martes, 24 de septiembre de 2024

Alguien mora en el viento

Hugo Correa

 

What is that noise?
The wind under the door.
What is that noise now? What is the wind doing?
The Waste Land

 

–Bob.

Suspiros de alivio, casi imperceptibles, contenidos largo rato, interrumpieron el silencio. Nadie se movió. Bajo los trajes espaciales los músculos se relajaron.

El aludido –veinticinco años– abrió la boca para decir algo. Se arrepintió. Esbozó luego una sonrisa. Dos hombres le echaron una rápida ojeada. Los rostros de los demás, impasibles.

–El segundo.

El comandante extendió el papel con rapidez. Concluía el descanso. La atmósfera de la cámara se puso rígida. Bob, la cabeza inclinada, daba una impresión de cansancio.

–Igor.

La voz sonó tranquila. Treinta años. Macizo, de rasgos duros, con una expresión obstinada en la boca. Tragó saliva.

–¡Yo!

Hizo un gesto de furia, y miró a Bob, que pareció no verle. Lanzó en seguida una mirada circular a sus compañeros.

–Lo siento. El tercero.

Igor salió de la fila, y se aproximó a una ventanilla. La ira distorsionaba su cara.

–Pedro.

–¡Tenía que ser yo! –exclamó el interpelado, con una sonrisa en su amplio rostro–. ¡Qué le vamos a hacer! Tarde o temprano…

Se encogió de hombros, y palmoteo las espaldas de Bob. Sereno, sus treinta y siete años no le habían dejado huellas.

–¡Vamos, viejo! No hay tiempo que perder.

–¡Adiós, muchachos! –dijo el comandante–. Es de esperar que su sacrificio no sea inútil. De lo contrario no tardaremos en encontrarnos en el otro mundo.

–Todavía es tiempo que cambiemos puesto, comandante –comentó Pedro riendo, al dirigirse a la cámara neumática.

Sonrió el comandante. Igor le lanzó una rencorosa mirada.

–Es usted un hombre de suerte, comandante –farfulló con los dientes apretados.

–Está en un error, Igor –replicó el comandante, inmutable–. El reglamento es el reglamento.

–Lamento que elija esta hora para hacerme una observación así.

Pareció que Igor iba a agregar algo. Los otros no le despegaban los ojos de encima temiendo una imprevista reacción. Volvió a hacer un gesto de furia, ya no con tanto énfasis. Entró en la cámara donde se encontraban Pedro y Bob.

–Comandante –dijo Pedro desde el umbral–, vaya a mi casa, y dele un pellizco a mi chiquillo en mi nombre. ¡Debe de estar hecho una pelota!

–Así lo haré, Pedro. –Y agregó con voz firme–: Tienen dos minutos para la operación.

Cerróse la puerta tras los hombres. Se encendió una luz. El barómetro indicó que la presión disminuía rápidamente. Nadie cambió de posición. En el reloj desfilaban los segundos: ochenta y siete, ochenta y nueve, noventa. Se densificó el silencio cuando llegó a ciento dieciocho. A los ciento diecinueve uno de los hombres emitió un ruido gutural. Ciento veinte.

–¡A sus puestos! –tronó el comandante.

Afuera, en el vacío punteado de estrellas, tres objetos se separaban lentamente del cohete. Tres hombres encerrados en sendas cápsulas salvavidas. Doscientos veintisiete kilos de peso que permitirían a la astronave escapar de una segura destrucción.

Abajo, interponiendo su mole a la luz del sol, el planeta. Un gigantesco cerebro cuyas circunvoluciones se retuercen con blanquecinos destellos y se negrean, a veces, en embudos. Un manto de nubes martirizado por huracanes de mil kilómetros por hora ocultan su faz. ¿Qué había debajo? Nadie lo sabía. Desde el principio el viento se enseñoreaba allí. El astro ofrecía siempre una misma cara al sol, acarreando así un perpetuo desequilibrio de presiones. Tres expediciones fueron engullidas por su furor; jamás se volvió a saber de ellas. Desde la última los hombres abandonaron sus intenciones de explorarlo.

–¡Miren!

La astronave escupió largos chorros de fuego; se detuvo en el vacío. Luego empezó a alejarse de los náufragos, ascendiendo con poderoso ímpetu.

–¡Que revienten!

–¡No digas eso, Igor! ¡Vuela, vuela! Son buenos muchachos…

–¿Y qué? ¡Eres un imbécil, Pedro! Siempre lo fuiste. El hombre de los desenlaces felices. De la vida de clisé. ¡Cuéntate ahora una de tus aventuras! Ésos se van. Llegarán a la Tierra frescos y sonrientes.

–¿Y nosotros…?

–¡Cállate, Igor! No le hagas caso, Pedro. Está ofuscado.

–No te preocupes por mí, Bob. Lo comprendo.

–¡Tres ataúdes! El reglamento es el reglamento. ¡Yo, que pude tener tantas cosas! ¿Por qué no nos mataron mejor?

–Todavía es tiempo de que lo hagas, Igor. Nadie te lo impide. ¿Verdad?

–¡No, Bob! ¡No digas esas cosas ni por broma! Podría ocurrir un milagro. ¡Quizá podamos aterrizar!

–¡Idiota! ¡Aterrizar! En el infierno, sí. ¡Ahí vamos a aterrizar! El diablo nos está esperando con su tridente vuelto para arriba.

–¡Si sigues así me veré obligado a cortarte la comunicación, Igor! Te aconsejo hacer lo mismo, Pedro.

El planeta se aproximaba. Arriba, lejos, confundido con las constelaciones, un punto flameante achicábase veloz. Pedro pensó que el cohete se había salvado.

“Son buenos. Habría sido triste que nuestro sacrificio no hubiese servido de nada. ¿Por qué habré tenido que sacar uno de los votos? No volveré a ver a mi gordo. Pero llegará a ser un hombre. ¡Pensar que pude retirarme antes de este viaje y no lo hice! Elena se las sabrá arreglar para sacar la casa adelante. Es empeñosa y tiene buena salud”.

Las veloces nubes a menos de diez mil metros. Pedro se estremeció. Los otros enmudecidos, encerrados en las estrechas cápsulas, contemplaban los torbellinos. Franjas oscuras y luminosas recorrían el planeta. Ríos que se entrecruzan en silencio.

“¡Malditos! El comandante me envidiaba. ¡Gozó cuando leyó mi voto! Se hizo el serio. ¡Canalla! Sabía que abandonaría ese sucio cohete para ocupar un alto puesto en la fábrica. ¡Tantas cosas que habría podido hacer! Mejorar los motores atómicos. ¡La fortuna y la fama! En cambio él está condenado a morir como un oscuro astrogador, en líneas de tercer orden. ¡Yo habría llegado donde hubiese querido! ¡Todo destruido! ¡Qué injusto, qué injusto! Habría ganado millones. El mundo habría progresado con mis trabajos. ¡Pero el reglamento…!”.

Y gritó:

–¡El reglamento! ¡El reglamento!

–¿Qué pasa, Igor? ¿Todavía no te conformas?

El otro no replicó.

“Está loco. Y con razón. Tenía un brillante porvenir. Como el mío. ¡Pensar que estaba a punto de ascender a comandante! Me habría tocado dirigir un cohete a Marte, en la mejor línea. Un sueldo fabuloso. Y ahora…”.

–¿Qué hay de tu título, Bob? ¡Comandante Bob! ¡Ja! ¡Ja! Un uniforme azul con la estrella de mando en oro. ¡Buen mozo te habrías visto!

–¡Tú pierdes más que yo, Igor!

–¡Te morías por ser comandante, Bob! ¡Te morías! Y ahora te vas a morir de verdad, sin serlo. ¡Apréndele a Pedro! Siempre conforme. ¡Él no aspiraba a nada! ¿Te importa algo esto, Pedro? ¿Por tu mujercita y tu chiquillo, no más? ¡El hombre bueno, sin ambiciones! A ver si tu bondad te sirve de algo ahí abajo. ¡Yo habría cambiado el mundo! ¡Habría sido un Ford, un Fitzpatrick! Algo habrías hecho tú también, Bob. Una brillante carrera de astrogador, por lo menos. ¡Pero, Pedro…!

“¡Qué miseria! Salir con ésas ahora. ¿Qué culpa tengo? Tal vez merecía mejor suerte. Él y Bob eran los que prometían más entre nosotros. Y les tocó. Pero pierdo a mi chiquillo y a mi mujer. ¡Mi gordo será alguien! No como su padre, que siempre fue poco inteligente. No tiene dos años y está aprendiendo a hablar. No debí meterme en esta profesión. Por querer mejor sueldo… ¡Siempre la ambición!”.

Con gran trabajo sacó de su pecho una fotografía. La miró con ternura. Su hijo y su mujer. ¡Qué rollizo era! Daba gusto mirarle sus muslos cortos y llenos de pliegues. Miró abajo: la muerte ya cercana. Cerró los ojos y guardó la foto. A unos cien metros a su izquierda, la cápsula de Bob inmóvil en el vacío. A su derecha, el quieto salvavidas que llevaba a Igor. Sobre su cúpula una estrella ascendía lentamente.

–¡Es hora de disparar los cohetes! –gritó Bob.

–¿Para qué? ¿Qué ganamos?

–¡No sé qué ganaremos! Me limito a aconsejar, Igor. Podremos llegar a las nubes con velocidad cero. ¿Listos? Empiezo a contar.

Los otros obedecieron automáticamente.

“¡Sin conciencia ni misericordia! Las fuerzas naturales desatadas. El viento me arrastrará por la atmósfera. Me estrellará. Me hará pedazos. ¡Qué horror! ¡Maricas! ¡Cómo los odio!”.

–¡Fue preciso, Bob! –exclamó Pedro–. Velocidad cero. Estamos a menos de mil metros.

–¡Cállate! ¡Que estemos a cien, a cincuenta! ¡Miren eso! Una tormenta de alquitrán. Observen la velocidad de las nubes. Y miren más allá. ¿Ven ese embudo? Ahí las corrientes luminosas se encuentran con las oscuras y forman una vorágine.

–¡Encomiéndate a Dios, Igor! Es lo mejor que puedes hacer.

–¿Para qué? Dios nos dejó hace rato. ¡Se fue con el cohete! ¡Es el diablo el que nos espera, buen Pedro!

Pedro no alcanzó a contestar. Bruscamente su salvavidas se inclinó. Ya no caía a plomo: comenzaba a seguir una larga diagonal. Las ráfagas más altas lo habían cogido.

–¡Ya estamos en el baile! A ver quién dura más. ¡Cómo gozará el comandante pensando en nuestro destino!

–¡Eh! ¡Reserven combustible para más adelante! ¡No corten los transmisores! Tal vez…

–¡Vamos al infierno, Bob! ¿Todavía no te convences? ¡Todo el planeta es igual! Un solo torbellino.

Los vientos dan la vuelta al mundo.

La inclinación de su cápsula permitió a Pedro ver una manga de nubes negras que se deslizaban a gran velocidad. Hacia ellas dirigíanse los náufragos. Un río en plena crecida, turbio y arremolinado.

Como los desbordes del Claro en su tierra natal, cuando las lluvias hinchaban el torrente, hasta transformarlo en una avalancha oscura, que rugía ensordecedora. Ahora, mediante los audífonos, empezó a oír el ulular de la ventisca. Un bramido de monstruos enloquecidos que se extendía por todos los ámbitos, acompañado de silbidos y lejanos truenos.

–¿Oyen eso? –Era Igor, trémulo–. ¡Es el infierno! Mi cápsula está tocando las nubes…

–¡Dios Santo! ¡Igor!

–¡Me hundo!

Pedro cortó el transmisor. Entonces también fue cogido por el soplo. Su cápsula empezó a girar.

Gritos poblaron su cerebro. Era Bob que caía en las proximidades. Siguió el frenético rotar hasta que empezó a marearse. En medio de la algarabía notó que era engullido por un luminoso remolino.

Paralelamente su conciencia fue oscureciéndose.

La noche daba vueltas a su derredor.

Abrió los ojos. La cápsula inmóvil. Una luminosidad invadía el recinto. Pestañeó. La cabeza aún abombada. Pegó la vista al cristal de observación.

Se restregó los ojos repetidas veces. No cabía duda: su cápsula a medias hundida en una masa verde, de características vegetales. Multitud de filamentos inclinados hacia atrás acometidos de una curiosa vibración. El cielo se presentó como una bóveda blanquecina poblada de figuras que se agitaban. Como contemplar un paisaje submarino. Y todos los objetos realizaban sus movimientos en un mismo sentido. Cuerpos similares a estrellas rotaban veloces: sus puntas no se distinguían. Figuras alargadas, tubulares, de diáfanos colores rosa, azul y gualda. Todas se retorcían delicadamente.

¡También él se movía! Su cápsula se balanceaba levemente. Encendió la radio.

–¡Auxilioooo! Estoy cerca de la superficie. ¡Es lisa como una plancha de mármol! ¡Voy cayendo…!

Silencio. El rugir del viento. Pedro escuchó los latidos de su corazón. Igor había muerto. Se quedó inmóvil, escuchando. Nada. Pasaron varios segundos antes de que se recuperara. Volvió a mirar: todo calmo y sereno. El bramido del huracán despertaba un eco interminable. ¿Cómo explicar aquella luz y ese sinfín de cosas danzantes? De pronto comprendió. Se hallaba en el centro de una corriente aérea.

La revelación lo dejó ensimismado. Su salvavidas fue a caer sobre un vegetal que volaba arrastrado por la ventisca, junto a otras grandes masas semejantes que seguían su misma dirección. El tamaño de aquellos islotes era suficiente como para sostener una astronave. Todo cuanto le rodeaba no era sino la atmósfera del planeta que arrastraba en sus entrañas una fauna vegetal y tal vez animal, liviana y sutil, como los gelatinosos cuerpos marinos. Y la luz provenía sin duda de algún microorganismo fosforescente. ¿A qué altura? Confrontó sus instrumentos. Altitud constante. Descendía a veces algunos centenares de metros, y luego se elevaba, llegando a superar los veinte kilómetros. A lo lejos un muro de tinieblas limitaba la visual.

Suspiró. No corría peligro por ahora. Llevando la mano al pecho oprimió la fotografía. Agradeció a la Providencia. ¿Qué sería de Bob? También debió perecer junto al infortunado Igor. ¡Pobres! Claro que él tampoco podía felicitarse demasiado. El agua y los víveres le alcanzaban para diez días. La atmósfera del planeta, con un porcentaje de oxígeno superior al de la Tierra, era respirable, aunque sería necesario filtrarla.

Notó de pronto que el nivel exterior subía. No terminaba de sopesar este descubrimiento cuando la masa vegetal llegó a la altura de la ventanilla de observación. Se estremeció. El salvavidas se hundía.

La nube no era tan sólida como para soportar su peso. ¿O lo estaba absorbiendo un organismo? De súbito la vertiginosa visión desapareció. Le rodearon las tinieblas: el salvavidas resbalaba hacia abajo.

Luego de descender un trecho interminable se detuvo. Trémulo, encendió la luz. Aguardó. Pensaba que bastaría una exhalación suya para que el salvavidas continuase su trayectoria. Por último cambió de posición. Nada ocurrió. El fragor del ciclón llegaba a sus oídos como algo lejano y apagado. Podía suceder que se hallase a pocos metros de la cara inferior de la nube: de seguir deslizándose quizá fuese a dar de nuevo al huracán. Trató de penetrar las tinieblas. La ventanilla pegada a una sustancia compacta. Hizo girar la cúpula: a los sesenta grados la visual se prolongó hasta una distancia indefinida. A su izquierda el muro empezaba al lado mismo del cristal.

“Gordo: estos son los momentos en que hay que proceder”.

Revisó el laboratorio automático: aire puro, sin los residuos de afuera. Quitó los seguros a la portezuela, y la empujó. Se estremeció el salvavidas. Pasado un segundo de inmovilidad volvió a la faena. La luz formaba en el suelo un largo rectángulo, revelando un piso lleno de protuberancias.

Alargó un pie. La pesada bota se hundió en un suelo elástico, consistente y parejo.

Hallábase en el interior de una galería de gruesas paredes: el viento se oía apagado. Dio algunos pasos para tantear el terreno. Luego con su linterna inspeccionó el salvavidas. El tubo de acero con su tobera incrustada en el piso, se apoyaba en el muro del fondo donde concluía el pasaje. A sus espaldas el conducto se curvaba. Descendía en suave pendiente, internándose en el interior del macizo.

Cilíndrico y de un diámetro estimable en dos metros. La cúpula del salvavidas tocaba el techo. Sobre ella se abría el agujero por donde el pesado artefacto llegara allí luego de resbalar por lo menos un centenar de metros.

“Bien. En muchas cosas me ha ido mal a lo largo de mi vida. Pero ahora no puedo quejarme”.

Verificó la presión del aire, y procedió a quitarse la escafandra. Aspiró la atmósfera tibia, perfumada, que llenaba el recinto. Se sintió rejuvenecido. Se despojó también del pesado traje espacial, quedándose sólo con el buzo y las alpargatas plásticas. Hizo una flexión; luego se sentó y apoyó sus omóplatos en la confortable pared. A sus oídos, sobre el lejano rugido del viento, parecían llegar los ecos de una suave melodía. Recordó a su mujer y su hijo, la casa que con tanto sacrificio construyera. Elena en la Tierra estaría a esas horas disponiéndose a dormir. Era invierno en su pueblo.

De seguro llovía y en la chimenea crepitaban los troncos de eucaliptus. Su gordo ya debía estar acostado, con sus mejillas rojas y frescas.

“Bueno: haremos una exploración. Veamos dónde va a dar ese túnel”.

El macizo se balanceaba con suavidad. Un barco bogando en mar tranquilo. El piso permitía avanzar con rapidez, hundiéndose como una gruesa alfombra sin que quedasen huellas en él. Las paredes suaves al tacto, con delicadas protuberancias, despedían un perfume difícil de definir. Hongos de variadas formas crecían en las orillas del pasaje delineando una curiosa avenida. Ni una brisa. Una agradable temperatura reinaba en el lugar. El camino describía periódicas curvas. Galerías de variados diámetros desembocaban en él: enfilaba siempre por la más amplia. Así caminó unos quinientos metros.

Cada vez más lejano el rugido de las ráfagas. De ese simple hecho podía colegirse el espesor de aquella verdadera esponja que volaba impulsada por el ciclón. La multitud de conductos llenos de aire la transformaban en un aeróstato natural.

De súbito, al describir una curva, apareció una luz. El hombre se detuvo en seco. La naturaleza de aquélla era peculiar, como si no fuese el resultado de una fosforescencia. Escuchó: una antigua melodía surgía de un lugar bastante próximo. Luego de unos instantes de vacilación avanzó. Aumentó la luz. Por mera precaución llevó la mano a la pistola. Terminaba el pasaje desembocando en una cavidad de gigantescas proporciones. Una verdadera gruta abierta en el corazón del macizo. De su techo, a gran altura, pendía un globo que iluminaba nítidamente el lugar. Y dicho artefacto –un sol artificial– era de origen terrestre.

Debajo del foco, una laguna bordeada de plantas pálidas confería al lugar singular belleza. En las vecindades del agua una tienda neumática, de color blanco y antiguo diseño. De allí provenía la música. Más atrás dos casamatas pálidas completaban el campamento.

Excitado, reanudó su camino. El suelo recubierto de una capa de tierra, donde crecían hongos y otras plantas desconocidas, de etéreos colores, descendía hasta llegar a la laguna. Tomó un caminillo que remataba en la tienda. ¿Quién habitaría allí? Recordó las expediciones anteriores. En la Tierra se supuso que nadie había escapado con vida. Pero su propia experiencia demostraba esa posibilidad. Ya veía surgir un hombre barbudo y desgreñado de la carpa. Sólo la música arrancaba ecos en el recinto.

La puerta se abrió cuando estaba a menos de veinte metros. Apareció en el umbral una muchacha alta, vestida con falda y blusa pasadas de moda. En extremo joven. Su rostro irradiaba frescura, y una cierta inmaterialidad.

–Ha demorado usted –le dijo sonriente.

Pedro detenido, la boca y los ojos abiertos.

–¿Cómo…?

Rio, lo que iluminó aún más su semblante. El pelo rubio caía sobre su frente. Una expresión traviesa jugueteaba en sus vivaces ojos oscuros.

–¿Que cómo sé que venía? –Avanzó–. Intuición femenina. ¡Como usted quiera llamarla! Pero pase.

Le estaba esperando a comer.

Le cogió de una mano y le condujo a la tienda. Una sala de estar amueblada con implementos de campaña. Sillas, mesa y un diván. En el rincón de la izquierda una cocina con ollas que despedían un cálido y apetitoso aroma. También una cafetera.

–Tome asiento. ¿Tiene hambre?

–No sé. ¡Dígame quién es usted!

–Laura –extrajo platos y cubiertos de una alacena, y puso la mesa como una experta ama de casa–. En la primera expedición vino una mujer.

–¿Usted?

Volvió a reír, mostrando unos dientes blancos.

–No, no. Soy hija de esa mujer.

–¿Y los demás? ¿Sus padres?

–Murieron –destapó una olla y le echó una rápida mirada a su contenido. Pareció satisfecha–. Hace años que vivo sola aquí.

–¿Me quiere decir que es la única persona que habita este lugar?

–Así es –sirvió dos platos de sopa, y luego de alcanzarle uno, tomó asiento frente al suyo–. Sírvase antes de que se le enfríe.

Como estar en casa. Sólo los pausados balanceos le recordaban su situación.

Mientras comían Laura le contó su historia. Hablaba con tranquilidad, como si se refiriera a hechos naturales y comunes. Tres hombres y la doctora Solar, única mujer de la expedición, fueron depositados por el viento en una nube, luego que abandonaron el cohete. Descubrieron la especial conformación del islote, y se instalaron en su cámara central. Rescataron varios objetos, restos de la catástrofe, que el huracán fue a dejar allí: una pila atómica portátil, el sol artificial, tiendas, comestibles y medicamentos. La vida de los náufragos empezó a desenvolverse normalmente. A pesar de que disponían de radio les fue imposible comunicarse con el exterior debido a extrañas interferencias. Tuvieron que amoldarse a la idea de que no podrían salir de allí. La turbulenta atmósfera constituía un escollo imposible de vencer para la ciencia humana. En lo cual no se habían equivocado, pensó Pedro al rememorar las posteriores tentativas para explorar el planeta. Pero sobraba el agua, el buen aire, y las plantas comestibles que asegurarían su subsistencia. Sin ser halagüeño su porvenir, los náufragos podían contar con la seguridad, al menos, de no perecer por inanición. Pero había una mujer.

Al decir esto Laura desvió la mirada hacia la cocina. No la embargaba ninguna emoción especial.

Pedro pensaba, a ratos, que estaba protagonizando un sueño absurdo.

Donde quiera que estén los hombres, siempre serán hombres, prosiguió la muchacha. La doctora, fríamente, decidió complacerlos a los tres, a fin de evitar rivalidades. Fue un error. Uno de ellos se enamoró de la doctora. Desesperado por su inconmovible actitud se suicidó. Laura no aparentaba agitación por su relato. Como quien narra el argumento de una película acabada de presenciar.

Los otros dos hombres envejecieron rápida e inexplicablemente.

–¿Envejecieron? –Pedro experimentó un escalofrío.

–Sí: al cabo de pocas semanas estaban convertidos en unos ancianos. Y murieron.

–¿Cómo? ¿Por qué?

Se encogió de hombros. Se levantó, y procedió a servir el segundo plato.

–De viejos.

A lo lejos el bronco fragor.

–Tal vez una enfermedad desconocida. Pero todos sus síntomas, según mi madre, eran los de la vejez. Y ella también envejecía, aunque no tan de prisa. Esperaba un hijo.

Colocó los dos platos ya servidos.

–Mi madre me dio a luz sin ayuda de nadie. Todo resultó bien. Pero ella siguió envejeciendo, y cuando cumplí diez años, falleció. Hasta sus últimos momentos tuvo la esperanza de que llegarían a rescatarla. Era muy hermosa. La trastornó su prematura vejez. ¡Odiaba este planeta!

–¿Y usted?

–Me gusta. No conozco otra cosa. Y con lo que sé de la Tierra creo que no estoy tan mal. ¿Cómo encuentra este guiso?

–Muy bueno. Exquisito en realidad.

–Se hace de unas plantas que abundan aquí. Muy nutritivo –y añadió–: quizá usted piensa que debería tener otras aspiraciones. Volver a la Tierra, o al menos intentarlo, casarme, tener hijos. Pero no me preocupan esas cosas.

–¿Qué edad tiene?

–Tengo entendido que esa pregunta no se le hace a las mujeres, ¿no?

El hombre enrojeció.

–¡No tiene importancia! –exclamó ella riendo al ver su turbación–. Veinte.

–Representa quince.

–Eso debe de ser una galantería. A mi madre le gustaba que le dijese que representaba menos edad de la que tenía. ¡Pobre! Fue muy desgraciada.

Le miró largamente. Pedro se sintió embargado por una inefable ternura. Por último la muchacha frunció el ceño, tamborileó con sus largos dedos sobre la mesa, y sonrió.

–Me gusta usted. Nunca había visto un hombre. Pensé que sería algo inquietante, que me llenaría de turbación. En cambio al tenerlo cerca siento paz y tranquilidad. Hábleme de usted.

Le explicó que el cohete había sido desviado de su trayectoria por un meteorito. Cayó bajo el campo de gravedad del planeta. Andaban escasos de combustible. Ante el inminente peligro de caer en aquel mundo tuvieron que desprenderse de toda la carga. No fue suficiente. Necesitaban alivianarse de doscientos kilos más. Se aplicó el reglamento. Le tocó a él, y a otros dos.

–Uno murió, ¿no?

–¿Uno? ¡Los dos, que yo sepa!

–No –replicó ella con un curioso acento–. Hay otro que se ha salvado.

–¿Bob? ¿Dónde está?

–No sé. Se encuentra lejos y en peligro.

–¿Cómo lo sabe?

–He nacido en este mundo. A pesar de su aspecto caótico hay un orden: como en toda obra de la naturaleza. Y es posible que mi intuición se haya agudizado. Determinados sucesos los sé de antemano. Penetran en mi mente en forma de súbitas ideas.

–¿Y Bob? ¿Podemos hacer algo por él?

–Nada. Si quieren salvarlo llegará aquí tarde o temprano. De lo contrario…

Terminó la frase con un elocuente gesto.

–¿Qué es eso de “si quieren salvarlo”? ¿Quiénes?

–Bueno –vaciló unos instantes–. Las cosas no ocurren porque sí, ¿verdad? A pesar de que no tengo pruebas concretas sé que aquí existen ciertos seres dotados de inteligencia. ¿Dónde están? No lo sé.

Tampoco se dejan ver, pero su presencia se nota en muchos hechos sin explicación, como mis corazonadas, por ejemplo. Mi madre y los hombres también creyeron descubrir lo mismo. He vivido veinte años en este mundo y no he conseguido averiguar nada más.

Pedro miró a su derredor inquieto.

–No tema. En todos los mundos, según he leído, donde hay vida, es posible que la evolución dé origen a la inteligencia. ¿Por qué no aquí?

–Usted los habría visto, pues tendrían que habitar en lugares como éstos.

–Quizá aquí, al revés de la Tierra, los seres más evolucionados sean incorpóreos, debido a las especiales características del ambiente.

–Lo más grande y sólido que se encuentra en las corrientes blancas son estas nubes –prosiguió Laura–, que han tenido su origen en colonias de protozoarios como los corales de la Tierra. Todo lo demás es liviano, casi etéreo, y sumamente frágil. Hay una sola cosa cierta: aquí los vientos son los amos y señores de la creación.

Lejos, el silbido de las ráfagas. Pedro sintió un estremecimiento. Laura recogió los platos y los introdujo en la lavadora.

–Dos fuerzas luchan en el planeta desde su origen: una personificada por las corrientes blancas y la otra por las oscuras. Estas últimas han ido cediendo terreno, pero siguen siendo poderosas.

Sirvió el café.

–Dígame, ¿cree que “sus amigos” le podrían indicar una manera de salir de aquí?

–¿Está aburrido? –preguntó ella con un cómico gesto de desazón.

–¡No, no! Pero pienso que sería bueno para usted y para mí podernos marchar de este planeta.

–No. No me iré. Son muchas las cosas que me atan –dijo ella con lentitud–. Por la sola memoria de mi madre debo quedarme, ¿ve? Son veinte años y una tragedia, debido a la cual nací. Es imposible olvidar todo eso. He crecido con esos recuerdos y, mal que mal, el planeta me ha tratado bien. Todo lo que aquí me parece natural, en la Tierra sería distinto. No sé cuál de esos tres hombres fue mi padre, pero no me preocupa, pues el ambiente, o lo que sea, hace que aquí todo sea tolerable para ciertas personas.

Comenzó a guardar las ollas y cubiertos en la alacena. Pedro se levantó y dio unos pasos por la tienda.

–Verá cómo le gusta esta vida. Los años no pasarán sobre usted.

–¿Cómo lo sabe?

–Porque ha sido bienvenido. Se va a sacar varios años de encima. No tendrá necesidades materiales como me sucede a mí. Al revés de mi madre, que siempre estaba sin ánimos porque le pesaba su parte física, cada día me siento más ágil y joven.

– La atmósfera del planeta acentúa el temperamento de las personas –agregó Laura–. Los materialistas sienten exacerbarse sus apetitos. Eso lo comprendieron los sobrevivientes de la primera expedición.

–¿Y las otras expediciones? ¿Se salvó alguno?

–Ninguno, que yo sepa. Usted es el primero en veinte años que ha escapado del huracán. Y no fue por casualidad. Tal vez el destino ha querido que tenga un compañero.

Pedro se asomó al exterior. A más de cincuenta metros de altura se mecía el sol artificial. Su imagen adquiría raros contornos al reflejarse en las aguas de la laguna, cuya superficie, a consecuencia del vaivén, aparecía cubierta de un leve oleaje.

“¡Diez años sola! Pobre. Después de todo tal vez ha sido para mejor”.

–¿Tiene sueño?

La voz lo sacó de sus reflexiones.

–Puede acostarse cuando quiera.

–Gracias –sacó la fotografía, y se la mostró–. Mi mujer y mi hijo. No es tan bonita como usted, pero es la única que me ha querido. ¿Qué le parece el niño?

–¡Qué lindo es!

–Sí; lleno de vida.

–Usted murió para ellos, ¿no?

–Sí, es verdad. Que se haga lo que Dios quiera. Tengo suerte. En la Tierra las cosas no son tan simples. Es agradable conocer una muchacha como tú, espontánea y sin malicia. Soy simple: no tengo la inteligencia de Bob e Igor.

–Sabré corresponderle –y agregó con infantil vehemencia–: Haré todo lo posible por que sea feliz.

El hombre la cogió de la barbilla y la miró a los ojos. Sostuvo ella su mirada. La estrechó entre sus brazos: sintió el cuerpo de la muchacha. El perfume de su pelo le produjo un dulce bienestar. El lejano rugido de la ventisca. Una esponja que daba vueltas arrastrada por la turbulenta atmósfera. Y él estaba allí con una mujer que no se opondría. No. No podía hacerlo. ¿Por qué? De tan simple acto dependía la destrucción del hechizo. Diez años sola. Su madre y sus tres amantes. Se separó con suavidad. Laura sonrió. Un gran alivio se reflejó en su semblante.

–Seremos muy felices. Ya verás. Aquí se necesitaba un hombre como tú. Porque los hombres deciden el destino de las cosas. ¿No es así?

–Quizá sean las mujeres.

 

–¿Cómo amaneciste? –Laura entró en el dormitorio. El olor del café dilató las narices del hombre.

Como estar en casa. ¿Pensarían alguna vez sus compañeros del cohete que él, condenado a una muerte segura, disfrutaba a esas horas de mayores comodidades que ellos?

–Tengo que ir a buscar mis cosas al salvavidas.

–No te preocupes. Me levanté temprano, y las traje todas.

Navegar en un mar tranquilo. El hombre se balanceaba suavemente al afeitarse. Tomó un largo baño. Oía a Laura en sus ajetreos domésticos, entonando una canción.

Todo lo que existía en el campamento fue instalado por los náufragos. La pila atómica, capaz de funcionar siglos sin reabastecerse de combustible. El sol artificial –una colosal lámpara de gas que, dentro de un radio reducido, producía los mismos efectos de la luz solar–, estaba graduado para dar luz durante catorce horas y apagarse por diez. Como en la Tierra.

–¡Vamos! –dijo la muchacha.

–Tengo la sensación de haber perdido peso. ¿Me notas más flaco?

–¿Más flaco? Sólo te conocí ayer. ¿Cómo puedo saber eso?

–¡Vaya! Me olvidaba. Pero me siento raro. En todo caso es agradable.

–Ya verás como te sientes mucho mejor.

Laura marchaba adelante, avanzando con agilidad hacia uno de los innumerables conductos que desembocaban en el bolso central.

Durante varios minutos descendieron por un túnel que describía una espiral. La muchacha alumbraba el camino con una linterna. A veces se detenía y esperaba a Pedro, cuando éste se rezagaba. Otras lo cogía de la mano, guiándolo a través de los vericuetos de la colosal esponja. Dos kilómetros de diámetro y uno de espesor. Su forma era la de una lenteja. Daba vueltas sobre sí misma, una vez cada cinco minutos.

–¡A mil quinientos kilómetros por hora! Cada veintiséis horas damos la vuelta al mundo.

Pedro pensó que, después de todo, no era imposible que los hombres consiguieran algún día atravesar la turbulenta atmósfera e instalarse en aquellos verdaderos satélites. Mal que mal cada nube tenía capacidad para albergar a un centenar de personas por lo menos.

Llegaron a otra cavidad que se abría exactamente debajo de la primera. El rugido del viento se hizo ensordecedor. En el suelo, en la parte central de la nueva gruta, existía una amplia abertura. Por allí penetraba una luz lechosa. El hombre se detuvo. En la semipenumbra, Laura sonreía.

–¡Ahora hay que ponerse las escafandras! –gritó.

Tuvo que repetir la instrucción, pues el fragor no permitía escuchar.

–¿Qué piensas hacer?

–Nos dejaremos arrastrar por el viento.

–¿Quieres decir que nos dejaremos caer por eso?

Volvió a oprimirle una mano. Se aproximó al boquete. Ráfagas ascendían arremolinadas, esparciendo en los derredores una gran cantidad de detritos. Muchos de éstos fosforecían. Algunos empezaban a caminar como tenues cangrejos: volvían a precipitarse al vacío.

–¡Vamos! –dijo Laura de pronto.

Sin soltarle la mano, que le oprimía firmemente a través de los guantes, se lanzó por el brocal. El hombre ahogó un grito. Cayeron por un tiempo que se le antojó interminable.

Se encontró envuelto en una bruma opalescente saturada de graciosas figuras que giraban. Encima, la sombra de la nube. Largas lianas colgaban por debajo de ella, culebreando a impulsos de la ventisca.

El macizo empezó a quedarse atrás paulatinamente.

–El viento nos llevará y nos traerá al mismo sitio.

Flotaban muellemente sin tener conciencia de su peso. Imposible darse cuenta de la velocidad: todo volaba en el mismo sentido. La luz permitía ver el paisaje, a través de una cortina vaporosa bordada con figuras que se debatían. De tarde en tarde una gran nube: siempre quedaban rezagadas.

Ciclópeas flores, con pétalos, estambres y pistilos, tenues y transparentes como los celentéreos, deslizábanse con lentos y armoniosos movimientos. Las plantas absorbían agua y alimentos mediante las raíces filamentosas que en grandes racimos pendían bajo ellas. Los océanos, transformados en neblina, viajaban por la atmósfera llevando consigo un millón de cuerpos distintos; los seres animados –sutiles y livianas formas– también giraban en el interior del huracán. Sólo allí existía calma para vivir, para reproducirse, para morir. Cerca de tierra firme corrían el riesgo de estrellarse y deshacerse contra el suelo. A veces los minerales en polvo coloreaban la corriente con tonalidades que degradaban lentas. Como en el interior de una arteria atestada de translúcidos glóbulos en rotación. O dentro de una tubería de oro etéreo que, a lo lejos, cambiara de color.

Se abría el torbellino en un luminoso y vago panorama: Pedro iba junto a la muchacha sin notar el más leve cansancio.

De súbito Laura le soltó.

–Sígueme. El viento hará lo que tú le pidas.

La muchacha se separó de él, y su figura, envuelta en el traje espacial, se alejó como una burbuja.

Bastó un movimiento del tronco y los brazos para aproximarse a ella.

A su diestra la vista se estrellaba contra una negrura impenetrable.

–Una de las corrientes oscuras. ¡Hay que cuidarse de ellas! Arrastran objetos de gran tamaño y peso, que podrían destrozarte en un santiamén. Ahí están los restos de los naufragios; nubes de piedras y arena que, desde los primeros tiempos, son arrastrados por el viento. Y también hay muertos. Todo lo que deja de existir en las corrientes blancas es expulsado a esos torbellinos. Son verdaderos cementerios. Los tripulantes de las astronaves terrestres que han caído en el planeta flotan en esas ráfagas.

Ahí había caído uno de los cohetes que quiso conquistar el planeta. Las nubes de piedras lo deshicieron. Y a medida que descendía encontraba en su camino peñascos de mayor tamaño.

A corta distancia, un remolino. Zonas oscuras interrumpían la visión. Dos corrientes opuestas daban origen a un embudo que llegaba hasta los continentes. Una de esas vorágines había engullido a Igor.

–¡Pasaremos a otra corriente! –gritó Laura.

La nueva vía bajaba. La muchacha le explicó que las corrientes soplaban en todas direcciones y a diversas alturas. Que era posible sobrevolar el planeta entero sin otro propulsor que ellas.

Abajo, aproximándose veloz, una llanura brillante y plana, con franjas de variados tonos.

–¡Tierra firme! Vamos a pasar cerca.

¿Alcanzaría a enderezarse para evitar el estrellón? A menos de cien metros. Cerró los ojos. De inmediato notó que cambiaba de rumbo. Al mirar de nuevo vio abajo, a menos de un metro, una planicie pulimentada, estriada con fuertes colores, que se deslizaba vertiginosa. Hasta le pareció sentir el calor causado por el roce de la ventolera al frotar el planeta durante milenios. Liso como una plancha de mármol. Las palabras de Igor acudieron a sus oídos. Lejos, otro embudo corría por el planeta como una gigantesca serpiente erguida. Se alejó la fantasmagórica visión. La erosión eólica había limpiado la faz del mundo dejándola pulcra y monda, transformada en una vítrea pradera.

Los hombres nunca podrían hollar esa tierra. Imaginó una astronave tratando de aterrizar. ¡Qué de tumbos y volteretas daría hasta quedar deshecha y enriquecer con sus restos la población de los torbellinos!

Subían como saetas. Prosiguieron saltando de corriente en corriente, desplazándose de un lado para otro con el simple recurso de trasladarse a los vientos que soplaban en sentido contrario. A veces las distintas densidades de la niebla creaban espejismos, lagunas con exóticos bosques y selvas flotantes. O todo parecía inmóvil. O el viento se transformaba en un torbellino al cambiar de dirección. Todo empezaba a girar, y uno se creía en el interior de un caleidoscopio que daba vueltas.

Súbitamente se encontraron volando por el interior de un inmenso túnel de diáfana atmósfera, con paredes de espesas nubes iridiscentes girando vertiginosas. Se perdía a lo lejos en un embudo polícromo. Planearon sobre suaves lomajes: en las alturas la bóveda nácar con sutiles reflejos luminosos.

Salieron del aeroducto, y desembocaron en un soplo de luz. Muy cerca, una nube se deslizaba rauda.

–¡Hemos llegado! –Y añadió–: Tu amigo está aquí.

–¿Quién?

–Ése que se llama Bob. Ha llegado durante nuestra ausencia.

Una vez que se desembarazaron del equipo, ella le susurró al oído:

–¿Estás contento?

–Sí.

–Espero que podamos ser siempre felices –dijo con tristeza.

–¿Porqué?

–No sé…

Bob estaba junto a la tienda. Abrió tamaños ojos al verlos.

–¡Pedro! ¿Y esa chica? ¿Estoy soñando?

–Esto es el infierno. El viento me hizo dar vueltas y vueltas. Por poco me hace pedazos.

Abandonó el salvavidas cuando éste empezó a girar. Su cuerpo fue a incrustarse en algo. Perdió el conocimiento con el golpe. Al volver en sí descubrió que su sostén perdía altura. El vegetal que le recibiera se hallaba a punto de ser engullido por una oscura zona. Su cuerpo había destrozado la frágil planta. De súbito las ráfagas lo sacaron de allí. Durante horas fue arrastrado por la corriente, dando volteretas y enredándose en los objetos que volaban junto a él. ¡Menos mal que no se topó con nada duro! Por fin, cuando se creía perdido, vino a dar a la nube.

–Parece que tuviste mejor suerte que yo, Pedro.

–Igor murió.

–¿Quién puede sobrevivir afuera? No sé cómo he escapado. ¿Y tú? ¿Y esta chica? Cuéntame.

Le hizo una breve relación de sus aventuras y de la historia de Laura.

–¡Qué suerte la tuya! Venir a dar aquí desde el principio –añadió, dirigiéndose a la muchacha–: ¡Imagino que deben ser muy buenos amigos! Con toda su pachorra, Pedro no es de los que pierden el tiempo.

Ella se sonrojó.

–Ha sido muy buena conmigo –dijo Pedro, molestó–. Me ha dado hospedaje, y me ha hecho conocer este mundo.

Laura, con disimulo, le hizo un gesto para que callase.

–Hay ciertos hechos que hacen la vida color de rosa. ¡Hasta el infierno se convierte en un paraíso! Eres muy, pero muy afortunado, Pedro.

Laura salió de la tienda. Bob se inclinó sobre la mesa, y le preguntó en voz baja:

–¡No me vayas a decir que le has sido fiel a tu mujer con ese bombón al lado!

–Somos amigos no más, Bob. Aunque te parezca raro. Es una muchacha muy buena. Podría ser su padre.

–¡Vamos! No me vengas con esas. ¡Es una reina en cualquier parte!

–No sabe nada de la vida, Bob. Se ha criado sola, y es feliz. Es muy espiritual…

–¿Sí? Con esos pechos y ese cuerpo capaces de hacer feliz al más exigente, mentiría al decir que me despierta el espíritu. En cuanto a que no sepa nada de la vida… ¡Bueno! Nunca es tarde para aprender. ¿O no?

–No sé, Bob. Me desagrada el tema.

–¿Por qué? ¡Vamos, Pedro! No te pongas pacato. Hablemos las cosas por su nombre. Esa mujer me gusta. ¿Entiendes? Estamos abandonados en este infierno, y podría consolarnos de tantas penurias. Como llegaste primero no te voy a discutir tus derechos. Claro que esa torta da para dos con holgura. Si vamos a vivir en comunidad te propongo compartirla. ¡Nada de egoísmos!

Pedro se puso de pie, irritado.

–Mira, Bob: haz lo que quieras. Es mujer y sabrá poner las cosas en su lugar. Si tratas de recurrir a la violencia te prevengo que la defenderé. ¡Hay cosas que no se comparten! Si te acepta no me voy a meter en el asunto. Claro que habría preferido no tocar el tema. Pero en fin, comprendo tu modo de ser.

–¡Vaya, vaya! No hagamos escenas baratas. Si he hablado así es para que veas que estoy procediendo honradamente. ¡No quiero pelearme contigo! Pero no te voy a engañar respecto a mis intenciones. ¡Por cierto que no la voy a violar! Lo que quiero evitar es que mañana mi actuación se preste para malentendidos.

Bob hablaba con sinceridad. Veía las cosas así, simplemente. El hombre es hombre donde se encuentre, había dicho Laura.

Abandonó la tienda, y se dirigió a la laguna. Unos pasos leves a su espalda.

–¿Qué te decía tu amigo?

–Nada. Me hablaba de sus peripecias.

–¿No te dijo nada de mí?

–Le gustas mucho –replicó secamente. Se arrepintió de su tono, y agregó sonriente –: ¿Qué te parece?

–No sé. ¡Mira de una manera…! Me da miedo. Pero es agradable al mismo tiempo.

–¡Ah!

–¿Qué te pasa? ¿Que no te avienes con él?

–¡No, no! Es un buen muchacho. Muy inteligente. Prometía ser un gran astrogador. Iba a ascender a comandante después de este viaje.

–¡Pobre! ¡Y venir a dar aquí! No es de los que se adaptan al planeta.

–¿Por qué lo dices?

–Por lo que contó. No ha sido bien recibido como tú. Por eso te pedí que callases cuando ibas a hablar del viaje. Todavía no conviene que se entere. Trataremos de hacerle llevadera su existencia para que no se amargue. ¿Verdad?

Suspiró Pedro. ¡Qué fácil era hacer lo que decía, pensó, recordando el reciente diálogo!

–Seguiremos siendo amigos, ¿no? Cualquier cosa que te disguste, dímelo. Sería muy triste para mí perder tu aprecio.

–No te preocupes. Siempre podrás contar conmigo.

Alejó los oscuros presentimientos.

Paseó por las galerías de la esponja, que integraban un intrincado laberinto. El encantamiento producido por el viaje en el viento se había desvanecido. ¿Por qué? La vuelta a la realidad: empezó a vivir un sueño, y bruscamente se produjo el despertar.

“Soy un egoísta. Bien hecho que me pase por haberme olvidado de mi gente. Quizá ya están sufriendo por mí. El cohete debe haber llegado a la Tierra, y Elena tiene que conocer la historia. ¡Pobre! Cómo sufrirá. Ya estaba dispuesto a dejarme llevar por una vida fácil y sin sentido. ¿Cómo salir de aquí? Pensar que estoy condenado a morir en este mundo. No es para mí. Laura nació aquí y nunca ha conocido otra cosa. No puedo criticar a Bob por sus intenciones. Es joven y sin compromisos, lo mismo que Laura. El único que sobra aquí, después de todo, soy yo. ¡Y me felicitaba de mi suerte! Dios sabe lo que hace. Ojalá que Él me ilumine y me permita escapar para que pueda volver a regalonear a mi gordo. ¡Ésa sí que es vida! Oír chillar a ese demonio y saber que uno lo puede aliviar y consolar; que su destino depende de mi esfuerzo, de mis sacrificios. Y será alguien. ¡Ya está aprendiendo a hablar el chico! ¡Un año y medio! No le permitiré que se dedique a la astronáutica. Será médico. Elena quería que estudiara ingeniería electrónica. ¡Nada de esas profesiones que despiertan curiosidades peligrosas! Ahí me impondré yo. Elena es comprensiva; no me discutirá. ¡Bien sabe lo que es tener un marido que viaja de un planeta a otro!”.

Cuando llegaba a la tienda oyó la fresca risa de Laura. Y también la de Bob.

–¡Hola, Pedro! ¿Dónde andabas?

–Acordándome de mi chiquillo, Bob.

Laura lo miró por lo bajo. Estaba roja.

Bob y Pedro se turnaban en los trabajos de la colonia. Sin ser excesivos requerían una mínima dedicación. Recolectaban las plantas de las galerías, y las elaboraban en una antigua refinadora. Bob, excelente mecánico, revisó la pila, y reparó algunas máquinas hasta entonces en desuso por desconocer Laura sus aplicaciones.

Los dos hombres ocupaban el mismo dormitorio. Pedro se había percatado de que el muchacho y Laura sostenían largas conversaciones. Más de una vez los vio salir y volver horas más tarde, juntos, riendo. También observó que su presencia, en determinadas ocasiones, no era bien vista por Bob. No así por Laura que siempre se esmeraba en atenderlo. Hasta creyó notar en la muchacha ciertos gestos de reproche por su actitud ausente y como despreocupado. Pero ¿qué podía hacer?

Al tercer día de su arribo, Bob no durmió en su cama. Aquella mañana, por primera vez, Laura no le trajo su desayuno. Se levantó, y fue al baño, que separaba ambos dormitorios. A pesar de las paredes neumáticas le pareció oír que una voz de hombre emergía de la alcoba.

Cuando salía del baño se encontró con Laura. La muchacha, de inmediato se turbó.

–¡Buenos días!

–¿Tomaste el desayuno? ¡Perdona que me haya atrasado un poco!

–No te preocupes. Yo mismo me lo preparo.

–No seas tonto. Anda a vestirte. Te lo tendré listo cuando hayas concluido.

Al dirigirse al comedor, minutos después, se topó con Bob. El muchacho se disponía a entrar en el baño, bostezando y desperezándose con un cínico gesto.

–¡Qué tal, Pedro! ¿Cómo pasaste la noche?

–Bien, gracias. ¿Y tú?

–¡Como un califa! Boccato di cardinale, como decía Igor.

Remató la frase con un largo guiño.

Pedro le hizo un gesto para que callase, pues oía a Laura en la cocina. Bob se afirmó en la puerta del baño y lo miró compasivamente.

–Insisto en mi proposición, Pedro –dijo en voz baja, con una amplia, sonrisa–. No soy egoísta.

Cuando quieras podemos hacer un convenio… digamos de no agresión. Noche por medio. ¿Qué te parece? Ya la muchacha está expedita en el difícil arte del amor. ¡Un trabajo menos para ti! No quiero dejarme llevar por la vida fácil y licenciosa. Las cosas se te harán muy llevaderas en este mundo desgraciado.

Pedro sintió deseos de abofetearle. Se contuvo y lanzando un suspiro fue a la sala de estar. Oyó que Bob entraba al baño silbando una canción.

Laura, que en esos instantes servía el desayuno, le sorprendió observándola. De inmediato se ruborizó. Se arrepintió al pensar que su mirada pudo ser impertinente.

–¿Te ayudo?

–¡No, no! No volverá a suceder.

Alargó la taza con torpeza. Por poco la derrama sobre Pedro.

–Voy a hacer tu pieza. ¡No sé qué me pasa hoy!

–Déjame hacerla a mí –interrumpió él–. Nada me cuesta, y estoy acostumbrado.

–No. Prometí que tendrías un hogar –y agregó acongojada mirándole a los ojos–. Sé que ya no es lo mismo.

–¡Vaya! No te preocupes. Estás cumpliendo muy bien. Si te he dicho que puedo hacer mi pieza es para que no te retrases en tus quehaceres. Siempre ayudaba a Elena. ¿Cuándo iremos a pasear de nuevo?

–Este… ¡Puedes ir cuando quieras! Ya sabes cómo hacerlo…

–¿Y por qué no vamos los tres? A Bob le encantaría.

–¿Qué es lo que me encantaría?

Bob irrumpió en la sala envuelto en una toalla de baño.

–Volar, Bob. Dejarse llevar por el viento.

–¿Yo? ¡Estás loco! Ni muerto, viejo. No sé cómo lo pudieron hacer ustedes. ¡Deben tener alguna condición especial! Sólo de pensar en que podría cometer semejante estupidez se me pone la carne de gallina.

–Pero si el viento es tan poderoso como para arrastrar una astronave. ¿Qué crees que te va a pasar?

–¡Qué sé yo! Cuando caía en medio de las ráfagas no me sentía liviano en absoluto. Mi cuerpo pesaba como un saco de plomo. ¿Ves? No floté. Giraba como un trompo, siempre cayendo.

Los rayos del sol artificial formaban un trapezoide en el suelo, cerca de la mesa. El fragor apagado como un distante lamento.

–¡No te preocupes por eso, Bob! –dijo ella quebrando la pausa–. ¡Ya te aclimatarás! No todos tienen la facilidad de Pedro.

–¡Esto es el infierno! –repitió Bob mirando a Laura–. Pero algún día llegarán los hombres, y les aseguro que algo podrán hacer. Por lo menos descubrirán que es posible vivir en estas nubes. Y la energía eólica les proporcionará fuerza motriz barata para explotar el planeta. Basta que hagan un estudio sistemático de las corrientes para conocer con exactitud su situación y lo demás será sencillo.

Cuestión de dejarse caer proa al viento e ir frenando paulatinamente hasta tocar tierra. Pueden construir cohetódromos subterráneos, y como hay agua y aire en abundancia, no tendrán problemas de abastecimiento. No como los demás planetas, en los cuales no había nada.

Dio media vuelta para dirigirse al dormitorio. De paso cogió a Laura por la cintura. Ella se desprendió con suavidad, echando una mirada de reojo a Pedro.

–¡Estás equivocado, Bob! –dijo la muchacha con lentitud–. Las corrientes cambian de curso constantemente, sin una secuencia fija. No hay ninguna que mantenga un curso regular.

–¿Sí? Bueno. Ya descubrirán un sistema. La raza humana no se detendrá por un inconveniente así. Y menos cuando sepa que varios náufragos han podido escapar con vida.

–¿Cómo lo sabrán? –preguntó Pedro.

–Voy a construir un transmisor para que nos oigan desde la Luna o de cualquier cohete que vaya a Mercurio. Los que utilizaron los primeros náufragos eran modelos anticuados.

Pedro entraba por uno de los conductos cuando le alcanzó Laura. Se veía agitada.

–¿Qué pasa?

–Quería hablarte de Bob.

Echó una rápida mirada a la casa; luego le cogió de un brazo, y penetró con él en la galería.

–¡Qué agradable es estar contigo! Me siento tranquila y en paz –añadió en un tono de súplica–: No pienses mal de mí.

–¿Pensar mal de ti? ¿Cómo puede ocurrírsete? –Le tomó la barbilla y la miró–. Nunca pensaría mal de ti, ¿entiendes?

–Gracias –murmuró ella. Le besó la mano–. Eres muy bueno, Pedro. ¿Sabes? Bob nunca podrá volar como tú y yo. Ellos no le quieren. Le han dado, no obstante, una oportunidad. Le condujeron para acá en lugar de dejarle abandonado a su suerte. Pero no harán nada más por él. ¿Ves? Y se da cuenta de su situación aunque no la comprende bien. Algo intuye sin embargo. Le parece increíble que hayas podido volar y recorrer el planeta arrastrado por los vientos. Está convencido de que nunca lo podrá hacer. No se equivoca. Esa idea se la han metido los que viven aquí. Ellos saben lo que hacen.

–Pero ¿crees eso realmente? ¿No será una mera ocurrencia tuya o de Bob?

–No. Ya te lo dije: aquí hay un Orden –y agregó con voz temblorosa–: Tampoco me atrevería ahora a lanzarme al viento.

Sin decir más volvió sobre sus pasos, gacha la cabeza. Pedro la vio abandonar la galería y dirigirse a la tienda. De ésta salía Bob: iba a la casamata de las máquinas. ¿Conseguiría su objetivo? El solo hecho de que Elena se enterase de que vivía le iba a servir de consuelo. El nuevo ambiente le sentaba bien.

No temía a los vientos, y tampoco le atormentaba la inquietud de buscar solución al misterio. Pero no podía pensar en quedarse allí por toda la vida.

Bob, quieras que no, estaba obligado a formar un hogar con Laura. Se encargaría de eso: quería a la muchacha, y le deseaba una existencia digna y feliz. Pero al verlos unidos le recordarían a su mujer y su hijo. Sería desgraciado. De poco le serviría una vida eterna, al decir de Laura.

Bob, en mangas de camisa, manipulaba un complicado equipo en la casamata.

–¿Qué tal, Bob?

–Hola –se alisó el pelo desgreñado. Gotas de sudor resbalaron por su rostro. Apagó la lámpara portátil. En la semipenumbra Pedro creyó notar algo en su semblante–. Cunde poco esto. ¡Me canso una barbaridad! Me siento pesado y sin fuerzas. A pesar de que la gravedad es casi igual a la de la Tierra, me produce el efecto de que fuese el doble. ¿No sientes eso, Pedro?

Pedro no contestó. Bob salió lentamente de la casucha y aspiró una gran bocanada de aire. Pedro ratificó lo que advirtiera segundos antes. En el rostro de Bob, juvenil hasta tres días atrás, se notaban profundas huellas de cansancio. No sólo eso: alrededor de su boca y ojos se habían formado arrugas.

Tragó saliva. Un secreto terror. Comprendió que no podría formalizar su observación. ¿Cómo no se fijó antes? Tal vez eran recientes. Recordó la historia de la doctora y sus amantes. Y los temores de Laura.

En la tienda, la luz no permitía distinguir detalles así. Pero ahora, bajo los rayos del sol artificial, los rasgos se hicieron visibles. Bob se había echado diez años encima.

–El infierno, Pedro –jadeó Bob–. El infierno. Algo debe haber en esta atmósfera que produce trastornos.

Clavó sus ojos en él.

–¡Qué extraño! Juraría que estás más joven que antes.

–¿Cómo? ¿Qué dices?

–Pues es notable. ¡Te ves joven, Pedro! Eras uno de los mayores de la tripulación. Estoy seguro que tenías patas de gallo… Y ahora tienes la piel como la de un muchacho.

–Es un efecto de la luz, Bob. Como comprenderás, eso no puede ser –se defendió asustado.

–¡Pero si lo estoy viendo! No puedo engañarme tanto.

–Mira, viejo: volvamos al trabajo mejor. Mientras antes terminemos mayores serán nuestras probabilidades de salir de aquí. Entiendes esas cosas, y saldrás adelante. Solo no sería capaz de construir un transmisor.

Mientras hablaba, Pedro volvió a entrar en la casamata, poseído de un enorme desasosiego. Porque realmente se sentía fresco como una lechuga. Hasta le pareció que su cuerpo ya no pesaba como antes. Que ni siquiera el piso esponjoso se hundía bajo sus pisadas. En cambio Bob…

–Quizás abusé anoche –comentó éste, entrando–. ¿Me envidias? Parece que no, por lo visto. Te han sentado bien la castidad y el clima. A mí no. Algo hay en este mundo que es enemigo del organismo humano. Al menos tengo esa impresión. El solo hecho de acostarse con una mujer no tiene por qué producir estos efectos. Al contrario: en la Tierra siempre me sentía mejor después de hacerlo.

–¡No digas disparates! Ponte a trabajar que el tiempo apremia. ¿Puedo ayudarte en algo?

–No. Trabajo mejor solo. Anda a pasear si quieres. A ti, que tanto sienta el clima, no creo que te tiente mucho la idea de irte, ¿verdad?

–Te equivocas, Bob. Tú, porque te sientes agotado, y yo, porque me siento fresco y liviano, sabemos que nuestro destino está en la Tierra. La misma meta, Bob. Mal que mal somos hombres.

–Quizás no pensarías así de no ser casado.

–Pensaría lo mismo. Dios nos ha hecho para vivir en tierra firme. ¿Ves? Un camino ciego.

“Mi organismo ha sido beneficiado por este planeta. A Bob le ha ocurrido lo contrario. Dios, ¡cómo ha envejecido! ¿Por qué? El terror o los sufrimientos producen los mismos efectos en la Tierra. Hay personas que se vuelven viejas de la noche a la mañana”.

Insensiblemente sus pasos le condujeron a la rotonda de salida. Sólo cuando las ráfagas le azotaron el rostro volvió de sus abstracciones. Una gran claridad penetraba por el brocal. Cuerpos etéreos ascendían girando vertiginosos: luego resbalaban por las paredes del agujero como minúsculos espectros. Ensordecido por el fragor se colocó la escafandra y el traje espacial que, luego del primer viaje, dejara en una oquedad. Un secreto impulso le decidió a probar suerte en el tornado. Tuvo una pequeña vacilación al recordar a Laura. La muchacha temía. ¿Por qué? Al borde del pozo. La atmósfera especialmente diáfana. Cerró los ojos y se precipitó al vacío. Segundos después flotaba experimentando la más absoluta sensación de incorporeidad. Recordó a Laura y la compadeció. Pobre.

Sabía que estaba sufriendo. Pero se entregó a Bob por su propia voluntad. ¿Por qué? Era una mujer después de todo: imposible que se sustrajese a las debilidades. El muchacho no la merecía, sin embargo.

Cada vez más veloz. La atmósfera más clara y transparente que la primera vez que efectuara el viaje. En la Tierra todo material y duro. Aquí todo tenue y vaporoso. El rugir del viento arrancaba lejanas resonancias. Como flotar en el interior de una catedral donde un coro entonara un canto de gloria. Se dejaría arrastrar por las ráfagas donde quisieran llevarlo. Nada le preocupaba. Imaginó estar al lado de Elena, con el niño en sus rodillas, estrechando sus manitas. A pesar de su lejanía los sentía a su lado. Hasta le pareció oír el gorjeo del pequeño.

Ante sus ojos entrecerrados se materializó una gigantesca nube. Hacia ella lo impulsaba el huracán.

Un angustioso presentimiento. En pocos segundos bajo el manto verde. En un remolino penetró por el agujero inferior y aterrizó sobre la esponja. Se acentuó la angustia. Rápido se despojó de la escafandra y, guardándola a la entrada de la galería, se internó por ésta. Algo le impulsaba hacia el corazón del macizo. La senda expedita. En pocos minutos arribó al bolso central. Paseó la linterna por el vasto cubículo. La luz fue reflejada por una masa brillante. Ahogó una exclamación. En el centro de la cavidad se erguía un cuerpo cilíndrico que desaparecía por ambos extremos en la ligera sustancia.

–¿Dónde estuviste?

Algo en el ajado rostro de Bob no le gustó. Detrás de él extendíase el campamento brillantemente iluminado. El pelo del hombre, encanecido. De trasluz sus rasgos casi invisibles.

–Salí a dar una vuelta.

–¿Por tres días? A mí no me vienes con esas. Esa putilla me ha dicho que estás en connivencia con ciertos seres que pueblan este planeta. Dime, ¿qué te han dicho?

La voz cascada calló. El fulgor de sus pupilas y su agitada respiración.

–Estás loco, Bob. ¿Terminaste el transmisor?

–Sabías que iba a fracasar, ¿verdad? Y no me advertiste. ¡Cobarde! Tenías celos. ¿Por qué no fuiste lo suficientemente hombre para decírmelo? Infeliz. Con razón Igor te dijo todo eso.

Tenía su revólver al cinto. Simultáneamente con notarlo Bob llevó la mano al arma.

–¡Deja tranquilo eso, Bob!

La mano quedó sobre el revólver, pero no lo sacó.

–¡Tienes miedo! ¿No? Dime ahora, ¿qué descubriste? ¡Habla!

–Venía a decírtelo. Quería darte una sorpresa.

–¿Sí? ¿De qué se trata?

–Descubrí el cohete de la tercera expedición. Está intacto en una nube como ésta.

–¡Ajá! ¿Y pensabas contármelo?

–¡No seas idiota, Bob! De no ser así, ¿para qué iba a volver?

–Por una simple razón: venías en busca de Laura. De tu esposa espiritual. ¡Ja! ¡Ja! Como ella también se entiende con “esos” señores del viento habrían podido marcharse sin decirme nada. Pero no lo harás, viejo. Me llevarás a la astronave y partiremos juntos. ¿Entendido? ¡De inmediato! ¡Vamos!

–¿Y Laura?

–Ella es de aquí. No tiene por qué marcharse. Además no se quedará tan sola. Está preñada.

Guardará un buen recuerdo mío.

–¡No la podemos abandonar así, Bob!

–¿Por qué? Su madre, ¿no la parió a ella sin ayuda de nadie? ¡Ya! ¡Andando! ¡No me voy a arriesgar a que ustedes se pongan de acuerdo para burlarme!

En lugar de obedecer Pedro avanzó con calma. Bob hizo un nervioso amago. El otro pasó por su lado rumbo al campamento.

–¿Qué… qué piensas hacer?

–Ya te dije: nos iremos con Laura.

Bob estaba trastornado. Y viejo. Su aspecto equivalía al de un hombre de más de sesenta años. Y su voz. Siguió su marcha. Tras él partió Bob arrastrando los pies. Jadeaba lamentablemente.

“El cohete de la tercera expedición. Una máquina especial. Vale millones. Me acuerdo de ella. ¡Y piensa llevarse a Laura! Fortuna, fama y amante de un solo tiro. ¡Y qué amante! ¡Me ha convertido en una calamidad! No soy capaz de satisfacerla. En cambio él con su maldita juventud que ha conseguido no sé cómo, podrá disfrutar largos años de ella. Me dejó que me consumiera porque sabía que aquí hay cosas que no se pueden hacer. ¡Maricón! ¿Qué puedo hacer? No gano nada con matarlo. Y mi vejez. Un año por hora, por minuto, por segundo. Estoy perdido…”

Laura se hallaba en la sala. El rostro marchito: también envejecía.

–Nos vamos. Encontré un cohete. Está intacto: sus tripulantes lo abandonaron sin sospechar que iría a incrustarse en una nube. Con un poco de suerte podremos escapar.

Aún lejos, Bob continuaba su penosa marcha, aproximándose lento.

–No, no me voy, Pedro. Estoy condenada. He perdido el favor de los que me protegían. Nadie podrá salvarme. Saldrías con mi cadáver en el cohete, pues mi vejez se aceleraría.

–¡No puedo irme sin ti!

–Vete solo: te esperan en la Tierra. A mí, no. No soy lo que crees. Te engañé. Fue mi primera culpa. Conocía la existencia de ese cohete, y nada te dije. Lo descubrí después que murió mi madre, cuando empecé a conocer los vientos. Pensé que los dos podríamos ser felices, viviendo juntos, sin ataduras materiales. Porque aquí los hombres como tú no mueren.

Suspiró. Se humedeció los labios con la lengua.

–Fui egoísta, y he sido castigada. Llegó Bob: no pude resistir su atractivo. Lo envejecieron y te condujeron al cohete. Eso significa que te dan una oportunidad de marcharte aunque les eres grato. ¡Anda a juntarte con tu mujer y tu hijo!

Bob llegó respirando con dificultad. No miró a Laura.

–¡Vamos! No perdamos más el tiempo…

–Laura no quiere irse.

–¿Y qué? Ella sabrá. Mal que mal es de aquí. ¿No es así, Laura? –La miró suplicante.

–Sí, Bob. Váyanse ustedes, y déjenme. He sido la culpable de todo.

–¿Dónde hay un traje para Bob? –preguntó Pedro de pronto.

–En la segunda casamata hay tres –informó Laura.

Pedro partió. Laura a su zaga. Bob se apoyó en la tienda con una cansada expresión vacía.

–Uno es de mi padre. No sé cuál de los tres.

Pedro cogió uno y lo revisó.

–Sé que esperas un hijo, Laura. Me remordería la conciencia dejarte. El cohete me producirá mucho dinero. No tendrás problemas materiales ni tampoco tu hijo. Velaré por ustedes. ¡Éste sirve para Bob! El tuyo está en la rotonda, ¿no?

–Sí; el de mi madre –al ver que Pedro se aprestaba a salir lo retuvo y le dijo–: ¿No me crees? No puedo irme. Moriré de vieja antes de que el cohete zarpe. En cambio si me quedo alcanzaré a criar a mi hijo por un tiempo al menos. Bob tampoco escapará; con él comprobarás lo que te digo. Una vez contraído el mal o la maldición, no hay remedio posible.

A lo lejos el fragor subió de tono. Laura decía la verdad. De súbito Pedro lo comprendió así. Se estremeció.

–Sólo una cosa te pido: nada digas sobre la verdad de lo ocurrido aquí. Di únicamente que por azar el viento te llevó al cohete abandonado –añadió con una triste sonrisa–: Es una historia como las que se ven a diario en la Tierra, ¿no? Los hombres mueren o se van, y la mujer queda esperando un hijo.

–¡Pedro! ¿Por qué demoras tanto? –La voz resonó plañidera. El rugido se tornaba ensordecedor.

Surgía de los innumerables conductos de la esponja con un eco rabioso.

–Llévatelo: quiere irse. ¡Pobre! De nada le servirá. El único que está en condiciones de marcharse sin peligro eres tú. Adiós. Y perdóname.

Pedro la miró. Los cansados ojos de la mujer estaban serenos. El hombre pensó que pronto perdería todo su atractivo.

–Nada tengo que perdonarte. Voy a dejar a Bob. En una hora más estoy de vuelta. El niño no puede quedarse solo. Me encargaré de él, y si Dios quiere, algún día se me presentará otra oportunidad de salir de aquí. La vida eterna no es para los hombres, Laura.

Por el envejecido rostro resbalaron lágrimas.

–No, no debes. ¡Sería injusto!

–Un niño va a nacer. Mi deber es quedarme y cuidarte.

Ella empezó a sollozar.

–Nada puedo ofrecerte, Pedro. Antes tenía mi juventud, y ahora…

Cogió Pedro el traje, y se dispuso a salir.

–¿Y el niño? Si aún fueses joven no me importaría dejarte.

Se dirigió rápidamente a la tienda.

–Vamos, Bob. Laura se queda.

Bob empezó a seguirle aprisa. Pedro le hizo una seña de despedida a Laura. Bob no se volvió.

Cuando entraban en la galería echó una última mirada a la tienda. La mujer seguía en la puerta, el pelo encanecido, con una distante actitud.

–¿Por qué se oirá tan fuerte el viento? Ni que estuviésemos al aire libre –comentó Bob acezando.

–Hemos vuelto al mismo punto, Bob.

–¿Cómo lo sabes?

–Ahí está el traje de Laura.

–No puede ser. ¿Y el cohete?

–No sé. Has visto que el viento nos ha arrastrado tres horas sin rumbo fijo. Y ahora nos deja aquí. Además la atmósfera está demasiado turbia.

Ambos hombres se habían quitado las escafandras. En el rostro de Bob se reflejó una impotente ira.

–¡Canalla! ¡Lo has hecho adrede!

Pedro lo enfrentó calmoso.

–Mira, Bob: eres un buen astrogador. Sabes además que en un ambiente desconocido es difícil orientarse sin instrumental apropiado, ¿no es así? ¿Cómo pretendes que pueda ir a voluntad a esa nube?

–¿Y cómo la descubriste, entonces?

–El viento me llevó sin que me diese cuenta. En cambio ahora no lo hizo. ¿Por qué? Quizá la primera vez fue una casualidad. Tal vez debí irme de inmediato. ¡Una oportunidad perdida!

Se despojó del traje, y guardándolo junto al de Laura, tomó el camino al campamento.

–¡No me dejes aquí! ¡Llévame! Apenas puedo andar.

El rugido del vendaval tendía a disminuir. Los remolinos penetraban debilitados por el brocal. La luz había aumentado en forma inusitada. Pedro experimentó una extraña emoción. Bob, al parecer, no se percataba de esos fenómenos.

Pasó un brazo de Bob sobre sus hombros y emprendió el camino. Avanzaba con bastante rapidez a pesar de su carga. Sentíase ágil y liviano como nunca. Una gran claridad se alejaba a sus espaldas.

–¡Volver a encontrarme con ésa! Me muero, Pedro –gangoseaba Bob–. “Ellos” me odian. Tú ganas. Mátame mejor…

–Cállate, hombre. En el campamento descansarás. Te hace falta un buen sueño.

–Esa mujer ha sido fatal, Pedro. ¡Fatal! Y la deseo. Cada vez la deseo más. Y estoy viejo, viejo…

–Acuérdate que está esperando un hijo tuyo.

–Un hijo. ¿Para qué lo quiero? En la Tierra quizá. Pero aquí… ¡Volveré a meterme en la cama con ésa! Moriré encima de ella. Por lo menos me daré ese gusto. ¿No te opondrás, verdad? Nunca quisiste acostarte. Y yo te la ofrecí. No puedes hacerme ahora una cochinada, Pedro. Mira cómo estoy.

–Déjate de hablar tonterías. Ella sabrá lo que hace. Para mí es tu mujer. ¿Entiendes? Lástima que no lo hayas comprendido así desde el principio.

–¿Y por qué te quedas, entonces? ¿No tienes una mujer en la Tierra? ¿Y un hijo?

–Has visto que el cohete desapareció. ¿Cómo me voy a ir?

–No mientas, Pedro. Estabas dispuesto a quedarte.

–Sí: no podía dejar a Laura sola, embarazada como está. Quería llevarte al cohete para que te fueses solo, en vista de lo mal que te ha tratado el clima. En cambio yo estoy bien. Podía y debía quedarme.

–¿Es cierto que no estás enamorado de Laura? Esos sacrificios no se hacen porque sí.

Suspiró Pedro.

–Soy casado, Bob. Quiero mucho a Laura porque ha sido buena conmigo.

–Mucho tiene que ser el cariño para que hayas preferido quedarte. ¿Crees que podremos encontrar el cohete mañana?

–Trataremos, Bob.

“No lo volveré a encontrar. Fue una oportunidad, y nada más. ¡Qué raro! Bien. Qué se le va a hacer. Ahora sí que no volveré a ver a mi gordo. Pero si él conociese mi historia estoy seguro que me comprendería. Será un hombre, saldrá adelante. ¡Pobre Bob! Una ruina humana. Él por lo menos pudo irse. Laura tenía razón: continúa envejeciendo”.

A sus oídos llegó una música. Se sobresaltó. Reconoció la melodía: la misma que escuchara cuando se dirigía al campamento por primera vez. Súbitamente tuvo la sensación de estar protagonizando un hecho ya vivido. Una atmósfera quieta, perfumada. La esponja se balanceaba levemente. El rugido del huracán apagado.

El campamento. ¡Qué bello era! Se detuvo. Bob, la cabeza inclinada, parecía dormir, colgado de sus hombros. Sí: la misma sensación de paz. La laguna bordeada de flores etéreas. Sin embargo hubo un momento en que su belleza dejó de llamarle la atención. ¿Por qué?

Avanzó con rapidez. No sintió el camino. La angustia se anudaba en su garganta. La puerta se abrió: en el umbral una muchacha.

–¡Laura! –Bob emitió un sonido gutural. Se enderezó resoplando. Pedro, atónito, lo soltó. El otro cayó de rodillas, los ojos desorbitados.

Laura le miró con infinita piedad. Luego desvió sus ojos oscuros hacia Pedro. Se aproximó.

–Has demorado –la voz timbrada, trémula.

Al llegar junto a él dobló sus rodillas y cayó a sus pies. Cogiéndole las manos se las besó. Sintió el hombre que las lágrimas caían sobre su piel. La levantó. El melodioso y distante rugido del ciclón. En el suelo Bob, deshecho, respiraba trabajosamente.

–¡Maldita puta! –Las palabras salieron roncas y cascadas–. Debí matarte. Y tú, ¡bandido! ¿En qué quedaron tus promesas? ¿No me decías que era mi mujer?

Se incorporó con un sobrehumano esfuerzo. Se puso de rodillas. Otro impulso y estuvo de pie. Un viejo. Trastabilló: alcanzó a llegar a la tienda y, afirmado en ella, barbotó:

–¡Vamos! ¿Te olvidas de la primera noche? ¿Cómo gritaste y gozaste después? ¿Cómo te revolcabas de gusto? ¿Me dejarás ahora porque estoy viejo? ¿Tú, que has sido la culpable de todo? Ven. ¡Acércate!

Laura agachó la cabeza con humildad. Al hablar su voz arrancó un lejano eco:

–No, Bob. De nada me olvido. Pero ¿a qué crees que se debe mi nuevo aspecto? Tendré un hijo que sabrá quién fue su padre. ¿Entiendes?

Pareció que Bob iba a replicar algo. El esfuerzo desplegado se reflejaba en una dolorosa mueca.

Volvió a caer lentamente.

–Hay que atenderlo y cuidar sus últimos momentos –dijo Pedro en voz queda–. Llevémosle a su dormitorio.

 

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