Giorgio Manganelli
Un
señor que poseía un caballo de excepcional elegancia, una mansión fortificada,
tres criados y una viña, creyó entender, por la manera como se habían dispuesto
los cirros en torno al sol, que debía abandonar Cornualles, en donde siempre
había vivido, y dirigirse a Roma, en donde, suponía, tendría ocasión de hablar
con el Emperador. No era un mitómano ni un aventurero, pero aquellos cirros le
hacían pensar. No empleó más de tres días en los preparativos, escribió una
vaga carta a su hermana, otra todavía más vaga a una mujer que, por puro ocio,
había pensado en pedir por esposa, ofreció un sacrificio a los dioses y partió,
una mañana fría y despejada. Atravesó el canal que separa la Galia de
Cornualles y no tardó en encontrarse en una zona llena de bosques, sin ningún
camino; el cielo estaba agitado y él con frecuencia buscaba abrigo, con su
caballo, en grutas que no mostraban rastros de presencia humana. El día
decimosegundo encontró en un vado un esqueleto de hombre, con una flecha entre
las costillas: cuando lo tocó, se pulverizó, y la flecha rodó entre los
guijarros con un tintineo metálico. Al cabo de un mes encontró una miserable
aldea, habitada por aldeanos cuya lengua no entendía. Le pareció que le
prevenían de alguna cosa. Tres días después encontró un gigante, de rostro
obtuso y tres ojos. Lo salvó el velocísimo caballo y permaneció oculto durante
una semana en una selva en la que no penetraría jamás ningún gigante. Al
segundo mes cruzó un país de poblados elegantes, ciudades llenas de gente,
ruidosos mercados; encontró hombres de su misma tierra, supo que una secreta
tristeza arruinaba aquella región, corroída por una lenta pestilencia. Cruzó
los Alpes, comió lasagna en Mutina y bebió vino espumoso. A mediados del tercer
mes llegó a Roma. Le pareció admirable, sin saber cuánto había decaído los
últimos diez años. Se hablaba de peste, de envenenamientos, de emperadores
viles o feroces, cuando no ambas cosas a un tiempo. Puesto que había llegado a
Roma, intentó vivir allí al menos un año; enseñaba el córnico, practicaba
esgrima, hacía dibujos exóticos para uso de los picapedreros imperiales. En la
arena mató un toro y fue observado por un oficial de la corte. Un día encontró
al Emperador que, confundiéndolo con otro, lo miró con odio. Tres días después
el Emperador fue despedazado y el gentilhombre de Cornualles aclamado
emperador. Pero no era feliz. Siempre se preguntaba qué habían querido decirle
aquellos cirros. ¿Los había entendido mal? Estaba meditabundo y atormentado; se
tranquilizó el día en que el oficial de la corte apuntó la espada contra su
garganta.
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