Dashiell Hammett
Sé que muchos hablaban mal de Loney, pero conmigo siempre
fue fabuloso. Desde que tengo memoria fue fabuloso, y supongo que me habría caído
tan bien si hubiera sido cualquiera en lugar de mi hermano. De todos modos, me alegro
de que no fuera cualquiera.
No se parecía a mí. Era delgado y,
lo vistieras como lo vistieras, parecía un señor, aunque siempre llevara ropa elegante
y fuera de punta en blanco, incluso cuando paraba en casa. Tenía el pelo liso, los
dientes más blancos que he visto en mi vida y dedos largos, delgados y limpios.
Se parecía al recuerdo de mi padre, pero más apuesto. Yo era más parecido a la familia
de mamá, a los Malone, lo que era gracioso, porque Loney fue bautizado en honor
de ellos: Malone Bolan. Era más listo que el hambre. Era inútil tratar de engañarlo,
y quizá por ese motivo algunos no lo querían, cosa que a Pete González le costaba
un huevo aceptar.
A veces me preocupaba que Pete González
le tuviera tirria a Loney, porque también era un tío de primera y no le hacía un
feo a nadie. Tenía dos boxeadores y un luchador conocido como Kilchak y siempre
los mandaba a hacer las cosas lo mejor posible, lo mismo que Loney hacía conmigo.
Era el mejor apoderado de la comarca, y muchos decían que no existía otro que lo
superara, por lo que me gustaba que quisiera dirigirme, aunque yo no lo expresara
en voz alta.
Aquella tarde estaba en el pasillo,
a punto de salir del gimnasio de Tubby White, cuando me topé con Pete González,
que dijo:
–Hola, Kid, ¿cómo van las cosas?
–se acercó el cigarro a la comisura de los labios para pronunciar esas palabras.
–Hola. Todo va bien.
Me miró de arriba abajo y bizqueó
a causa del humo.
–¿Ganarás el sábado?
–Eso espero.
Volvió a mirarme de arriba abajo
como si me estuviera sopesando. Sus ojos eran muy pequeños, y cuando bizqueaba apenas
se veían.
–Kid, ¿qué edad tienes?
–Voy para diecinueve.
–Supongo que pesas setenta y dos
y medio –añadió.
–Peso setenta y seis. Crezco muy
rápido.
–¿Conoces al tipo con el que te enfrentas
el sábado?
–No.
–Es bastante duro.
Sonreí y respondí:
–Eso espero.
–Y muy espabilado.
–Eso espero –repetí.
Se quitó el cigarro de la boca, frunció
el ceño y dijo que estaba enojado conmigo.
–Sabes que en el cuadrilátero no
tienes nada que hacer con él, ¿verdad? –antes de que se me ocurriera una respuesta,
Pete González se metió el cigarro en la boca y cambió la expresión y el tono–. Kid,
¿por qué no me dejas ser tu apoderado? Tienes pasta de boxeador. Te llevaría bien,
te haría crecer, en lugar de consumirte, y durarías un montón.
–No puedo –respondí–. Loney me enseñó
todo lo que sé y…
–¿Qué te enseñó? –se enfureció Pete.
Volvió a poner cara de loco–. Si crees que te han enseñado algo, mírate la jeta
en el primer espejo que te salga al paso –se quitó el cigarro de la boca y escupió
una hebra de tabaco–. ¡Sólo tienes dieciocho abriles, hace menos de un año que boxeas
y mírate la cara!
Sentí que me ruborizaba. Nunca fui
un Adonis pero, como acababa de decir Pete, había recibido muchos puñetazos, y se
notaba. Repliqué:
–Bueno, todavía no soy boxeador.
–Eso sí que es la pura verdad –reconoció
Pete–. ¿Y por qué no lo eres?
–Y yo qué sé. Supongo que no va con
mi estilo de pelear.
–Podrías aprender. Eres rápido y
listo. ¿Qué mosca te picó? Cada semana Loney te enfrenta con alguien para el que
todavía no estás preparado, recibes un montón de golpes y…
–Pero gano, ¿no? –pregunté.
–Claro que ganas… de momento. Ganas
porque eres joven, duro, tienes madera de boxeador y una buena pegada, pero a mí
no me gustaría pagar lo que tú pagas por ganar y tampoco se lo deseo a mis muchachos.
He visto a jóvenes, algunos tan prometedores como tú, seguir ese camino y también
vi en qué se convirtieron un par de años después. Hazme caso, Kid, conmigo correrás
mejor suerte.
–Puede que tengas razón y te lo agradezco,
pero no puedo abandonar a Loney. Es…
–Le pagaré a Loney para conseguir
tu contrato, si es que no has firmado ningún papel con él.
–No, lo siento, yo… no puedo.
Pete comenzó a decir algo, se interrumpió
y se puso rojo. Se había abierto la puerta del despacho de Tubby y Loney franqueaba
el umbral. Estaba pálido y apenas se le veían los labios de tan apretados que los
tenía, lo que me permitió saber que había oído la conversación.
Se acercó a Pete sin dirigirme una
sola mirada y dijo:
–Rata latina y tramposa.
–Sólo le dije lo mismo que a ti cuando
la semana pasada te hice una oferta –afirmó Pete.
–Fantástico, se lo has contado a
todo el mundo –replicó Loney–. Ahora podrás hablar de esto –golpeó la boca de Pete
con el dorso de la mano.
Me acerqué porque Pete era mucho
más corpulento que Loney, pero González se limitó a decir:
–Vale, amigo, tal vez no vivas eternamente.
Tal vez no vivas eternamente si Big Jake se entera del rollo con su esposa.
Loney le soltó un puñetazo, pero
en esta ocasión Pete lo esquivó retrocediendo medio metro. Loney echó a correr tras
él y Pete giró y se metió en el gimnasio.
Loney se acercó sonriente y disimulando
su cara de loco. Era capaz de cambiar de actitud a una velocidad vertiginosa. Me
cogió por los hombros y dijo:
–Esa rata latina y tramposa. Larguémonos
–una vez fuera me hizo girar para ver el letrero que anunciaba el combate–. Ahí
estás, Kid. Entiendo que quiera tenerte en sus filas. Muchos te querrán antes de
que hayas alcanzado la cumbre.
Era fantástico: Kid Bolan vs. Sailor
Perelman, escrito en letras rojas más grandes que las de los demás nombres y puestas
en primer término. Era la primera vez que mi nombre aparecía en primera línea. Pensé:
desde ahora siempre será así y quizás algún día pelee en Nueva York, pero le sonreí
a Loney sin decir nada y seguimos caminando hacia casa.
Mamá estaba fuera, visitando a mi
hermana, la casada en Pittsburgh, y la negra Susan se ocupaba de la casa y de nosotros.
Después de que Susan fregara los platos de la cena y se fuera a su casa, Loney habló
por teléfono en voz baja. Cuando regresó quise decirle algo, pero temí plantearlo
mal y que Loney pensara que me metía en sus asuntos y, antes de encontrar un modo
seguro de tomar la palabra, alguien llamó a la puerta.
Loney abrió. Era la señora Schiff.
Tuve la corazonada de que sería ella, pues había venido de visita la primera noche
de la partida de mamá.
La señora Schiff entró riendo, con
el brazo de Loney a la altura de la cintura, y me dijo:
–Hola, campeón.
–Hola –respondí y le estreché la
mano.
Aunque me gustaba, creo que también
le temía. No solo por Loney, sino en otro sentido. Ya sabes, lo que a veces te pasa
cuando eres pequeño y de pronto te encuentras solo en un barrio desconocido de la
otra punta de la ciudad. Aunque no había nada claro para aterrorizarte, estabas
esperando que ocurriera algo. Con ella me pasaba lo mismo. Aunque estaba como un
tren, su aspecto tenía algo de salvaje. No hablo de algo salvaje en el sentido en
que te refieres a algunas fulanas, sino de algo casi animal, como si siempre estuviera
alerta. Daba la impresión de que estaba hambrienta. Me refiero a sus ojos y, tal
vez, a su boca, ya que no se le podía considerar flaca, entrada en carnes ni gorda.
Loney sacó una botella de whisky
y vasos y bebieron unos tragos. Por pura amabilidad me quedé un rato, luego dije
que estaba cansado, les di las buenas noches y me fui a mi cuarto, revista en mano.
Al subir la escalera oí que Loney le contaba su pelotera con Pete González.
Me desvestí e intenté leer, pero
estaba preocupado por Loney. El chiste que Pete había hecho por la tarde se refería
a la señora Schiff. Era la esposa de Big Jake Schiff, uno de los que cortaban el
bacalao en nuestro barrio, y mucha gente debía saber que estaba liada con Loney.
Como sea, Pete lo sabía y Big Jake y él eran muy amigos, para no hablar de que ahora
se la tenía jurada a Loney. Ojalá mi hermano liquidara esa historia. Tenía chicas
para elegir y Big Jake no era el tipo con quien valiera la pena enemistarse, incluso
dejando de lado la influencia que ejercía en el ayuntamiento. Como cada vez que
me ponía a leer terminaba pensando en estos problemas, renuncié y me dormí muy temprano.
Todo había ocurrido el lunes. El
martes por la noche, cuando volví del cine, la encontré esperando en el vestíbulo.
Llevaba un abrigo largo, pero no tenía sombrero, y estaba muy nerviosa.
–¿Dónde está Loney? –preguntó sin
saludar ni nada que se le parezca.
–No lo sé. No me dijo a dónde iba.
–Tengo que verlo –insistió–. ¿Tienes
idea de dónde puede estar?
–No, no sé dónde está.
–¿Crees que llegará tarde?
–Suele hacerlo –respondí.
Me miró con el ceño fruncido y repitió:
–Tengo que verlo. Esperaré un rato.
Fuimos al comedor. Se dejó el abrigo
puesto y caminó de un lado a otro, con la mirada perdida. Le pregunté si quería
una copa y aceptó mecánicamente. Estaba a punto de servirle un trago cuando me cogió
de las solapas del abrigo y dijo:
–Escúchame, Eddie, ¿me dirás una
cosa? ¿Me dirás la pura verdad?
–Seguro, si es que puedo –respondí
y me sentí incómodo de tenerla tan cerca.
–¿Está Loney realmente enamorado
de mí?
Era una pregunta difícil: me puse
al rojo vivo. Si Loney llegara de una buena vez… si estallara un incendio o cualquier
otra cosa.
Me sacudió las solapas.
–¿Me quiere?
–Supongo que sí. Sí, supongo que
sí.
–¿No lo sabes?
–Claro que lo sé, pero Loney no comenta
conmigo estas cosas. De verdad que no lo hace.
Se mordió el labio y me dio la espalda.
Yo sudaba a más no poder. Pasé tanto tiempo como pude en la cocina, preparando el
whisky y lo demás. Cuando regresé al comedor, vi que la mujer se había sentado y
se estaba pintando los labios. Dejé el whisky sobre la mesa, a su lado.
Me sonrió y comentó:
–Eddie, eres un buen chico. Espero
que ganes un millón de combates. ¿Cuándo es el próximo?
Solté la carcajada. Deduje que me
había convencido de que todo el mundo sabía que el sábado me enfrentaba con Sailor
Perelman, simplemente porque era mi primer encuentro importante. Así es como se
te suben los humos a la cabeza.
–El sábado que viene –respondí.
–Me alegro –afirmó y miró la hora–.
Oh, ¿por qué no vuelve de una vez? Tengo que estar en casa antes de que llegue Jake
–se incorporó de un salto–. No puedo esperar más. No debí quedarme tanto. ¿Le dirás
algo de mi parte a Loney?
–Sí.
–¿Y no se lo contarás a nadie más?
–No.
Rodeó la mesa y volvió a sujetarme
de las solapas.
–Pon atención. Dile que alguien habló
con Jake sobre… sobre nosotros. Dile que debemos tener cuidado, que Jake es capaz
de matarnos a los dos. Dile que creo que de momento Jake no sabe nada a ciencia
cierta, pero que debemos ser cuidadosos. Dile a Loney que no me telefonee y que
espere a que yo lo llame mañana por la tarde. ¿Se lo dirás?
–Sí.
–Y no permitas que haga una locura.
–No lo permitiré –afirmé. Habría
dicho cualquier cosa con tal de acabar con esa visita.
–Eddie, eres un buen chico –repitió,
me besó en la boca y se fue.
No la acompañé a la puerta. Miré
el whisky que había dejado sobre la mesa y pensé que ya era hora de tomar el primer
trago de mi vida, pero me senté y me puse a pensar en Loney. Es posible que dormitara
un rato, pero estaba despierto cuando Loney regresó, cerca de las dos.
Estaba muy enfadado y preguntó:
–¿Qué carajo haces levantado a esta
hora?
Le hablé de la señora Schiff y de
lo que me había pedido que le dijera.
Se quedó en pie, con el abrigo y
el sombrero puestos, hasta que le conté todo.
–Esa rata latina y tramposa –murmuró
con voz apenas audible y puso cara de enojado.
–También dijo que no cometieras una
locura.
–¿Una locura? –me miró y rio–. No,
no haré ninguna locura. ¿Qué tal si te vas a dormir?
–Vale –acepté y subí.
Loney aún estaba en la cama cuando,
a la mañana siguiente, me fui al gimnasio, y ya se había ido cuando volví a casa.
Lo esperé casi hasta las siete y entonces decidí cenar solo. Susan comenzaba a enfadarse
porque sospechaba que esa noche terminaría tarde. Aunque es posible que pasara fuera
toda la noche, la tarde siguiente, cuando fue al gimnasio de Tubby para verme entrenar,
Loney estaba bien, bromeaba y hacía chistes con los presentes, como si nada le preocupara.
Aguardó a que me cambiara y volvimos
juntos a casa.
–Kid, ¿cómo estás? –fue un chiste,
pues Loney sabía perfectamente que yo siempre estoy bien. Jamás estuve enfermo.
–Muy bien –repliqué.
–Te estás entrenando de maravilla
–afirmó–. Mañana tómate la vida con calma. Será mejor que descanses para enfrentarte
al tío de Providence. Como dijo la rata latina y tramposa, es muy duro y tiene la
cabeza bien puesta.
–Eso espero. Loney, ¿estás realmente
convencido de que Pete dio el soplo a Big Jake sobre…?
–Olvídalo –me interrumpió–. A la
mierda con ellos –me dio un codazo–. Ahora sólo debes preocuparte por lo que harás
el sábado en la noche.
–Todo saldrá bien.
–Yo no estaría tan seguro. Con un
poco de suerte, conseguirás un empate.
Quedé tan sorprendido que me detuve
en plena calle. Hasta entonces Loney jamás había hablado así de mis combates. Siempre
decía “No te preocupes, por muy duro que parezca, ataca y hazle picadillo” o algo
parecido.
–¿Estás diciendo que…? –pregunté.
Me sujetó del brazo para que volviera
a caminar.
–Kid, creo que esta vez te he elegido
un contrincante superior. Perelman es muy bueno. Sabe boxear y pega más fuerte que
cualquiera de tus adversarios anteriores.
–No te preocupes, todo saldrá bien
–aseguré.
–Tal vez –dijo, y miró hacia adelante
con el ceño fruncido–. ¿Qué opinas de lo que dijo Pete acerca de que necesitas más
práctica?
–Qué sé yo. No presto atención a
lo que suelen decirme, salvo a tus palabras.
–Eso está bien, pero ¿qué opinas?
–insistió.
–Supongo que me gustaría aprender
a boxear mejor. Sonrió sin estirar demasiado los labios.
–Te guste o no, es probable que Sailor
Perelman te dé unas cuantas lecciones. Hablando en serio, si te pidiera que boxearas
en lugar de entrar precipitadamente, ¿lo harías? Lo digo para ganar experiencia,
aunque no dieras un gran espectáculo.
–¿No peleo siempre como tú me indicas?
–Por supuesto. Pero supón que significa
perder este combate y aprender algo.
–Lo que me gusta es ganar, pero haré
lo que digas –respondí–. ¿Quieres que me enfrente con él de esa manera?
–Aún no estoy seguro –replicó–. Ya
veremos.
El viernes y el sábado no di golpe.
El viernes intenté encontrar a alguien con quien salir a ligar, pero sólo di con
Bob Kirby y, como estaba harto de oír siempre los mismos chistes, cambié de idea
y me quedé en casa.
Loney vino a cenar y le pregunté
qué posibilidades teníamos de ganar el combate.
–Hay una buena pasta de por medio
–respondió–. Tienes muchos amigos.
–¿Apostamos?
–Todavía no. Tal vez lo hagamos si
suben las apuestas. Aún no lo he decidido.
Lamenté que mi hermano tuviera tanto
miedo de que yo perdiera y pensé que si hacía algún comentario sonaría presuntuoso,
así que seguí comiendo.
El sábado por la noche el local estaba
abarrotado. Cuando subimos al cuadrilátero los aplausos fueron ensordecedores. Me
sentía bien y supongo que Dick Cohen –que estaba en mi rincón con Loney– también
se sentía en forma, pues hacía esfuerzos por disimular su sonrisa. Sólo Loney parecía
preocupado, no tanto como para que se notara, a menos que lo conocieras tan bien
como yo. Lo cierto es que lo noté.
–Estoy perfectamente –lo tranquilicé.
Muchos boxeadores dicen sentirse inquietos mientras esperan a que comience el combate,
pero yo siempre estoy bien.
–Seguro –afirmó Loney y me palmeó
la espalda–. Escúchame, Kid –pidió y carraspeó. Acercó la cara a mi oreja para que
nadie pudiera oírlo–. Escucha, Kid, tal vez… quizá sea mejor que boxees de la manera
que comentamos. ¿Vale?
–Vale.
–No permitas que los matones de primera
fila te distraigan. El que pelea en el ring eres tú.
–Vale –repetí.
El primer par de asaltos fue extraño,
pues suponía una novedad para mí: se trataba de moverme de puntillas a su alrededor
y de asestarle unos cuantos bofetones con las manos en alto. Aunque lo había practicado
con los tíos del gimnasio, nunca lo había hecho en un cuadrilátero ni con alguien
tan capaz como Perelman. Era muy bueno y en esos dos rounds me dio bastantes golpes,
pero nadie castigó realmente al otro.
En el primer minuto del tercer asalto
me alcanzó el mentón con un derechazo cruzado y me golpeó reciamente el cuerpo con
la izquierda, a una velocidad vertiginosa. Pete y Loney no bromeaban cuando decían
que era un buen pegador. Me olvidé de boxear y entré precipitadamente con ambas
manos, arrastrándolo por el cuadrilátero hasta que me lio en un cuerpo a cuerpo.
Como todos gritaban pensé que estaba bien, pero en realidad sólo le propiné un buen
golpe, ya que amortiguó los demás puñetazos con los brazos. Era el boxeador más
espabilado con el que me había enfrentado.
Cuando Pop Agnew nos separó me acordé
de que debía boxear y me concentré, pero Perelman se movía muy rápido y pasé casi
todo el asalto intentando alejar su izquierda de mi cara.
–¿Te lastimó? –preguntó Loney cuando
me retiré al rincón.
–Todavía no, pero sabe pegar –respondí.
En el cuarto asalto paré con el ojo
otro derechazo cruzado y un montón de golpes de la zurda con otras zonas de la cara.
El quinto asalto fue aún más duro. Por un lado, tenía casi cerrado el ojo en el
que me había dado y, por otro, ya me conocía las mañas. Dio vueltas y más vueltas,
impidiéndome asegurar la posición.
–¿Cómo te sientes? –preguntó Loney,
mientras Dick y él me masajeaban después del quinto asalto. Su voz sonaba rara,
como si estuviera resfriado.
–Todo va bien –respondí. Me costaba
trabajo hablar porque tenía los labios hinchados.
–Cúbrete un poco más –aconsejó Loney.
Subí y bajé la cabeza para indicar
que había entendido.
–Y no hagas el menor caso de los
matones de la primera fila.
Había estado demasiado ocupado con
Sailor Perelman, pero cuando salimos a librar el sexto asalto oí que gritaban cosas
como “Kid, entra y dale duro”, “Vamos, Kid, enséñale lo que es bueno” y “Kid, ¿
qué esperas?”. Supuse que habían gritado sin parar frases así. Tal vez tuvo algo
que ver o quizá fue que quería demostrarle a Loney que me sentía bien, para que
no se inquietara por mí. Como fuera, hacia el final de ese asalto, cuando Perelman
me sacudió otro derechazo cruzado de los que me dejaban turulato, me protegí y decidí
acosarlo. Me pegó, pero no tanto como para apartarme y, pese a que asimiló la mayoría
de mis puñetazos, le encajé un buen par de trompadas que le hicieron daño. Cuando
me abrazó supe que lo hacía porque era más listo que yo, pero no más fuerte.
–¿Qué pasa contigo? –me gruñó al
oído–. ¿Estás loco?
Como no me gusta hablar en el ring,
sonreí para mis adentros sin decir esta boca es mía, e intenté liberar una mano.
Cuando al concluir el asalto regresé
al rincón, Loney me miró de mala manera.
–¿Qué te pasa? ¿No te dije que boxearas?
–estaba espantosamente pálido y afónico.
–Está bien, boxearé.
Dick Cohen comenzó a blasfemar junto
al lado de la cara por el que yo no veía. No parecía maldecir a nada ni a nadie
en particular, simplemente mascullaba en voz baja hasta que Loney le pidió que cerrara
el pico.
Quería preguntarle a Loney cómo afrontar
el derechazo cruzado pero, tal como tenía la boca, hablar requería un gran esfuerzo.
Además, tenía la nariz torcida hacia arriba y necesitaba la boca para respirar,
así que guardé silencio. Loney y Dick me masajearon más que en cualquiera de los
descansos de los asaltos anteriores. Cuando bajó del ring, antes de que sonara la
campana, Loney me palmeó el hombro y dijo en tono perentorio:
–Y ahora boxea.
Salí a boxear. En ese round, Perelman
debió de pegarme treinta veces en la cara. Aunque eso fue lo que sentí, seguí tratando
de boxear. Fue un asalto interminable.
Regresé al rincón, no mareado, sino
a punto de vomitar, lo que era extraño, porque no recordaba haber recibido una buena
sacudida en el estómago. Perelman me había golpeado casi exclusivamente en la cabeza.
Loney tenía mucho peor aspecto que yo. Estaba tan jodido que procuré no mirarlo,
y me avergoncé de dejarlo en ridículo al permitir que Perelman se burlara de mí.
–¿Aguantarás hasta el final? –preguntó
Loney.
Al tratar de contestarle descubrí
que no podía mover el labio inferior, porque tenía la encía pegada a un diente roto.
Alcé el pulgar y Loney me quitó el guante. Separé el labio del diente y dije:
–Seguro. Pronto le cogeré el tranquillo.
Loney emitió un extraño gorgoteo
y, de pronto, acercó tanto su cara a la mía que tuve que dejar de mirar al suelo
y observarlo. Tenía mirada de drogadicto.
–Kid, presta atención –dijo con voz
cruel y severa, como si me odiara–. A la mierda con esta historia. Sal y acaba de
una buena vez con ese cabrón. ¿Para qué mierda boxeas? Eres un luchador. Súbete
al ring y defiéndete.
Estaba a punto de decir algo pero
me contuve. Tuve la absurda idea de que le daría un beso o algo parecido, pero para
entonces Loney había franqueado las cuerdas y sonó la campana.
Seguí al pie de la letra las indicaciones
de Loney y gané ese asalto con mucha ventaja. Fue maravilloso volver a pelear a
mi estilo, entrar precipitadamente con los dos puños, sin balanceos ni pijaditas,
simplemente lanzando golpes cortos y directos, inclinándome de un lado a otro para
darle duramente de los tobillos hacia arriba. Claro que Perelman me pegó, pero calculé
que ya no podría darme más duro que en los anteriores asaltos y que, si lo había
soportado, ya no tenía de qué preocuparme. Poco antes de que sonara la campana lo
cogí en un cuerpo a cuerpo y cuando sonó había logrado encerrarlo en un rincón.
En mi rincón reinaba la alegría.
Todos gritaban salvo Loney y Dick, que no pronunciaron una sola palabra.
Apenas me miraron, se concentraron
en las zonas de masaje y fueron más duros que nunca. Mi cuerpo parecía una máquina
que ellos estaban reparando. Loney ya no tenía mala cara. Noté que estaba agitado
por su expresión severa y rígida. Me gusta recordarlo así, era tan apuesto… Dick
silbaba entre dientes, quedamente, mientras me mojaba la cabeza con una esponja.
Derroté a Perelman antes de lo que
suponía, en el noveno. Dominó la primera parte del asalto porque se movió de prisa,
me controló con la izquierda, y diría que me desconcerté; sin embargo, no se tenía
en pie y le entré por debajo de sus zurdazos, haciéndole un gancho de izquierda
en el mentón, el primero que conseguía atizarle en la cabeza tal como me proponía.
Supe que había sido un buen golpe antes de que inclinara la cabeza hacia atrás y
le asesté seis puñetazos tan rápido como pude colocarlos: izquierda, derecha, izquierda,
derecha, izquierda, derecha. Asimiló cuatro, pero luego le di un derechazo en el
mentón y otro justo encima del calzón; doblé ligeramente las rodillas e intentó
abrazarme, pero lo aparté y le di en el pómulo con todas mis fuerzas.
Después Dick Cohen me puso el albornoz
sobre los hombros y simultáneamente me abrazó, se sorbió los mocos, maldijo y rio;
al otro lado del cuadrilátero sentaron a Perelman en su taburete.
–¿Dónde está Loney? –quise saber.
–No lo sé –Dick miró a su alrededor–.
Hace un momento estaba aquí. ¡Chico, qué paliza! Loney nos alcanzó cuando estábamos
a punto de entrar al vestidor.
–Tenía que ver a un tipo –explicó.
Le brillaban los ojos como si se burlara de algo, pero estaba pálido como un fantasma
y apretaba los labios contra los dientes al sonreírme torvamente y comentar–: Kid,
pasará mucho tiempo hasta que alguien te supere.
Respondí que era lo que esperaba.
Ahora que todo había terminado, estaba muy cansado. Por lo general, después de un
combate me entra un hambre voraz, pero aquella noche me sentía agotado.
Loney caminó hasta el sitio donde
había colgado el abrigo y se lo puso sobre los hombros. En ese instante, el dobladillo
se enganchó y vi que en el bolsillo llevaba una pistola. Fue extraño porque nunca
lo había visto portar armas y, si la había tenido en el cuadrilátero, seguramente
todos habrían reparado en ella cuando se agachó para masajearme. No podía preguntarle
nada porque en el vestidor había un montón de tipos que hablaban y discutían.
Al cabo de unos segundos apareció
Perelman con su apoderado y un par de individuos que yo no conocía, por lo que supuse
que lo habían acompañado desde Providence. Aunque el boxeador miraba hacia adelante,
los otros nos observaron de mala manera a Loney y a mí y se dirigieron al otro extremo
del vestidor sin abrir la boca. Allí todos nos vestíamos en la misma habitación.
–Tómatelo con calma. Prefiero que
Kid se enfríe antes de salir –dijo Loney a Dick, que me estaba echando una mano.
Perelman se cambió de prisa y salió
sin dejar de mirar hacia adelante. Su apoderado y los dos acompañantes se detuvieron
junto a nosotros. El apoderado era un tío robusto, de ojos verdes como los de un
pez y cara oscura y chata. Hablaba con acento, tal vez polaco. Dijo:
–Se creen muy listos, ¿eh?
Loney estaba de pie, con una mano
a la espalda. Dick Cohen sujetó el respaldo de la silla con las manos y se apoyó
en ella.
–Yo soy listo –dijo Loney–. Kid pelea
como yo le digo.
El apoderado de Perelman nos miró
a Dick y a mí, volvió a clavar la mirada en Loney y añadió:
–Hum, así que por ahí va la cosa
–se quedó pensativo una eternidad–. Es mejor saberlo –se ajustó el sombrero, volteó
y salió mientras los otros dos le pisaban los talones.
–¿A éste qué mosca lo picó? –pregunté
a Loney. Rio, pero no como si fuera algo divertido.
–No saben perder.
–Pero tú llevas una pistola en… –Loney
no me dejó concluir.
–Bueno, bueno, alguien me pidió que
se la guardara y ahora tengo que devolverla. Dick y tú se van a casa y en un rato
nos vemos. Tómatelo con calma, quiero que te enfríes antes de salir. Cojan el coche,
ya saben dónde está. Acércate, Dick.
Loney llevó a Dick aparte y le habló
al oído. Este asintió con la cabeza y puso aún más cara de susto, si bien intentó
disimularlo cuando se acercó a mí.
–Hasta luego –se despidió Loney.
–¿Qué pasa? –pregunté a Dick.
–No te preocupes –respondió meneando
la cabeza. Fue todo lo que conseguí arrancarle.
Cinco minutos después entró corriendo
Pudge, el hermano de Bob Kirby, y gritó:
–¡Mierda, le han disparado a Loney!
Yo le disparé a Loney. Se mire como
se mire, Loney seguiría vivo si yo no fuera tan ingenuo. Durante mucho tiempo responsabilicé
a la señora Schiff, pero creo que lo hice para no reconocer que la culpa era mía.
Jamás pensé realmente que ella fuera
la autora de los disparos, como las personas que dijeron que, cuando Loney perdió
el tren en el que iban a largarse juntos, ella regresó, esperó en la entrada y cuando
él salió y le dijo que había cambiado de idea le disparó. La responsabilicé de haberle
mentido, pues resultó que nadie le había dado el soplo a Big Jake sobre la aventura
que vivía con Loney. Mi hermano le metió esa idea en la cabeza, le contó lo que
Pete había dicho y ella fraguó el engaño para escapar con Loney. Y si yo no fuera
tan ingenuo, Loney habría tomado ese tren.
Mucha gente dijo que Big Jake había
asesinado a Loney. Dijeron que por ese motivo la policía nunca llevó la investigación
a fondo, en virtud de la influencia de Big Jake en el ayuntamiento. Es verdad que
regresó a su casa antes de lo que suponía la señora Schiff, que le había dejado
una nota diciendo que se largaba con Loney, y que pudo llegar a la calle cercana
al local donde abatieron a Loney con tiempo más que suficiente para matarlo, pero
no habría podido llegar a tiempo a la estación de trenes y si yo no fuera tan ingenuo,
Loney habría cogido ese tren.
También dijeron que fueron los guaruras
de Perelman, algo que pensó casi todo el mundo, incluida la policía, pero tuvieron
que soltarlos porque no había pruebas suficientes. Si yo no fuera tan ingenuo, Loney
me habría dicho claramente: “Escucha, Kid, tengo que largarme, necesito reunir la
mayor cantidad posible de dinero, lo mejor es llegar a un trato con Perelman para
que pierdas y entonces apostar todo lo que tenemos en tu contra”. Vamos, habría
estado dispuesto a amañar un millón de combates por el bien de Loney, que no sabía
que podía confiar en mí, que soy tan ingenuo.
Yo podría haber deducido lo que Loney
quería y caído en el quinto asalto, cuando Perelman me pilló con aquel gancho. Habría
sido fácil. Si no fuera tan ingenuo, habría aprendido a boxear con más clase y,
aunque hubiera perdido con Perelman, habría evitado que me hiciera picadillo, hasta
el extremo de que Loney ya no pudo soportarlo y echó todo a perder pidiéndome que
dejara de boxear y entrara con todo.
Si todo hubiera ocurrido tal como
sucedió hasta aquel momento, igualmente Loney podría haberse esfumado si yo no fuera
tan ingenuo como para que tuviera que quedarse a cuidar de mí y decir a esos tipos
de Providence que yo no tuve nada que ver con la traición.
Ojalá el muerto fuera yo y no Loney.
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