Adolfo Bioy Casares
Después de cinco o seis
días en Berlín Oeste, me pregunté si Berlín Este no quedaba demasiado cerca, para
emprender la vuelta sin verlo. Una discreta indagación, a través de conversaciones
aparentemente casuales, me persuadió de que nadie consideraba la visita al sector
Este como un acto de arrojo.
A
unos doscientos metros del hotel, tomé el ómnibus, que ya estaba repleto de turistas.
Me acuerdo de que pensé: “Mientras no me aparte de este rebaño, nada me pasará”.
Conseguí el último asiento libre. A mi lado iba un hombre de ojos vivaces, de mirada
fuerte, parecido a una famosa estatua de Voltaire viejo, que vi no sé dónde. Era
de mediana edad y de color aceituna.
En
el puesto fronterizo cambiamos de chofer y de guía. Quedamos estacionados, del otro
lado de la línea divisoria, no menos de veinte minutos, al rayo del sol, frente
a la aduana y al destacamento policial. Era un día de verano muy caluroso. Una señora
protestó en voz alta. Cuando un policía, que la encañonó con su ametralladora, le
dijo que se callara, la mujer pareció al borde de un ataque de nervios. Procedieron
los policías a una aparatosa inspección del vehículo. Miraron todo, aun debajo de
los asientos, donde no cabía nadie. Examinaron pasaportes, cotejaron caras y fotografías.
¡Cómo envidié a los compañeros de excursión, casi todos turistas norteamericanos,
ingleses y franceses, que mostraban pasaportes con fotografías grandes y nítidas!
Por culpa de la mía, apenas mayor que una estampilla y un poco borrosa, pasé momentos
de ansiedad. Los policías no se resolvían a creer que yo fuera el fotografiado.
El compañero de asiento me dijo:
–Calme
esos nervios, mi buen señor. El pésimo trato que nos dan los polizontes no es más
que un estilo. La policía de aquí es famosa por el temor que infunde y, usted sabe,
cuando alguien alcanza la fama, procura mantenerla.
Hablé
como un pedante:
–Maltratar
a las visitas fue siempre una falta de urbanidad. El turista es una visita.
–Cuando
no un agente secreto. ¿O supone que todos estos americanos, con su aire de granjeros,
son tan inocentes como parecen?
–Me
atengo a los hechos. Se demoraron los policías con mi pasaporte. Al suyo prácticamente
lo pasaron por alto.
–No
se preocupe. Usted es argentino. Un ente irreal para ellos. Algo que está fuera
de la conciencia del policía tedesco. En cambio yo soy un italiano de Berlín Este,
que vive en Berlín Oeste. Un poco de mala suerte, y una de estas excursiones puede
costarme caro. Sin embargo, aquí me tiene.
El
italiano se presentó. Se llamaba Ricardo Brescia. Tenía pelo negro, echado para
atrás, frente alta, ojos de mirada firme, nariz y pómulos prominentes, manos movedizas,
traje arrugado, de tela ordinaria, marrón. Me preguntó de qué me ocupaba.
–Soy
escritor –contesté.
–Yo,
cosmógrafo.
–Lo
que dice me trae a la memoria mi primera preocupación intelectual. Es raro: no se
vinculaba a la literatura, sino a la cosmografía.
–¿Cuál
era esa primera preocupación?
–Tal
vez no deba llamar así a la perplejidad de un chico. Yo me preguntaba cómo sería
el límite del universo. Alguna forma, algún aspecto, debía de tener. Porque el límite
del universo, por lejos que esté, existe.
–Desde
luego. ¿Llegó a imaginarlo?
–Vaya
uno a saber por qué imaginaba un cuarto desnudo, sin ventanas, con las paredes descascaradas
y musgosas, con el piso gris, de cemento.
–No
se equivocaba demasiado.
–Lo
que más me preocupaba era que del otro lado de las paredes no hubiera nada, ni siquiera
el vacío.
Sin
pedir autorización, algunos turistas empezaron a fotografiar, desde el ómnibus,
edificios, monumentos y aún a la gente que andaba por la calle. Temí que se produjeran
altercados con el guía. Nada ocurrió, pero mis nervios, que se habían calmado, afloraron
de nuevo.
Nos
detuvimos en una avenida, entre una hilera de quioscos para la venta de recuerdos
y el gran portón de un parque. Mientras el guía explicaba que recorrer ese parque
nos llevaría poco más de media hora, Brescia me dijo por lo bajo:
–Sígame.
Le voy a mostrar algo que le va a interesar.
–No
quiero disgustos –repliqué–. Si la orden es recorrer el parque, voy a recorrerlo.
Mientras no me aleje del grupo, me siento protegido.
–No
le va a pasar nada. El paseo dura exactamente cuarenta y cinco minutos. Tiempo de
sobra para que le muestre algo que le va a interesar.
El
italiano estaba tan seguro de que su proposición era razonable, que no tuve fuerzas
para oponerme. Sin duda hay circunstancias en que la mente funciona de modo inesperado.
Lo que poco antes se me presentaba como una locura, ahora me atraía como un buen
pretexto para evitar una larga caminata. Recuerdo que pensé: “No vine a Berlín a
visitar árboles”.
Si
no me engaña la memoria, estábamos en lo alto de una moderadísima loma de la llanura
berlinesa. Mientras los turistas, en grupo, se encaminaban al portón, Brescia y
yo descendimos una barranca, larga y sinuosa, que había detrás de los quioscos.
Finalmente nos internamos por una calle de casas bajas, que me recordó, tal vez
por sus chiquilines jugando al fútbol, barrios periféricos de Buenos Aires. “Quién
estuviera allá”, me dije. Este pensamiento nostálgico reavivó, vaya uno a saber
por qué, mis recelos. Debo admitir que la voz de Brescia me comunicó tranquilidad.
Decía:
–Mi
casa.
Era
una casa baja, con balcones a los lados, puerta en el medio y terraza arriba. La
cerradura debía de estar rota, porque una cadena con candado sujetaba las dos hojas
de la puerta. El italiano sacó del bolsillo una llave de gran tamaño y abrió. Por
un zaguán oscuro, de piso de mosaicos, llegamos a un cuarto interior. No podía creer
lo que estaba viendo. El cuarto era idéntico al que imaginé cuando era chico. Cerca
de uno de sus ángulos había una escalera de caracol, de hierro, pintada de marrón
y descolorida, con su guarda de agujeritos, a modo de puntilla, debajo del pasamanos,
por ahí se iba a la terraza. Preguntó el italiano:
–¿Qué
me cuenta, señor? El límite del universo, tal cual usted lo soñó.
–Con
la diferencia…
Me
interrumpió para explicar:
–De
los cuatro ángulos de este cuarto, el que está junto a la escalera mira al sur.
–Un
detalle que no prueba nada.
–Tal
vez. Pero hágame el favor de mirarlo.
–Está
bien –dije, y me coloqué frente al ángulo–. ¿Ahora qué hago?
–Sepa,
nomás, que está viviendo un momento solemne.
Casi
le digo: “Y viendo una telaraña”. Espesa, polvorienta, cubría el ángulo, a una cuarta
del piso. Comprendí que Brescia hubiera interpretado mi observación como una burla
y procuré discutir en serio.
–Que
el cuarto se parece al que imaginé, la pura verdad, pero que estoy viendo el límite
del mundo…
–Del
mundo no, mi estimado amigo.
–Ya
me parecía –dije.
Brescia
continuó:
–Del
universo, del universo. La caja grande, con el juego completo. La totalidad de sistemas
solares, de astros y de estrellas.
–Con
la salvedad –insistí– que del otro lado siguen los cuartos y las casas.
–Haga
el favor de molestarse a la azotea.
Mientras
de mala gana lo seguí escaleras arriba, miré el reloj. Había pasado poco menos de
media hora. “No tenemos que descuidarnos”, pensé. La escalera llevaba a una garita
muy angosta de madera reseca, pintada de gris. Abrimos la puerta, salimos a la terraza.
Era de baldosas coloradas, rodeada por lo que parecía una franja blanca: el borde
superior de las paredes medianeras, que sobresalía de las baldosas unos veinte o
treinta centímetros. Había tres terrazas más. Dos en frente, una a la derecha. Todas
eran idénticas y estaban rodeadas de idénticas franjas blancas. Para dejar ver que
mantenía mi libertad de criterio, dije:
–Parecen
canchas de tenis.
–Con
la salvedad –contestó, con una sonrisa– que tienen garitas.
En
cada terraza había una, de modo que las cuatro rodeaban el ángulo que miraba al
sur y que, según Brescia, era el vértice del universo. Como quien hace una concesión,
comenté:
–Desde
luego, este ángulo es el vértice de las cuatro terrazas.
–¿Está
queriendo decir que sólo es eso? –preguntó, y me urgió en seguida:
–Hágame
el favor de bajar por cualquiera de las otras escaleras.
–¿Qué
me propone? ¿Una violación de domicilio? No estoy loco.
–No
habrá violación de domicilio.
–¿Usted
es el dueño de todas las casas? –pregunté con un dejo de respeto.
–Ya
que no entiende –contestó– crea en mí y haga lo que le digo. Baje por cualquiera
de las otras escaleras. Haga el favor.
–¿Está
seguro de que no me voy a llevar un disgusto?
–Estoy
seguro.
Muy
nervioso, en puntas de pie, tratando de no meter ruido y de ver si en la penumbra
había alguien, bajé por la escalera que venía a quedar justo en frente del ángulo
que miraba al sur. Me encontré en un cuarto idéntico al de un rato antes, con una
particularidad que me extrañó: como si el cuarto se hubiera dado vuelta mientras
yo bajaba, el ángulo, que ahora estaba viendo del lado opuesto, miraba como el del
otro cuarto, hacia el sur. Había un detalle más increíble todavía: cerca del piso,
un telaraña igual. Esa telaraña fue demasiado para mí. Creo que por unos minutos
perdí la cabeza y corrí escaleras arriba, a lo mejor con el propósito de sorprender
el fraude. Me introduje en otra garita, estruendosamente bajé por otra escalera
y de nuevo me encontré en el mismo cuarto, con el mismo ángulo mirando al sur, con
la misma telaraña cerca del piso. De nuevo corrí hacia arriba y bajé por la escalera
que me faltaba. Encontré todo igual, incluso la telaraña. Estaba tan perplejo que
al oír una voz a mis espaldas me sobresalté. Brescia me preguntaba:
–¿Satisfecho?
–No
–dije sinceramente–. Mareado. En las cuatro piezas a la redonda el ángulo mira al
sur.
–Y
tiene la telaraña –apuntó Brescia.
–Por
más que me quede aquí, no voy a entender. Volvamos a su casa.
Aún
temía que alguien nos sorprendiera y nos tomara por ladrones o por espías. Además,
a pesar de mi turbación, recordaba perfectamente el peligro de llegar tarde al encuentro
con los turistas, frente al parque. Me acerqué a la escalera.
–No
es necesario subir –dijo Brescia–. Venga por acá.
Lo
seguí como sonámbulo. Salimos del cuarto, recorrimos el zaguán oscuro, de piso de
mosaicos, y por la misma puerta, con la cerradura rota, salimos a la calle. Había
chicos jugando al fútbol. Pregunté:
–¿Por
todas las escaleras bajé a su cuarto?
–Claro.
–No
acabo de entender.
Mientras
cerraba la puerta con la cadena y el candado, observó calmosamente:
–Menos
mal que se dedicó a la literatura. El que se pierde en las circunstancias no encuentra
la verdad.
–La
verdad –contesté– es que si nos descuidamos, no llegamos a tiempo al ómnibus.
Caminé
con apuro y aprensión. El error de apartarme del grupo no solo me pareció imperdonable:
no entendía por qué lo cometí. Desde luego echaba la culpa a Brescia, pero me alegraba
de tenerlo a mi lado, por si me interrogaba algún policía.
Subimos
la cuesta. Por una callecita llegamos a la avenida, frente al parque. El ómnibus
estaba donde lo dejamos y el chofer conversaba animadamente con un policía de uniforme
verde. Apenas tuve tiempo de retroceder y parapetarme contra la pared de un quiosco.
Por el portón del parque salía el grupo de turistas, con el guía a la cabeza, perorando
a voz en cuello y por momentos caminando para atrás. Cuando pasó el último turista,
me sumé al grupo. Sin volverme, dije a Brescia:
–Vamos.
Ya
en el ómnibus, me dejé caer en mi asiento. El corazón me palpitaba audiblemente.
Si el guía me interrogaba (miraba como si fuera a hablarme) yo no sabría qué decir.
No había preparado una explicación y estaba demasiado nervioso como para improvisarla.
La señora que protestó cuando nos dejaron al rayo del sol, al comienzo de la excursión,
volvió a protestar y por suerte atrajo la atención del guía, que dio una respuesta
cortés, en la que se adivinaba el enojo:
–No,
señora –dijo–. A lo mejor el lugar no es tan bello como los que usted frecuenta,
pero esté segura de que no la retendremos acá para siempre.
Con
el mayor cuidado, para pasar inadvertido, me incorporé, eché una mirada. Brescia
no estaba ahí.
El
chofer subió al ómnibus, puso el motor en marcha. Me pregunté: “Si nos vamos y no
digo nada ¿lo abandono?, pero si digo ¿lo delato? Y, peor todavía ¿me expongo a
que algún turista comente que Brescia y yo no participamos en el paseo por el parque?”
Mientras en mi cavilación alternaba escrúpulos y temores contradictorios, emprendimos
el regreso. Antes de llegar al límite de los dos sectores, me dije: “Seguramente
a la entrada nos contaron y ahora descubrirán que falta uno”. Sin disgustos cruzamos
a Berlín Oeste. La verdad es que sentí alivio. Después, al analizar mi conducta,
llegué siempre a la misma conclusión: no tenía nada que reprocharme, porque no pude
obrar de otro modo. Sin embargo, el recuerdo de esa tarde me trae un malestar bastante
parecido al remordimiento.
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