espada que la acechaba abajo.
El tiburón,
toda gracia y maldad contra el cielo azul del Pacífico, saltó una vez más al
aire, y en la superficie del mar un par de abiertas mandíbulas salieron a su
encuentro. Se oyó un ruido como el de una verja de hierro al cerrarse y las dos
mitades del tiburón, echando chorros de sangre, separaron violentamente veinte
yardas de agua. Shushu giró en torno precipitándose de cabeza al lugar donde el
pez espada, el más veloz de los nadadores, iniciaba la vuelta para huir.
Levantando un remolino de espuma embistió el cachalote, pero el otro fue más
rápido, aunque no lo bastante; pues si bien Shushu no consiguió apresar ese
cuerpo escurridizo, sus dientes le atravesaron la cola. Proyectado por su
propio impulso, el pez espada se lanzó hacia las profundidades, mientras que,
igual que los lobos tras de un ciervo sangrante, una, dos, tres formas se
precipitaron a seguir el rastro. Los alacrines se darían un banquete en el
punto donde el morado se une al azul.
Entonces
Shushu regresó a donde ella yacía en paz, la acarició un poco con el hocico y
se quedó flotando a su lado según ella se hundía más y más en el agua, hasta
que unas olitas cubrieron el gracioso dorso con su encaje de plata. Shushu
permanecía muy quieto, pues los cachalotes cuyos corazones han sobrevivido los
doscientos años, sufren mucho de achaques.
Por detrás,
furtivo como una sombra, avanzaba el ballenero.
–La hembra se hundió
–gruñó el piloto, señalando a proa– y el macho, a juzgar por lo quieto que se
ha quedado, debe estar malherido. Dispárenle el arpón antes de que él también
se hunda.
El viejo
arponero se limpió el sudor de los ojos.
–Está mal –murmuró–.
Después de lo que hemos presenciado es una porquería quitarle la vida.
–¡Qué va a
estar mal, estúpido! Míralo y calcula su peso en aceite, grasas e incluso
marfil. ¿Es que los dólares están mal alguna vez? Prepárense a disparar.
–A la orden –gruñó
el viejo, inclinándose sobre el punto de mira–. Pero, maldita sea, voy a
hacerlo limpiamente. Por su noble corazón.
Y apretó el
gatillo.
–¡Blanco,
blanco! –gritó el piloto–. ¡Botes al agua! ¿Qué pasa? Imposible. La cuerda…
¡rota! ¡Así arda en el infierno la mano que la trenzó!
–No –dijo el
arponero–, pues fue la mano de Dios quien la rompió. Pero yo lo maté
limpiamente. ¡Se hunde! ¡Mire, se hunde! Bueno, ya no lo veremos más. Adiós,
viejo guerrero. Yace en paz con tu compañera en el fondo del mar.
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