H. G. Wells
Había visto varias veces
la Tienda Mágica desde lejos; había pasado una o dos veces por delante del escaparate,
donde se podían contemplar pequeños objetos mágicos: bolas mágicas, gallinas mágicas,
conos maravillosos, muñecas ventrílocuas, material para el truco del cesto, barajas
que parecían corrientes, y todo ese tipo de cosas; pero nunca se me había pasado
por la cabeza entrar, hasta que un día, sin previo aviso, Gip me cogió del dedo
y me arrastró hasta el escaparate, y se comportó de tal forma que no me quedó más
remedio que entrar con él. A decir verdad, no pensaba que estuviera en ese lugar
–era una fachada de dimensiones modestas en Regent Street, entre una tienda de cuadros
y un establecimiento donde salen los polluelos de las incubadoras patentadas–, pero
el hecho es que estaba allí. Creía que se encontraba más cerca de Circus, o por
la esquina de Oxford Street, incluso en Holborn; siempre estaba en la acera de enfrente
y un tanto inaccesible, como si su situación fuera un espejismo; pero estaba allí
en ese momento, sin ningún género de dudas, y la gruesa yema del dedo de Gip hacía
un ruido sobre el cristal.
–Si
fuera rico –dijo Gip, mientras señalaba con un dedo el “huevo que desaparece”– me
compraría esto. Y eso –refiriéndose a la “muñeca que llora, muy humana”–, y esto
–señalando una cosa misteriosa que se llamaba, según se leía en una elegante tarjeta:
“Compra uno y asombra a tus amigos”–. Cualquier cosa –añadió– puede desaparecer
bajo uno de estos conos. Lo he leído en un libro. Y allí, papá, está el “medio penique
que desaparece”… sólo que lo han puesto de esa forma para que no podamos ver cómo
se hace.
Gip,
un niño encantador que había heredado la educación de su madre, no tenía intención
de entrar en la tienda ni de molestar en absoluto; pero me llevó del dedo inconscientemente
hasta la puerta y dio a entender su interés de una forma clara.
–Eso
–dijo, y señaló la “botella mágica”.
–¿Y
si la tuvieras? –le dije.
Cuando
oyó esta pregunta prometedora, me miró con un resplandor repentino en los ojos.
–Se
lo enseñaría a Jessie –dijo, pensando como siempre en los demás.
–Quedan
menos de cuatro meses para tu cumpleaños, Gibbles –dije, y puse la mano en el picaporte.
No
respondió, pero su mano me apretó más el dedo, y así entramos en la tienda.
No
era una tienda común; era una tienda mágica, y el entusiasmo y la precipitación
que Gip habría mostrado de tratarse de meros juguetes, no se manifestó en esta ocasión.
Dejó que el peso de la conversación recayera sobre mí.
Era
una tienda pequeña, estrecha y con poca luz; el timbre de la puerta volvió a sonar
con una nota de dolor cuando la cerramos. Durante un momento estuvimos solos y pudimos
contemplar lo que había a nuestro alrededor. Había un tigre de papier-maché
sobre la vitrina que cubría el mostrador, un tigre grave, de ojos bondadosos que
movía la cabeza rítmicamente; había varias esferas de cristal, una mano de porcelana
que sostenía cartas mágicas, un surtido de peceras mágicas de varios tamaños, un
sombrero mágico impúdico que mostraba sin vergüenza sus resortes. En el suelo había
espejos mágicos: uno te alargaba y estrechaba, otro te aumentaba la cabeza y te
hacía desaparecer las piernas, y otro te hacía pequeño y gordo como un tonelete.
Cuando nos estábamos riendo de esto, llegó el que, según creí, era el encargado
de la tienda.
Fuera
quien fuera, estaba detrás del mostrador; era un hombre cetrino, moreno, extraño,
con una oreja más grande que otra y un mentón como la punta de una bota.
–¿En
qué puedo servirles? –dijo extendiendo sus dedos largos y mágicos sobre la vitrina.
Y
así, con un susto, fue como lo conocimos.
–Quiero
comprar a mi pequeño algún truco sencillo de prestidigitación –dije.
–¿Un
juego de manos? –preguntó–. ¿Mecánico? ¿Casero?
–Algo
divertido –dije.
–¡Hum!
–dijo el dependiente, y se rascó la cabeza como si reflexionara. Entonces sacó claramente
de la cabeza una bola de cristal–. ¿Algo así? –dijo, y nos la acercó.
Lo
que hizo fue sorprendente. Había visto el truco infinidad de veces en algún espectáculo
–forma parte del repertorio habitual de los prestidigitadores–, pero no esperaba
verlo allí.
–Está
muy bien –dije riéndome.
–¿Verdad?
–dijo el dependiente.
Gip
alargó la mano para coger la bola, pero sólo encontró una mano vacía.
–Está
en tu bolsillo –dijo el dependiente, ¡y allí estaba!
–¿Cuánto
cuesta? –pregunté.
–Las
bolas de cristal no cuestan nada –dijo el dependiente con cortesía–. Las conseguimos
gratis –añadió sacando una del codo.
Volvió
a sacar otra de la nuca y la dejó junto a la anterior en el mostrador. Gip miró
su bola de cristal con prudencia, después dirigió una mirada de interrogación hacia
las dos que estaban en el mostrador y, finalmente, examinó con sus ojos redondos
al dependiente, que sonrió.
–Puedes
quedarte con estas también –dijo el dependiente–, y, si no te importa, con una que
saque de mi boca. ¡Así!
Gip
me pidió consejo con la mirada y luego, en profundo silencio, se guardó las cuatro
bolas, estrechó de nuevo mi dedo tranquilizador y se dio ánimos para presenciar
el siguiente acontecimiento.
–Conseguimos
todos nuestros pequeños trucos de esta forma –observó el dependiente.
Me
reí como el que sigue una broma.
–En
lugar de ir al distribuidor –dije–. Evidentemente, así sale más barato.
–En
cierto modo –dijo el dependiente–. A fin de cuentas acabamos pagándolos, pero no
tanto… como la gente supone… Nuestros trucos más importantes y los suministros diarios
de las demás cosas que queremos los sacamos de ese sombrero… Y usted sabe, señor,
si me permite decírselo, que no hay un almacén de venta al por mayor de artículos
mágicos genuinos. No sé si ha reparado en nuestro rótulo: La Tienda de Magia Genuina.
Sacó
una tarjeta comercial de su mejilla y me la entregó.
–Genuina
–dijo, acompañando la palabra con el movimiento de un dedo–. No hay ningún tipo
de engaño –añadió.
Parecía
que estaba llevando la broma demasiado lejos.
Se
volvió hacia Gip con una sonrisa extraña.
–Mira,
tú eres un Buen Muchacho.
Me
sorprendió que supiera esto, pues, en beneficio de su disciplina, lo manteníamos
en secreto incluso en casa; pero Gip recibió la frase con impávido silencio y mantuvo
la mirada firme sobre el dependiente.
–Sólo
los Niños Buenos logran pasar por esa puerta.
Y,
a modo de ejemplo, llegó hasta nosotros un golpeteo en la puerta y se pudo oír débilmente
una vocecita que gritaba:
–¡Papá!
¡Papá! ¡Quiero entrar ahí, papá! ¡Quiero entrar ahí!
Luego
se oyó la voz de un angustiado padre que trataba de consolarlo y tranquilizarlo:
–Está
cerrado, Edward –dijo.
–Pero
no lo está –dije.
–Sí,
señor –dijo el dependiente–. Siempre está cerrado para esa clase de niños.
Mientras
hablaba vislumbramos al niño: una carita blanca, pálida de comer dulces y chucherías,
y deformada por las malas pasiones; un pequeño egoísta inexorable que daba patadas
al cristal encantado.
–No
servirá de nada –dijo el comerciante cuando me dirigí hacia la puerta, movido por
mi natural amabilidad.
Al
poco tiempo se llevaron al niño mimado, que no paraba de berrear.
–¿Cómo
logra hacer eso? –dije respirando un poco más libremente.
–¡Magia!
–dijo el dependiente, moviendo la mano descuidadamente, y, de pronto… surgieron
chispas de diversos colores de sus dedos y se desvanecieron en las sombras de la
tienda.
–Antes
de entrar decías –dijo dirigiéndose a Gip– que querías una de nuestras cajas “compra
una y asombra a tus amigos”.
–Sí
–dijo Gip, después de haberse dado ánimos.
–Está
en tu bolsillo.
E
inclinándose sobre el mostrador –tenía un cuerpo increíblemente largo–, este asombroso
personaje mostró el artículo como suelen hacerlo los prestidigitadores.
–Papel
–dijo, y sacó una hoja del sombrero vacío–. Cuerda.
Y
su boca se convirtió en una caja de cuerdas, de la cual sacó una tira interminable
que rompió con los dientes cuando terminó de atar el paquete… y, después –eso me
pareció a mí–, se tragó el ovillo. Luego encendió una vela en la nariz de una de
las muñecas ventrílocuas, puso uno de sus dedos (que se había puesto rojo como el
lacre) en el fuego, y selló el paquete.
–Luego
estaba el “huevo que desaparece” –observó.
Sacó
uno de mi chaqueta y lo empaquetó, así como el “niño que llora, muy humano”. Cuando
estaban listos, yo entregaba los paquetes a Gip, que los estrechaba contra el pecho.
Habló
muy poco, pero sus ojos eran elocuentes, al igual que la fuerza con que sostenía
los paquetes. Gip era el escenario de emociones indescriptibles. Éstas eran magia
auténtica.
Luego,
sobresaltado, descubrí algo que se movía dentro de mi sombrero, algo suave e inquieto.
Me quité el sombrero rápidamente y una paloma irritada –una cómplice, sin duda–
saltó, corrió por el mostrador, y creo que se metió en una caja de cartón, detrás
del tigre de papier-maché.
–¡Qué
horror! –dijo el dependiente, quitándome el sombrero con destreza–. ¡Vaya pájaro
descuidado! ¡Mira que anidar en cualquier parte!
Sacudió
mi sombrero y en su mano abierta aparecieron dos o tres huevos, una canica grande,
un reloj, media docena de las inevitables bolas de cristal, y más y más papel arrugado
y estrujado, mientras hablaba sin parar de cómo la gente se olvida de cepillar los
sombreros por dentro, así como por fuera; lo decía con mucha educación, pero refiriéndose
a mí.
–Se
acumulan todo tipo de cosas, señor… No me refiero a usted en particular, por supuesto…
Casi todos los clientes… Es asombroso todo lo que llevan encima…
El
papel arrugado crecía y ondeaba en el mostrador, cada vez en mayor cantidad, hasta
que casi ocultó al dependiente, hasta que lo ocultó por completo, y su voz seguía
y seguía.
–Ninguno
de nosotros sabe lo que puede ocultar la buena apariencia de un ser humano, señor.
No somos mejores que fachadas encaladas, sepulcros blanqueados…
Su
voz se paró exactamente igual que cuando se golpea el gramófono del vecino con un
ladrillo bien dirigido: el mismo silencio instantáneo. El crujido del papel cesó,
todo quedó en silencio.
–¿Terminó
con mi sombrero? –dije al cabo de un rato.
Pero
no hubo respuesta.
Miré
a Gip y Gip me miró a mí; allí estaban nuestras imágenes deformadas en los espejos
mágicos: extrañas, graves, inmóviles…
–Creo
que nos vamos a ir –dije–. ¿Nos puede decir cuánto es todo esto…?
–¡Oiga!
–dije con voz más bien fuerte–. Quiero la cuenta y mi sombrero, por favor.
Creo
que alguien sorbió por las narices detrás del mostrador.
–Miremos
detrás del mostrador, Gip –dije–. Creo que nos está tomando el pelo.
Llevé
a Gip alrededor del tigre que meneaba la cabeza. Y ¿quién creen que estaba detrás
del mostrador? ¡Nadie, absolutamente nadie! Sólo mi sombrero tirado en el suelo
y un típico conejo de prestidigitador, blanco y con orejas romas, sumido en sus
meditaciones y con un aspecto tan estúpido y apocado como sólo los conejos de los
prestidigitadores pueden tenerlo. Recogí mi sombrero y el conejo se apartó de mi
camino arrastrando los pies.
–Papá
–dijo Gip, susurrando débilmente.
–¿Qué
pasa, Gip? –dije.
–Me
gusta esta tienda, papá.
“A
mí también me gustaría –me dije para mis adentros– si el mostrador no se hubiera
alargado de repente, impidiéndonos el paso hacia la puerta”.
Pero
no quise llamar la atención de Gip sobre esto.
–¡Miz,
miz! –dijo alargando la mano hacia el conejo cuando pasó arrastrándose por delante
de nosotros–. ¡Conejito, haz un truco a Gip! –y le siguió con la mirada hasta que
se introdujo por una puerta que un momento antes no estaba allí.
Luego,
esta puerta se abrió de par, y el hombre que tenía una oreja más grande que la otra
apareció de nuevo. Todavía sonreía, pero cruzó una mirada entre divertida y desafiante.
–Seguro
que querrá ver la sala de exposiciones, señor –dijo con cierta cortesía.
Gip
tiró de mi dedo en dirección a la sala. Miré hacia el mostrador y volví a encontrarme
con la mirada del dependiente. Estaba empezando a pensar que la magia era demasiado
genuina.
–No
tenemos mucho tiempo –dije.
Pero,
sin saber cómo, nos encontramos en la sala antes de que terminara de decir esto.
–Todos
los artículos son de la misma calidad –dijo el dependiente frotándose las manos–,
y esta calidad es la mejor. Aquí no hay nada que no sea magia genuina, y todo totalmente
garantizado. ¡Perdón, señor!
Sentí
que tiraba de algo que se pegaba a la manga de mi chaqueta; entonces vi que agarraba
a un inquieto demonio rojo por el rabo –la pequeña criatura mordía, luchaba e intentaba
cogerle la mano–, y en seguida lo tiró descuidadamente detrás de un mostrador. Sin
duda esa cosa era sólo una figura de goma retorcida pero ¡a primera vista…! Su gesto
era exactamente el de un hombre que tiene entre las manos un pequeño bicho que muerde.
Miré a Gip, pero estaba mirando a un caballo mágico de madera. Me alegró que no
hubiera visto esa cosa.
–Oiga
–dije en voz baja, dirigiendo la mirada hacia Gip y el demonio–, ¿no tendrá muchas
cosas de ese tipo por aquí, verdad?
–¡Ninguna
de esas es nuestra! Seguramente la trajo usted –dijo el dependiente en voz baja
y con una sonrisa más deslumbrante que nunca–. ¡Es asombroso lo que la gente puede
llevar encima sin darse cuenta! ¿Ves algo que te agrade por aquí? –preguntó a Gip.
Allí
había muchas cosas que agradaban a Gip.
Volteó
hacia el sorprendente comerciante con una mezcla de confianza y respeto.
–¿Es
eso una espada mágica? –dijo.
–Una
espada de juguete mágica. No se dobla, ni se rompe, ni corta los dedos. Al que la
lleva, le hace invencible en la lucha contra cualquiera que tenga menos de diez
y ocho años. Cuestan desde media corona a siete y seis peniques, según el tamaño.
Estas panoplias son para jóvenes caballeros andantes, y muy útiles: escudo de seguridad,
sandalias para andar velozmente, yelmo que hace invisible.
–¡Oh,
papá! –exclamó sofocado.
Traté
de averiguar lo que costaban, pero el dependiente no me hizo caso. Había cogido
a Gip; había conseguido que se soltara de mi dedo; se había embarcado en la explicación
de sus artículos y nada era capaz de pararle. Poco después observé, desconfiado
y celoso, que Gip había cogido el dedo de esta persona como solía hacerlo conmigo.
Sin duda el tipo era interesante, pensé, y tenía un lote de cosas curiosamente trucadas,
realmente cosas muy bien trucadas, sin embargo…
Deambulaba
detrás de ellos, casi sin hablar, pero sin perder de vista al prestidigitador. Al
fin y al cabo, Gip se lo estaba pasando bien, y, cuando llegara la hora de irnos,
no tendríamos ningún problema en hacerlo.
Aquella
sala de exposiciones era larga y laberíntica, una galería interrumpida por mostradores
y columnas, con arcos que llevaban a otras secciones donde vendedores del aspecto
más extraño ganduleaban y te observaban, y también había espejos y cortinas turbadores.
Tan turbadores eran, en efecto, que al cabo de un rato no fui capaz de distinguir
la puerta por donde habíamos entrado.
El
dependiente enseñó a Gip unos trenes que no eran de vapor, ni de cuerda, y que corrían
con solo dar la señal; después, algunas cajas muy valiosas de soldados que tomaban
vida en cuanto quitabas la tapa y decías… Yo no tengo un oído muy fino y sólo aprecié
que se trataba de un sonido producido al retorcer la lengua; pero Gip, que tiene
el oído de su madre, lo cazó al vuelo.
–¡Bravo!
–dijo el dependiente, metiendo los soldados en la caja sin mucha ceremonia y dándosela
a Gip–. ¡Ahora! –añadió, y en un momento Gip les había dado vida de nuevo.
–¿Se
llevan esta caja? –preguntó el dependiente.
–Nos
la llevamos –dije– sólo si usted no nos cobra todo su valor, en caso contrario habría
que ser un magnate…
–¡No,
hombre! ¡No! –exclamó el dependiente y volvió a recoger los soldaditos, cerró la
tapa, agitó la caja en el aire y ¡zas!… ya estaba envuelta, atada y… ¡el nombre
completo y la dirección de Gip escritos en el papel!
El
dependiente se rio de mi asombro.
–Esto
es magia auténtica –dijo–, real.
–Es
demasiado auténtica para mi gusto –repetí.
Después
de esto continuó haciendo trucos a Gip, extraños trucos, aunque más extraña era
la forma de realizarlos. Se los explicaba, se los enseñaba por delante y por detrás,
y el niño, encantador, inclinaba la cabeza con aire de inteligencia.
Yo
no prestaba la atención necesaria.
–¡Eh,
presto! –dijo el dependiente mágico.
–¡Eh,
presto! –repitió la voz clara y débil del niño.
En
realidad, a mí me distraían otras cosas. Me estaba afectando la extraordinaria rareza
de aquel lugar, que aparecía, por decirlo así, inundado de una atmósfera de extravagancia.
Incluso había algo extraño en la instalación; en el techo, en el suelo, en las sillas
colocadas al azar. Tuve la extraña sensación de que, cuando no las miraba directamente,
se inclinaban, se movían y jugaban silenciosamente al escondite detrás de mí. La
cornisa tenía un adorno sinuoso con máscaras, que parecían demasiado expresivas
para ser sólo de yeso.
Entonces,
uno de los vendedores de aspecto extraño atrajo mi atención. Estaba a cierta distancia
de mí, y, evidentemente, no se daba cuenta de mi presencia… Veía, a través de un
arco, casi todo su cuerpo, sobre una pila de juguetes; el vendedor se inclinaba
indolentemente sobre una columna, haciendo muecas horribles. Hacía una mueca especialmente
horrible con la nariz. Lo hacía sólo porque parecía aburrido y quería divertirse
a sí mismo. Cuando empezaba, tenía la nariz chata y redonda; luego, la extendía
rápidamente como un telescopio, la estiraba, y cada vez se hacía más delgada, hasta
que parecía un látigo largo, rojo y flexible. ¡Parecía una cosa de pesadilla! La
agitaba y la lanzaba como un pescador lanza su caña.
Lo
primero que pensé fue que Gip no tenía que verlo. Volteé y lo vi totalmente absorto
con el dependiente y sin pensar en nada malo. Ambos cuchicheaban y me miraban. Gip
estaba de pie sobre un taburete y el dependiente sostenía una especie de gran tambor
con la mano.
–¡Vamos
a jugar al escondite, papá! –gritó Gip–. Tú te quedas.
Y
antes de que pudiera hacer algo para evitarlo, el dependiente había puesto el gran
tambor sobre Gip.
En
seguida me di cuenta de lo que iba a pasar.
–¡Quite
eso inmediatamente! –grité–. Va a asustar al niño. ¡Quítelo!
El
dependiente de orejas desiguales lo hizo sin decir una palabra y me acercó el gran
cilindro para que viera que estaba vacío. ¡Y el taburete también estaba vacío! ¿Había
desaparecido también mi hijo en ese instante…?
Tal
vez conozcan esa cosa siniestra que surge como una mano de la nada y oprime el corazón.
Saben que destruye el yo habitual y lo deja a uno tenso y cauto, ni lento ni precipitado,
ni enfadado ni temeroso. Eso me sucedió a mí.
Me
acerqué al risueño dependiente y di una patada a su taburete.
–¡Ya
está bien de locuras! –dije–. ¿Dónde está mi hijo?
–¿Ve?
–dijo, mientras mostraba el interior del taburete–. Aquí no hay engaño…
Alargué
la mano para agarrarlo, pero se escabulló con un hábil movimiento. Intenté agarrarlo
otra vez, pero se apartó de mí y empujó una puerta para escapar.
–¡Alto!
–grité, y se rio mientras se alejaba.
Me
precipité tras él, en medio de una oscuridad total.
¡Plaf!
–¡Válgame
Dios! ¡No le he visto venir, señor!
Me
encontraba en Regent Street y había chocado con un trabajador de aspecto amable;
un poco más allá estaba Gip, que parecía algo perplejo. Me disculpé, y entonces
Gip se volvió y caminó hacia mí con una sonrisa brillante, como si se hubiera perdido
por un momento.
¡Y
llevaba cuatro paquetes en los brazos!
Al
instante estrechó mi dedo entre su mano.
Estuve
un segundo sin saber qué hacer. Miré alrededor para ver la puerta de la tienda mágica,
pero… ¡no estaba allí! No había puerta, ni tienda… nada, sólo la pilastra corriente
que se encuentra entre la tienda donde venden cuadros y el escaparate de los pollos…
Hice
lo único que podía hacerse ante semejante confusión mental. Fui derecho al bordillo
y levanté el paraguas para parar un coche.
–¡Coche!
–dijo Gip exultante.
Lo
ayudé a montar; recordé mi dirección con dificultad y por fin monté yo también.
Algo extraño se manifestó en un bolsillo de mi chaqueta; metí la mano y descubrí
una bola de cristal. Con un gesto de petulancia la tiré a la calle.
Gip
no dijo nada.
Durante
un rato ninguno de los dos habló.
–¡Papa!
–dijo Gip al fin–. ¡Esa era una auténtica tienda!
Esto
me llevó a considerar el problema de la impresión que le podía haber producido todo
aquello. No parecía que le hubiera afectado nada, y de momento se encontraba bien.
No estaba trastornado, ni asustado, sino tremendamente satisfecho por lo bien que
se lo había pasado aquella tarde y por los cuatro paquetes que llevaba en los brazos.
¡Diablos!
¿Qué podría haber en los paquetes?
–¡Hum!
–dije–. Los niños pequeños no pueden ir a tiendas así todos los días.
Escuchó
estas palabras con su estoicismo acostumbrado y, por un momento, lamenté ser su
padre y no su madre para poder besarlo allí inmediatamente, coram publico,
en el coche. Al fin y al cabo, pensé, no había salido tan mal la cosa.
Pero
hasta que no abrimos los paquetes, no empecé a sentirme realmente tranquilo. Tres
de ellos contenían cajas de soldados, soldados de plomo totalmente normales, pero
de tan buena calidad que Gip olvidó que estos paquetes habían sido originariamente
trucos mágicos, de una clase única y genuina. El cuarto contenía un gatito, un gatito
blanco de carne y hueso, con excelente salud, carácter y apetito.
Cuando
abrimos los paquetes, sentí un alivio provisional. Estuve dando vueltas por el cuarto
del niño durante horas y horas…
Esto
sucedió hace seis meses. Y ahora estoy empezando a pensar que todo está en orden.
El gatito sólo tiene la magia que es natural a todos los gatos, y los soldados parecen
una compañía tan disciplinada como cualquier coronel podría desear. ¿Y Gip…?
Los
padres inteligentes comprenderán que debo conducirme con suma cautela con él.
Pero
un día me atreví a preguntarle:
–¿Te
gustaría que tus soldados tomaran vida, Gip, y que marcharan ellos solos?
–Los
míos lo hacen –dijo Gip–. Sólo tengo que decir una palabra que sé antes de abrir
la tapa.
–¿Y
marchan solos?
–Claro
que sí, papá. No me gustarían si no lo hicieran.
No
mostré ningún signo de sorpresa improcedente; desde entonces he tenido ocasión de
sorprenderlo una o dos veces con los soldados fuera de la caja, pero hasta ahora
no los he visto comportarse de una manera mágica…
Es
algo difícil de explicar.
Existe
también un problema económico. Tengo la incurable costumbre de pagar todas las facturas.
He subido y bajado Regent Street varias veces buscando esa tienda. Me inclino a
pensar, en efecto, que esta cuestión de honor ha sido satisfecha, y que, como conocen
el nombre y la dirección de Gip, puedo esperar perfectamente que esas personas,
sean quienes sean, envíen la factura a su debido tiempo.
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