Shirley Jackson
El autobús esperaba, ronroneando pesadamente,
estacionado ante la pequeña estación. Su mole azul y plata brillaba a la luz de
la luna. Sólo había un puñado de personas interesadas en el camión y a aquella
hora de la noche no había nadie paseando por la acera. El único cine del pueblo
había cerrado sus puertas una hora antes y todos los espectadores habían pasado
ya por la cafetería a tomarse un helado y se habían marchado a sus casas;
ahora, la cafetería estaba cerrada y era otra puerta oscura y silenciosa más en
la larga calle dormida. Las únicas luces del pueblo eran los semáforos, los
rótulos de neón del barecillo del otro lado de la calle, que permanecía abierto
toda la noche, y la solitaria lámpara que quedaba encendida en el mostrador de
la estación de autobuses, donde la chica de la venta de boletos estaba sentada
con el abrigo y el sombrero puestos, esperando únicamente a que se marchara el de
Nueva York para ir a su casa y acostarse.
En la acera, junto a la puerta
abierta del autobús, Clara Spencer se agarraba al brazo de su marido con gesto
nervioso.
–Me siento muy rara –murmuró.
–¿Te encuentras bien? –preguntó
él–. ¿Crees que debería ir contigo?
–No, claro que no. Ya se me
pasará –a la mujer le costaba hablar con la mandíbula hinchada; con una mano
apretó el pañuelo sobre la zona dolorida y con la otra se sujetó con fuerza a
su marido–. ¿Estás seguro de que podrás arreglártelas? –le preguntó–. Estaré de
vuelta mañana por la noche, a más tardar. De lo contrario, llamaré.
–Todo irá bien –le aseguró él,
animándola–. Mañana al mediodía te habrá pasado el dolor. Dile al dentista que
si sucede cualquier cosa, iré enseguida.
–Me siento muy rara –repitió la
mujer–. Aturdida y un poco mareada.
–Es por la medicina. Tanta
codeína, y ese whisky y sin comer nada en todo el día…
–Me temblaba tanto la mano que
no me pude peinar –explicó ella con una risilla nerviosa–. Menos mal que todo
está oscuro.
–Procura dormir en el autobús.
¿Tomaste la píldora para dormir?
La mujer asintió. Estaban
esperando a que el chofer del autobús terminara su café en el bar; podían verlo
a través del ventanal, sentado ante el mostrador, tomándose su tiempo.
–Me siento muy rara…
–¿Sabes una cosa, Clara? –el
hombre habló en tono grave, como si poniéndose serio pudiera dar más fuerza a
sus palabras y, por tanto, resultar más reconfortante–: ¿Sabes?, me alegro de
que vayas a Nueva York a que Zimmerman se ocupe de esto. No me perdonaría nunca
si resultara algo importante y te hubiera dejado ir con ese carnicero del
pueblo.
–No es más que un dolor de
muelas –replicó Clara, inquieta–. Un dolor de muelas no tiene nada de
importante.
–Nunca se sabe –dijo él–. Puede
haber un absceso o algo así; estoy seguro de que tendrá que sacarla.
–¡Ni se te ocurra volver a
decirlo! –murmuró ella con un escalofrío.
–Bueno, tiene un aspecto
bastante malo –aseguró él, serio como antes–. Con la cara tan hinchada y demás.
Pero no te preocupes.
–No estoy preocupada –aseguró
Clara–. Es sólo que me siento como si fuera toda muelas, eso es todo.
El chofer del autobús se levantó
del taburete y se dirigió a la caja para pagar. Clara avanzó hasta el vehículo
y su marido le dijo:
–Tienes tiempo; tienes mucho
tiempo todavía.
–Es que me siento rara.
–Escucha; esa muela te viene
molestando por temporadas desde hace años; desde que te conozco, al menos te ha
dado problemas seis o siete veces. Es hora de hacer algo. Si hasta te dolieron
las muelas durante la luna de miel –añadió en tono acusador.
–¿De verdad? –replicó Clara–.
¿Sabes una cosa? – continuó diciendo, con una risilla–, me di tanta prisa que
no me vestí como era debido. Llevo unas medias viejas y lo metí todo de
cualquier manera en el bolso bueno.
–¿Seguro que llevas suficiente
dinero? –preguntó él.
–Casi veinticinco dólares
–asintió Clara–. Mañana estaré de vuelta.
–Manda un telegrama si necesitas
más –le recordó el hombre. El chofer apareció a la puerta del bar–. No te
preocupes.
–Escucha –dijo Clara de pronto–,
¿seguro que podrás arreglártelas? La señora Lang vendrá por la mañana a tiempo
de preparar el desayuno y no es preciso que Johnny vaya a la escuela si las
cosas se complican demasiado.
–Ya lo sé.
–La señora Lang –insistió ella,
tanteándose la cara con los dedos–. Le dije a la señora Lang que dejé el pedido
de la tienda en la mesa, puedes comerte la lengua fría para almorzar y, en caso
de que no esté de vuelta, la señora Lang te dará de cenar. El chico de la
lavandería tiene que venir como a las cuatro; yo no habré llegado, así que dale
tu traje café y no importa que se te olvide, pero acuérdate de vaciar los
bolsillos.
–Manda un telegrama si necesitas
más dinero –dijo él–. O llama. Mañana me quedaré en casa, así que puedes
llamar.
–La señora Lang se ocupará del
bebé.
–O pon un telegrama –insistió el
marido.
El chofer cruzó la calle y se
detuvo junto a la puerta del autobús.
–¿Nos vamos? –preguntó.
–Adiós –dijo Clara a su esposo.
–Mañana te sentirás bien –le
aseguró él–. Solo es un dolor de muelas.
–Estoy bien –dijo Clara–. No te
preocupes –empezó a subir al autobús y se detuvo de pronto, con el chofer esperando
detrás de ella–. El lechero – recordó a su esposo–. Déjale una nota para que
nos traiga huevos.
–Lo haré –dijo él–. Adiós.
–Adiós –repitió Clara. Terminó
de subir al autobús y, detrás de ella, el chofer se colocó al volante. El
autobús iba casi vacío y la mujer se acomodó en la parte de atrás, junto a la
ventanilla tras la cual esperaba su marido–. Adiós –le dijo a través del
cristal–, cuídate.
–Adiós –dijo él, agitando la
mano enérgicamente.
El autobús se desperezó, gruñó y
empezó a avanzar. Clara volteó para decir adiós con la mano una vez más y, por
fin, se acomodó en el asiento, amplio y mullido. ¡Dios santo, las cosas que hay
que hacer!, se dijo. Tras la ventanilla, la calle familiar se deslizó ante sus
ojos, extraña y oscura y vista, inesperadamente, desde la perspectiva única de
una persona que abandonaba el pueblo a bordo de un camión. No era como si fuera
la primera vez que iba a Nueva York, pensó Clara con indignación; era el efecto
del whisky, la codeína, la píldora para dormir y el dolor de muelas. Se
apresuró a comprobar que llevaba las pastillas de codeína en el bolso;
normalmente, tenía el frasco en el aparador de la sala, con las aspirinas y un
vaso de agua, pero debía haberlo tomado en algún momento de su alocada salida
de la casa, porque lo encontró en el bolso, junto a los veintiún dólares y la
polvera y el peine y el bilé. Por el tacto, la mujer advirtió que se había
traído el bilé viejo, que estaba casi terminado, y no el nuevo, que era de un
tono más oscuro y le había costado dos cincuenta. Tenía la media corrida y un
agujero en la punta, que no había advertido en casa con sus cómodos zapatos
viejos pero que ahora, de pronto, resultaba desagradablemente visible con sus
mejores zapatos de paseo. Bueno, se dijo, ya compraré unas medias nuevas en
Nueva York mañana, cuando tenga arreglada la muela y vuelva a sentirme bien. Se
llevó la lengua a la muela con mucho cuidado y fue recompensada con una punzada
de dolor durante una fracción de segundo.
El autobús se detuvo ante un
semáforo y el chofer abandonó su asiento, recorrió el pasillo del vehículo
hasta llegar a la altura de Clara y dijo:
–Se me olvidó pedirle el boleto,
señora.
–Supongo que estaba demasiado
atolondrada en el último momento –respondió ella. Encontró el boleto en el
bolsillo del abrigo y lo entregó al hombre–. ¿A qué hora llegaremos a Nueva
York?
–A las cinco y cuarto –informó
el chofer–. Tendrá mucho tiempo para desayunar. ¿Sólo ida?
–Sí, volveré en tren –explicó
Clara, sin entender por qué razón se lo contaba, salvo que era de madrugada y
la gente que compartía el aislamiento en una prisión extraña como aquel autobús
tenía que mostrarse más amistosa y comunicativa que a otras horas.
–Yo volveré en autobús –contestó
el hombre, y los dos se echaron a reír (Clara, dolorosamente debido a la
hinchazón del rostro). Cuando el chofer volvió a su asiento en la parte
delantera del vehículo, ella se recostó apaciblemente en el respaldo del asiento,
percibiendo el efecto del somnífero. Ahora, el latido de la muela resultaba
distante y se mezclaba con el movimiento del autobús en un traqueteo uniforme
como las palpitaciones de su corazón, que escuchaba cada vez más fuertes,
incansables en la noche. Echó la cabeza hacia atrás, puso los pies en el
asiento contiguo, discretamente cubiertos con la falda, y cayó dormida sin
haber dicho adiós al pueblo.
Abrió los ojos en una ocasión y
vio que el autobús avanzaba a través de la oscuridad casi en silencio. La muela
le latía uniformemente y volvió la mejilla hacia el frío respaldo del asiento
con cansina resignación. Las únicas luces eran la serie de bombillas mortecinas
a lo largo del techo del vehículo. En la parte delantera del autobús, lejos de
su asiento, vio sentados a los demás pasajeros; el chofer, tan distante como si
fuera una pequeña silueta al extremo de un telescopio, estaba al volante muy derecho,
perfectamente despierto al parecer. Clara volvió a sumirse en su extraño sueño.
Un rato después, despertó de
nuevo porque el autobús se había detenido. La interrupción de aquel movimiento
silencioso a través de la oscuridad fue un sobresalto tan rotundo que la
despertó aturdida y pasó un minuto antes de que la muela empezara a dolerle de
nuevo. Los pasajeros ocupaban el pasillo del vehículo y el conductor, volteando,
anunció: “¡Quince minutos!” Clara se incorporó y salió tras los demás,
completamente dormida, salvo los ojos, y moviendo los pies sin darse cuenta de
lo que hacía. Se habían detenido frente a un restaurante abierto toda la noche,
solitario e iluminado junto a la carretera desierta. El lugar estaba caldeado y
lleno de gente y de bullicio. Vio un asiento libre al fondo del mostrador y lo
ocupó, sin darse cuenta de que había vuelto a quedarse dormida hasta que
alguien se sentó junto a ella y le tocó el brazo. Cuando Clara miró a su
alrededor nebulosamente, el hombre preguntó:
–¿Va muy lejos?
–Sí –le respondió.
El hombre llevaba un traje azul
y parecía alto; Clara no pudo concentrar los ojos para distinguir nada más.
–¿Quiere un café?
Ella asintió y el hombre señaló
con un gesto el mostrador, donde Clara vio una taza humeante frente a ella.
–Tómeselo enseguida –dijo él.
Clara dio un sorbo con
delicadeza; si por ella hubiera sido habría bajado la boca hasta la taza y
habría probado el café sin levantarla del mostrador. El hombre estaba diciendo
algo:
–Más allá incluso de Samarcanda,
y las olas tintineando en la orilla como campanillas.
–Bien, vamos allá –anunció el
chofer, y Clara dio otro rápido sorbo al café, suficiente para permitirle
regresar al autobús.
Cuando volvió a ocupar el
asiento, el desconocido se instaló en el asiento de al lado. El autobús estaba
tan a oscuras que la luz del restaurante le resultó insoportable a Clara, que
cerró los ojos. Con los párpados entornados, antes de caer dormida de nuevo, se
sintió encerrada a solas con el dolor de muela.
–Las flautas suenan toda la
noche –dijo el desconocido– y las estrellas son grandes como la luna, y la luna
es grande como un lago.
Cuando el camión reemprendió la
marcha, se adentraron de nuevo en la oscuridad y únicamente la fina hilera de
luces del techo los mantuvo juntos, uniendo la parte trasera del vehículo,
donde ella iba sentada, con la parte delantera donde estaban el chofer y los
pasajeros que ocupaban aquellas plazas, tan alejadas de la suya. Las luces los
mantuvieron unidos mientras el desconocido sentado junto a ella murmuraba:
–Nada que hacer en todo el día,
sino estar tumbado bajo los árboles.
Dentro del autobús, en pleno
trayecto, Clara no era nada; mientras pasaba ante los árboles y las esporádicas
casas dormidas, estaba en el camión, pero estaba en otro mundo, unida al chofer
por una tenue hilera de luces y llevada carretera adelante sin esfuerzo por su
parte.
–Me llamo Jim –se presentó el
desconocido.
Ella estaba tan dormida que se
agitó, incómoda, sin advertirlo y apoyó la frente en el cristal de la
ventanilla, tras la cual seguía reinando la oscuridad.
Al cabo de un rato, un nuevo
sobresalto la despertó y, aturdida, preguntó con voz asustada:
–¿Qué sucede?
–No es nada –dijo de inmediato
el desconocido, Jim –. Venga.
Clara lo siguió, bajó del
autobús y entró en lo que le pareció el mismo restaurante pero, cuando se
dispuso a ocupar el mismo taburete al fondo del mostrador, el hombre la tomó de
la mano y la condujo a una mesa.
–Vaya a lavarse la cara –le
dijo–. Después, vuelva aquí. Clara entró en el sanitario de mujeres y encontró
allí a una chica empolvándose la nariz. Sin volverse, la chica le dijo:
–Cuesta diez centavos. Deje la
puerta abierta para que la siguiente no tenga que pagar.
La puerta tenía una calza para
impedir que se cerrara y la mitad de una caja de cerillos en la cerradura. Lo
dejó todo como lo había encontrado y volvió a la mesa donde la esperaba Jim.
–¿Qué quiere? –le preguntó, pero
él señaló otra taza de café y un bocadillo y murmuró:
–Adelante.
Mientras Clara daba cuenta del
bocadillo, oyó la voz suave y melodiosa del hombre:
–Y mientras dejábamos atrás la
isla, escuchamos una voz que nos llamaba…
De nuevo en el autobús, Jim le
dijo:
–Apoye la cabeza en mi hombro y
vuélvase a dormir.
–Estoy bien así –replicó ella.
–No. Antes llevaba la cabeza
traqueteando contra el cristal.
Una vez más Clara se durmió. Y,
una vez más, despertó sobresaltada cuando el vehículo se detuvo. Y una vez más,
Jim la condujo a un restaurante y le ofreció otro café. La muela empezó a
dolerle de nuevo y, con una mano apretada contra la mejilla, rebuscó en los
bolsillos del abrigo y luego en el bolso hasta encontrar el frasquito de
píldoras de codeína, y se tomó dos mientras Jim la observaba.
Estaba terminando el café cuando
escuchó el ruido del motor del autobús y se incorporó de inmediato,
apresurándose, y subió corriendo al refugio en sombras de su asiento, con Jim
sosteniéndola del brazo. El autobús ya estaba en marcha cuando advirtió que
había olvidado el frasco de la codeína en la mesa del restaurante; ahora estaba
a merced del dolor de muela. Volvió la vista un momento por la ventanilla hacia
las luces del restaurante y luego apoyó la cabeza en el hombro de Jim. Mientras
se dormía, lo oyó decir:
–La arena es tan blanca que
parece nieve, pero está caliente; incluso de noche está caliente bajo los pies.
Se detuvieron por última vez y
Jim la ayudó a bajar del autobús y, por un instante, se encontraron juntos en
Nueva York. Una mujer que pasaba cerca de ellos en la estación le dijo al
hombre que la seguía con unas maletas:
–Llegamos puntuales. Las cinco y
cuarto.
–Voy al dentista –explicó a Jim.
–Ya lo sé –respondió él–. La
estaré vigilando.
El hombre se fue, aunque Clara
no lo vio hacerlo. Se le ocurrió buscar a alguien con traje azul saliendo por
la puerta, pero no vio a nadie.
Debería haberle dado las
gracias, se dijo medio atontada, y se dirigió lentamente al bar de la estación,
donde volvió a pedir café. El hombre del mostrador la miró con la fatigada
compasión de quien había pasado una larga noche viendo a gente subir y bajar de
los camiones.
–¿Tiene sueño? –preguntó.
–Sí –contestó Clara.
Al cabo de un rato, descubrió
que la estación de autobuses lindaba con la Terminal de Pennsylvania y
consiguió llegar al vestíbulo principal y encontrar un hueco en una de las
bancas antes de caer dormida de nuevo.
Alguien la sacudió enérgicamente
por el hombro y le dijo:
–¿Qué tren va a tomar, señora?
Son casi las siete.
Clara se enderezó en el asiento
y vio su bolso en el regazo; observó sus pies, elegantemente cruzados, y se
fijó en el reloj que tenía ante ella.
–Gracias –murmuró. Se puso en
pie y anduvo a ciegas hasta dejar atrás los bancos y tomar una escalera
mecánica. Alguien la tomó inmediatamente detrás de ella y la tocó en el brazo;
Clara se volvió y encontró a Jim.
–La hierba es muy suave y muy
verde –dijo él con una sonrisa–, y el agua del río es muy fría.
Ella lo miró con aire cansado.
Cuando llegaron a lo alto de la escalera, Clara salió y echó a andar hacia la
calle que tenía delante. Jim avanzó junto a ella y su voz continuó:
–El cielo es más azul que nada
de cuanto has visto y las canciones…
Clara se apartó de él
rápidamente y le pareció que la gente la miraba al pasar. Se detuvo en la
esquina esperando a que cambiara el semáforo y Jim, con movimientos muy
rápidos, se acercó a ella, primero, y luego se alejó.
–Mira –susurró al pasar, y le
mostró un puñado de perlas.
Al otro lado de la calle había
un bar que acababa de abrir. Entró y se sentó a una mesa; al instante,
descubrió junto a ella a una camarera de expresión malhumorada.
–Estaba usted dormida –dijo la
camarera en tono acusador.
–Lo siento muchísimo –respondió.
Ya era de día–. Huevos escalfados y café, por favor.
Eran las ocho menos cuarto
cuando salió del bar. Si tomo un autobús y voy directamente al centro, ahora
puedo meterme en el bar de enfrente de la consulta y tomar más café hasta cerca
de las ocho y media; así podré ser la primera cuando llegue el dentista.
Los autobuses empezaban a ir
llenos; tomó el primero que llegó y no encontró asiento. Quería bajar en la Calle
23 y sólo pudo sentarse cuando ya estaba cruzando la 26; cuando despertó, se
encontró en pleno centro, tan lejos que tardó casi media hora en encontrar otro
autobús y volver a la Calle 23.
Mientras esperaba a que cambiara
el semáforo en la esquina de la 23, se vio envuelta en una multitud de
peatones, y cuando éstos cruzaron la calle y se dispersaron en varias
direcciones, alguien se puso a la altura de Clara. Durante unos instantes, la
mujer continuó caminando sin alzar la cabeza, con la vista fija en la acera y
un aire enojado, y con la muela ardiéndole; por fin, levantó los ojos y miró a
su alrededor, pero no encontró ningún traje azul entre la gente que circulaba a
un lado y otro de ella.
Cuando llegó al edificio de
oficinas donde tenía la consulta con el dentista, aún era muy temprano. El
conserje del edificio estaba recién afeitado y perfectamente peinado, y
sostenía la puerta con gesto enérgico; cuando llegaran las cinco, sus movimientos
serían perezosos y llevaría el cabello ligeramente fuera de sitio. Clara cruzó
la puerta con una sensación de triunfo; había conseguido ir de un lugar a otro
y había alcanzado su objetivo, la meta de su viaje.
La enfermera, de punta en
blanco, estaba sentada tras el escritorio de la consulta; sus ojos observaron
la mejilla hinchada y los hombros hundidos de Clara y murmuró:
–¡Oh, pobrecilla! Parece usted
agotada.
–Me duele una muela.
La enfermera puso una media
sonrisa, como si aún esperara el día en que alguien entrara diciendo: “Me
duelen los pies”. Se incorporó bajo la profesional luz del sol.
–Venga por aquí –dijo–. No la
haremos esperar.
El sol iluminaba el cabezal del
sillón del dentista, la mesilla blanca redonda y el taladro con su fina punta
de cromo. El dentista sonrió con el mismo aire tolerante de la enfermera; tal
vez todas las dolencias humanas estaban contenidas en los dientes y aquel
hombre podía arreglarlas, a condición de que una acudiera a verlo a tiempo. La
enfermera dijo con voz tranquila:
–Voy a buscar el historial,
doctor. Hemos considerado mejor hacerla pasar enseguida.
Mientras le hacían una
radiografía, Clara pensó que no había nada detrás de su cabeza que detuviera el
objetivo malicioso de la cámara, como si la cámara pudiera ver a través de ella
y fotografiar los clavos de la pared próxima a ella, o los botones del puño de
la camisa del dentista, o los delicados huesecillos de sus instrumentos.
–Extracción –dijo el dentista a
la enfermera con voz apenada, y la enfermera contestó:
–Sí, doctor, ahora mismo les
aviso.
La muela, que había llevado a
Clara hasta allá infaliblemente, parecía ahora la única parte de ella que tenía
alguna identidad. Daba la impresión de que el resto de ella no hubiera estado
presente al hacer la radiografía; ahora, la muela era lo importante, lo que
merecía ser registrado, examinado y complacido, y ella sólo era su involuntaria
portadora (y sólo como tal era objeto del interés del dentista y de la
enfermera, sólo como portadora de aquella muela era merecedora de su atención
inmediata y experimentada). El dentista le entregó un papel con el dibujo de
una dentadura completa; la muela que le dolía estaba marcada con una señal
negra y en el encabezamiento se leía: “Molar inferior; extracción”.
–Con este papel –le indicó el
dentista–, vaya a la dirección que indica el membrete. Es un cirujano dentista.
Allí se ocuparán de usted.
–¿Qué harán? –preguntó ella. No
era aquélla la pregunta que quería hacer; no, señor. Más bien era: “¿Qué me
harán?”, o: “¿Hasta dónde llega la raíz?”
–Extraerle esa muela –contestó
el dentista con irritación, dándole la espalda–. Debería habérsela sacado hace
años.
Me quedé aquí demasiado tiempo y
ya se cansó de mi muela, pensó Clara. Se levantó del sillón y dijo:
–Gracias, doctor. Adiós.
–Adiós –respondió el dentista y,
en el último momento, le dirigió una sonrisa mostrando a la mujer su dentadura
blanca y perfecta, toda bajo completo control.
–¿Se encuentra bien? ¿Le molesta
demasiado? –se interesó la enfermera.
–Sí, me encuentro bien.
–Puedo darle unas pastillas de
codeína –continuó la enfermera–. Sería mejor que no tomara nada ahora mismo,
por supuesto, pero puedo administrarle algunas si le duele mucho.
No –respondió Clara, recordando
el frasquito de la codeína olvidado en la mesa de algún restaurante entre allí
y el pueblo–. No me molesta demasiado, gracias.
–Bien… –dijo la enfermera–,
buena suerte.
Bajó las escaleras y salió a la
calle, pasando delante del conserje. En el cuarto de hora que había pasado en
la consulta, el hombre ya había perdido un poco de prestancia matutina y su
reverencia era ligeramente más corta que antes.
–¿Taxi? –preguntó el conserje y
Clara, recordando el autobús de la Calle 23, asintió.
En el preciso instante en que el
conserje hacía un gesto desde el bordillo, con una reverencia hacia el taxi que
parecía creer que había sacado de la nada, Clara creyó ver una mano que le
hacía señales entre la multitud del otro lado de la calle.
Leyó la dirección de la tarjeta
que le había dado el dentista y repitió cuidadosamente las señas al taxista.
Con la tarjeta y el papel donde el dentista había escrito “molar inferior”, y
donde aparecía tan claramente identificada la muela, Clara permaneció sentada
sin moverse, sin soltar aún los papeles y con los ojos casi cerrados. Pensó que
debía haberse vuelto a dormir cuando el taxi se detuvo de pronto y el
conductor, alargando un brazo hacia atrás para abrir la puerta, la miró con
curiosidad antes de anunciar:
–Ya llegamos, señora.
–Voy a que me saquen una muela
–explicó ella.
–¡Caramba! –exclamó el taxista.
Ella le pagó y el hombre le deseó buena suerte antes de cerrar la puerta con
estruendo.
Estaba ante un edificio extraño,
cuya entrada flanqueaban unos símbolos médicos tallados en piedra; allí, el
conserje tenía un leve aire profesional, como si fuera capaz de hacerle un
diagnóstico en el caso de que ella no quisiera ir más allá. Clara pasó junto a
él y siguió adelante hasta que un ascensor abrió sus puertas para ella. Mostró
la tarjeta al ascensorista y éste dijo:
–Séptimo piso.
Tuvo que retroceder hasta el
fondo del ascensor para dejar espacio a una enfermera que conducía a una
anciana en una silla de ruedas. La anciana estaba muy tranquila y quieta,
sentada en el ascensor con una manta sobre las rodillas: “Buenos días”, saludó
al ascensorista, y éste contestó: “Es estupendo ver el sol”, y la anciana se
recostó en la silla y la enfermera le arregló la manta en torno a las rodillas
y dijo: “Bueno, ahora no nos vamos a preocupar…” y la anciana replicó,
irritada: “¿Quién se preocupa?”
Las dos mujeres bajaron en el
cuarto piso. El ascensor prosiguió su camino y el ascensorista anunció por fin:
“Séptimo”, y el aparato se detuvo y la puerta se abrió.
–Recto al fondo del pasillo y a
la izquierda –le indicó el elevadorista.
A ambos lados del pasillo había
puertas cerradas, con rótulos. En algunas de ellas se leía “DCD”, en otras
decía “Clínica” y en otras, “Rayos X”. Una de ellas, de aspecto sólido y
amistoso y, en cierto modo, más comprensible, decía “Damas”. Después, dobló a
la izquierda y encontró otra puerta con el nombre de la tarjeta, la abrió y
entró. Había una enfermera sentada detrás de una ventanilla, casi como la de un
banco, y unas palmeras enanas plantadas en cubetas en los rincones de la sala
de espera, y unas revistas recientes y unas sillas cómodas. La enfermera de la
ventanilla preguntó: “¿Sí?”, como si Clara tuviera en descubierto la cuenta con
el dentista y le debiera todavía un par de muelas.
Deslizó el papel del otro
dentista por la ventanilla y la enfermera lo inspeccionó antes de decir:
–Molar inferior, sí. Llamaron
diciendo que venía. ¿Quiere pasar, por favor? La puerta de la izquierda.
¿Entrar en el santuario?, estuvo
a punto de decir Clara, pero abrió la puerta en silencio y pasó adentro. Allí
la esperaba otra enfermera que le sonrió y dio media vuelta esperando que la
siguiera sin mostrar la menor duda sobre su derecho a guiarla.
Pasaron ante otra puerta de
rayos X y la enfermera dijo a una colega: “Molar inferior”, y la otra enfermera
murmuró: “Venga por aquí, por favor”.
Recorrieron un laberinto de
pasillos que parecían conducir al corazón del edificio de oficinas hasta que,
finalmente, llegaron a un cubículo donde había un sofá con una almohada, una
palangana y una silla.
–Espere aquí –murmuró la
enfermera–. Y relájese si puede.
–Lo más probable es que me quede
dormida – respondió Clara.
–Muy bien. No tendrá que esperar
mucho rato.
Aguardó más de una hora,
posiblemente, aunque pasó la mitad del tiempo medio dormida, despertando sólo
cuando alguien pasaba ante la puerta; de vez en cuando la enfermera se asomaba y
sonreía. Una de las veces le repitió que no tendría que esperar mucho. Luego,
de pronto, la enfermera reapareció sin la sonrisa, sin hacerse ya la anfitriona
amable, sino con aire de eficiencia y rapidez.
–Vamos allá –dijo, y la sacó de
la pequeña habitación y la condujo de nuevo por los pasillos con aire resuelto.
Después, de pronto, tan deprisa
que ni le dio tiempo a verlo, se encontró sentada en el sillón, con una toalla
en torno a la cabeza y otra bajo la barbilla, y la enfermera apoyaba una mano
sobre su hombro.
–¿Me hará daño? –preguntó Clara.
–No –respondió la enfermera con
una sonrisa–. Usted sabe que no, ¿verdad?
–Sí –murmuró.
Entró el dentista y le sonrió
desde encima de su cabeza.
–Bien… –dijo.
–¿Me hará daño? –repitió ella.
–Vamos, vamos –contestó el
hombre en tono animado–, si le hiciéramos daño a la gente, no duraríamos en
este negocio –mientras hablaba, el médico se afanaba con unos objetos metálicos
ocultos bajo un lienzo mientras acercaban al sillón, casi en silencio, una gran
máquina sobre ruedas–. No duraríamos nada en el negocio –repitió–. Lo único que
debe preocuparle es contarnos algún secreto mientras está dormida. De eso sí
que debe estar pendiente, ¿sabe? ¿Molar inferior? – preguntó a la enfermera.
–Molar inferior, doctor –asintió
ésta.
A continuación, colocaron la
máscara de goma de sabor metálico sobre el rostro de Clara y el médico,
distraídamente, repitió dos o tres veces: “¿Sabe?”, mientras ella aún lo veía
por encima de la máscara. La enfermera le dijo: “Relaje las manos, querida”, y
al cabo de un largo rato notó que sus dedos se relajaban.
Antes de que todo quede tan
lejos, pensó, recuerda esto. Y recuerda el sonido y el sabor metálico de todo
ello. Y lo ultrajante del asunto.
Y luego el torbellino de la
música, el sonido estridente y confuso de la música que seguía y seguía,
girando y girando, y Clara corría cuanto podía por un pasillo largo
horrorosamente claro y con puertas a ambos lados, y al fondo del pasillo estaba
Jim, con las manos extendidas al frente y riéndose, y diciendo algo que ella no
llegaba a oír debido al estruendo de la música, y volvía a correr y luego
decía: “No tengo miedo”, y alguien de la puerta próxima a ella la agarraba por
el brazo y tiraba de ella y el mundo se fue ensanchando alarmantemente hasta
que pareció que nunca se detendría, pero a continuación se detuvo con la cara
del doctor mirándola desde encima y la ventana quedó encuadrada delante de ella
y la enfermera le estaba sosteniendo el brazo.
–¿Por qué me jalaba del brazo?
–preguntó, y notó la boca llena de sangre–. Yo quería seguir…
–Yo no la jalaba del brazo…
–replicó la enfermera, pero el dentista indicó:
–Todavía no ha despertado del
todo.
Clara se echó a llorar sin
moverse y notó que las lágrimas le rodaban por el rostro y que la enfermera las
secaba con una toalla. No había sangre en ninguna parte, salvo en su boca; todo
lo demás estaba tan limpio como antes. El dentista se marchó de pronto y la
enfermera le tendió el brazo y la ayudó a incorporarse del sillón.
–¿Dije algo? –preguntó de
pronto, con voz nerviosa –. ¿Dije algo?
–Solamente “No tengo miedo” –la
tranquilizó la enfermera–. Justo cuando estaba despertando.
–No –replicó Clara, deteniéndose
para sujetar el brazo que la rodeaba por la cintura–. ¿Dije algo? ¿Dije dónde
está él?
–No dijo usted nada –insistió la
enfermera–, el doctor sólo estaba bromeando.
–¿Dónde está la muela? –quiso
saber de pronto; la enfermera soltó una risilla y contestó:
–Toda fuera. No volverá a
molestarla nunca.
Volvió a encontrarse en el
cubículo. Se tendió en el sofá y se echó a llorar, y la enfermera le llevó
whisky en un vaso de papel y se lo dejó junto al borde de la palangana.
–Dios me ha dado a beber sangre
–dijo a la enfermera, y ésta le respondió:
–No se enjuague la boca o no se
coagulará.
Al cabo de un largo rato, la
enfermera volvió a asomarse y le dijo desde la puerta, con una sonrisa:
–Veo que ya vuelve a estar
despierta.
–¿Por qué lo dice? –preguntó
Clara.
–Se quedó dormida y no quise
despertarla.
Clara se incorporó en el sofá;
se sentía mareada y como si llevara toda la vida en aquel cubículo.
–¿Desea acompañarme ya?
–preguntó la enfermera, de nuevo toda amabilidad, ofreciéndole el mismo brazo,
lo bastante fuerte como para guiar cualquier paso inseguro. Esta vez volvieron
a recorrer el largo pasillo hasta donde estaba la primera enfermera, sentada
bajo la ventanilla de banco.
–¿Todo listo? –preguntó esta
enfermera, con voz animada–. Siéntese ahí un minuto, entonces –señaló una silla
junto a la ventanilla y se volvió para anotar algo afanosamente–. No se
enjuague la boca en un par de horas –indicó, sin dirigirle la vista–. Esta
noche tome un laxante, y un par de aspirinas si le duele. Si sufre muchos
dolores o tiene una hemorragia excesiva, póngase en contacto enseguida con este
consultorio. ¿Lo ha entendido todo? –preguntó, con otra de sus animadas
sonrisas.
Clara se encontró con otro
pequeño papel en la mano; éste decía: “Extracción”, y debajo: “No se enjuague
la boca. Tome un laxante suave, tome un par de aspirinas para el dolor. Si el
dolor es excesivo o se presenta alguna hemorragia, avise al consultorio”.
–Adiós –la despidió la enfermera
con amabilidad.
–Adiós –respondió Clara.
Con la nota en la mano, salió
por la puerta de cristal y, casi dormida todavía, dio vuelta en la esquina y
echó a andar por el pasillo. Cuando abrió un poco los ojos y vio que estaba en
un largo corredor con puertas a ambos lados, se detuvo ante una de ellas, donde
se leía “Damas”, y entró. Se encontró en una amplia sala con ventanas y
asientos de mimbre y relucientes baldosas blancas y brillantes grifos
plateados; en torno a los lavabos había cuatro o cinco mujeres peinándose o pintándose
los labios. Avanzó directamente hasta el lavabo más próximo, tomó una toallita
de papel, dejó el bolso y la hojita de papel en el suelo, a su lado, y abrió la
llave, donde procedió a mojar la toallita hasta que estuvo empapada. A
continuación se la aplicó sobre el rostro con gesto enérgico. Se le aclaró la
vista y se sintió más despierta, de modo que empapó otra toallita y la mujer
que estaba más cerca de ella le pasó una, soltando una risilla que Clara captó
perfectamente, aunque no podía ver debido al agua que tenía en los ojos. Luego,
oyó decir a una de las mujeres: “¿Dónde vamos a almorzar?”, y a otra que
respondía: “En el bar de abajo, probablemente. Ese viejo estúpido quiere que
esté de vuelta en media hora”.
Comprendió que estaba estorbando
a aquellas mujeres, que tenían los minutos contados para asearse y bajar a
almorzar, y se apresuró a secarse la cara y apartarse del lavabo un par de
pasos y levantar la cara y mirarse al espejo, cuando se dio cuenta, con una
leve punzada de desconcierto, de que no tenía la menor idea de cuál de aquellos
rostros era el suyo.
Observó las imágenes del espejo
como si tuviera delante un grupo de desconocidas, todas las cuales la miraban o
la rodeaban; ninguna de las caras le resultaba familiar, ninguna le sonreía ni
daba la menor muestra de reconocerla. Siempre había pensado que mi propio
rostro me reconocería, se dijo con un extraño entumecimiento en la garganta.
Ante ella había una cara mantecosa sin barbilla y con el cabello rubio
brillante, otra cara de facciones enjutas bajo un sombrero rojo con velo, otro
rostro descolorido y nervioso con el cabello castaño aplastado y recogido en la
nuca, otro de líneas angulosas bajo una melena también cuadrada y dos o tres
caras más que disputaban por acercarse al espejo, haciendo muecas y
estudiándose con mirada crítica. Tal vez no es un espejo, pensó; tal vez es una
ventana y estoy viendo a unas mujeres que se acicalan al otro lado. Pero no:
aquellas mujeres estaban peinándose y mirándose en el espejo; decididamente, el
grupo estaba de su lado. Ojalá no sea esa rubia, se dijo, y levantó la mano
llevándosela a la mejilla.
Comprobó que la suya era la cara
pálida y nerviosa con el cabello recogido hacia atrás y, al advertirlo, se
sintió indignada y retrocedió apresuradamente, abriéndose paso entre el grupo
de mujeres mientras se decía: No es justo. ¿Por qué tengo esa cara tan
descolorida? En ese espejo había algunas caras bonitas; ¿por qué no escogí una
de ellas? No tuve tiempo, se respondió malhumorada; no me dieron tiempo de
pensar. Si lo hubiera tenido, habría podido escoger otro más bonito. Incluso el
de la rubia habría sido mejor.
Retrocedió hasta el fondo del
baño, y se sentó en una de las sillas de mimbre. Es vulgar, seguía pensando.
Alzó la mano y se tanteó el cabello; estaba algo despeinado después de haber
dormido pero, decididamente, así era como lo llevaba peinado, aplastado hacia
atrás y recogido en la nuca con un broche ancho. Como una estudiante, se dijo,
sólo que… (añadió, recordando la cara pálida del espejo), sólo que ya tengo
bastantes más años. Desabrochó la hebilla del pelo con dificultad y la colocó
donde pudiera verla. El cabello le cayó suavemente en torno al rostro, cálido y
largo hasta los hombros. El broche era de plata y llevaba grabado un nombre:
“Clara”.
–Clara –dijo en voz alta.
“¿Clara?” Dos de las mujeres volvieron la cabeza para dirigirle una sonrisa
mientras salían del baño. Casi todas las mujeres salían ya perfectamente
peinadas y maquilladas, y se alejaban apresuradamente sin dejar de parlotear. En
cuestión de un segundo, como pajarillos abandonando las ramas de un árbol,
todas desaparecieron y ella se quedó sentada a solas en la estancia. Dejó caer
el broche en el cenicero colocado junto al asiento; el cenicero era hondo y
metálico y el broche produjo un agradable estrépito al caer. Con el cabello
suelto sobre los hombros, abrió el bolso y empezó a sacar cosas, que fue
colocando en su regazo conforme aparecían. Un pañuelo liso, blanco y sin
desdoblar. Una polvera cuadrada y parda de plástico imitación de concha, con un
compartimento para el colorete y otro para el rouge; era evidente que el
primero no se había utilizado, aunque el rouge estaba casi acabado. Por
eso estoy tan pálida, pensó mientras dejaba la polvera. Un lápiz de labios, de
un tono rosa, casi acabado también. Un peine, un paquete abierto de cigarros y
una caja de cerillos, un monedero y una billetera. El monedero era rojo, de
imitación de cuero, con una cremallera en la parte superior; lo abrió y vació
su contenido en la mano. Monedas de diez centavos; de cinco, de uno, de cuarto
de dólar. Noventa y siete centavos, en total. Con eso no podía ir muy lejos, se
dijo, y abrió la billetera de piel marrón; contenía dinero, pero primero buscó
otros papeles y no encontró ninguno. Lo único que había dentro eran billetes.
Los contó: diecinueve dólares. Con eso podía ir un poco más lejos, pensó.
El bolso no contenía
absolutamente nada más. Ni llaves (¿no debería tener unas llaves?, se
preguntó), ni papeles, ni agendas ni documentos de identidad. El bolso era
también de imitación de cuero, gris claro, y se miró y observó que llevaba un
traje gris oscuro de franela y una blusa rosa salmón con un volante en torno al
cuello. Sus zapatos eran negros y sólidos, de tacón discreto y con cordones,
uno de los cuales estaba desatado. Llevaba medias beige y advirtió una carrera
en la rodilla derecha y otra, escandalosamente grande, que le bajaba por la
pantorrilla y terminaba en un agujero en el dedo gordo del pie, que podía
apreciar al tacto dentro del zapato. En la solapa de la chaqueta llevaba un prendedor
y, cuando le dio la vuelta para verlo, comprobó que era una letra C de plástico
azul. Se lo quitó y lo arrojó al cenicero, donde resonó contra el fondo,
arrancando un tintineo metálico al chocar con el broche para el cabello. Sus
manos eran menudas, con los dedos rechonchos y las uñas sin pintar, y la única
joya que lucía era una fina alianza de oro en la mano izquierda.
Sentada a solas en la silla de
mimbre del baño de damas, pensó: Lo menos que puedo hacer es librarme de estas
medias. Como no había nadie a la vista, se quitó los zapatos y se despojó de
las medias con una sensación de alivio cuando el dedo gordo quedó libre del
agujero en la puntera. ¿Dónde las escondo?, se preguntó; en la papelera de las
toallitas usadas. Cuando se puso en pie, pudo verse mejor en el espejo. Su
aspecto era aún más espantoso de lo que pensaba: el traje gris le hacía bolsas
en las nalgas, sus piernas eran huesudas y tenía los hombros hundidos. Tengo
aspecto de cincuentona, pensó; pero no puedo tener más de treinta, añadió
luego, al estudiarse el rostro. El cabello le colgaba desordenado en torno a
sus pálidas facciones y, en un arrebato furioso, rebuscó en el bolso hasta
encontrar el bilé. Trazó una marcada boca rosa en el rostro blanquecino y,
mientras lo hacía, se dio cuenta de que no era muy experta en maquillarse. De
todos modos, con los labios encendidos, la cara que tenía delante le pareció un
poco más aceptable, de modo que abrió la polvera y se ruborizó las mejillas con
el colorete. Le quedaron desiguales y demasiado marcadas, igual que los labios,
pero al menos el rostro ya no se veía tan demacrado y nervioso.
Echó las medias a la papelera y
salió de nuevo al pasillo con las piernas desnudas, dirigiéndose resueltamente
hacia el elevador. “¿Abajo?”, preguntó el elevadorista al verla, y ella entró y
el aparato la transportó silenciosamente hasta la planta baja. Volvió a pasar
ante el conserje con su aire grave y profesional, y salió a la calle,
concurrida de gente. Se detuvo delante del edificio y esperó. Al cabo de unos
minutos, entre la multitud de transeúntes apareció Jim, que llegó hasta ella y
la tomó de la mano.
En alguna parte, entre un mundo
y otro, había quedado su frasco de codeína y arriba, en el suelo del baño de
damas, había dejado la hojita de papel que empezaba diciendo: “Extracción”.
Siete pisos más abajo, sin pensar en la gente que avanzaba decidida por la
acera, sin advertir las esporádicas miradas curiosas, con su mano en la de Jim
y el cabello cayéndole sobre los hombros, corría descalza por la arena
caliente.
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