Poli Délano
Jorgito Salas secó los sudores de
frente y cuello con un pañuelo de hilo blanco y lanzó un silbido al detenerse
frente a la reja.
–¡Qué bárbaro! –exclamó.
Paz Alicia dijo que le parecía como en las películas, y silbó
también.
Unos cincuenta metros hacia el interior de un terreno
generoso de árboles, se erguía la mansión de don Ricardo Taylor semejando un
castillo, soberbia la casa, como consciente de su porte y donosura. Un San
Bernardo de ojos legañosos y mirada tristona llegó hasta el portón y, sacando
la lengua, empezó a mover la cola.
–El señor está tomando sol –dijo con sequedad el mayordomo,
mientras los hacía pasar–. Síganme, por favor.
Jorgito Salas se ajustó la corbata y abotonó su vestón de
lino crema. Rodearon la casa por el flanco izquierdo, entre rosales y
madreselvas, hasta el fondo del patio trasero, donde al fin pudieron ver a don
Ricardo leyendo el periódico, recostado sobre una colchoneta a orillas de una
piscina irregular de diseño y con un puente arqueado al centro. Se levantó al
verlos.
–Nada mal tu jefe –dijo Paz Alicia en voz susurrante mientras
se acercaban–. Buen cuerpo, estupendo color. Un poquito de barriga, pero los
años que debe cargar también… ¿Serán cincuenta?
–Amigo Jorge, señora, qué gusto el de tenerlos aquí. Asiento,
por favor. Quítese el vestón, Jorgito. ¿Les resultó difícil llegar? ¿Qué les
ofrezco? ¿Ha probado el Kir Royale, señora? Un aperitivo bastante bueno que
aprendí a preparar en París.
–En París –repitió Paz Alicia, como ensoñada–. Usted viaja
mucho, don Ricardo…
–Bueno, sí. A veces por placer, a veces por trabajo. Cómo es
la vida, ¿verdad, Jorgito? Las cosas casi siempre se hacen por placer o por
trabajo.
–Claro, don Ricardo, usted lo ha dicho: por placer o por
trabajo.
–¿Y su esposa no nos va acompañar, don Ricardo? –preguntó Paz
Alicia.
–Por favor, señora Salas, dejemos esto de don Ricardo. Me
hacen sentir viejo. Dígame Ricardo a secas, y usted también, Jorge, recuerde
que somos amigos. Bueno, a la pregunta: lo que ocurre, Paz Alicia, es que mi
esposa ya no es mi esposa.
–¿Que su esposa no es su esposa?
–Es decir, sigue siendo legalmente mi esposa, pero estamos
separados desde hace algún tiempo. Ella anda viajando –dijo como si la
extrañara.
–Qué pena… ¿Y es definitivo?
–Creo que sin remedio.
–Lo siento.
–Los hijos crecieron y entre ella y yo no quedó mucho.
Soledad, rencores. Personalidades antagónicas. La vida conyugal es difícil,
Jorge, deteriora mucho el alma, ¿no cree?
–Claro que sí, don Ricardo, pero por otra parte es tan
necesaria. Por eso es que hay que ceder, ambos, hacer algunos sacrificios en
bien de la convivencia, en pos de la armonía. Fíjese, nosotros vamos a cumplir
cinco años con la Pachita, y nos llevamos de lo más bien. Casi se puede decir
que nunca peleamos. Cosas chicas, mínimas, ¿cierto, mi amor? Pero nada
importante, ¿verdad, Pachita?
Paz Alicia trazó una inclinación de cabeza como aprobando lo
dicho y miró a don Ricardo con un guiño de complicidad.
–Los felicito. Ojalá que los próximos cinco sean iguales, y
todos los que vengan, naturalmente. No hay nada como la armonía, ¿eh, Jorge?
–Nada, don Ricardo. Nada como la armonía. Esa tiene que ser
la meta de las metas: la armonía.
–Aquí viene el aperitivo. ¿No desean mojarse un poco? En
aquellos camarines hay trajes de baño para todos los gustos, y de cualquier
talla.
–Me encantaría, ¿vamos, Jorge?
–Pero hagamos antes el primer brindis de la tarde. Salud,
Jorgito, salud, señora: por la felicidad de ustedes.
–Salud, salud.
–Los espero en el agua –gritó Ricardo, dejando la copa sobre
la mesita de vidrio y zambulléndose de un buen clavado.
–Armonía…Armonía…
Usted tiene un cuerpo muy armonioso, Paz Alicia –dijo Ricardo cuando los tres
se encontraron en el centro de la piscina, bajo el puente–. Y a usted, amigo
Jorge, puedo jurarle que tenemos el mismo gusto, aunque por desgracia no la
misma suerte–. Se acercó a ella y la tomó de la cintura–. Un cuerpo de “Lola”.
Armonía, eh, Jorgito –la apretó
–Nada como la armonía –dijo Jorge.
–Gracias, don Ricardo –dijo Paz Alicia–. Usted es un
adulador.
–Pero si va en serio, Pachita, no es piropo–. Subió las manos
hasta rozar levemente los pechos con sus pulgares. Luego la soltó. Jorge nadaba
hacia otro lado de la piscina–. Y quíteme ese “don”, se lo ruego.
–Bueno –dijo ella–. Ricardo a secas, usted sí que sabe por
dónde abordar a una mujer. Dicen que el camino más corto para seducir es la
lisonja. Pero yo le voy a devolver el cumplido: usted está de lo más regio.
Paz Alicia echó a nadar hacia la parte honda, donde se
hallaba su marido flotando cara al cielo, con expresión de felicidad.
Ya vestidos,
antes de pasar al comedor, se festejaron con otro Kir, brindando por el gusto
de estar ahí juntos, por los éxitos de la empresa en este nuevo año, y también
por la armonía.
–Tengo buenos proyectos para usted, Jorge, pero ya hablaremos
de eso. Asiento, por favor.
La mesa de vidrio grueso ocupaba su lugar frente a una gran
pared de espejo y puertas corredizas hacia la veranda y la piscina. Ricardo
quedó en la cabecera, de frente a una marina que ocupaba media pared. Paz
Alicia a su diestra, mirando al patio. Y Jorge Salas a la izquierda, de cara a
ese espejo que multiplicaba el ambiente. Triángulo cerrado.
Las ostras, luminosas y tersas, llamaban al beso enamorado, y
en la sensual faena de comerlas, los dos hombres no pudieron evitar que sus
dedos se dieran un baño de limón y jugos marinos. Paz Alicia alegó que el
marisco le causaba alergia y no quiso probarlas.
Como si anduviera contra el tiempo, Ricardo apuró su ración y
rápidamente se enjuagó los dedos en el aguamanil. Entonces sí que pudo posar su
mano sobre la muñeca de Paz Alicia. Jorge clavó la vista en ese gesto y una
sombrita pareció oscurecer su ya languideciente sonrisa.
–Jorgito es uno de mis mejores hombres, Paz Alicia…
–De los míos es el mejor –dijo ella, risueña.
–¡Pachita, por favor!– Jorge Salas se había puesto rojo.
–…Y quiero entregarle una responsabilidad de mayor
envergadura.
–Muchas gracias, don Ricardo –dijo Jorge, sintiendo arder la
cara y con una expresión como de que algo no iba bien.
–En los siete años que va a cumplir con nosotros, su
desempeño ha sido óptimo… Y usted sabe que a mi empresa le gusta premiar la
eficiencia. Y la lealtad, Paz Alicia –hablaba paseando la mirada entre ella y
él–. Un caso de virtud recompensada, ¿no han leído al Marqués de Sade?
–No, don Ricardo –dijo ella.
–El autor de “Justine” –respondió riendo y posándole la mano
sobre la rodilla–, un escritor francés del siglo dieciocho, un verdadero
degenerado, un orgiasta sin límites.
–¿Un qué?
–Un demonio. Eso: un demonio.
A través del espejo, Jorge siguió con su vista el movimiento
de esa mano, y se le aquietaron un poco los latidos al advertir en ella un
gesto esquivo mientras Ricardo repetía: virtud recompensada.
–Quiero nombrarlo gerente de ventas, Jorgito –se le acercó al
oído mientras Paz Alicia untaba mantequilla en un pan–; a pesar de la cagada
que dejó en agosto –dijo en voz muy baja, escudriñando los ojos aturdidos de su
huésped. Su mano seguía presionando la rodilla de Paz Alicia–. Es un cargo de
mucha responsabilidad, y demanda una gran entrega.
Jorge Salas sabía muy bien que se trataba del cargo estrella,
la meta de cuantos habían llegado a ocupar lugares de jefatura, y sabía lo que
significaba también en materia de pesos: por lo menos el doble de lo que estaba
ganando; es decir, quizás un auto, otro barrio, algún viaje. Era como la meta
final y desde esa cima, sujetando entre los dedos la varilla mágica que cambia
el color de todas las cosas, el mundo tendría que parecer distinto.
–Gracias, don Ricardo, agradezco su confianza y puedo
asegurarle que si llega a honrarme con ese puesto, sabré estar a la altura de
las circunstancias.
–Así me gusta, amigo –le palmoteó el lomo, y con la otra mano
se acercó al muslo de Paz Alicia–. Seguridad y decisión, dos factores
fundamentales para un ejecutivo. Brindemos. Salud –ella retiró la pierna con
discreción y miró a su marido con orgullo.
Acompañando al salmón, iniciaron la segunda botella de blanco
Doña Isidora y salieron luego al porche para quedar durante un rato mirándose
adormilados y burbujeantes a la espera del postre, el café turco y un drambui
que habría de coronar la jornada gastronómica.
–Así que gerente de ventas –dijo Paz Alicia asintiendo, con
un matiz de ironía, mientras Ricardo se ausentaba unos momentos.
–¿No te parece fabuloso, mi amor?
–Claro que sí, pero, oye, tu jefe es medio larguirucho de
manos, ¿te fijaste?
–No te preocupes, minucias, cosas de jefe. Sabes que se
sienten los dueños del mundo. Ya me tocará el turno.
–¡Estúpido! Me habla al oído, me soba las piernas, ¿no te
preocupes? Ah, ya, está bien, no me preocupo.
Eran las cuatro y el sol picaba fuerte cuando se les unió
nuevamente Ricardo, ofreciendo un segundo drambui.
–Ay, Ricardo, yo ya estoy medio-medio –exclamó Paz Alicia
riendo entre hipos–. Preferiría descansar un rato.
–Su casa es una maravilla –dijo Jorgito Salas–, ese bosque,
las glorietas…
–Sí –asumió Ricardo abrazando a la pareja, uno a cada lado,
sobajeando el hombro de ella, acercando cauteloso su mano al nacimiento del
pecho–. Tiene buenos rincones, sombras, esquinas misteriosas, arroyos ocultos.
¿Les conté que al otro lado de esa loma hay unas viejas caballerizas del fundo
que antes fue esto? Las mantengo, claro que sin caballos. También hay una
capilla sin sacerdote. ¡Abel! –llamó– ¡Abel!
–¿Y por qué no tiene párroco? Me encantan los curas –dijo
entre risas Paz Alicia–. Ay, qué vergüenza: parece que se me subieron los
grados…
–Tal vez le convenga descansar un poco, Pachita.
Llegó el mozo con su chaqueta de algodón blanco.
–Por favor, Abel, conduce a don Jorge a las caballerizas y
después muéstrale la capilla. Yo llevaré a la señora a los aposentos.
Jorge Salas miró a su mujer con un gesto de tristeza. Ella le
devolvió la mirada: “Buena venta”, susurró, dejándose guiar.
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