Abelardo Castillo
Henry Miller
In memoriam
–Cómo que no importa –se encontró diciéndole Bender a la chica, mientras,
con gesto ausente, metía en el bolsillo del piloto el diario que acababa de
comprar–. Es lo único que importa.
La chica tenía diecisiete años, pero aparentaba veinte y
le llevaba casi una cabeza. Con tacos. Descalza, como hacía un momento en el
Hotel Loto Azul, eran relativamente de la misma altura. Y hasta de la misma generación.
Al menos con la luz apagada. La chica (impermeable de Yves Saint-Laurent, largo
pelo de miel, paraguas para enanitos) dio un pequeño brinco y arrancó la húmeda
hoja otoñal de un plátano. Se llamaba Agustina. Tiene ganas de dar saltitos,
pensó Bender. La diáfana hija de puta todavía tiene ganas de dar saltitos. Él
había trabajado como un émbolo, como un pistón, como cualquier otra cosa
isócrona y bien intencionada, y ni siquiera había conseguido ponerla en marcha.
Era como pretender bailar con una lápida. Tenía las reacciones de una cubetera.
Y ahora daba saltitos.
–Si a usted le gusta para mí está bien –dijo la chica y
torciendo el cuello hacia abajo, como un cisne, le dio un beso en la zona del
ojo.
Demasiado alta, en efecto; podría ponerse tacos más bajos
cuando sale conmigo. Mora sería incapaz de una cosa así. O apuntar bien cuando imagina
dar un beso.
De todos modos, le había hablado de usted. Esto, en ella,
significaba cariño irreprimible. Sólo que Bender (cuarenta y cinco años,
profesor adjunto de Letras, muerto de hambre) tenía la impresión de que entre una
chica de diecisiete años y un tipo de su edad el único tratamiento natural era
ése. Cómo está usted, señor profesor. Qué piensa de la toponimia del Amadís
de Gaula, querido adjunto. ¿Me dejo puesta la bombacha, tío Bender?
–Vamos a tomar un café –dijo Bender–. Vos invitas.
Agustina abrió con alguna dificultad la cartera, a causa
del paragüitas. Buscó algo. Sacó un considerable chupetín de forma cónica, lo desenvolvió
y, mirando a Bender, le dio una chupada. No una chupadita, una chupada lenta,
deliberada y hasta el tronco. Esta chica, con tal de tener algo en la boca, era
capaz de chupar una llave inglesa. Siento un tironcito seco en el nacimiento de
la nuca. Debí sentirlo en algún otro lado, pero después de cuarenta minutos de
hacer de chupetín y una hora y media de bombear como una torre de petróleo en
la Antártida, dudaba de tener pito. No me queda más que la cabeza.
–No tengo plata ni cinco –dijo Agustina, mientras
sostenía esa cosa entre los dientes. Otra de sus características era que con
cualquier objeto en la boca conseguía hablar con claridad. Bender, a veces, dudaba
de que eso lo hubiera aprendido con él en sus pláticas de Española Medieval–. Y
encima vas a tener que darme para el taxi. Lo que más me gusta es cuando pones
cara de malo. Lo último que tenía me lo gasté en este chupetín. No te
preocupes, bobo, vas a ver que el día menos pensado voy a tener un orgasmo.
¿Vos creés que me va a gustar?
–Entremos –dijo Bender.
Era menos fácil cometer un asesinato en una confitería.
En la calle podía tirarla bajo un colectivo. A lo mejor alguna noche lo hacía.
La única dificultad era que Agustina debía volver al pensionado antes de las
ocho. Se sentaron.
–No te vas a poner a leer el diario –dijo Agustina.
–Qué curioso –dijo Bender–. Casi podría jurar que me
saltó sólo a las manos. En el quiosco. Nunca leo el diario. Dos cafés, mozo. Y
ahora vos me decís eso. Ni siquiera me había dado cuenta de que lo saqué del bolsillo.
–A lo mejor el diario te quiere decir algo –dijo Agustina–.
No, mozo, venga por favor Yo no quiero café. Tráigame un licuado. Y una o dos
de esas cosas con azúcar que se ven ahí. Esas bolas. Mejor dos.
–Hubiera apostado el alma a que ibas a decir eso –dijo
Bender.
–Eso qué –dijo Agustina.
Tenía los ojos violetas. Realmente violetas. La primera
vez en su vida que conocía una chica con los ojos violetas, y era frígida. ¿Es
frígida o yo estoy viejo? William Steckel había escrito una frase que era su
lema. No hay mujeres frígidas, sólo hace falta el hombre que las caliente. Pero
a ésta quién. El Hombre Nuevo. ¿Qué había acabado de decir Agustina?
–Qué dijiste del diario.
–No sé, qué diario. De lo último que hablé fue de esas
cosas con azúcar. Las bolas –y encendió un largo cigarrillo.
Entonces Bender sintió que realmente el diario le quería
decir algo. Algo relacionado con todo eso. Con la llovizna, el sexo, la muerte.
Con los quinientos mil pesos que le quedaban en la billetera. Debería estar con
Mora, no con Agustina. Acostarse con Mora era como cantar de chico en el coro
de la iglesia. Como una peregrinación a las montañas del Tíbet. Para Mora el
sexo no era un chupetín, era un cuerno de caza. Ella sabía perfectamente qué
era lo que tenía en la boca cuando tenía algo en la boca. Y del cuerno de caza
arrancaba melodías que convocaban a la selva dormida. Despertaban a las fieras
y a los pájaros. Hacer la mala porquería con Mora era como cuando Israfel
improvisaba. Las Pléyades en el cielo se detenían en su carrera hacia la gran Mariposa
de Hércules para escuchar esa música que nacía en su pelvis, y los ángeles conmovidos,
aterrados, encelados, se rebelaban contra Dios por carecer de sexo y se tapaban
la cara con sus enormes alas de las que caían, dando vueltas, algunas plumas.
–Cuchi –dice Agustina–. Despertate.
Y en el momento en que estira una de sus largas manos
para tocarme la cara, veo la enorme cartera de Mora, colgada de Mora, entrando
como un torbellino en el bar de enfrente. Ya sé, descubro con terror, hoy es el
día de mi asesinato. Mora me ve desde aquella ventana, se olvida de que está
casada (con otro, naturalmente), se olvida de que una mujer se debe a su marido
y a las mellizas y desenfunda esas grandes tijeras que debe de llevar en algún
lugar de su enorme bolsa y me arranca los ojos.
–Saca la libretita y el lápiz –dice Bender con
naturalidad.
–Zas –dice Agustina con una orla de licuado alrededor de
los labios. Ahora parece tener quince años. Por la orla. Hasta se le redondeó
la cara. Dentro de un instante se abre la puerta de este café y Mora me clava
sus tijeras en el pescuezo. Corruptor hijo de puta, la oigo gritarme, con vos
no van a estar a salvo ni las mellizas. Mora, le digo antes de entregar mi
alma, las mellizas apenas cumplieron dos años. Pero sólo oigo la voz de
Agustina. Habla de los visigodos–. Ah, sí –ha dicho–. Tenés que explicarme bien
todo eso de los visigodos y del rey Rodericus y la efe fricativa. Qué plomazo –dice.
Bender habla sin mirar hacia enfrente. Le ordena a
Agustina que no copie, sino que escuche y tome apuntes. O no vamos a terminar
nunca. Agustina dice que hacer dos cosas al mismo tiempo es difícil y Bender pregunta
que cómo se las arregla en las clases de la facultad. Ella no se arregla de
ninguna manera. Bender piensa que esa chica, cuando él la conoció, estaba en el
secundario.
Merezco la muerte. Esta chica tendría que tener un tío y
llamarse Eloísa. Yo sería Abelardo y el tío mandaría una noche a sus sicarios.
A cortarme los bolorcios. Bender recuerda las tijeras de Mora y siente una especie
de vacío metafísico en los calzoncillos.
–Ya está. Con eso y dos miradas al profesor tenés para un
ocho. Ahí te puse la plata para el taxi. Agárrala sin que el mozo te vea. No me
beses. Me siento mal cuando me besas en público.
Agustina salió a la calle y le hizo señas a un taxi.
Cuando el taxi estaba llegando volvió hacia la ventana de Bender. Bender miró
con terror acercarse a la chica y, en la vereda de enfrente, el resplandor del
pelo de Mora. Un incendio al que no apaga ninguna lluvia. Y menos esta lloviznita.
El agua, al tocar su pelo, debía hacer pfffss. Como mamá cuando tocaba
con el dedo la plancha. Agustina le hacía señas para que levantara un poco la
ventana. A Mora, por fortuna, la había detenido un Chevalier: el único objeto
de proporciones adecuadas como para impedirle cruzar una calle.
–Qué. Qué te olvidaste.
Entonces la chica dijo algo que le partió el corazón. La
reivindicó entre las mujeres. La puso casi a la altura de mamá cuando
planchaba.
–No te enojes conmigo –dijo–. Yo hago todo lo que puedo.
Yo no tengo la culpa si no me pasa nada.
Y si no hubiera sido porque Mora ya empezaba a cruzar la
calle, Bender se habría puesto a llorar. Porque desde la infantil enormidad de
sus ojos me estaban pidiendo ayuda dos diáfanas violetas mojadas.
Pero antes de que Mora y su cartera entraran en este bar,
Bender, el adjunto, el aterrado y desmonetizado y hambriento Bender, se
encontró abriendo el diario. Otra vez. No por taparse la cara. No para ocultar
sus pecados. Abrió el diario porque ese diario tenía voluntad. Ese diario tenía
alma. Alcanzó a ver 10 de junio de 1980, un titular y la cara de fauno de un
anciano. Iba a comprender algo cuando todo volvió a la oscuridad y al silencio.
Y a la tristeza postcoito. Bender volvió a ser el hombre de los cincuenta
millones de pesos. Pesos viejos. Quinientos mil pesos Ley según el cambio
actual. Bender, todo entero, era un hombre al que la vida había dividido por
cien. Calculemos. Jaromir Hladík y el ahorcado sobre el puente del Río del Búho,
antes de morir, se contaron un cuento entero. Y hasta el mismo cuento. Antes de
que Mora me arranque las orejas y quizá los testículos yo puedo arreglar mis finanzas.
No soy el hombre de los quinientos mil: lo fui. Cigarrillos, Loto Azul, taxi,
café, licuado y bolas de fraile de Agustina. Qué me queda. Sin contar el
diario. Sin contarlo, justamente. Porque por alguna razón el diario de hoy no
pertenece a la realidad euclidiana. Me pregunto si no me estoy volviendo loco.
Casi diez millones o cien mil Ley gastados desde que salí. A razón de treinta
mil por hora. Cuánto hace eso en un día. ¿Y en un año? Estos últimos meses
Bender había considerado seriamente la idea de matarse. Consecuencia de esta
vida de jeque petrolero que llevaba. O de la muela que le habían sacado. O de
haber cumplido cuarenta y cinco años. Si por lo menos no tuviera la manía de llevar
a las mujeres a hoteles. Albergues transitorios, se llamaban ahora. Era
aterrador. Él pertenecía a la generación de los alojamientos. Más atrás, a la
de los amueblados, también llamados muebles. A qué historia pertenezco. Cómo se
puede ser tan antiguo y seguir vivo. Cuando estaba con Mora (treinta años, John
Lennon, manifestación a Ezeiza) tenía que cuidarse de silbar boleros; con
Agustina, ni silbar los Beatles. El día menos pensado enmudecerán todos mis
chifles. No habrá ninguna mujer que friegue mi ciática. Todo por mi manía de
los hoteles. Porque Bender tiene teorías. Una es su Regla de Oro. No traer
nunca una mujer al departamento. Se habitúan. Empiezan por poner un florerito.
Tienden la cama. Un día aparecen en la puerta con una enorme valija. No una
valijita de ilusiones, nada de metáforas. Un valijón de familia de inmigrantes.
Y te pueblan la casa de macetas con geranios, con helechos, con plantas
trepadoras y carniceras. Se multiplican en hijos y sartenes. He visto un gran
hombre que visitado por sorpresa por un poeta adolescente debió esconder un
bombachón que estaba sobre la máquina de escribir. Yo, ese adolescente. Y eran otros
tiempos. Qué no dejarán ahora.
Momento en que entró Mora y todos los varones del local
dieron la impresión de que iban a pararse para ofrecerle fuego, o una silla, o
una ficha para hablar por teléfono. O querían prestarle sus paraguas o ladrar.
Pero ella vino a mí. Como el barco de Simbad hacia la Piedra Imán fue hacia
Bender.
–Te vi cuando estaba por volverme a casa. Tengo toda la
tarde libre. Desde cuándo lees los diarios.
–Cierto –dice Bender–. Debe ser la soledad.
Dobla el diario y vuelve a meterlo en el bolsillo del
piloto. El diario tiembla un segundo en su mano. Como la piel de zapa. Como la
zarpa del mono. Mora lo observa. Ella el lobo y yo Caperucita Roja. Hay chispitas
en sus ojos. Va a decir algo espeluznante, lo dice:
–Tengo hambre y una idea.
–Je –ríe histéricamente Bender.
–Am, am –dice Mora.
Para abreviar. Bender, con aspecto de zombie, camina
junto a Mora por la arbolada vereda del Loto Azul. Siente en su nuca la mirada estupefacta
y reprobatoria del hombre del quiosco. Antes de esto, Mora, que había rehusado
una cautelosa invitación a almorzar, hizo desaparecer del universo físico dos
porciones de torta de manzanas y un tazón de café negro como para despertar de
su sueño milenario a Nefertiti. Se han dispuesto a terminar conmigo. Van a
pulverizarme. Después de este lluvioso día de junio seré la sombra de mí mismo.
Debe repercutir de algún modo en el cerebro. Hay días en que tengo la sensación
de que se está cometiendo una injusticia con mi firulete.
–En éste no –dice Bender, que en el fondo es un
romántico, ante la puerta del Loto Azul–. Vamos al de la vuelta.
Mora tiene cosas que la ponen por encima de las mujeres
comunes.
–Para qué, es más caro.
Bender no tiene tiempo de conmoverse porque la palabra
caro le produce una especie de hipo.
Cuatro horas más tarde (doble tarifa, alcanza a sentir
Bender con la parte aún no licuada de sus sesos) vuelven a pasar, en sentido
inverso, por delante del quiosco de diarios. Bender tiene una alucinación. Una extraña
y fugaz locura eidética. Ve lo que el hombre del quiosco está viendo. Me veo y
veo a Mora. Una especie de fotomontaje. La chica de La Libertad en las
barricadas de Delacroix junto a un evadido del campo de concentración de
Auschwitz. El quiosquero esta vez no me mira. Quizá porque no me ve.
En lo alto, sobre la cabeza de Bender, lentamente, ha
comenzado a volar en círculos un ominoso pájaro negro de alas majestuosas.
Quita el pico de mi pecho. Deja mi alma en soledad.
Departamento de Bender en Parque Centenario. Cama de
fierro de una plaza, ventana al fondo. El cuarto de Van Gogh pero con una vieja
Underwood sobre la mesa y una repisa con libros. Piso dos. Cuando el espectro
de Bender subió a tumbos la escalera se sintió más bien Toulouse Lautrec yendo
de visita a ver qué tal seguía el otro de la oreja. Afuera, sobre el solitario
laberinto del parque, cae la noche. Cae la lluvia. Cae todo. Bender ve la cama
y también cae. Entonces repara en el diario. Se desliza de su bolsillo y cae al
suelo. Lentamente, se abre. Como una cosa viva, como un diario que se
despereza. Se abre exactamente en la página donde está la fotografía del
anciano. Bender y el anciano se miran. Suena el teléfono.
–Hola –dice Bender–. Vos estás loco.
Del otro lado, una urgente voz de varón en celo le está
pidiendo cinco palos. O por lo menos, tres. O sea otros tres millones viejos y
todavía no pasó una hora. Le pregunto para qué esa importante suma: ¿tiene hambre?,
¿tiene el hijo enfermo? Coma mierda. Mate al hijo. Mi amigo del alma dice que
hay que ser muy poco instruido para preguntar una cosa así. Una mina, oigo.
Oigo la palabra mina y siento que Jack el destripador era argentino. Fui yo en
Londres. La lluvia me trae el recuerdo y me cosquillean en las manos las
tijeras y los bisturís y los escalpelos. Las voy a matar a todas. No quedará
una puta sobre la faz de la Tierra. En cuanto termine de oscurecer salgo al
parque y a la primera que pase le corto todo. Me oís, dice la voz de mi mejor
amigo: una mina, esas cosas frágiles de ideas cortas y pelo largo, con ombligo.
La tengo sentada en un boliche roñoso hace una hora, se le va a deformar el
culo por tu pijotería, me oís o no me oís. Yo no lo oigo. Yo estoy mirando la
fotografía del diario. Yo no lo oigo pero digo:
–Espera un momento, no vayas a cortar, no te muevas de
ahí ni hagas nada irreparable –Bender mira la cara del anciano, lee el titular.
Entonces era eso lo que estaba tratando de decirle el diario. Bender, de pronto,
se despierta. Cuando vuelve a hablar le sorprende reconocer su voz. Varias
especies de machos gallardos hablan por su boca. El león, el enjoyado pavo
real, el buchón robador de palomas. No le sorprende, en cambio, lo que dicen–.
La mujer es la casa del hombre –dicen–. Te presto diez, no cinco. Te los
regalo, no te los presto. Si cuando llegas ya me fui, te los dejo encima de la
cama. También te presto la cama. Estás oyendo perfectamente. Acaba de morir
Henry Miller y yo debo colgar.
Siete minutos después, bañado, afeitado, reluciente y
fresco como un pepino, Bender, totalmente desnudo, marcó el número de las
Hermanas Adoratrices. Cuando lo atendieron se apretó la nariz con los dedos y, con
impersonal voz de telefonista, preguntó si ése era el número. Le dijeron que
sí. De larga distancia un momentito que le van a hablar, dijo Bender. Hable,
dijo Bender.
–Gracias –dijo Bender con tono latifundista de papá de
Agustina–. Hola, hola –dijo–. Con la hermana Sofía, por favor –y la voz que oyó
del otro lado parecía estar tan en paz con Dios que Bender se tapó con urbanidad
el ombligo con el diario. La hermana Sofía habla, sí, dijo la voz–. La escucho
muy mal, hermana. Le habla el doctor Daireaux, el papá de Agustina. Usted me
escucha. –Sí, sí señor Daireaux, dijo la voz en armonía con los cielos.
–Entonces escúcheme bien, yo casi no oigo nada. Usted
cállese y escuche. Mi tía la mayor, tía Merceditas, la tía abuela de Agustina,
usted la recuerda, la tutora de la niña, sí. Se dislocó la paletilla. Y va a necesitar
que Agustina la asista por lo menos esta noche. Hola. A la niña la pasará a
buscar mi primo segundo, el doctor Bender. Bender, exacto. Tiene una
autorización mía, firmada, en regla. Merceditas se me quedó sin enfermera y sin
mucama, Dios me perdone pero siempre lo mismo cuando más hacen falta –Bender
tomó aliento; desde el diario, los ojitos socarrones del viejo le estaban
indicando algo, un pequeño problema–. Ah, sí. Gracias –dijo Bender al diario–.
Me oye, hermana Sofía. Usted se preguntará por qué llamo yo desde mi
establecimiento de tambo y no mis propios familiares desde Buenos Aires.
Escrúpulos. Seriedad de mi primo segundo. Delicadeza, en suma. Figúrese que el doctor
Bender, Bender, el del papelito, ha viajado en su avioneta ida y vuelta para
recabar mi autorización. Al tambo. Hasta Junín. Fue y vino. Quiero decir, vino
y fue, qué me dice. ¿Qué dice? Ah sí, con este tiempo. Vino y fue en su
avioneta con este tiempo. No oigo nada. Cómo para qué tanta molestia, por si la
necesitara a Agustina más de un día o algún otro día. Nunca se puede saber en
ciertos casos. A veces pienso que esto puede durar toda la vida. Usted rece.
Ah, hermanita, que se ponga su mejor vestido. Como si fuera a una fiesta. Es
por la tía Merceditas, para que no crea que está grave. Si la niña quiere
pintarse que se pinte. Los ojos, sobre todo. Que impresione. No quiero que la
tía piense que se va a quedar sola con una criatura, usted me comprende. Hola,
¿me comprende? No oigo nada, debe ser por las inundaciones. Se me han ahogado
cuatrocientas vacas y encima ahora la paletilla. Bender, ya sabe. Le cuelgo,
hermana. Dios quede con usted, hermana. Ora pro nobis. No se imagina qué
clase de favor está haciendo.
Veinte minutos después, Bender (piloto abrochado hasta el
cuello, paraguas a botón, diario en ristre) estaba sentado con las rodillas muy
juntas en el banco frailero de la recepción del pensionado de Las Adoratrices.
Junto a él, la plácida hermana. Sofía. Igual a la abuelita del té Mazawathee.
Hablaban de paletillas e inundaciones y de los designios inescrutables de la
Providencia. Todo siempre era para bien. De tanto en tanto, en lo alto de la
escalera, aparecían y desaparecían ovales rostros núbiles, o casi. Como en un
palco del Cielo. Miraban a Bender con los ojos que Zola le describe en La
taberna a la nena de siete años. La nena que después será Nana. Había una
cuantas, ahí arriba, bajo cuyas camisetas de frisa galopaba el corazón de
Brunilda. ¡Guerra! ¡Guerra! Sonreían detrás de sus manitos, ji ji, y
desaparecían. Son como gallinitas. Todas alrededor de mi granito de maíz. Quizá
la imagen era mazorca. O marlo. Qué putesco puterío potencial, oh sombra de lo
que fui. Cuándo bajará Agustina. Acá corro peligro. Tienen ojos de ménades. Nam,
ñam. ¡Socorro!, pensó Bender y, como a un amuleto, se aferró con las dos manos
al diario enrollado sobre su rodillas.
–Decía, hermana.
–Que si la niña no puede venir mañana no importa. Es el
aniversario de la fundación de Buenos Aires así que no hay facultad. Puede
llamarnos por teléfono.
–Creo que no hará falta, hermana. Si Dios me ayuda. Es
menos un tratamiento prolongado que intensivo. Por fortuna todo lo anterior
está hecho. A conciencia. Masajes, calor. Alguna punción. Usted me comprende.
Yo calculo que en seis o siete horas va a cantar en japonés.
–No lo entendí, señor Bender.
–Tía Merceditas es orientalista. Canta tankas, haikús. En
la Colina del Arroz Sonoro me encontré con Tu Fu; bajo el sol cenital de ojos
de oro, tenía puesto un sombrero de bambú. Esas cosas. Se acompaña con un laúd
chiquito de la dinastía Ping. No ahora, claro, por la paletilla.
Entonces bajó Agustina. Circundada de adolescentes con
caras de torta y ojos constelados, bajó Agustina. Como emergiendo entre los
pétalos de la Rosa Mística. Seguida por un cortejo de miradas de ciervas, gatas
de corralón, asombradas gacelas. Pintada a lo Cleopatra, armada de belleza
hasta los dientes. Con lentitud bajaba. Con cara de loca, con un pie delante
del otro. Como una pitonisa que desciende las escalinatas deificas, bien a lo
turra, bajó Agustina.
Las mujeres saben. Agustina y su mirada más allá del Bien
y del Mal. Agustina glacial pero borracha ahora de aventura inédita. Sólo
cambiar de dirección esa ebriedad y clavarse en la memoria de Agustina como un
menhir, como un tótem, inmortal en Agustina todo lo que dure la transitoria
ceniza de su cuerpo. En la iglesia vecina comenzaron a sonar campanas. ¡A la
guerra! ¡A la guerra! Bender estaba de pie, su pito también. ¡Milagro! Las
campanas llamaban a la bendición nocturna. Un coro de voces infantiles cantaba Lauda
Jerusalem. ¡Hosanna! ¡Hosanna!
–Hola, tío Bender –dijo Agustina y su natural cinismo
femenino hizo que Bender se felicitara por ser huérfano y varón.
–Hola, nena –dijo Bender.
Y en presencia de las niñas adoratrices del palquito,
bajo la mirada aprobatoria de María de Magdala, de la hermana Sofía y de las
once mil vírgenes, se dieron un casto, aunque ambiguo, beso de refilón en la comisura
de los labios. ¡Hosanna!
Liliputienses flechas de ángeles gorditos volaban en
todas direcciones, incluso me pareció ver angelitos de culo redondo cayendo
desde lo alto en distintas posturas. Incluso, una de las niñas rodó por las
escaleras. Y un gran pájaro negro se posó sobre su pecho. Y me miró fijamente a
los ojos. Y graznando algo sobre la brevedad de la vida, le arrancó el corazón.
Bender y Agustina en Yrigoyen y Pozos, bajo un único
paraguas. No llueve ni garúa ni llovizna. Orvalla. Agustina con vestido de
jersey negro. No me mira. La miro de reojo. Somos una pareja de perfil, como
dos egipcios. Agustina con su vestido y su cuello de garza real y su escote. Lista
para ser pelada como una chaucha. Collarcito rutilante y quizá propio. Tapado
sobre los hombros. No propio. Tapado de zorro requerido a último momento a
alguna adoratriz adulta, una de esas viejas trotonas que ya tienen como
veintiún años. Al bajar la escalera del pensionado lo llevaba entre los brazos,
apretado contra el pecho. Tan niña y tan artera. Ahora uno nota lo que jamás
imaginaría la hermana Sofía. Esta chica no tiene corpiño. Tampoco le hace mucha
falta, es cierto, pero eso que se ve allí es en cierto modo una teta. Si yo fuera
tu padre, piensa Bender.
–Cerrate ese tapado. Venus de las pieles.
–Te gusta, es mío –informa con impávida falsedad Agustina
y Bender la mira–. Mentís, trompeta –se dice a sí misma Agustina bajando los ojos–.
A dónde me llevas –preguntó después.
Entonces Bender se lo dijo, estaba enojado y se lo dijo
con brutalidad. No le dijo adónde sino a qué. Empleó una palabra fea, un
vulgarismo. Tal vez debió decir a hacer el amor, no esa palabrota.
–Agustina estaba encantada.
–¡Surprise! –dijo–. ¿Otra vez? Bender la miró con
ojos de loco.
–Pero antes –dijo Bender– te llevo al cine. Siempre
jodiste con que te llevara al cine –no sé por qué estoy hablando con ferocidad,
pensó Bender, yo no soy así, yo soy más bien un melancólico–. Y después del cine
te llevo a comer a algún lugar exótico, carísimo, con zíngaros y bayaderas y
turcas con el ombligo al aire que bailen la danza del vientre –me enloquecí,
pensó Bender.
–¡Fa! –dijo Agustina.
–Y a caminar. También a caminar por parques húmedos.
–Qué hermoso. Y después de eso me abandonas. O te
suicidas. Te lo veo en la cara.
–Qué, cómo.
–Que quiero ir a ver una prohibida para menores de
dieciocho.
Y Bender tuvo una revelación. O dos.
La primera no fue, strictu sensu, una revelación
auténtica: fue una constatación. Siempre lo sospeché. Las mujeres saben todo
acerca de todo. Cumplen once años y ya está. Colegiala que pese más de treinta
y cinco kilos trae, en su carterita, un biberón y un Mejoralito para Bender. Debido
a que soy huérfano. El desamparo se nota. La soledad es como un resplandor.
Enfermera, pitonisa, madre y puta son funciones litúrgicas de la mujer. Por eso
se me pegan estas yeguas. Practican conmigo. Y yo me voy a morir lejos del
Paraíso. Sin confesión y sin Dios. Y seguramente sin pilila. Crucificado a mis
penas como abrazado a un rencor. Nada de lo cual fue la verdadera revelación.
La revelación fue cuando Bender oyó que Agustina quería ver una película
chancha. La miró y se quedó mirándola. La miró con helados ojos repentinamente grises,
dos pequeñas y frías monedas de níquel, qué cosa escalofriante. Bajo su negro
paraguas Bender miró a Agustina desde Transilvania. Y ahora habla secamente. La
está corrompiendo, la seduce, ha empezado a violarla hasta el más remoto
sarampión, hasta el último vestigio de Quacker Oats.
–No querés nada de eso –dijo–. Lo que Agustina quiere es
ir a ver el festival de Tom y Jerry. Y que lo aproveche bien, que se ría hasta
hacerse pipí de felicidad. Carpe diem. Porque nunca en su vida volverá a
ver un dibujo animado con los mismos ojos.
Agustina muy seria. Va a decir alguna pavada.
–El otro día hicimos Otelo con las chicas del
pensionado. La gorda Martínez hacía de Otelo pero en vez de oh infame puta
decía oh esposa impura. Te da una risa bárbara, no te da nada de risa.
Bueno que de golpe me acordé de la gorda cuando Otelo la agarra del cogote a Desdémona
y le dice que rece. Impresiona más porque le dice de usted, ha rezado Desdémona
sus oraciones, a mí los sádicos no me dan nada de susto.
–Je –dijo Bender.
–Por qué no te casas conmigo y me sacas del pensionado.
Odio las vacas. Odio el latín. Yo te lavo la ropa.
–Je –dijo Bender–. Taxi –dijo–. Al cine Real, rápido, al
festival de Tom y Jerry.
–No, no –susurró Agustina clavándole las uñas en la mano–.
Tom y Jerry, no. Tengo miedo.
Y en el iris de sus ojos huían, en todas direcciones,
fulgurantes y aterrados pececitos de colores.
–Je, je –dijo Bender.
Y he aquí que no vieron a Tom y Jerry. Vieron Los
hechos del Rey Arturo y sus Nobles Caballeros con el pato Donald en el papel
de Sir Lancelot del Lago. Él y grande elenco rico en mandobles y catapultas. Y
aunque Agustina no reía aquello era mucho mejor que la historia del Rey Rodericus
y Carlos Martel en los albores del protocastellano, había explosiones y
salvajismo a rolete, la vaca Clarabella tocaba el laúd, el tío Patilludo era
Merlín y Pete Pata de Palo acaba de raptar a Guenever porque es el Ogro. Con
música de Bartók y Ligeti. Y Walt Disney, que flotaba sobre el caos, dijo
Hágase un Gran Petardo. Y el petardo se hizo. Y los niños que pataleaban en el
cine Real y rodeaban a Bender y a Agustina (que no reía) y enchastraban a su
mamá de maní con chocolate y moco vieron que el petardo era bueno. Y el petardo
estalló. Maldición, Sir Lancelot está en peligro. Y Walt Disney dijo Haréle
ayuda idónea para él. Y apareció un cañoncito negro y apuntó el culo de Pete y
uno de los sobrinos de Donald sacó una caja de fósforos, el otro la abrió, el otro
encendió la mecha, y el pícaro gordo fue a parar a la mierda con grande
regocijo de la platea al borde de la histeria colectiva. Pero Agustina no reía.
Tenía enormes ojos de hechizada, se le desorbitaban los ojos y parecía estar
viendo los frisos pornográficos de Pompeya, leyendo el Ananga Ranga,
visitando las cámaras secretas de Sumeria, iniciándose en Eleusis, con los
labios entreabiertos, igual a la prostituta de Babilonia. Y la reina Guenever,
interpretada por Margarita (largas pestañas, holgados zapatos de taco alto,
bonete con tul), iba a ser quemada en un puente pero tocaba la mandolina. Un
niño, enloquecido de placer, le dio una patada a Bender y depositó algo dulzón
y derretido en su mano. Era rico, constató Bender al chuparse el dedo. Ahora no
estaba muy seguro de si Patilludo era el rey o Merlín, algo confuso por las
explosiones y los degüellos, sin contar un interrogante que lo hizo sentir aún
más huérfano. A quién preguntarle por qué, si Dippy es un perro, tiene a su vez
un perro llamado Pluto. Y por qué Pluto es también perro de un ratón. Por qué
Clarabella, que es vaca, anda a caballo por campiñas donde hay vacas que
parecen vacas. Cómo es que todos tienen cuatro dedos. Y usan guantes. Y ese
auto que viene ahí de dónde salió. Momento en que, en el silencio expectante
del cine Real, se oyó la voz de Agustina:
–¡La abuela Donalda! –gritó.
Y fue la apoteosis. Los niños aullaban, se revolcaban y
quizá morían, Agustina se reía aferrada al bíceps de Bender y lo pellizcaba, la
abuela Donalda sacó del baúl de su auto una descomunal Máquina de Picar Carne y
metió a todos los traidores de Cemelot adentro, mientras Gastón hacía girar la
manivela y Clarabella y Margarita, con su mandolina y su laúd, ejecutaban el “Calmo
con tenerezza” del Doble Concierto para flauta y oboe, de Ligeti. Y
Bender, en la oscuridad, también reía. Pero de un modo ambiguo. Como crujen en
los muelles los barcos a la noche, como la calavera de Yorick. La boca reía,
je, pero de sus ojos saltaban lágrimas como si un mono tirara cocos desde una palmera.
The End. Y salieron de la irrealidad del cine Real a la realidad del
mundo real y ahora caminan por Corrientes bajo la llovizna entre niños que ríen
y hablan a gritos de la película, viste cuando, niños cubiertos de lana, que
huelen vaga y simultáneamente a chocolatín y a perro mojado. Ruido y furor y
lluvia. Como un cuento contado por una regadera loca.
El cuervo de Poe, desde una prudencial altura, deja caer
una cagadita sobre el paraguas de Bender. Cosa que nadie olvide cuál es el
camino de toda carne.
Y un minuto antes de la medianoche, Agustina estaba
desnuda como vino a este mundo, en la habitación número 88 del Hotel
Capricornio.
Y ahora, por favor, silencio.
Debí vivir cuarenta y cinco años para comprender el
sentido cabal de las palabras: hacer el amor. Yo recuerdo que de chico, en los
libros, hacer el amor significaba otra cosa. Hacer el amor era hablar de amor, cortejar.
Todo cambia, por supuesto. Ya a los ocho años yo descubrí, sin demasiado dolor,
que hay que estar preparado para despertarse cada mañana en una casa que no es
más la nuestra, ni volverá a serlo nunca. De esa época, creo, viene mi
confianza en las palabras y mi amor por los viejos libros. Los libros, para mí,
eran el bosque sagrado donde las cosas sucedían sin pasar por el tiempo, eran
como remansos de la realidad. Pudo desaparecer Troya, podían haberse podrido
los barcos y los hombres que la asolaron y la defendieron, podía el bronce de
la que fue una espada haberse ido degradando hasta este adorno de bibelot en esta
pieza de hotel, pero siempre quedaba un lugar donde unos versos rearmaban el
intacto escudo de Ulises, la frente de Helena, el mar color del vino. Mi madre
no estaba, mi padre dejaría de cuidar sus rosas algún día, yo mismo me iba a
ir; pero quedaban para siempre ese arco que seguía siendo tensado por un rey, y
la flecha que atraviesa el ojo de las hachas. Las palabras no podían
corromperse; no eran cosas. Las palabras eran el origen y el espejo de las
cosas. Después crecí. Y un día, ante mi asombro, una muchacha tan joven como
Agustina le estaba susurrando a un muchacho que era yo algo que él no entendía.
Esa noche, Bender durmió solo. Pero desde esa noche “hacer el amor” significó
brutalmente acostarse con una mujer. Confieso que me sentí ofendido. Era, me
pareció, un abuso de lenguaje. Después seguí creciendo. Hablé poco y forniqué
mucho. Pero nunca hice el amor. Prevariqué, eso sí, y puticé. Como el ventero
que armó a don Quijote, recuesté viudas y deshice doncellas. Fifé, me encamé, jodí,
copulé, corté como Jerineldo la rosa más fragante de algún jardín real, pinché
y trinqué; rompí, sodomicé y desgolleté, conocí, folgué, serruché y hasta solitariamente
me vicié, pero como había aprendido a desconfiar de las antiguas y hermosas
palabras, no le hice a nadie, ni mucho menos hice con nadie, el amor. Yo creo
que las mujeres lo saben, y por eso a veces fijan con desconsuelo su mirada en
mi bragueta, como desde lejos, con los mismos ojos milenarios que tenía mamá
cuando planchaba y yo jugaba a descuartizarme o a ser el señor Valdemar
derretido, y cuando les pregunto qué pasa ellas dicen que a los tipos como
Bender habría que cortarles la cuestión con una lata oxidada. No sé, a lo mejor
todas las mujeres saben todo y es cierto nomás que los hombres somos seres inferiores
e incompletos. De cualquier modo, algo descubrió Bender la tarde del 10 de
junio de 1980, algo empiezo yo a descubrir ahora. Mientras voy doblando
dulcemente hacia atrás el cuerpo de Agustina y me oigo decirle que no hable,
que no piense, mientras la tiendo muy suavemente como a un objeto muy frágil
sobre el brillante acolchado azul de la cama donde su cuerpo titila como una
constelación que hubiese adoptado la forma de una mujer, he comenzado a develar
el verdadero sentido de las palabras hacer el amor. Hacer el amor, armarlo,
levantarlo piedra sobre piedra, arco a arco, columna a columna, y dejarlo
instalado sobre el mundo, es desafiar nuevamente a Dios. El árbol vedado del
remoto monte del Abuelo, antes que ningún otro conocimiento, enseñaba esa
peligrosa sabiduría, y es así que todavía hay un ángel castrado entre las
plantas amenazando los genitales de los hombres con una espada de fuego. Hacer
el amor es robarle la mujer a Dios. Porque para armar el amor y habitarlo, hay,
antes, que crear a la mujer, hacerla. La mujer es la casa del hombre, decían
los antiguos. Es cierto. La mujer es una casa construida según la lenta
albañilería de algún hombre. No me apures, Agustina, no te apures, esto que se
está haciendo como un dibujo bajo la lluvia tiene sus leyes y sus ritmos, no es
el amor, pero hay que escandirlo amorosamente como un verso. El amor no puede
hacerse en unas horas, como yo creía, ni en semanas. Se tarda años. Hay hombres
y mujeres que mueren sin haberlo hecho, sin saber cómo se hace, hay muchachas y
muchachos a los que asesinaron sin haberles dejado levantar una sola viga ni
abrir una ventana, hay generaciones y pueblos enteros que son diezmados,
supliciados, ardidos hasta lo blando de los huesos, sin darles tiempo a reunir
los materiales de hacer el amor, ahora mismo, mientras mi boca en tu oreja y tu
boca de ahogada en mi cuello y mi mano subiendo por los contornos de médano de
tu cuerpo, hay, sobre la húmeda y eléctrica piedra lustral de un sótano, en una
cárcel, una adolescente roja que ya no va a temblar nunca con el temblor que
ahora percibo bajo mis dedos como una caliente arena fina por la que pasara un
río subterráneo. Vientres pateados, sexos deshechos, martirizadas bocas de
dientes rotos, Agustina, ruinas nupciales, pedazos de parejas muertas que nunca
van a sentir lo que por primera vez estás sintiendo ahora, este miedo dulce de
ir cayendo hacia el centro de vos misma que hace rodar de un lado a otro en la
oscuridad tu cabeza sobre la almohada, que te hace decir qué, qué me pasa,
manos mutiladas que estuvieron vivas y que ya no encontrarán lo que tu mano, de
pronto inexperta, busca entre mis piernas, hombres que tuvieron piernas y un sexo
para usar entre las piernas, matas de cabello de mujer que no llenarán nunca el
puño de un varón, puños de varón que nunca mías empujarán con dulce brutalidad
la cabeza de una muchacha hasta la consentida sumisión, hasta la ambigua
servidumbre que sólo la hembra del varón aprende, que no conocen las bestias ni
los ángeles, pero que Agustina ahora no acepta, de rodillas sobre la alfombra y
con las manos juntas como una mantis religiosa, volviendo a sacudir de un lado
a otro la cabeza como si rezara, apretando los dientes acaso por el súbito horror
de querer arrancarme el sexo de las entrañas, por primera vez no acepta,
mientras Bender de pie sonríe y acaricia con cuidado y suavidad su cuello, como
quien amansa un animalito cerril, le cubre dulcemente las orejas con las manos,
se arrodilla junto a ella y le besa las lágrimas, la distrae, y como si jugara
la va tendiendo sobre el piso y la abre como a un cauce mientras Agustina
murmura por qué acá, por qué así, y él le dice que se calle, que no hay que
pensar, que escuche, que escuche cómo cae la lluvia.
La del alba sería cuando Bender, mustio y desmejorado, se
paró frente a un bar de la calle Pozos. Solo con su alma. Sigue lloviendo. Es
una mañana gris como la que, hace cuatrocientos años, le inspiró a don Pedro de
Mendoza la gigantesca broma de llamarle Buenos Aires a este pantano. Las
gacelas del Valle de Nourjahad no tenían los ojos más grandes que Agustina esta
mañana. Cuando lo miró por última vez, sin saberlo. Dos sonámbulos maelström
violetas donde naufragará, uno de estos días, el corazón desarbolado de un
adolescente que me llamará viejo verde. Debo constatar, en casa, si aún me
queda algo sólido en la delicada bolsa del escroto. Me he pasado exactamente
medio día en la cama. Doce horas. Irreparable pérdida. Homúnculos que podrían
haber repoblado la Tierra, en caso de necesidad. Bender, frente a esa puerta, con
el dinero justo para beberse un whisky matutino, medicinal y acaso póstumo, o
para tomarse un taxi hasta Parque Centenario. Entro en el bar y abro el diario.
Pero antes de abrir el diario veo lo que veo. Un joven matrimonio, enfrente.
Llevan canastitos, sillas plegables, bidones. Veo dos bicicletas, una con
sidecar. Esos dos no creen en la llovizna, van de picnic . Es feriado y
tienen perro. Ponen dos niñas en el sidecar. Bender recuerda algo que le atañe.
¿Le atañe? O a lo mejor allá enfrente no llovizna, allá, en el mundo real. Un
whisky doble, dice Bender. Murió a los 88 años, dice el diario. Allí están,
desde hace veinticuatro horas, el titular, la noticia y la fotografía. Bender
mira la cara del viejo, sus ojos de fauno, su boca sensual. Esa expresión divertida
y maligna. Bender mira ahora su gran frente ascética, rapada, austera como un
domo. Frente de lama tibetano. Esa cabeza y esos labios deben de haber
combatido duro por apoderarse de su alma. Hay caras que no son caras, son
campos de batalla. En la vereda de enfrente, la pareja que tiene un sol propio
para los días de lluvia ha subido a sus bicicletas, el perro mueve la cola. Son
salutíferos y a su modo eróticos. Hacen asado en el fondo. Su felicidad es del
tamaño de un huevito de paloma, pero ellos la protegen de la lluvia. Y la
empollan. Sábados y domingos. Porque así también era el mundo en tiempos de Bender,
querido lector.
El viejo fauno lo miraba desde el diario no sin cierta
socarronería.
–A tu salud, abuelo –ha dicho Bender alzando el vaso y
mirando la cara del viejo–. A tu salud, y cada cual a su manera.
Un gran pájaro negro, arrastrado por la tempestad, entró
en el bar. Bender sintió unas uñas clavadas firmemente en su hombro, bebió y miró
plegarse en el suelo la sombra de unas alas.
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