Adolfo Bioy Casares
1. LUNES
–Si
fuera por mí no saldría nunca de esta casa –dijo el profesor.
Se
llamaba Melville y algunos lo conocían por el capitán, no porque fuera capitán,
sino porque solía renguear por la galería de su chalet de la costa, como un
pirata en el puente de mando. Era un hombre viejo, ágil a pesar de la pierna
ortopédica, flaco, de pelo blanco y frondoso, de frente espaciosa, de cara
rasurada. Usaba corbata La Vallière. Tal vez por la corbata y el pelo tuviera
cierto aire de artista del siglo XIX.
–Me
atrevo a insistir, señor: un paseíto de cuando en cuando a nadie le viene mal –dijo
el alumno.
Se
llamaba Rugeroni. Era joven, atlético, pelirrojo, pecoso, de boca protuberante
y dientes mal cubiertos por los labios. Tomaba clases para preparar las
materias en que lo habían aplazado. Aunque no fuera buen estudiante, el
profesor sentía afecto por él. Sin proponérselo tal vez, habían pasado de una
relación de profesor y alumno a la de maestro y discípulo.
–¿Para
qué salir? –preguntó el maestro–. Los días son tan cortos que apenas alcanzan
para pensar, para leer, para tocar el armonio.
–Mire,
señor, si por ahí empiezan a decir que se volvió maniático. Que está viejo.
–No
me importa lo que digan.
–Va
a sufrir en su amor propio.
–No
tengo amor propio.
–Yo
sí. Mucho. ¿Qué sería de un joven que se propone triunfar en la vida si no
tuviera amor propio y ambición?
–¿Y
por qué no pone, señor Rugeroni, una pizca de todo eso en el estudio? –observó
con una sonrisa benévola el maestro–. No crea que falta mucho para los
exámenes.
–Usted
una vez me dijo que ni los exámenes ni la instrucción cuentan demasiado. Lo que
realmente quiero es aprender a pensar.
–En
ese punto quizá no se equivoca. La vida es tan corta que no hay que malgastar
el tiempo. ¿Entiende ahora por qué no salgo? Aquí adentro nada me falta. El
chalecito es lindo. Tiene la mejor orientación. Cuando quiero descansar me
asomo a una ventana. Por ésta, del frente, veo el mar y pienso en barcos y en
viajes. Los viajes imaginarios son atractivos y están libres de molestias. Si
me asomo a la ventana del fondo, siento el aroma de los pinos.
–¿Qué
es eso? ¿No oye? –preguntó Rugeroni.
Hubo
un silencio apenas perturbado por el rumor de dientes que roían madera.
–Todas
las cosas tienen su defecto –explicó el maestro–. El de este chalet es la rata.
Mirando
el cielo raso preguntó Rugeroni:
–¿Está
en el piso de arriba?
–Probablemente.
–¿Por
qué no pone una trampa?
–Sería
inútil.
–No
sé por qué el rumor ese me resulta desagradable.
–A
mí también –dijo Melville–. Es claro que tenemos suerte de que nos haya tocado
oír el animal y no olerlo.
Después
de mirar el reloj dijo Rugeroni:
–Me
voy. Me espera Marisa.
2.
MARTES
A poco de comenzar la
clase, oyeron el inconfundible rumor de dientes que roían. Era el mismo de la
víspera, sólo que más intenso. Ahora provenía del cuarto de al lado. Comentó
Rugeroni:
–Nadie
creería que es una rata. Debe de ser grande.
–Muy
grande.
–¿Usted
la vio?
–No,
no la he visto.
–Entonces,
¿cómo sabe?
–Otros
la vieron.
–Y
dijeron que era enorme. Mintieron tal vez.
–No
mintieron.
–¿Cómo
sabe?
Rugeroni
se levantó y se acercó a la puerta que daba al otro cuarto.
–¿Qué
está por hacer? –preguntó Melville.
–Con
su permiso, abrir la puerta. Salir de dudas. Nada más fácil.
–No
mintieron porque no hablaron.
–¿Por
qué no hablaron? Eso es lo que yo quisiera saber –dijo Rugeroni y resueltamente
empuñó el picaporte.
–No
se los vio más. Desaparecieron. Dejaron de existir. ¿Entiende?
–Creo
que sí.
Rugeroni
soltó el picaporte y quedó inmóvil, mirando con estupor y mucha atención al
maestro. Éste reflexionó, sin malevolencia: “Tiene cara de rata. ¿Cómo no lo
noté antes? La cara de una rata limpia, pecosa y pelirroja. Además, qué
dentadura”. En voz alta preguntó:
–¿Ve
esa chimenea en el horizonte? –Tomó a Rugeroni por un brazo, lo llevó hasta la
ventana, señaló el mar.
–¿Ve
el barco? Nos permite soñar con fugas. Un sueño indispensable para todo el
inundo.
3.
MIÉRCOLES
Aquella mañana,
Melville se había asomado más de una vez a la galería, no sin mirar a un lado y
otro antes de volver adentro. Poco después, cuando abrió la puerta a su
discípulo, exclamó:
–¡Por
fin!
–¿Llego
tarde para la clase?
–Hoy
no hay clase. Tengo algo que contarle. No sabe con qué impaciencia estuve
esperando. Es algo extraordinario.
Minuciosamente
Rugeroni refirió que su chica, Marisa, lo llevó a ver una casa en venta,
próxima a la estación de servicio, y que pasaron una hora larga midiendo
cuartos y planeando la distribución de cama, sillas, mesa y otros muebles,
mientras él repetía que no había plata y que si un día estallaba el fuego en la
estación de servicio todo el vecindario iba a volar por el aire.
–Pobre
chica. No ve la hora de vivir con usted –comentó el maestro–. Sin embargo, mi
consejo es no precipitarse. Hasta que estén plenamente seguros de haber
encontrado la casa que colme sus aspiraciones no alquilen. Ni compren, desde
luego.
–Por
favor, señor. Entre Marisa y yo no reunimos lo necesario para el alquiler de
una casilla de perro.
–¿Qué
motivo hay para descorazonarse? Todo hombre debe contar siempre con una lotería
o con una herencia.
–No
compramos billetes de lotería y francamente no sé a quién vamos a heredar.
–Mejor
que mejor. De otro modo no tendría gracia recibir el premio. Hagan el favor de
no meterse en la primera casa que vean. No se apuren. Créanme: Es importante
que a uno le guste la casa en que vive.
–¿Con
rata y todo, le gusta la suya?
–Con
rata y todo. Y ahora me acuerdo, quién sabe por qué, de la gran noticia que le
prometí. Anoche tuve una revelación. Hice un descubrimiento.
–¿Qué
descubrió?
–Una
llave. La llave de la conducta. No olvide la fecha de hoy.
–¿Qué
fecha es hoy?
–No
tengo idea. Consulte su agenda, y escriba en la página correspondiente: “En
este memorable día me enteré, antes que nadie, de la piedra de toque
descubierta por Melville, para saber qué impulsos, qué actos, qué sentimientos
son buenos y para saber también cuáles son malos”. El principio de una ética
fue uno de los proyectos o sueños que nos propusimos, para meditar el día menos
pensado, mis amigos y yo, en las grandes conversaciones de la juventud.
–Lo
que usted descubrió es muy importante. Lo felicito, maestro.
–Tal
vez habría que celebrarlo.
El
discípulo repitió la frase y el maestro abrió un armarito, sacó un botellón que
contenía líquido de color granate y llenó dos pequeños vasos. Brindaron.
–¿Le
cuento?
–Cuente.
–Primero
un poco de historia. Si bien me acostumbré a compartir este chalet con la rata,
noto que el animal año tras año ocupa mayor lugar en mis pensamientos. Para que
no me domine, procuro entretenerme y me pregunto, como en un juego, qué razón
de ser, qué utilidad puede tener un animal tan horrible. El solo intento de
encontrarle una aparente justificación me enoja.
Bruscamente
se levantó de la silla y se puso a caminar (y a renguear), de un lado a otro,
por el cuarto. “Ahora sí que parece un capitán”, pensó Rugeroni. “O tal vez un
arponero oteando el mar en busca de una ballena”.
Observó
Melville que justificación y orden son anhelos de nuestra mente, ignorados por
el mundo físico. Se diría, además, que en la mente hay cierta vocación de
inmortalidad y que el cuerpo es manifiestamente precario. De estas
incompatibilidades surge toda la tristeza de la vida. Continuó:
–Pero
como yo tengo la mente para pensar y me creo el centro del mundo, sigo
buscando. El que busca encuentra. Anoche, eureka, tuve mi revelación y ahora
puedo ofrecer al prójimo una suerte de varita de rabdomante, para que aplique a
cualquier sentimiento, actividad, impulso, estado de ánimo y descubra su
índole.
Le
recomendó al discípulo que hiciera él mismo la prueba.
–Elija
un sentimiento y confróntelo.
–¿Con
la rata?
–Con
la rata.
–¿Qué
elijo? –preguntó Rugeroni.
–Lo
que se le ocurra: amor, amor físico, amistad, egoísmo, compasión, envidia,
crueldad, o el ansia de poder, o los placeres y las cosas buenas, o la
ostentación, o la acumulación de riqueza. Lo que se le ocurra.
–¿Entiendo
correctamente? –preguntó Rugeroni–. ¿La rata es la muerte?
–Sí,
nuestra muerte, nuestra desaparición y también la desaparición de todas las
cosas, gente, historia: el mundo entero.
–Lo
que después de la confrontación queda mal parado, ¿es malo?
–Desde
luego, aunque su querido amor propio y su prestigiosa ambición no hagan buen
papel, que digamos.
–¿Y
la cobardía? –preguntó Rugeroni, que sólo disponía de una inteligencia rápida
cuando le tocaban el amor propio–. A lo mejor tiene la ventaja de postergar la
muerte.
–Una
postergación que no vale mucho –dijo Melville–, porque la rata llegará
inevitablemente. La muerte, por los siglos de los siglos. ¿Qué valor
acordaremos a unos días, a unos años, ante esa eternidad? Para tomarlos en
cuenta hay que valorar demasiado, casi diría con exceso romántico, la
existencia.
No
se rindió el discípulo. Con verdadera saña (así, por lo menos, le pareció a
Melville) replicó:
–Está
bien, señor. Convendrá, entonces, conmigo, que si las posibles ganancias del
cobarde son ridículas, con igual lógica llegaremos a la conclusión de que no es
muy grave la culpa del homicida. Confrontada, por supuesto, con su preciosa
piedra de toque.
Si
no lo hubiera cegado la satisfacción por su gimnasia intelectual, probablemente
Rugeroni habría advertido cambios en la coloración de la cara del maestro. De
un carmín intenso pasó primero al amoratado y después al blanco. El mal momento
duró poco. Casi repuesto, el maestro sonrió y dijo:
–Lo
felicito, Rugeroni. Estoy orgulloso de usted. Su crítica ha detectado una
limitación, inútil negarlo, en mi gran llave maestra de la conducta humana. Yo
pensaba, evidentemente, en una humanidad compuesta de gente como usted y como
yo. ¿Se figura a uno de nosotros preguntándose con la mayor gravedad si está
bien o está mal que asesinemos a un prójimo? Me apresuro a confesarle que nunca
tuve en cuenta a los asesinos, seres misteriosos y extraños…
–Admitirá,
de todos modos, que uno le pierde un poco de confianza a su llave, o piedra de
toque, o varita de rabdomante… No siempre es un instrumento exacto.
–Quiero
creer, Rugeroni, que usted no busca la exactitud científica en las mal llamadas
ciencias sociales. Los que pretenden elevarlas a la categoría de ciencias
exactas, las desacreditan.
Rugeroni
observó de pronto:
–Hoy
no hemos oído la rata. Quién le dice que no se fue.
Con
un dejo de ferocidad replicó Melville:
–Aunque
no se la oiga, puede muy bien estar cerca.
4.
JUEVES
Tenía la respiración
entrecortada porque había corrido. De nuevo llegaba tarde. Más tarde que nunca.
Encontró la puerta abierta, una lámpara en el suelo, un vigilante sentado en el
sillón de Melville. Preguntó:
–¿Qué
pasa?
–Usted
es el joven Rugeroni.
El
que habló no era vigilante, sino el comisario Baldasarre, que había entrado en
el escritorio por la puerta que daba al cuarto contiguo. Rugeroni repitió su
pregunta.
El
comisario Baldasarre era un hombre corpulento, cetrino y a juzgar por la traza,
abúlico, negligente, poco dado al aseo. Parecía cansado, atento únicamente a
encontrar un sillón donde echarse. Lo encontró, suspiró, cerró los ojos y
volvió a abrirlos. Ahora se diría que miraba el vacío, con ojos inexpresivos
pero benévolos. Contestó:
–Justamente,
lo estaba esperando para hacerle esa misma pregunta.
Rugeroni
se dijo: “Todavía va a resultar que sospecha de mí”. Contestó con otra
pregunta:
–¿Se
puede saber por qué me esperaba?
El
comisario suspiró de nuevo, se desperezó, respondió sin apuro. Estaba al tanto
de que todas las mañanas Rugeroni concurría al chalet para tomar clases y había
pensado que, por tener ese trato cotidiano y familiar con el profesor, a lo
mejor podía contarle algo que orientara la pesquisa.
Más
tranquilo sobre la situación personal, Rugeroni se inquietó por el profesor. No
pudo averiguar nada, porque el comisario lo interrumpió:
–Si
lo interpreto –dijo–, usted vino esta mañana a tomar clase, como siempre.
Los
ojos del comisario se habían encapotado.
–Como
siempre –repitió Rugeroni, mientras se preguntaba si el comisario se había
dormido–, aunque mi estado de ánimo es muy especial.
–¿Por
qué? ¿Algún presentimiento?
–De
ningún modo. Estoy un poco arrepentido. Quiero pedir disculpas. El señor
Melville me ha hecho un gran honor. Me comunicó una teoría suya recién
inventada o entrevista, y yo se la refuté con petulancia. Como oye: con
petulancia.
Los
ojos del comisario despertaron, se movieron en un rápido relumbrón y se
fijaron, como en una presa, en Rugeroni.
–¿No
pasó nada más? ¿La disputa subió de tono? ¿Se fueron a las manos?
–¿Cómo
se le ocurre? El profesor me refirió una teoría, por la que se podía averiguar
la verdadera índole de nuestros sentimientos, mediante su confrontación con una
rata que hay en la casa.
El
comisario abrió la boca. Un poco después habló:
–Créame,
joven Rugeroni, no entiendo palabra. Mejor dicho: una palabra, sí. Rata. No
deja de interesar que sea usted quien la emplea y con referencia al hecho
ocurrido.
–¿Cuál
es el hecho?
–Le
prevengo que si usted pretende desviar hacia una rata la investigación, ni yo,
ni el fiscal, ni el juez, le hacemos caso. Punto uno: está probado que no hay
ratas en la casa. Punto dos: no hay rata en el mundo capaz de dar tales
dentelladas.
–¿De
qué dentelladas me habla?
–De
las que provocaron la muerte del occiso.
–¿El
occiso? ¿Quién es el occiso? No me diga que le pasó algo al profesor.
–Y
usted no me diga que está asombrado. Nuestra presencia acá ¿no le sugiere nada?
El repartidor del mercadito se encontró a primera hora, cuando llegó al chalet,
con un espectáculo verdaderamente dantesco y corrió a llamarnos. Le informo,
para su gobierno, que las dentelladas en cuestión corresponden a un animal
mucho más grande que una rata. Grande, por lo menos, como usted.
Los
ojos del comisario se detuvieron en la protuberante dentadura de Rugeroni.
Éste, para ocultarla, apretó los labios, en una reacción instintiva.
–¿Está
acusándome? ¿Por qué haría yo semejante monstruosidad?
–No
está probado que la hiciera. Conocemos tal vez la chispa que provocó el
incendio: una disputa sobre futesas. Veamos ahora el móvil; ¿sabía usted que el
profesor le dejaba la casa, para que la habitara con su novia?
–¿De
dónde saca eso?
–Del
propio testamento del profesor. Lo encontramos en la mesa de luz –el comisario
continuó en tono de conversación amistosa.
–¿Van
a instalarse acá?
–Por
nada del mundo, después de lo que pasó…
–¿Después
de lo que pasó? –El comisario Baldasarre volvió a un tono de interrogatorio.
–¿No
era que no sabía lo que pasó?
–Usted
me lo dijo.
–¿Qué
motivos tiene para no mudarse?
–Por
lo menos uno: la rata. No quiero vivir con la rata. Antes dudaba de su
existencia. Ahora, no.
–En
la casa no hay ratas ni alimañas de ninguna especie. El cabo, un reputado
especialista que trabajó en grandes empresas desratizadoras, revisó la casa,
cuarto por cuarto, centímetro por centímetro. No descubrió nada.
–¿Nada?
–Nada.
En cambio si yo descubriera el por qué y el cómo (una suposición), debería
preguntarle a mi sospechoso si tiene una coartada.
–Ahora
soy yo el que no entiende.
–Le
estoy preguntando con quién estuvo anoche.
–¿Con
quién iba a estar? Con mi novia.
5.
UNA MAÑANA, UN TIEMPO DESPUÉS
Se ocupaban en
distribuir sus pocas pertenencias por cuartos y roperos, cuando alguien llamó a
la puerta. Era Baldasarre. Con mal disimulado sobresalto, Rugeroni preguntó:
–Comisario,
¿qué lo trae por acá?
Baldasarre
fijó los ojos, primero en la muchacha, después en su interlocutor. Eran ojos
despiertos, pero afables.
–El
deseo, nomás, de reanudar el trato de buenos vecinos que alguna vez, por
razones profesionales, me vi penosamente obligado a interrumpir.
Fingiendo
coraje, observó Rugeroni:
–Hasta
el punto de sospechar de uno de sus buenos vecinos…
–Pero
cuando supe que le respaldaba la coartada una persona tenida en tal alto
concepto como la señorita, hoy señora, Marisa, me dije que no valía la pena
insistir. Dirigí, sin perder un instante, mis cañones sobre el repartidor del
mercadito, sospechoso más indefenso y, por eso, más maleable, mucho más
maleable. Todo inútil. Pasé horas amargas. Yo soy un hombre a la antigua. Entre
nosotros le confieso que si me impiden la picana y el cepo, haga de cuenta que
tengo las manos atadas. Comprendí que en tales condiciones no quedaba opción.
La única salida ética era la renuncia.
–¿Renunció?
–Renuncié.
De modo que ya no hay que decirme comisario, sino Baldasarre, a secas.
Aprovecho la oportunidad para comunicarle que he adquirido el fondo de comercio
del mercadito, de manera que espero no sólo tenerlos de amigos, sino también de
clientes. Claro que ustedes no notarán nada, porque el repartidor es el mismo.
Ya les dije. Me considero un hombre a la antigua, que se encariña con la gente
y con la rutina. No quiero cambios.
Rugeroni
preguntó:
–¿Un
cafecito?
–Me
van a perdonar. Estoy visitando a la clientela. No alcanza el tiempo. Otro día
será. ¿Se encuentran a gusto en el chalet?
–Muy
a gusto.
–Digan
después que el comisario no tenía razón.
–¿En
qué? –preguntó Marisa.
–¿En
qué va a ser? En que no hay ratas. Menos mal que le bastó una semana para
convencerse.
–Yo
no las tengo todas conmigo –dijo en broma, Rugeroni.
–Hombre
de poca fe –dijo Marisa.
–Muerto
el perro se acabó la rabia –dijo el comisario.
Caminando
con soltura, aunque estaban abrazados, lo acompañaron hasta la galería. Lo
vieron alejarse, con la bicicleta. Cuando entraron en el chalet y cerraron la
puerta, oyeron un rumor inconfundible.
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