Guillermo Samperio
Esta
era una mujer, una mujer verde, verde de pies a cabeza. No siempre fue verde,
pero algún día comenzó a serlo. No se crea que siempre fue verde por fuera,
pero algún día comenzó a serlo, hasta que algún día fue verde por dentro y
verde también por fuera. Tremenda calamidad para una mujer que en un tiempo
lejano no fue verde.
Desde ese tiempo lejano hablaremos aquí. La mujer
verde vivió en una región donde abundaba la verde flora; pero la verde flora no
tuvo relación con lo verde de la mujer. Tenía muchos familiares; en ninguno de
ellos había una gota de verde. Su padre, y sobre todo su madre, tenían unos
grandes ojos cafés. Ojos cafés que siempre vigilaron a la niña que algún día
sería verde por fuera y por dentro verde. Ojos cafés cuando ella iba al baño,
ojos cafés en su dormitorio, ojos cafés en la escuela, ojos cafés en el parque
y los paseos, y ojos cafés, en especial, cuando la niña hurgaba debajo de sus
calzoncitos blancos de organdí. Ojos, ojos, ojos cafés y ojos cafés en
cualquier sitio.
Una tarde, mientras imaginaba que unos ojos cafés
la perseguían, la niña se cayó del columpio y se raspó la rodilla. Se miró la
herida y, entre escasas gotas de sangre, descubrió lo verde. No podía creerlo;
así que, a propósito, se raspó la otra rodilla y de nueva cuenta lo verde. Se
talló un cachete y verde. Se llenó de raspones y verde y verde y nada más que
verde por dentro. Desde luego que, una vez en su casa, los ojos cafés, verdes
de ira, la nalguearon sobre la piel que escondía lo verde.
Más que asustarse, la niña verde entristeció. Y,
años después, se puso aún más triste cuando se percató del primer lunar verde
sobre uno de sus muslos. El lunar comenzó a crecer hasta que fue un lunar del
tamaño de la jovencita. Muchos dermatólogos lucharon contra lo verde y todos
fracasaron. Lo verde venía de otro lado. Verde se quedaría y verde se quedó.
Verde asistió a la preparatoria, verde a la universidad, verde iba al cine y a
los restoranes, y verde lloraba todas las noches.
Una semana antes de su graduación, se puso a
reflexionar: “Los muchachos no me quieren porque temen que les pegue mi
verdosidad; además dicen que nuestros hijos podrían salir de un verde muy
sucio, o verdes del todo. Me saludan de lejos y me gritan ‘Adiós, señorita
Green’, y me provocan las más tristes verdes lágrimas. Pero desde este día
usaré sandalias azul cielo, aunque se enojen los ojos cafés. Y no me importará
que me digan señorita Green, porque llevaré en los pies un color muy bonito”.
Y así, esa misma noche, la mujer
verde empezó a pasear luciendo unas zapatillas azules que les recordaban el mar
y las tardes de cielo limpio a quienes las miraban. Aunque dijo “un color muy
bonito” un tanto cursi y verdemente, sin imaginar lo que implicaba calzarse
unas sandalias azules, la suerte le cambió. Cuando la mujer verde pasaba por
los callejones más aburridos, la gente pensaba en peces extraños y sirenas
atractivas; una inesperada imaginación desamodorraba las casas.
–Gracias, Mujer Verde –le gritaban a su paso. Si la
mujer verde salía a dar la vuelta en la madrugada, aquellos que padecían
insomnio llenaban sus cabezas con aleteos alegres y cantos de aves y vuelos en
cielos donde la calma reposaba en el horizonte; luego, dormían soñando que una
mujer azul les acariciaba el pelo.
Pronto, la fama de la mujer verdiazul corrió por la
ciudad, y todos deseaban desaburrirse, o curarse el insomnio, o tener sueños
fantásticos, o viajar al fondo del cielo azul.
Una tarde, mientras la mujer verde descansaba,
tocaron a la puerta. Ella se arregló su verde cabello y abrió. En el quicio de
la puerta se encontraba un hombre, un hombre violeta, violeta de pies a cabeza.
Se miraron a los ojos. La mujer verde vio un dragón encantador. El hombre
violeta vio una cascada de peces. El hombre violeta se acercó a la mujer verde
y la mujer verde se acercó al hombre violeta. Entonces, un dragón violeta voló
hacia la cascada y ahí se puso a jugar hasta que se dejó ir en la corriente de
peces.
Luego, cerraron la puerta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario