Carmen Laforet
Era una mala idea, pensó Julián, mientras aplastaba la frente contra los
cristales y sentía su frío húmedo refrescarle hasta los huesos, tan bien
dibujados debajo de su piel transparente. Era una mala idea esta de mandarle a
casa la Nochebuena. Y, además, mandarle a casa para siempre, ya completamente
curado. Julián era un hombre largo, enfundado en un decente abrigo negro. Era
un hombre rubio, con los ojos y los pómulos salientes, como destacando en su
flacura. Sin embargo, ahora Julián tenía muy buen aspecto. Su mujer se hacía
cruces sobre su buen aspecto cada vez que lo veía. Hubo tiempos en que Julián
fue sólo un puñado de venas azules, piernas como larguísimos palillos y unas
manos grandes y sarmentosas. Fue eso, dos años atrás, cuando lo ingresaron en
aquella casa de la que, aunque parezca extraño, no tenía ganas de salir.
–Muy impaciente, ¿eh?… Ya pronto vendrán a
buscarle. El tren de las cuatro está a punto de llegar. Luego podrán ustedes
tomar el de las cinco y media… Y esta noche, en casa, a celebrar la Nochebuena…
Me gustaría, Julián, que no se olvidase de llevar a su familia a la misa del
Gallo, como acción de gracias… Si esta Casa no estuviese tan alejada… Sería muy
hermoso tenerlos a todos esta noche aquí… Sus niños son muy lindos, Julián… Hay
uno, sobre todo el más pequeñito, que parece un Niño Jesús, o un san Juanito,
con esos bucles rizados y esos ojos azules. Creo que haría un buen monaguillo,
porque tiene cara de listo…
Julián escuchaba la charla de la monja muy
embebido. A esta sor María de la Asunción, que era gorda y chiquita, con una
cara risueña y unos carrillos como manzanas, Julián la quería mucho. No la
había sentido llegar, metido en sus reflexiones, ya preparado para la marcha,
instalado ya en aquella enorme y fría sala de visitas… No la había sentido
llegar, porque bien sabe Dios que estas mujeres con todo su volumen de faldas y
tocas caminan ligeras y silenciosas, como barcos de vela. Luego se había
llevado una alegría al verla. La última alegría que podía tener en aquella
temporada de su vida. Se le llenaron los ojos de lágrimas, porque siempre había
tenido una gran propensión al sentimentalismo, pero que en aquella temporada
era ya casi una enfermedad.
–Sor María de la Asunción… Yo, esta misa del Gallo,
quisiera oírla aquí, con ustedes. Yo creo que podía quedarme aquí hasta mañana…
Ya es bastante estar con mi familia el día de Navidad… Y en cierto modo ustedes
también son mi familia. Yo… Yo soy un hombre agradecido.
–Pero, ¡criatura!… Vamos, vamos, no diga
disparates. Su mujer vendrá a recogerle ahora mismo. En cuanto esté otra vez
entre los suyos, y trabajando, olvidará todo esto, le parecerá un sueño…
Luego se marchó ella también, sor María de la
Asunción, y Julián quedó solo otra vez con aquel rato amargo que estaba
pasando, porque le daba pena dejar el manicomio. Aquel sitio de muerte y
desesperación, que para él, Julián, había sido un buen refugio, una buena
salvación… Y hasta en los últimos meses, cuando ya a su alrededor todos lo
sentían curado, una casa de dicha. ¡Con decir que hasta le habían dejado
conducir…! Y no fue cosa de broma. Había llevado a la propia superiora y a sor
María de la Asunción a la ciudad a hacer compras. Ya sabía él, Julián, que
necesitaban mucho valor aquellas mujeres para ponerse confiadamente en manos de
un loco… o un exloco furioso, pero él no iba a defraudarlas. El coche funcionó
a la perfección bajo el mando de sus manos expertas. Ni los baches de la
carretera sintieron las señoras. Al volver, le felicitaron, y él se sintió
enrojecer de orgullo.
–Julián…
Ahora estaba delante de él sor Rosa, la que tenía
los ojos redondos y la boca redonda también. Él a sor Rosa no la quería tanto;
se puede decir que no la quería nada. Le recordaba siempre algo desagradable en
su vida. No sabía qué. Le contaron que los primeros días de estar allí se ganó
más de una camisa de fuerza por intentar agredirla. Sor Rosa parecía
eternamente asustada de Julián. Ahora, de repente, al verla, comprendió a quién
se parecía. Se parecía a la pobre Herminia, su mujer, a la que él, Julián, quería
mucho. En la vida hay cosas incomprensibles. Sor Rosa se parecía a Herminia. Y,
sin embargo, o quizá a causa de esto, él, Julián, no tragaba a sor Rosa.
–Julián… Hay una conferencia para usted. ¿Quiere
venir al teléfono? La madre me ha dicho que se ponga usted mismo.
La madre era la mismísima superiora. Todos la
llamaban así. Era un honor para Julián ir al teléfono.
Llamaba Herminia, con una voz temblorosa allí al
final de los hilos, pidiéndole que él mismo cogiera el tren si no le importaba.
–Es que tu madre se puso algo mala… No, nada de
cuidado; su ataque de hígado de siempre… Pero no me atreví a dejarla sola con
los niños. No he podido telefonear antes por eso… por no dejarla sola con el
dolor…
Julián no pensó más en su familia, a pesar de que
tenía el teléfono en la mano. Pensó solamente que tenía ocasión de quedarse
aquella noche, que ayudaría a encender las luces del gran Belén, que cenaría la
cena maravillosa de Nochebuena, que cantaría a coro los villancicos. Para
Julián todo aquello significaba mucho.
–A lo mejor no voy hasta mañana… No te asustes. No,
no es por nada; pero, ya que no vienes, me gustaría ayudar a las madres en
algo; tienen mucho trajín en estas fiestas… Sí, para la comida sí estaré… Sí,
estaré en casa el día de Navidad.
La hermana Rosa estaba a su lado contemplándolo,
con sus ojos redondos, con su boca redonda. Era lo único poco grato, lo único
que se alegraba de dejar para siempre… Julián bajó los ojos y solicitó
humildemente hablar con la madre, a la que tenía que pedir un favor especial.
Al día siguiente, un tren iba acercando a Julián,
entre un gris aguanieve navideño, a la ciudad. Iba él encajonado en un vagón de
tercera entre pavos y pollos y los dueños de estos animales, que parecían
rebosar optimismo. Como única fortuna, Julián tenía aquella mañana su pobre
maleta y aquel buen abrigo teñido de negro, que le daba un agradable calor.
Según se iban acercando a la ciudad, según le daba en las narices su olor, y le
chocaba en los ojos la tristeza de los enormes barrios de fábricas y casas obreras,
Julián empezó a tener remordimientos de haber disfrutado tanto la noche
anterior, de haber comido tanto y cosas tan buenas, de haber cantado con
aquella voz que, durante la guerra, habían aliviado tantas horas de
aburrimiento y de tristeza a sus compañeros de trinchera.
Julián no tenía derecho a tan caliente y cómoda
Nochebuena, porque hacía bastantes años que en su casa esas fiestas carecían de
significado. La pobre Herminia habría llevado, eso sí, unos turrones
indefinibles, hechos de pasta de batata pintada de colores, y los niños habrían
pasado media hora masticándolos ansiosamente después de la comida de todos los
días. Por lo menos eso pasó en su casa la última Nochebuena que él había estado
allí. Ya entonces él llevaba muchos meses sin trabajo. Era cuando la escasez de
gasolina. Siempre había sido el suyo un oficio bueno; pero aquel año se puso
fatal. Herminia fregaba escaleras. Fregaba montones de escaleras todos los
días, de manera que la pobre sólo sabía hablar de las escaleras que la tenían
obsesionada y de la comida que no encontraba. Herminia estaba embarazada otra
vez en aquella época, y su apetito era algo terrible. Era una mujer flaca, alta
y rubia como el mismo Julián, con un carácter bondadoso y unas gafas gruesas, a
pesar de su juventud… Julián no podía con su propia comida cuando la veía
devorar la sopa acuosa y los boniatos.
Sopa acuosa y boniatos era la comida diaria,
obsesionante, de la mañana y de la noche en casa de Julián durante todo el
invierno aquel. Desayuno no había sino para los niños. Herminia miraba ávida la
leche azulada que, muy caliente, se bebían ellos antes de ir a la escuela…
Julián, que antes había sido un hombre tragón, al decir de su familia, dejó de
comer por completo… Pero fue mucho peor para todos, porque la cabeza empezó a
flaquearle y se volvió agresivo. Un día, después que ya llevaba varios en el
convencimiento de que su casa humilde era un garaje y aquellos catres que se
apretaban en las habitaciones eran autos magníficos, estuvo a punto de matar a
Herminia y a su madre, y lo sacaron de casa con camisa de fuerza y… Todo eso
había pasado hacía tiempo… Poco tiempo relativamente. Ahora volvía curado.
Estaba curado desde hacía varios meses. Pero las monjas habían tenido compasión
de él y habían permitido que se quedara un poco más… hasta aquellas Navidades.
De pronto se daba cuenta de lo cobarde que había sido al procurar esto. El
camino hasta su casa era brillante de escaparates, reluciente de pastelerías.
En una de aquellas pastelerías se detuvo a comprar una tarta. Tenía algún
dinero y lo gastó en eso. Casi le repugnaba el dulce de tanto que había tomado
aquellos días; pero a su familia no le ocurriría lo mismo.
Subió las escaleras de su casa con trabajo, la
maleta en una mano, el dulce en la otra. Estaba muy alta su casa. Ahora, de
repente, tenía ganas de llegar, de abrazar a su madre, aquella vieja siempre
risueña, siempre ocultando sus achaques, mientras podía aguantar los dolores.
Había cuatro puertas descascarilladas, antiguamente
pintadas de verde. Una de ellas era la suya. Llamó.
Se vio envuelto en gritos de chiquillos, en los
flacos brazos de Herminia. También en un vaho de cocina caliente. De buen
guiso.
–¡Papá…! ¡Tenemos pavo!
Era lo primero que le decían. Miró a su mujer. Miró
a su madre, muy envejecida, muy pálida aún a consecuencia del último
arrechucho, pero abrigada con una toquilla de lana nueva. El comedorcito lucía
la pompa de una cesta repleta de dulces, chucherías y lazos.
–¿Ha… ha tocado la lotería?
–No, Julián… Cuanto tú te marchaste, vinieron unas
señoras… De Beneficencia, ya sabes tú… Nos han protegido mucho; me han dado
trabajo; te van a buscar trabajo a ti también, en un garaje…
¿En un garaje…? Claro, era difícil tomar a un
exloco como chofer. De mecánico tal vez. Julián volvió a mirar a su madre y la
encontró con los ojos llorosos. Pero risueña. Risueña como siempre.
De golpe le caían otra vez sobre los hombros las
responsabilidades, angustias. A toda aquella familia que se agrupaba a su
alrededor venía él, Julián, a salvarla de las garras de la Beneficencia. A
hacerla pasar hambre otra vez, seguramente, a…
–Pero, Julián, ¿no te alegras?… Estamos todos
juntos otra vez, todos reunidos en el día de Navidad… ¡Y qué Navidad! ¡Mira!
Otra vez, con la mano, le señalaban la cesta de los
regalos, las caras golosas y entusiasmadas de los niños. A él. Aquel hombre
flaco, con su abrigo negro y sus ojos saltones, que estaba tan triste. Que era
como si aquel día de Navidad hubiera salido otra vez de la infancia para poder
ver, con toda crueldad, otra vez, debajo de aquellos regalos, la vida de
siempre.
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